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Partido Comunista de Italia
(“Rassegna Comunista”, n. 4, 31 de mayo de 1921) Partido y Acción de Clase
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En un artículo anterior, exponiendo conceptos teóricos fundamentales, mostrábamos que no solamente no hay nada de contradictorio en el hecho de que el partido político de la clase obrera, órgano indispensable de su lucha de emancipación, comprenda en sus filas sólo a una parte, a una minoría, de la clase; sino que además, no se tendría que hablar de una clase con una función histórica, allí donde no exista el partido que tenga precisa conciencia en esa función, que tenga precisa conciencia de sus resultados, y que se ponga a la vanguardia de esa función en la acción.
Un examen más detallado de las funciones históricas de la clase obrera en su camino revolucionario, tanto antes como después de arrebatar el poder a los explotadores, no hace más que confirmar esta inderogable necesidad del partido político, que debe dirigir toda la lucha de la clase trabajadora.
Para dar una idea precisa, diríamos casi tangible, de la necesidad “técnica” del partido, convendría quizá, en caso de que la exposición no se viera lógica, considerar primero el trabajo que debe cumplir el proletariado después de haber alcanzado el poder, después de haber arrancado a la burguesía la dirección de la máquina social.
Las complicadas funciones que el proletariado deberá asumir después de haber conquistado la dirección del Estado, cuando deba no solo sustituir a la burguesía en la dirección y administración de la cosa pública, sino construir una máquina nueva y distinta de administración y gobierno, mirando a fines enormemente más complejos que los que son objeto del arte de gobierno actual, exigirán un encuadramiento de individuos competentes para cumplir las distintas funciones, para estudiar los distintos problemas, para aplicar a las distintas facetas de la vida colectiva los criterios que derivan de los principios generales revolucionarios, que corresponden a la necesidad que empuja a la clase proletaria a destruir los vínculos del viejo régimen para poder construir nuevas relaciones sociales.
Sería un error fundamental creer que un grado de preparación y especializaciones semejantes pudiese surgir de un simple encuadramiento profesional de los trabajadores según sus tareas tradicionales en el viejo régimen. De hecho, no se tratará de eliminar empresa por empresa la aportación en las competencias técnicas que antes proporcionaba el capitalista o sujetos a él estrechamente ligados, utilizando para esto la preparación profesional de los mejores obreros, sino de poder hacer frente a actividades de naturaleza mucho más sintética, que exigen una preparación política, administrativa y militar, y que solo puede provenir, con garantía de ser la que responde a la concreta función histórica de la revolución proletaria, de un organismo que como el partido político posea, por una parte una visión histórica general del proceso de la revolución y sus exigencias, y por otra una severa disciplina organizativa que asegure la subordinación de todas las funciones particulares al fin general de clase.
Un partido es un conjunto de personas que tienen la misma visión general del desarrollo de la historia, que tienen una concepción precisa de los fines de la clase que representan, y que tienen preparado un sistema de soluciones a los varios problemas con los que el proletariado se topará cuando sea la clase que gobierne. Por eso el gobierno de clase no podrá ser más que gobierno de partido. Después de limitarnos a esbozar estas consideraciones, que un estudio de la revolución rusa aunque sea superficial hace evidentísimas, pasamos al aspecto antecedente de la cuestión, es decir, a la demostración de que también la acción revolucionaria de clase contra el poder burgués no puede ser más que acción de partido.
En primer lugar, es evidente que el proletariado no estaría maduro para afrontar los dificilísimos problemas del período de su dictadura, si el órgano indispensable para resolverlos, el partido, no hubiese comenzado mucho antes a constituir el cuerpo de sus doctrinas y experiencias.
Pero también para las necesidades directas de la lucha que debe
culminar con el abatimiento revolucionario de la burguesía, el partido
es órgano indispensable de toda la acción de la clase; es
más, no se puede hablar lógicamente de verdadera acción
de clase (es decir, que vaya más allá del límite de
los intereses de categoría o problemillas momentáneos) cuando
no se esté en presencia de una acción de partido.
Las relaciones de la economía y la vida social capitalistas se hacen en todo momento intolerables para los proletarios, y empujan a estos a intentar superarlas. Tras pasar por complejas vicisitudes, las víctimas de esas relaciones van constatando la insuficiencia de los recursos individuales en esta lucha instintiva contra condiciones de malestar e incomodidad comunes a gran número de individuos, y se ven obligados a experimentar las formas de acción colectiva, para aumentar con la asociación el peso de su propia influencia sobre la situación social que tales relaciones crean. Pero la sucesión de estas experiencias, a lo largo del desarrollo de la actual forma social capitalista, lleva a la constatación de que los trabajadores no conseguirán una influencia real sobre su propia suerte a menos que extiendan más allá de todos los límites de agrupamientos locales, nacionales y profesionales la red de la asociación de sus esfuerzos, y estos esfuerzos sean dirigidos a un objetivo amplio e integral que se concrete en el abatimiento del poder político burgués, puesto que, mientras estén en pie los actuales ordenamientos políticos, su función será la de anular todos los esfuerzos de la clase proletaria por evitar la explotación.
Los primeros grupos de proletarios que alcanzan esta conciencia intervienen en movimientos de sus compañeros de clase, y por medio de la crítica de sus esfuerzos, de los resultados obtenidos, de los errores y desilusiones, hacen que un número cada vez mayor pase a la lucha general por unos fines, que es la lucha por el poder, la lucha política, la lucha revolucionaria.
De esta manera al principio aumenta el número de trabajadores convencidos de que solo con la lucha final revolucionaria será resuelto el problema de sus condiciones de vida, y al mismo tiempo se refuerzan las filas de los dispuestos a afrontar las incomodidades y sacrificios inevitables de la lucha, colocándose a la cabeza de las masas empujadas a la revuelta contra sus sufrimientos, para dar a su esfuerzo una utilidad racional y una eficacia segura.
La indispensable función del partido se realiza de dos modos, primero como un hecho de conciencia, y después como un hecho de voluntad; la primera traduciéndose en una concepción teórica del proceso revolucionario, que debe ser común a todos los adherentes, la segunda en la aceptación de una precisa disciplina que asegure la coordinación y por ello el éxito de la acción.
Naturalmente este proceso de perfeccionamiento de las energías de clase no se ha desarrollado nunca ni se puede desarrollar de un modo seguro, en progresión y continuo. Hay parones, vueltas atrás, descompaginaciones, y los partidos proletarios muchas veces pierden el carácter esencial con el que se formaron y se convierten en no aptos para realizar sus cometidos históricos. En general debido a la influencia misma de particulares fenómenos del mundo capitalista, los partidos a menudo pierden su principal función de centralizar y canalizar las embestidas de movimientos colectivos hacia el objetivo final y único revolucionario; se limitan a defender una más inmediata y transitoria resolución y satisfacción, degenerando así en la doctrina y en la práctica, al admitir que el proletariado pueda encontrar condiciones de equilibrio aprovechable en el marco del régimen capitalista, marcándose en su política objetivos parciales y secundarios, cayendo por la pendiente de la colaboración.
A estos fenómenos degenerativos, que han culminado en la gran guerra mundial, ha seguido un período de sana reacción, los partidos de clase inspirados en las directivas revolucionarias, los únicos que son verdaderamente partidos de clase, se han reconstituido por todas partes y se organizan en la Tercera Internacional, cuya doctrina y cuya acción son específicamente revolucionarias y “maximalistas”.
Así pues, en una fase que todo hace suponer decisiva, se reanuda
el movimiento de agrupamiento revolucionario de las masas entorno a los
partidos comunistas, de encuadramiento de sus fuerzas para la acción
revolucionaria final. Pero una vez más, el proceso no puede reducirse
a una inmediata simplicidad de reglas, presenta difíciles problemas
de táctica, no es ajeno a fracasos parciales incluso graves, y suscita
cuestiones que provocan gran interés en los militantes de la organización
revolucionaria mundial.
Existe – o se dice que existe – una tendencia que querría tener “pequeños partidos” purísimos, que casi se complacería de extrañar el contacto con las grandes masas, acusándolas de poca conciencia y capacidad revolucionarias. Se critica vivamente esta tendencia, y se la define, no sabemos si con fundamentos o con demagogia, “oportunismo de izquierda”, mientras que tal nombre debería reservarse más bien para las corrientes que, negando la función del partido político, pretenden que se pueda tener un amplio encuadramiento revolucionario de las masas por medio de formas puramente económicas, sindicales y de organización.
Se trata por tanto de profundizar un poco más en esta cuestión de las relaciones del partido con la masa. Una fracción de la clase, está bien, pero ¿cómo establecer el valor numérico de la fracción? Nosotros queremos decir aquí que si hay una prueba de error voluntarista, y por tanto de específico “oportunismo” (ahora ya oportunismo quiere decir herejía) antimarxista, es el de querer determinar a priori el valor de esta relación como una regla de organización, el de querer establecer que el partido comunista deba tener un número de trabajadores organizados por él o como simpatizantes suyos que esté por encima o por debajo de una cierta fracción de la masa proletaria.
Si el proceso de formación de los partidos comunistas, llevado a cabo por escisiones y fusiones, se juzgase con una regla numérica, es decir recortar en los partidos demasiado numerosos, y haciendo añadidos a la fuerza en los demasiado pequeños, se cometería el más risible error, no entendiendo que en ese proceso deben presidir normas cualitativas y políticas, y que ese proceso en grandísima medida se acomete bajo las repercusiones dialécticas de la historia, evitando una legislación organizativa que quisiera asumir demasiado la tarea de meter a los partidos en un molde para que salieran con las dimensiones consideradas apropiadas y deseables.
Lo que se puede admitir indiscutiblemente en una discusión táctica semejante es que es preferible que los partidos sean lo más numerosos posible, que logren atraer en torno suyo a los más amplios sectores de las masas. No existe ningún comunista que eleve a principio el ser pocos y bien encerrados en la “turris eburnea” de la pureza. Es indiscutible que la fuerza numérica del partido, y el fervor del apoyo proletario en torno a éste, son condiciones revolucionarias favorables, son los indicios seguros de una madurez en el desarrollo de las energías proletarias, y por tanto no hay quien no se felicite de que los partidos comunistas progresen en este sentido.
No existe, por tanto, una relación definida y definible entre los efectivos del partido y la gran masa de los trabajadores. Teniendo claro que es el partido quien asume sus funciones como minoría de estos, sería bizantinismo indagar si debe ser una minoría más grande o más pequeña. Es cierto que cuando el desarrollo del capitalismo en sus contrastes y sus choques internos, de los que germinan inicialmente las tendencias revolucionarias, está al principio, cuando la revolución aparece como una perspectiva lejana, el partido de clase, el partido comunista, no puede estar formado más que por pequeños grupos de precursores, en posesión de una especial capacidad de entender las perspectivas de la historia, y que la parte de la masa que lo entiende y lo sigue no puede ser extensa. Cuando en cambio la crisis revolucionaria apremia, haciéndose cada vez más intolerables las relaciones burguesas de producción, el partido aumenta de número en sus filas, así como el seguimiento entre el proletariado.
Si la época actual es, en la segura convicción de todos
los comunistas, época revolucionaria, de ello se desprende que en
todos los países deberíamos tener partidos numerosos y muy
influyentes próximos a grandes capas del proletariado. Pero donde
esto no haya acaecido todavía, a pesar de haber pruebas indiscutibles
de la agudeza de la crisis y de la inminencia de su precipitación,
las causas de esta deficiencia son tan complejas que sería enormemente
ligero concluir que si el partido es demasiado pequeño y poco influyente,
hace falta agrandarlo artificialmente agregándole otros partidos
o trozos de partidos, en cuyas filas estén los elementos ligados
a las masas. La oportunidad de aceptar en las filas de este partido otros
elementos organizativos, o por el contrario la de excluir de partidos pletóricos
a una parte de sus miembros, no puede provenir de una valoración
aritmética o una infantil decepción estadística.
Cuando el problema del desenlace de la crisis llega al punto culminante y la cuestión del poder se impone ante las masas, la jugada de los socialdemócratas se revela de forma terrible, ya que ellos están el dilema: dictadura proletaria o dictadura burguesa, cuando ya no se puede estar sin elegir, eligen la complicidad con la burguesía. Pero mientras esta situación no llegue, aunque se esté aproximando, una parte notable de la masa sufre las antiguas influencias de los socialtraidores. Es pues inevitable que cuando las probabilidades revolucionarias den indicios de disminuir, aunque solo sea en apariencia, o cuando la burguesía empiece a desplegar inesperadas fuerzas de resistencia, el movimiento de los partidos comunistas pierda momentáneamente terreno en lo que respecta a su organización y a la de las masas.
La inestabilidad de la situación actual podrá hacernos asistir, en la trayectoria general del seguro desarrollo de la Internacional revolucionaria, a estas alternancias, y si es indiscutible que la táctica comunista debe tratar de hacer frente a tales circunstancias desfavorables, no es menos cierto que sería absurdo esperar eliminarlas con fórmulas tácticas, así como está fuera de lugar dejarnos llevar a conclusiones pesimistas.
En la hipótesis abstracta del continuo desarrollo de las energías revolucionarias de las masas, el partido aumentaría continuamente su propia fuerza numérica y política, crecería en cantidad, permaneciendo igual en calidad, ya que aumentaría la relación de los comunistas respecto a los proletarios. En la situación real, en la que los varios factores continuamente mutantes del ambiente social tienen un complejo reflejo sobre la disposición de las masas, el partido comunista, a pesar de ser de entre toda la masa el grupo de los que mejor conocen y entienden las características del mencionado desarrollo, no deja de ser un efecto de ese desarrollo, no puede dejar de sufrir esas alternancias, y a pesar de obrar constantemente como factor de aceleración revolucionaria, no puede, por medio de cualquier refinamiento del método, forzar o invertir la esencia fundamental de las situaciones.
Pero el peor de todos los remedios para solucionar la influencia de
las situaciones desfavorables, sería el de hacer periódicamente
un proceso a los principios teóricos y organizativos en los que
se basa el partido, con el fin de modificar la extensión de su zona
de contacto con la masa. En las situaciones en las que merma la predisposición
revolucionaria de las masas, muchas veces, lo que algunos llaman llevar
el partido a la masa equivale a quitarle precisamente las cualidades que
pueden hacer que sirva como agente reactivo, y que influya sobre las masas
para hacerlas retomar el movimiento hacia delante, al desnaturalizar las
propiedades del partido.
Solo cuando los partidos comunistas están basados sólidamente
en lo que son los resultados de la doctrina y la experiencia histórica,
en lo que respecta a las características precisas del proceso revolucionario,
resultados que solo pueden ser internacionales, y por tanto dar lugar a
normas internacionales, se debe considerar definida su fisonomía
organizativa, y se debe entender que su facultad para atraer a las masas
y potenciarlas estará en razón de su fidelidad a una cerrada
disciplina de programa y de organización interna.
Aunque las masas se alejen en parte del partido comunista en ciertas fases de la vida de éste, por estar dotado de una conciencia teórica, respaldada por las experiencias internacionales del movimiento, que le hace estar preparado para las exigencias de la lucha revolucionaria, el partido comunista tiene la garantía de que las tendrá a su lado cuando se planteen los problemas revolucionarios que no admiten otra solución más que la establecida en su programa. Cuando las exigencias de la acción muestren que hace falta un aparato dirigente centralizado y disciplinado, el partido comunista, que para esto se inspiró su constitución, se pondrá a la cabeza de las masas en movimiento.
A este respecto queremos concluir, que los criterios que deben servir de base para juzgar la eficiencia de los partidos comunistas, tienen que ser muy distintos a los de un control numérico “a posteriori” de sus fuerzas, puestas en relación a las de los otros partidos que se reclaman del proletariado. Esos criterios solo pueden consistir en definir con precisión las bases teóricas del programa del partido, así como la rígida disciplina interna de todas sus organizaciones y sus miembros, que asegure la utilización del trabajo de todos para un mejor triunfo de la causa revolucionaria. Cualquier otra forma de intervenir en la composición de los partidos, que no derive lógicamente de la aplicación precisa de tales normas, no conduce más que a resultados ilusorios, y priva al partido de clase de su fuerza revolucionaria más grande, que está precisamente en la continuidad doctrinal y organizativa de toda su predicación y toda su obra, en haber sabido “decir primero” cómo se presentaría el proceso de la lucha final entre las clases, y en haberse dado el tipo de organización que corresponde a las exigencias del período decisivo.
Esta continuidad fue truncada por doquier en los años de la guerra de modo irreparable, y lo único que se podía hacer era empezar de nuevo. Al surgir la Internacional Comunista como fuerza histórica, se han concretado las líneas sobre las cuales el movimiento proletario podía reorganizarse en todos los países, sobre la base de clarísimas y decisivas experiencias revolucionarias. La primera condición del triunfo revolucionario del proletariado mundial es por tanto que la Internacional llegue a una estabilización organizativa que por todos lados inspire a las masas un sentimiento de decisión y seguridad, que sepa ganárselas sabiendo también esperarlas donde es indispensable que el desarrollo de la crisis actúe todavía sobre ellas, donde no se puede evitar que vuelvan a experimentar todavía con los insidiosos consejos socialdemócratas. No existen recetas mejores para solucionar tal necesidad.
El segundo congreso de la Tercera Internacional comprendió estas
necesidades. En el comienzo de una nueva época que debía
desembocar en la revolución, se trataba de fijar los puntos de partida
de un trabajo internacional de organización y preparación
revolucionaria. Quizá habría sido mejor que el congreso,
antes de proseguir con la disposición de argumentos de las distintas
tesis, todas teórico-tácticas, hubiese fijado las bases fundamentales
de la concepción teórica programática comunista, sobre
cuya aceptación debería estar fundada desde el principio
la organización de todos los partidos adherentes, y después
hubiese formulado las normas fundamentales de acción frente al problema
sindical, agrario, colonial, etc, etc, a cuya observancia disciplinada
están comprometidos todos los adherentes. No obstante, todo esto
está en el cuerpo de resoluciones salido del segundo congreso, y
está compendiado egregiamente en las tesis sobre las condiciones
de admisión de los partidos.
Lo que es esencial es considerar la aplicación de las condiciones
de admisión como un acto inicial constitutivo y organizativo de
la Internacional, como una operación a realizarse de una vez y para
siempre, y así sacar del caos al que se había reducido el
movimiento político proletario a las fuerzas organizadas u organizables
que la nueva Internacional pudiera encuadrar.
Nunca se habrá hecho demasiado pronto la sistematización del movimiento internacional en base a tales normas internacionalmente obligatorias, ya que la gran fuerza, como decíamos, que debe guiarlo cumpliendo con su cometido de propulsor de las energías revolucionarias, es la demostración de una continuidad de pensamiento y acción hacia una meta precisa, que un día se pondrá en el punto de mira de las masas, haciendo que éstas se polaricen hacia el partido de vanguardia, y con ello que se tengan las mejores posibilidades de victoria en la revolución.
Si de esta sistematización primordial del movimiento, aunque sea definitiva en el sentido organizativo, salen en algunos países partidos de aparente escasa fuerza numérica, se podrán estudiar, y muy útilmente, las causas de tal hecho, pero sería absurdo querer cambiar las normas y volver a intentar aplicarlas, con el objetivo de conseguir una distinta relación de fuerza numérica entre el partido y la masa o entre el partido y los otros partidos.
Con esto no se haría más que hacer inútil y frustrar todo el trabajo llevado a cabo en un primer período organizativo, teniendo que volver a empezar de nuevo, y dejando subsistir la eventualidad de tener que volver a empezar todavía más veces el trabajo de preparación, perdiendo así ciertamente el tiempo en lugar de ganarlo.
YY mucho más se reflejaría esto a nivel internacional, ya que una similar interpretación de las reglas de organización internacional, haciéndolas siempre revocables, y creando precedentes en los que se hubiese aceptado “rehacer” los partidos, como si se tratara de un primer intento de fusión no conseguido en el que se vuelve a fundir el metal para volver a hacer la estatua, quitaría toda autoridad y todo prestigio a las “condiciones” que la Internacional pone a partidos e individuos que quieren formar parte de ella, retrasaría hasta el infinito la estabilización de los cuadros de la armada revolucionaria, en la que siempre nuevos oficiales podrían aspirar a entrar “conservando los beneficios del grado”.
No hay que estar por tanto a favor de partidos grandes o pequeños, no hay que pretender tener que invertir todo el enfoque de ciertos partidos con el pretexto de que no son “partidos de masas”; y si hay que exigir que los partidos comunistas se fundan en todas partes sobre sólidas reglas de organización programática y táctica en las que se compendien las mejores experiencias de la lucha revolucionaria adquiridas internacionalmente.
Aunque sea muy difícil hacerlo evidente sin larguísimas consideraciones y citas de hechos sacadas de la vida del movimiento proletario, todo esto no proviene del abstracto y estéril deseo de tener o ver partidos puros, perfectos y ortodoxos, sino de la preocupación de conseguir realizar del modo más eficiente y seguro las tareas revolucionarias del partido de clase.
Éste nunca estará con más seguridad arropado por las masas, y éstas nunca encontrarán un guardián más seguro de su conciencia clasista y su poder, que cuando los precedentes del partido hayan marcado una continuidad de movimiento hacia los fines revolucionarios, aunque sea sin y contra las masas mismas en los momentos desfavorables. Las masas nunca podrán ser ganadas eficazmente si no lo son en contra de sus jefes oportunistas, lo que quiere decir que hay que ganárselas haciendo que se desmoronen las tramas de las organizaciones de partidos no comunistas que todavía tienen seguimiento entre ellas, y absorbiendo los elementos proletarios en el marco de la sólida y definitiva organización del partido comunista. Este método es el único con un rendimiento útil y un éxito práctico cierto.
Esto está en línea exactamente con lo que sostenían Marx y Engels frente al movimiento disidente de los lassalleanos.
La Internacional comunista debería por esto considerar con la desconfianza más grande todos los elementos y los grupos que se le acerquen con reservas teóricas y tácticas. Admitimos que este juicio no se puede reducir a una absoluta uniformidad de valoración internacional, que no se puede prescindir de la valoración de ciertas condiciones especiales de países en los que son limitadas las fuerzas que se agrupan en el terreno específico del comunismo. Pero en este juicio no se le debe dar ningún peso al hecho de que el partido comunista existente sea pequeño o grande en sentido numérico, para ver en ello la oportunidad de ensanchar o restringir los criterios de aceptación de elementos y, aún peor, agrupamientos que más o menos aceptan parcialmente las tesis y los métodos de la Internacional. Estas incorporaciones no serían incorporaciones de fuerzas positivas, más que aportarnos nuevas masas nos harían correr el riesgo de comprometer el claro proceso de incorporación de las masas, que debemos desear que sea lo más rápido posible, pero sin dejar jugar incautamente a tal deseo, en el sentido de que, por el contrario, puede aplazar el triunfo sólido y definitivo.
EEEs necesario incorporar a la táctica de la Internacional, a los criterios fundamentales que dictan su aplicación y a los complejos problemas que presenta la práctica, ciertas normas que siempre han dado buen resultado: intransigencia absoluta con los partidos aunque sean afines, pensando en sus consecuencias futuras, por encima de consideraciones del momento en las que pueda favorecer apresurar el desencadenamiento de ciertas situaciones; la disciplina con los adherentes, no solo considerando su actitud actual sino también sus acciones precedentes, con máxima desconfianza hacia las conversiones, tener el criterio de considerar a los individuos y grupos según sus responsabilidades pasadas, en lugar de considerarles en todo momento con derecho a tomar o rechazar el “servicio” en el ejército comunista. Todo esto, aunque parezca que encierra al partido en un recinto demasiado estrecho, no es un lujo teórico, sino un método táctico de segurísimo rendimiento futuro.
Miles de ejemplos demuestran que se encuentran mal y son poco útiles en nuestras filas los revolucionarios de última hora, es decir, aquellos que por condiciones especiales se dejaban dictar orientaciones reformistas, y hoy se apuntan a recibir las directivas comunistas fundamentales, ya que están sugestionados por consideraciones a menudo demasiado optimistas sobre la inminencia de la revolución. Bastará una nueva oscilación de la situación – ¿y quién sabe en una guerra cuántas alternancias de avance y retirada preceden a la victoria final? – para que estos elementos vuelvan a su oportunismo anterior echando por tierra el contenido de nuestra organización.
Quienes componen el movimiento comunista internacional, no solo deben estar firmemente convencidos de la necesidad de la revolución y estar dispuestos a luchar por ella a costa de cualquier sacrificio, sino que además tienen que estar decididos a moverse en el terreno revolucionario en caso de que las dificultades de la lucha señalen la meta más abrupta y menos próxima.
En el momento de la crisis revolucionaria aguda, operando sobre la base firme de nuestra organización internacional, polarizaremos entorno a nosotros los elementos que ahora todavía están dubitativos, y prevaleceremos sobre los distintos partidos socialdemócratas.
Si las posibilidades revolucionarias fueran menos inmediatas, nosotros
no correremos ni por un momento el riesgo de ser distraídos de tejer
nuestra red de preparación replegándonos a la solución
de otros problemas accesorios, algo de lo que solo la burguesía
se beneficiaría.
Actualmente pues se discute apasionadamente sobre la “táctica ofensiva” de los partidos comunistas, que consiste en que sus miembros y partidarios más próximos estén en cierta medida encuadrados y armados, para que un momento oportuno pueda llevarse a cabo acciones de ataque destinadas a arrastrar a las masas a un movimiento más general, o también acciones demostrativas y responder a las ofensivas reaccionarias de la burguesía.
También aquí se configuran por lo general dos apreciaciones opuestas del problema, de las que probablemente ningún comunista asumiría la paternidad.
Ningún comunista puede mostrar prejuicios contra el empleo de la acción armada, de las represalias e incluso del terror, y negar que el partido comunista deba ser el gerente directo de estas formas de acción que exigen disciplina y organización. Así pues, es infantil la concepción según la cual el uso de la violencia y las acciones armadas están reservadas para el “gran día” en el que se desencadenará toda la lucha suprema por la conquista del poder. Forma parte de la realidad del desarrollo revolucionario que se den choques sangrientos entre el proletariado y la burguesía antes de la lucha final, no solo en lo que se refiere a lo que pueden ser intentos proletarios no coronados con el triunfo, sino también a inevitables enfrentamientos parciales y transitorios entre grupos de proletarios obligados al levantamiento y las fuerzas de defensa burguesas, así como entre grupos de “guardias blancos” burgueses y los trabajadores atacados y provocados por ellos. Ni es correcto decir que los partidos comunistas deban desaprobar tales acciones y reservar todos los esfuerzos para un cierto momento final, ya que toda lucha necesita un entrenamiento y un periodo de instrucción, y la capacidad revolucionaria de encuadramiento del partido debe comenzar a formarse y ensayarse en estas acciones preliminares.
Sin embargo, daría una interpretación equivocada a estas consideraciones, quien concibiera sin más la acción del partido político de clase, como la de un estado mayor de cuya única voluntad depende la movilización y el empleo de la fuerza armada, quien se construyera la perspectiva táctica imaginaria del partido que, después de haber formado una red militar, en un determinado momento, cuando se crea lo bastante desarrollada, desencadena un ataque creyendo poder batir con esas fuerzas a las fuerzas defensivas burguesas.
La acción ofensiva del partido nada más es concebible cuando la realidad de la situación económica y social pone a las masas en movimiento para la solución de problemas que determinan su suerte, y la determinan a gran escala, creando una agitación, para cuyo desarrollo en verdadero sentido revolucionario es indispensable la intervención del partido, indicando claramente los objetivos generales, y encuadrándola en una racional acción bien organizada, también en lo que se refiere a la técnica militar. Incluso en movimientos parciales de las masas, es indudable que la preparación revolucionaria del partido puede comenzar a traducirse en acciones programadas, y como indispensable medio táctico está la represalia frente al terror de los blancos, que tiende a dar al proletariado la sensación de ser definitivamente más débil que el adversario, y hacerlo desistir de la preparación revolucionaria.
Pero creer que con la puesta en escena de estas fuerzas, aunque sean organizadas de forma sobresaliente y amplia, se puede cambiar la situación y determinar la puesta en movimiento de la lucha general revolucionaria partiendo de un estado de calma, no deja de ser una concepción voluntarista que no puede y no debe tener cabida en los métodos de la Internacional marxista.
No se crean ni los partidos ni las revoluciones. Se dirigen los partidos y las revoluciones, unificando las útiles experiencias revolucionarias internacionales, con el objetivo de asegurar los mejores coeficientes de victoria del proletariado en la batalla que es la inevitable salida de la época histórica que vivimos. Esta nos parece que debe ser la conclusión.
Los criterios fundamentales en las directivas para la acción de las masas, que se exteriorizan en las normas de organización y de táctica que la Internacional debe fijar para todos los partidos miembros, no pueden llegar al límite ilusorio de manipular directamente los partidos para que tengan las dimensiones y características apropiadas para garantizar la revolución, sino que deben inspirarse en las consideraciones de la dialéctica marxista, basándose sobre todo en la claridad y homogeneidad programática por un lado, y en la disciplina táctica centralizadora por otro.
Las desviaciones “oportunistas” del buen camino nos parece que son dos. Una, la de deducir la naturaleza y el carácter del partido por la valoración de las pocas o muchas posibilidades de agrupar fuerzas notables en una situación dada – o sea, dejarse dictar por la situación las normas organizativas del partido, para dar al partido mismo desde el exterior, una constitución distinta de la que le ha hecho tener la situación. La otra, es la de creer que un partido por ser numeroso y llegar a tener una preparación militar pueda determinar con órdenes de asalto las situaciones revolucionarias – o sea, pretender crear las situaciones históricas con la voluntad del partido.
Sea cual fuera la desviación, de “izquierda” o de “derecha”, es cierto que ambas se alejan de la sana vía marxista. En el primer caso, se renuncia a lo que puede y debe ser la legítima intervención de una sistematización internacional del movimiento, a esa porción de influencia que nuestra voluntad puede y debe ejercer sobre el desarrollo del proceso revolucionario, y que proviene de una conciencia y experiencia histórica precisas; en el otro caso, se atribuye a la voluntad de minorías una influencia excesiva e irreal, corriendo así el riesgo de provocar solamente derrotas desastrosas.
Los revolucionarios comunistas deben ser en cambio los que, templados colectivamente por las experiencias de la lucha contra las degeneraciones del movimiento del proletariado, creen firmemente en la revolución y desean firmemente la revolución, pero no con la confianza y el deseo del que va a cobrar un pago, que cede a la desesperación y la desconfianza si pasa un día del vencimiento de la letra.