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Partido y Clase
En las tesis sobre la función del Partido Comunista en la Revolución proletaria, aprobadas por el II Congreso de la Internacional Comunista, tesis verdaderas y profundamente inspiradas en la doctrina marxista, se toma como punto de partida la definición de las relaciones entre partido y clase, y se establece que en las filas del partido de clase no puede estar comprendida más que una parte de la clase misma – nunca toda – quizá nunca ni siquiera la mayoría.
Esta evidente verdad se habría resaltado más estableciendo, claramente, que no se debería ni siquiera hablar de clase cuando no exista una minoría de esta clase dispuesta a organizarse en partido político.
¿Qué es en realidad, según nuestro método crítico, una clase social? ¿Acaso la individuamos nosotros con una constatación puramente objetiva y exterior de la analogía de condiciones económicas y sociales, de posición respecto al proceso productivo de un gran número de individuos? Sería demasiado poco. Nuestro método no se limita a describir el conjunto social tal como es en un momento dado, a marcar abstractamente una línea que clasifique en dos partes a los individuos, como en las clasificaciones académicas de los naturalistas. La crítica marxista ve a la sociedad humana en movimiento, en su desarrollo en el tiempo, con criterio esencialmente histórico y dialéctico, o sea, estudiando la concatenación de acontecimientos y su relación de recíproca influencia.
En lugar de hacer – como el viejo método metafísico – una fotografía instantánea de la sociedad en un momento dado, y trabajar después sobre aquella para identificar las varias categorías en las que los individuos que componen la sociedad están catalogados, el método dialéctico ve la historia como una película que desarrolla una tras otra sus escenas, y es en los caracteres más significativos del movimiento de éstas donde se busca la clase y se la reconoce.
Si hiciéramos lo primero recibiríamos miles objeciones por parte de los meros estadísticos y demógrafos, gente corta de vista por excelencia, que reexaminarían las divisiones, harían la observación de que no hay dos clases, o tres, o cuatro, sino que puede haber diez, o cien, o mil separadas entre sí por sucesivas gradaciones o zonas intermedias indefinibles. En el segundo caso tenemos otros elementos muy distintos para identificar a este protagonista de la tragedia histórica que es la clase, para asignarle características, la acción y los fines, que se concretan en uniformidades evidentes, frente a la mutabilidad de una amalgama de hechos que el pobre fotógrafo de la estadística registra en una fría serie de datos sin vida.
Para decir que una clase existe y actúa en un momento de la historia no bastará por tanto con conocer cuántos eran por ejemplo, los mercaderes de París con Luis XVI, o los landlords ingleses en el siglo XVIII, o los trabajadores de la industria manufacturera belga en los albores del XIX. Tendremos que someter un período histórico entero a nuestra investigación lógica, y así seguir el rastro de un movimiento social, y por tanto político, que a través de sus altibajos, errores y éxitos, se trace su propio camino, y además esté en consonancia con los intereses generales de la parte de personas puestas en una cierta condición por el sistema de producción y su desarrollo.
De esta manera Federico Engels, en uno de sus primeros ensayos clásicos con tal método, de la historia de las clases trabajadoras inglesas sacaba la explicación a una serie de movimientos políticos, y demostraba la existencia de una lucha de clase.
Este concepto dialéctico de la clase está por encima de
las frías objeciones del estadístico. Éste pierde
el derecho a ver las clases opuestas divididas nítidamente en los
acontecimientos históricos, como una coral en un escenario, y él
no podrá deducir nada contra nuestras conclusiones porque en las
zonas intermedias se sitúen estratos indefinibles, éstos
sufren un intercambio osmótico de individuos, sin que la fisonomía
histórica de las clases situadas una frente a la otra se altere.
Un partido vive cuando viven una doctrina y un método de acción. Un partido es una escuela de pensamiento político y por tanto una organización de lucha. Lo primero es un hecho de conciencia, lo segundo es un hecho de voluntad, más exactamente de tendencia a una finalidad.
Sin estas dos características no podemos todavía definir una clase. El frío registrador de datos puede, repetimos, constatar afinidades de circunstancias de vida en agrupamientos más o menos grandes, pero no señala ningún indicio sobre el devenir de la historia.
Y esas dos características condensadas y concretadas no las puede tener más que el partido de clase. Con la formación de esta clase, al concretarse ciertas condiciones y relaciones que emergen por la implantación de nuevos sistemas productivos – por ejemplo con la implantación de grandes complejos con energía a motor, reclutando y formando a los obreros de las numerosas ramas – se empieza gradualmente a concretar una conciencia más precisa de la organización de los intereses de tal colectividad, y tal conciencia comienza a delinearse en pequeños grupos de ésta. Cuando la masa se ve forzada a la acción, son solo estos grupos los que tienen la previsión de una finalidad, los que empujan y dirigen al resto.
Este proceso debe ser concebido, al referirnos a la clase obrera, no para una categoría profesional, sino para todo el conjunto de ella, y entonces se verá cómo una conciencia más precisa de identidad de intereses va surgiendo, y también cómo ésta resulta de un conjunto de experiencias y nociones, que solo puede hallarse en grupos limitados que incluyen elementos seleccionados de todas las categorías. Y la visión de una acción colectiva, que tienda a unos fines generales que interesan a toda la clase, y que se concentran en el propósito de hacer mutar todo el régimen social, solo puede estar clara en una minoría avanzada.
Estos grupos, estas minorías no son otra cosa que el partido. Cuando la formación del mismo ha alcanzado un cierto estadio, y dando por seguro que tal formación no procederá jamás sin parones, crisis y conflictos internos, entonces se puede decir que tenemos una clase en acción. Comprendiendo a una parte de la clase, es precisamente solo el partido el que le da unidad de acción y de movimiento, porque agrupa a aquellos elementos que, superando los límites de categoría y localidad, sienten y representan a la clase.
Esto hace más claro el significado de la verdad fundamental: el partido es solo una parte de la clase. Quien contemplando una imagen fija y abstracta de la sociedad, se centrara en una zona, la clase, en la que hay un pequeño núcleo, el partido, caería fácilmente en la consideración de que toda la parte de la clase, la mayoría casi siempre, que queda fuera del partido, podría tener un peso mayor y tener más derecho. Pero en cuanto se dé uno cuenta que en esa gran masa restante los individuos no tienen todavía conciencia y voluntad de clase, viven por el propio egoísmo, o por la categoría, o por su tierra, o por la nación, se verá que para el objetivo de asegurar en el movimiento histórico la acción de conjunto de la clase, hace falta un organismo que la anime, la cimente, la preceda, la encuadre – es la palabra – entonces se verá que el partido es en realidad el núcleo vital, sin el cual toda la masa restante no tendría ya ningún motivo para ser considerada como una unión de fuerzas.
La clase presupone el partido – porque para estar y moverse en la historia
la clase tiene que tener una doctrina crítica de la historia y una
finalidad a conseguir en la misma.
Si la controversia viene debido a un punto de vista democrático, se la debe someter a la misma crítica que sirve al partido para demoler los teoremas favoritos del liberalismo burgués.
Para esto bastará recordar que, si la conciencia de los hombres es el resultado y no la causa de las características del ambiente en el que no tienen más remedio que vivir y moverse, la regla nunca será que el explotado, el hambriento, el desnutrido, puede persuadirse de que debe derrocar y remplazar al explotador bien alimentado y calzado con todos sus recursos y capacidades. Esto no puede ser más que una excepción. La democracia electiva burguesa corre al encuentro de la consulta de masas, porque sabe que la mayoría responderá siempre a favor de la clase privilegiada, y voluntariamente delegará en ella el derecho a gobernar y a perpetuar la explotación.
No es el sumar o quitar del cómputo la pequeña minoría de los electores burgueses lo que hará cambiar la relación. La burguesía gobierna con la mayoría, no solo contando a todos los ciudadanos, sino también entre los trabajadores.
Por tanto, si para las acciones e iniciativas que deben estar reservadas al partido, éste llamase a juzgar a toda la masa proletaria, se vincularía a una decisión que sería casi seguramente favorable a la burguesía; en definitiva siempre menos iluminada, avanzada, revolucionaria, sobre todo menos dictada por una conciencia del interés verdaderamente colectivo de los trabajadores, que el resultado final de la lucha revolucionaria, que solo sale de las filas del partido organizado.
El concepto del derecho del proletariado a disponer de su acción de clase no es más que una abstracción sin ningún sentido marxista, y que oculta el deseo de llevar al partido revolucionario a abrirse a capas menos maduras, ya que a medida que esto sucede las decisiones que se derivan de ello se acercan cada vez más a las concepciones burguesas y conservadoras.
Si se quieren buscar las confirmaciones de esta verdad, aparte de la indagación en la teoría, en las experiencias que la historia nos proporciona se pueden encontrar grandes ejemplos. Recordamos que es un lugar común exquisitamente burgués contraponer el “buen sentido” de la masa a las “fechorías” de una “minoría de instigadores”, hacer gala de los mejores llamamientos a los trabajadores en medio del más ferviente odio hacia el partido, que es el único medio que estos tienen para llegar a dañar los intereses de los explotadores. Y las corrientes de derecha del movimiento obrero, las escuelas socialdemócratas de las que la historia ha demostrado su contenido reaccionario, continuamente ponen a la masa frente al partido, y cuando no pueden dilatar este último más allá de cualquier preciso límite en la doctrina y la disciplina de acción, tienden a establecer que sus órganos preeminentes no deban ser los designados solo por sus militantes, sino los elegidos para cargos parlamentarios por un cuerpo más amplio – y en efecto los grupos parlamentarios están siempre en la extrema derecha de los partidos de los que emanan.
Toda la degeneración de los partidos socialdemócratas
de la Segunda Internacional, y el hecho de que aparentemente se volvieran
menos revolucionarios que la masa no organizada, se derivaba del hecho
de que ellos perdían cada vez más los perfiles precisos de
partido, precisamente porque hacían obrerismo y “laborismo”, o sea,
ya no funcionaban como vanguardias precursoras de la clase, sino como su
expresión mecánica en un sistema electoral y corporativo
en el que se daba el mismo peso y la misma influencia a las capas menos
concienciadas y más dominadas por egoísmos de la clase proletaria
misma. La reacción a esta tendencia ya antes de la guerra, y particularmente
en Italia, se llevaba a cabo con la intención de defender la disciplina
interna del partido, impedir el acceso a éste de elementos que no
se situaban plenamente en el terreno revolucionario de nuestra doctrina,
combatir la autonomía del grupo parlamentario y los órganos
locales, así como depurar las filas del partido de elementos espurios.
Este método es el que se ha revelado como el verdadero antídoto
contra el reformismo y constituye el fundamento de la doctrina y la práctica
de la Tercera Internacional, para la cual es primordial la función
del partido, centralizado, disciplinado, orientado claramente a los problemas
de principio y de táctica; para la cual “la quiebra de los partidos
socialdemócratas de la Segunda Internacional no fue la quiebra de
los partidos proletarios en general”, sino que fue, si se me consiente
la expresión, la quiebra de organismos que habían olvidado
ser partidos, porque habían cesado de ser tales.
Estas objeciones, que aparentemente vienen de izquierda, y que, después del período clásico del sindicalismo francés, italiano y americano, han sufrido nuevas formulaciones por tendencias que están al margen de la Tercera Internacional, tampoco son difíciles de reducir a ideologías semiburguesas, tanto con la crítica de principios como con la constatación de los resultados a los que han llevado.
Se pretendería identificar a la clase con una forma de organización suya, ciertamente característica e importantísima, constituida por los sindicatos de profesiones y categorías, que surgen antes que el partido, que agrupan a masas mucho más amplias, y por tanto se corresponden más con la totalidad de la clase trabajadora. Desde un punto de vista abstracto, un criterio tal se demuestra solo como un inconsciente obsequio a esa misma mentira democrática que usa la burguesía para asegurar su dominio, a través de la invitación a la mayoría del pueblo a elegir sus gobernantes. Desde otros puntos de vista teóricos, este método ensambla con las opiniones burguesas; cuando confía a los sindicatos la organización de la nueva sociedad, reivindicando los conceptos de autonomía y descentralización de las funciones productivas, que son los mismos que los de los economistas reaccionarios. Pero no pretendemos aquí desarrollar un examen crítico completo de las doctrinas sindicalistas. Bastará constatar, al mismo tiempo que se comprueban los resultados de la experiencia, cómo los elementos de extrema derecha del movimiento proletario siempre han hecho propio el mismo punto de vista de poner primero la representación sindical de la clase obrera, sabiendo bien que con esto se desvanecen y atenúan los caracteres del movimiento por las meras razones que hemos mencionado. La burguesía misma tiene últimamente una simpatía y una tendencia, cualquier cosa menos ilógica, hacia las manifestaciones sindicales de la clase obrera, en el sentido de que iría con placer – la parte más inteligente – a la búsqueda de reformas de su aparato estatal y representativo, que darían mucho juego a los sindicatos “apolíticos”, y también a las mismas peticiones suyas de ejercitar su control sobre el sistema productivo. La burguesía percibe que, mientras se pueda tener al proletariado en el terreno de las exigencias inmediatas y económicas que le afectan categoría por categoría, se hace una labor conservadora evitando la formación de esa peligrosa conciencia “política”, la única revolucionaria, porque va dirigida al punto vulnerable del adversario: la posesión del poder.
Pero a los antiguos y modernos sindicalistas no se les ha escapado el hecho de que el grueso de los sindicatos estaba dominado por elementos de derecha, que la dictadura de elementos pequeño-burgueses sobre las masas se basaba, más aún que en el mecanismo electoral de los seudo partidos socialdemócratas, en la burocracia en la que estaban encuadrados los sindicatos. Y entonces los sindicalistas, y con ellos muchísimos elementos movidos solamente por un espíritu de reacción al curso reformista, se dedicaron a estudiar nuevos tipos de organización sindical, y constituyeron nuevos sindicatos independientes de los tradicionales. Como tal viraje era teóricamente falso, ya que no superaba el criterio fundamental de la organización económica de acoger necesariamente a todos los que están en dadas condiciones por su participación en la producción, sin pedirles especiales convencimientos políticos y especiales empeños y especiales compromisos en acciones que podrían incluso exigir su propio sacrificio; y también porque persiguiendo al “productor” no conseguía ir más allá de los límites de “categoría”, ya que es solamente el partido de clase, considerando al “proletario” en la vasta gama de sus condiciones y actividades, el que consigue despertar el espíritu revolucionario en la clase – por todo esto, aquel viraje se reveló de hecho insuficiente para el objetivo.
A pesar de ello no se cesa de buscar una receta similar hoy en día. Una interpretación de hecho errada del determinismo marxista, un concepto limitado del papel que tienen en la formación de las fuerzas revolucionarias bajo la originaria influencia de los factores económicos los hechos de conciencia y voluntad, lleva a muchos a seguir un sistema “mecánico” de organización, que encuadrando, diría casi automáticamente, a la masa según ciertas relaciones de la situación de los individuos que la componen respecto a la producción, se hace creer que se encuentra preparada sin más para moverse por la revolución y con la máxima eficiencia revolucionaria. Resurge la solución ilusoria de unir la satisfacción cotidiana de los estímulos económicos con el resultado final de una subversión del sistema social, resolviendo con una fórmula organizativa el viejo problema de la antítesis entre las conquistas limitadas y graduales, y la máxima realización del programa revolucionario. Pero – como lo dijo con razón en una de sus resoluciones la mayoría del partido comunista alemán, cuando estas cuestiones eran particularmente candentes en Alemania (y determinaron la secesión del Partido Comunista del Trabajo) – la revolución no es una cuestión de forma de organización.
La revolución exige una organización de fuerzas activas y positivas, unidas por una doctrina y una finalidad. Estratos importantes e innumerables individuos que pertenecen materialmente a la clase, en cuyo interés la revolución triunfará, están fuera de esta unión. Pero la clase vive, lucha, avanza y vence, merced a la obra de aquellas fuerzas que ella ha hecho emerger de su seno en las vicisitudes de la historia. La clase parte de una homogeneidad inmediata de condiciones económicas que aparece como el primer motor del empuje para superar y quebrantar el actual sistema productivo, pero para asumir esta parte grandiosa ella debe tener un pensamiento suyo, un método crítico suyo, una voluntad suya, que apunte a las realizaciones que la investigación y la crítica han señalado, una organización suya de combate que canalice y utilice con el mejor rendimiento los esfuerzos y sacrificios. Y todo esto es el partido.