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Lo que distingue a nuestro partido |
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La primera versión del texto de
partido que sigue se escribió en italiano en 1969. En él se analizan
cuestiones fundamentales del movimiento comunista internacional,
plasmando
las enseñanzas de la derrota sufrida por éste en la década de los 20
y la consiguiente toma del poder por el estalinismo, algo que nuestro
partido
(o en su momento la Izquierda Comunista de Italia), no ha dejado de
hacer
desde hace más de 70 años.
Por tanto para nuestro partido, la caída del estalinismo no ha supuesto ninguna sorpresa, mejor dicho lo vaticinaba y deseaba, pues siempre ha sido consciente de que el estalinismo, en el plano económico, suponía la autarquía por la que los países atrasados estaban obligados a pasar para desarrollar la industria capitalista nacional e intentar competir con las viejas potencias capitalistas.
Así pues, la caída de tal falso socialismo, a la vez que al capitalismo ya no le queda por dominar ningún rincón del planeta, no supone la derrota del comunismo, sino que por el contrario se puede deducir que es la premisa para su victoria futura.
Con la contrarrevolución estalinista y su colaboración con el viejo capitalismo occidental, se redujo a frías cenizas el fulgor de la lucha comunista del proletariado que un día hizo estremecerse al mundo. Aunque no justifica el alto coste que ha tenido para el movimiento obrero la transformación al capitalismo de aquel país semifeudal que vio nacer la Gran Revolución de Octubre, revolución que todavía hoy nos alumbra en la senda revolucionaria, bienvenida sea la proletarización de los productores rusos.
Precisamente cuando tal
transformación
en Rusia no ha podido dar más de sí ha venido la apertura y derrumbe
en el duro mundo de la competencia internacional entre las naciones.
Del
condominio ruso-americano sobre el mundo vamos pasando, los hechos poco
a poco así lo señalan, al condominio euro-americano, lo cual para el
conjunto del capitalismo mundial es la alternativa más estable y
conservadora,
a menos a priori, pues un enfrentamiento entre Europa y Estados Unidos,
teniendo como socios a algún gigante asiático o al ruso, nos acercaría,
probablemente, con más rapidez a la salida a la que el capitalismo ha
recurrido históricamente para salir de sus crisis, la guerra mundial.
El Partido Comunista Internacional está constituido sobre la base de los siguientes principios, establecidos en Livorno (Italia) en 1921 para la fundación del Partido Comunista de Italia (Sección de la Internacional Comunista).
1. En el actual régimen social capitalista se desarrolla una oposición, siempre en aumento, entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción, dando lugar al enfrentamiento de intereses y a la lucha de clase entre proletariado y burguesía dominante.
2. Las presentes relaciones de producción están protegidas por el poder del Estado burgués, que constituye el órgano para la defensa de los intereses de la clase capitalista, cualquiera que sea la forma del sistema representativo y el uso de la democracia electiva.
3. El proletariado no puede quebrantar ni modificar el sistema de las relaciones capitalistas de producción de las que deriva su explotación sin el abatimiento violento del poder burgués.
4. El órgano indispensable de la lucha revolucionaria del proletariado es el partido de clase. El partido comunista, reuniendo en su seno la parte más avanzada y decidida del proletariado, unifica los esfuerzos de las masas trabajadoras, transformando las luchas por intereses de grupos y resultados contingentes en lucha general por la emancipación revolucionaria del proletariado. El partido tiene la tarea de difundir entre las masas la teoría revolucionaria, de organizar los medios materiales de acción, de dirigir en el desarrollo de la lucha a la clase trabajadora asegurando la continuidad histórica y la unidad internacional del movimiento.
5. Después del abatimiento del poder capitalista, el proletariado no podrá organizarse en clase dominante más que con la destrucción del viejo aparato estatal y la instauración de su propia dictadura, o sea, excluyendo de todo derecho y función política a la clase burguesa y sus individuos mientras sobrevivan socialmente, y basando los órganos del nuevo régimen sólo en la clase productiva. El partido comunista, cuya característica programática consiste en esta consecución fundamental, representa, organiza y dirige unitariamente la dictadura proletaria.
6. Sólo la fuerza del Estado proletario podrá poner en práctica sistemáticamente todas las sucesivas medidas de intervención en las relaciones de la economía social, con las que se efectuará la sustitución del sistema capitalista por la gestión colectiva de la producción y la distribución.
7. Por efecto de esta transformación económica y las consiguientes transformaciones de todas las actividades de la vida social, irá eliminándose la necesidad del Estado político, cuyo engranaje se reducirá progresivamente al de la racional administración de las actividades humanas.
Además de estos principios, han sido posiciones fundamentales de nuestra organización, respecto al mundo capitalista y el movimiento obrero, las siguientes.
8. A lo largo de la primera mitad del siglo XX, en el sistema social capitalista se fue dando, en el terreno económico, la introducción de los trusts monopolistas entre los empresarios, así como los intentos para controlar y dirigir la producción y los intercambios según planes centrales, hasta llegar a la gestión estatal de sectores enteros de la producción; y en el terreno político, el aumento del potencial policial y militar del Estado y el totalitarismo de gobierno. Todo esto, se consolidó en la segunda mitad del siglo, ya que aunque los países de capitalismo más avanzado tengan la máscara formal de la democracia, más formal que nunca, el proceso ha sido irreversible, y nunca han sido, lo decimos hoy y lo dijimos entonces, tipos nuevos de organización social, con carácter de transición entre capitalismo y socialismo, y mucho menos un retorno a regímenes políticos preburgueses: son por el contrario, formas precisas de una gestión aún más directa y exclusiva del poder y del estado por parte de las fuerzas más desarrolladas del capital. La continuidad hasta nuestros días de la integración en el aparato del Estado burgués de los sindicatos obreros, práctica copiada de los estados fascistas de antes de la Segunda Guerra Mundial, es un aspecto más que constata el proceso mencionado.
Tal proceso dejó fuera de lugar las interpretaciones pacíficas evolucionistas y progresivas del devenir del régimen burgués, y ha confirmado la previsión de concentración y posicionamientos antagonistas de las fuerzas de clase. Para que puedan reforzarse y concentrarse con el correspondiente potencial las energías revolucionarias del proletariado, éste debe rechazar como reivindicación suya y medio de agitación, el retorno ilusorio al liberalismo democrático y la petición de garantías legales, y debe liquidar históricamente el método de las alianzas con fines transitorios del partido revolucionario de clase, tanto con partidos burgueses y de las clases medias como con partidos seudoobreros con programa reformista.
9. Las guerras imperialistas mundiales han demostrado que la crisis de disgregación del capitalismo es inevitable, al darse un periodo en el que la expansión del capitalismo ya no impulsa el incremento de las fuerzas productivas, sino que condiciona su acumulación a una destrucción alterna y cada vez mayor. Estas guerras han causado profundas y repetidas crisis en la organización mundial de los trabajadores, y las clases dominantes han podido imponerles la solidaridad nacional y militar con uno u otro bando de la guerra. La única alternativa histórica para enfrentarse a esta situación es volver a suscitar la lucha de clase dentro de cada país, hasta llegar a la guerra civil de las masas trabajadoras para que caiga el poder de todos los estados burgueses y las alianzas mundiales, con la reconstitución del partido comunista internacional como fuerza autónoma de cualquier poder político y militar organizados.
10. El estado proletario, en cuanto que su aparato es un medio y un arma de lucha en un periodo histórico de transición, no extrae su fuerza organizativa de cánones constitucionales y de esquemas representativos. La máxima expresión histórica de su organización hasta ahora ha sido la de los Soviets (Consejos de los trabajadores), que apareció en la Revolución Rusa de Octubre de 1917 en el periodo de la organización armada de la clase obrera bajo la única guía del partido bolchevique, de la conquista totalitaria del poder, de la disolución de la asamblea constituyente, de la lucha para rechazar los ataques externos de los gobiernos burgueses y para aplastar en el interior la rebelión de las clases abatidas, las clases medias y pequeño burguesas y también de los partidos del oportunismo, indefectibles aliados de la contrarrevolución en las fases decisivas.
11. La puesta en práctica integral de
la transformación económica y social no es concebible dentro de los
confines
de un solo país. La defensa del régimen proletario de los peligros de
degeneración, ínsitos en los posibles fracasos y repliegues de dicha
obra de transformación, sólo puede ser asegurada por una continua
coordinación
entre la política del Estado obrero y la lucha unitaria internacional
del proletariado de cada país contra su propia burguesía y su aparato
estatal y militar, lucha incesante tanto en situaciones de paz como de
guerra, además de mediante el control político y programático del
partido
comunista mundial sobre los aparatos de Estado donde la clase obrera
haya
alcanzado el poder.
Sobre las bases de este programa,
el Partido Comunista Internacional reivindica en su integridad los
principios
doctrinales fundamentales del marxismo:
El materialismo dialéctico como sistema de concepción del mundo y de la historia humana, las doctrinas económicas fundamentales contenidas en El Capital de Marx como método de interpretación de la economía capitalista, y las formulaciones programáticas del Manifiesto de los Comunistas como trazado histórico y político de la emancipación de la clase obrera mundial. Así como todo el sistema de principios y métodos para el cual, la victoriosa experiencia de la revolución rusa, la obra teórica y práctica de Lenin y el Partido bolchevique en los años cruciales de la toma del poder y guerra civil, y las clásicas tesis del II Congreso de la Internacional Comunista, representaron la confirmación, la restauración y el consiguiente desarrollo, sistema al que hoy hacen brillar más nítidamente las enseñanzas de la trágica oleada revisionista que se inició en 1926-27 bajo el nombre de “socialismo en un solo país”. Esta oleada, que ligamos solo convencionalmente al nombre de Stalin, tuvo su origen en la presión de gigantescas fuerzas sociales objetivas en Rusia tras la fallida propagación a todo el mundo del incendio revolucionario de Octubre de 1917 – presión a la que no se creyó necesario ponerle un muro de contención programático y táctico con suficiente antelación y que, aún cuando no hubiese podido impedir la derrota, habría hecho menos difícil y tormentoso el resurgir del movimiento comunista internacional – y tal oleada ha tenido efectos muchísimo más letales que la enfermedad oportunista que afligió la breve existencia de la Primera Internacional (desviaciones anarquistas), y que la que precipitó la Segunda al precipicio de la adhesión a la Santa Alianza y por tanto a la guerra imperialista de 1914 (gradualismo, parlamentarismo y democratismo). De esta manera hoy, a punto de entrar en el nuevo milenio, la situación del movimiento obrero se presenta mil veces más crítica que en los días del derrumbe vertiginoso de la II Internacional cuando estalló la Primera Guerra Mundial. La III Internacional había nacido en 1919 con un programa que, restableciendo los puntos fundamentales de la doctrina marxista, rompía irrevocablemente con las ilusiones democráticas, gradualistas, parlamentarias y pacifistas de la II (las cuales, por otra parte, naufragaron en el más innoble chovinismo y belicismo durante la guerra); y no quita ningún mérito a la inmensa aportación histórica de Lenin, de Trotski y de la vieja guardia bolchevique, el reconocimiento de que, en cierta medida, el peligro de una involución en la Internacional Comunista se perfiló desde el principio, ya sea en el método demasiado apresurado de constituir los partidos comunistas, especialmente en Europa occidental, o ya sea en la táctica demasiado elástica adoptada para “conquistar a las masas”. Este método y esta táctica, para los artífices del Octubre Rojo, no significaban y no debían significar en ningún caso el abandono de los principios-base de la conquista violenta del poder, de la destrucción del aparato estatal burgués parlamentario y democrático, de la instauración de la dictadura proletaria dirigida por el Partido; y su aplicación no tenía necesariamente que surtir efectos desastrosos si la revolución, como se esperaba, se hubiera propagado rápidamente en todo el mundo; pero, como avisó la Izquierda Comunista de Italia desde el II Congreso en 1920, poniéndolos en práctica se tenía el riesgo de obtener las consecuencias más negativas en la unión malsana de partidos muchas veces recogidos por recoger, no suficientemente inmunizados contra la posibilidad de recaídas socialdemócratas apenas hubiera empezado a remitir la oleada revolucionaria, como desgraciadamente remitió, volviendo a dejar a flote, no sólo y no tanto los hombres, cuanto las enfermedades gangrenosas de un pasado demasiado reciente.
Entre 1920 y 1926, la Izquierda invocó la definición de una plataforma programática y táctica única para todas las secciones de la Internacional, además de ponerse en guardia contra los peligros ínsitos en la aplicación del “parlamentarismo revolucionario” en Occidente, apestado de democracia desde hacía más de un siglo. Pero sobre todo se opuso, primero a la táctica del “frente único político”, y después a la del “gobierno obrero” (y obrero-campesino) por considerarla una fórmula equívoca y ambigua, a diferencia de la inequívoca “dictadura proletaria”; deploró el método de la adhesión directa a la Internacional de organizaciones independientes del partido comunista local y la aceptación de partidos “simpatizantes”, y también rechazó la práctica de la infiltración en partidos seudoobreros o incluso burgueses (como el Kuomintang), o peor aún, “bloques” aunque fueron temporales con partidos sedicentemente afines o contingentemente con posiciones sólo en apariencia “similares”. El criterio en el que se inspiró la Izquierda y que dio lugar a estas posiciones, fue y sigue siendo como sigue: el reforzamiento de los partidos comunistas no depende de maniobras tácticas o de alardes de voluntarismo subjetivo, sino del curso revolucionario objetivo, que no tiene razón alguna para obedecer a cánones de una progresión lineal y continua: la toma del poder puede estar lejana o cercana, y en los dos casos, pero sobre todo en el primero, prepararse (y preparar a un estrato más o menos amplio de proletarios) significa rechazar toda acción susceptible de hacer recaer a la organización comunista en un oportunismo análogo al de la II Internacional, es decir, en un quebrantamiento de la inseparable conexión entre medios y fines, táctica y principios, objetivos inmediatos y objetivos últimos, cuyo resultado no puede ser otro más que el retorno al electoralismo y democratismo en política, y al reformismo en el aspecto social.
A partir de 1926, las diferencias se transfirieron directamente al plano político y se llegó a la ruptura entre la Internacional y la Izquierda. Las dos cuestiones sobre el tapete eran el “socialismo en un solo país” y, poco después, el “antifascismo”. El “socialismo en un solo país” es una negación doble del leninismo, porque hace pasar por socialismo lo que Lenin llamaba “desarrollo capitalista a la europea en la Rusia pequeño burguesa y semimedieval”, y porque desvincula los destinos de la revolución rusa de los de la revolución proletaria mundial. Es la doctrina de la contrarrevolución: internamente, justificó la represión contra la vieja guardia marxista e internacionalista, empezando por Trotski; allende las fronteras de la URSS, favoreció el aplastamiento de las corrientes de izquierda por parte de las fracciones de centro, muy a menudo directas supervivencias socialdemócratas, “capitulantes en toda la línea frente a la burguesía” (Trotski).
La principal manifestación de este abandono de los fundamentos programáticos de la lucha comunista mundial, fue precisamente la sustitución de la consigna de la toma revolucionaria del poder por la de la defensa de la democracia frente al fascismo, así como si los dos regímenes no respondieran al común objetivo de la conservación del régimen capitalista frente al peligro de una nueva oleada revolucionaria del proletariado, alternándose en el timón del Estado según las imperiosas exigencias de la dinámica de la lucha entre las clases. El fenómeno no se manifestó sólo en la III Internacional después de la caída del bastión alemán tras la victoria de Hitler en 1933, sino en la misma oposición “trotskista”, que retomó la consigna de la “defensa de la democracia contra el fascismo”, aunque fuese presentándola como “fase” o “etapa” a recorrer antes de estar en disposición de plantear las reivindicaciones máximas del proletariado revolucionario. En ambos casos, ello llevó a la destrucción de la clase obrera como fuerza política distinta con objetivos antitéticos a los de cualquier otro estrato social; a la movilización de los proletarios de los diversos países primero por la defensa de las instituciones democráticas y después de la patria; al renacimiento y exasperación de los odios chovinistas; y por fin, a la disolución incluso formal de la Internacional Comunista y al temporal aniquilamiento de cualquier tímido anhelo de reconstrucción.
Uncida la clase obrera al carro sangriento de la guerra imperialista 1939-1945, las débiles fuerzas del comunismo internacional e internacionalista, si es que habían sobrevivido y allí donde lo habían hecho, no estuvieron pues en disposición de influir de algún modo sobre la situación: el grito de “transformación de la guerra imperialista en guerra civil”, primer anuncio en 1914 de la revolución rusa de 1917, cayó en el vacío – y en el desprecio. La posguerra no sólo no mantuvo las “ingenuas” esperanzas de una expansión del comunismo revolucionario a punta de bayoneta rusa, sino que vio el triunfo de un neoministerialismo aún peor que el de la derecha de la II Internacional, ya que fue ejercitado en el período más difícil de la reconstrucción capitalista a favor de la restauración de la autoridad del Estado (desarme de los proletarios encuadrados en las formaciones partisanas), de la salvación de la economía nacional (empréstitos para la reconstrucción, aceptación de la austeridad en nombre de los “supremos intereses” de la nación, etc.), y más tarde, en las “democracias populares”, a favor del restablecimiento de un orden hecho pasar por “soviético” (Berlín, Poznan, Budapest). Cerrado el período de colaboración “abierta” en el timón del Estado, los partidos “comunistas” afiliados al Kremlin se vieron relegados a ser una “oposición” puramente parlamentaria de los aliados de guerra y de “paz” en un mundo cada vez más cargado de acero, policiaco y fascista; pero, lejos de reencontrar la vía maestra de Lenin (cosa que por otra parte no habrían podido hacer ni siquiera si, en hipótesis, lo hubieran querido) se precipitaron cada vez más en el abismo de una completa revisión de la doctrina marxista, hasta que se llegó a tocar fondo dejando de prever y preconizar el fin del capitalismo (exaltado por el contrario en la figura del comercio internacional), y del parlamentarismo burgués, que más bien han defendido contra los ataques de una burguesía que parecería olvidarse de su pasado democrático “glorioso”. Y por dejar de preconizar dejaron de preconizar, mucho antes de la apertura de los países del Este, hasta el desarrollo de esa pretendida lucha entre “mundo socialista” y “mundo capitalista”, a la que el estalinismo redujo la lucha de clase, después de que a escala internacional la consigna se hubo transformado en: “¡Coexistencia y competencia pacífica!”. Actualmente dichos partidos han cambiado de nombre no pudiendo soportar por más tiempo el nombre de comunistas que tanto les pesaba, o si a duras penas todavía lo mantienen, es por si hiciera falta seguir llevando a cabo la labor que siempre han tenido y no dejar demasiado descontrolados a los trabajadores.
Es desde el fondo de este precipicio
desde donde, en anticipo de un futuro resurgimiento proletario, se
eleva
el grito: “¡proletarios de todos los países, uníos!” y “¡Dictadura
del proletariado!”. Es nuestro grito.
POR LA RESTAURACION DE LA TEORIA REVOLUCIONARIA MARXISTA
Retorno
al “catastrofismo”
En el plano de la doctrina general de la evolución histórica y social, la completa degeneración política del viejo movimiento comunista llevó a renegar de la visión “catastrofista” de Marx: ni los contrastes de clase, ni las colisiones entre Estados, desembocarán ya – se decía y se dice – en lucha violenta, en conflictos armados. Fundamentalmente, para los defensores del socialismo a la rusa, mucho antes de que sobreviniera la crisis de los países del Este, la perspectiva era la de una paz internacional bautizada como coexistencia pacífica (cuya sustituta hoy es la paz que se dice auspiciada por la comunidad internacional, léase los países más poderosos), junto a una paz social garantizada por la consigna conservadora y reaccionaria de una “democracia nueva”, que se apoyaría en la “planificación democrática”, en las “reformas estructurales” y en la “lucha contra los monopolios”. En realidad, el “comunismo” estalinista, dentro del cual se encuentra también el post-Stalin, no ha sido más que una apología del Progreso, en la medida en que ha preconizado el aumento de la producción y de la productividad; no ha sido más que una apología del Capitalismo, en la medida en que ha preconizado el incremento del comercio.
Frente a estas posiciones, que son una reproducción pura y simple de las de la burguesía “progresista” de la segunda mitad del siglo XIX, las posiciones marxistas se mantienen sin variación: bajo el capitalismo, aumento de la producción y de la productividad significa explotación creciente del trabajo por parte del capital, aumento desmesurado de la parte de trabajo no pagada, de la plusvalía. El consumo obrero y la “reserva” de la que la clase obrera se provee bajo forma individual o social (seguros de enfermedad, para la vejez, ayudas familiares, etc.) pueden crecer, pero de igual modo crecen el sometimiento del producto al capital y la inseguridad de su condición, ligada a los altibajos de la economía de mercado. El antagonismo de clase no se ha atenuado en nada; más bien, se ha llevado al máximo.
Expansión del comercio significa expansión del dominio de los países desarrollados sobre los países subdesarrollados, así como una progresiva exasperación de la concurrencia establecida entre los países desarrollados. Entrelazando los diversos pueblos y los diversos continentes en las redes de una economía cada vez más mundial – lo cual es una verdadera, aunque involuntaria, conquista – tal expansión presenta dialécticamente un aspecto “negativo” que todos sus apologistas fingen ignorar: la preparación de crisis comerciales, y por tanto financieras e industriales, cuya salida, tanto hoy como ayer, no puede ser más que la guerra imperialista. Por lo demás, una parte creciente de la fuerza productiva hoy se derrocha, no precisamente en la producción de bienes y servicios que el “comercio honesto” con “intereses recíprocos”, tan querido por los oportunistas de occidente y de oriente, donaría a toda la humanidad, sino en la producción de armas destructivas cuya función es incluso más económica (sector de acumulación para absorber la sobreproducción) que militar.
Así pues, frente a los más clásicamente reformistas argumentos provenientes de Rusia, con Stalin y después de él, las posiciones del marxismo revolucionario fueron y siguen siendo las que eran en la época de la socialdemocracia: el capitalismo moderno de hecho no se caracteriza (¡Engels lo constataba ya!) por la “ausencia de plan”; pero de cualquier modo la “planificación” por sí sola, cualquiera que sea, no basta de hecho para caracterizar el socialismo. Ni siquiera la desaparición (más o menos real) de la figura social del capitalista, que se ha pretendido que fuese la característica de la sociedad rusa hasta su apertura en los años 80 y 90, basta para probar la abolición del capitalismo mismo (¡Marx lo constataba ya!), ya que el capitalismo no es más que la reducción del trabajador moderno a la condición de asalariado y, donde ésta subsiste, continua subsistiendo aquél.
La apología del capitalismo y el reformismo de corte socialdemócrata, cuya fusión ha sido característica del “comunismo” de marca rusa o china, peor aún que el reformismo clásico, se alían en un derrotismo que, en cuanto reflejo psicológico e ideológico de la disgregación de la fuerza revolucionaria del proletariado, ha esterilizado hasta la revuelta que esta apología y este reformismo pudiera suscitar en ciertos ambientes obreros. Tal derrotismo consiste, en primer lugar, en negar a la clase obrera toda posibilidad de superar la competencia exasperada que hoy la divide, de rebelarse contra el despotismo de necesidades creadas por la prosperidad capitalista, de escapar al atontamiento generado por la organización burguesa del bienestar y los divertimientos, así como de la “cultura”, para constituirse en partido revolucionario; y en segundo lugar consiste en admitir, implícita o explícitamente, que el progreso en el armamento ha transformado en un monopolio, para siempre indestructible, la normal posesión del potencial militar de la sociedad por parte de la clase dominante. Todas estas posiciones equivalen a la abdicación de toda esperanza revolucionaria frente a la omnipotencia de hecho, aunque para nosotros históricamente transitoria, del capital. Nos las volvemos a encontrar tal cual en cada época de reacción política y social (respeto supersticioso de la potencia militar del enemigo, ya combatido por Engels en los tiempos de los cañones y fusiles “convencionales”; desprecio o desdén filisteo por la “obtusidad”, “ignorancia” y “falta de idealismo” de los obreros, ya combatido por Lenin y por todos los militantes revolucionarios); no obstante cada época se dota de las razones propias e imperiosas para ser creídas (la bomba atómica y la de hidrógeno o, como en las elucubraciones marcusianas y similares, ¡el poder intratablemente corruptor de la “sociedad de consumo”!). Pieza clave en toda esta intimidación intelectual son los poderosísimos medios de comunicación que repiten o insinúan machaconamente que lo único posible y lo menos malo es lo presente, sin poder negar por nuestra parte los resultados obtenidos, que han hecho caer la combatividad obrera a bajos históricos.
También en esto, las posiciones marxistas siguen siendo las de siempre: el capitalismo divide pero al mismo tiempo concentra y organiza al proletariado; y al final la concentración se alza por encima de la división. El capitalismo corrompe y debilita pero, sin quererlo, educa revolucionariamente al proletariado; y al final tal educación acaba teniendo ventaja sobre la corrupción. De hecho, todos los productos sofisticados de las “industrias del placer” son impotentes para apaciguar el malestar creciente de la vida social (tanto urbana como rural), tan impotentes como lo son los tranquilizantes de la medicina moderna para devolverle al hombre de la sociedad capitalista, la armonía en sus relaciones consigo mismo y con los demás, y que la “vida moderna” – se puede decir capitalista – destruye. Sin embargo, bastante más que en este género de corrupciones, la fuerza del capital reside, tanto hoy como ayer, en la opresión del productor con la duración de la jornada, la semana, el año y la vida de trabajo. Pero el capitalismo debe, por fuerza de cosas, limitar históricamente esta duración; lo hace de modo lento, mezquino, con continuos pasos atrás, pero no puede dejar de hacerlo, y los efectos de esto, como preveyeron Marx y Engels, serán necesariamente revolucionarios, si se piensa que por otra parte el capitalismo está obligado al mismo tiempo a instruir (a la vez que los atonta; ¿Por qué no?) a los que llegarán a ser sus “sepultureros”. Por esto, tanto en la perspectiva de una próxima explosión de una crisis tipo 1929, que reduzca a la condición de proletario al “obrero aburguesado” de hoy, o en la de una larga fase histórica de expansión y “prosperidad”, la dialéctica misma de la sociedad actual nos indica que hay que ser un abierto practicante del derrotismo (como lo son, en sus respectivas formas, los maoístas, castristas, guevaristas, etc.), para deducir de la presente desorganización del proletariado una condena histórica definitiva, una impotencia “sociológicamente determinada” para la reconstitución del Partido y la Internacional de clase, y por esto la necesidad de que otros estratos sociales o categorías sociológicas (campesinos, estudiantes y otros) tomen el puesto del proletariado en la vanguardia de la revolución social.
Con más motivo es absurdo creer que,
con la mayor potencia social que el desarrollo mismo del capitalismo
confiere
a la clase asalariada, ésta se haya convertido en impotente para
realizar
la primera tarea de cualquier revolución social de la historia: el
desarme
del enemigo de clase y la apropiación totalitaria de su potencial
militar.
En el plano político y social, con la victoria final del democratismo sobre la doctrina revolucionaria del proletariado en el viejo movimiento comunista, se llegó a presentar la “resistencia al totalitarismo” como objetivo del proletariado y de todos los estratos sociales oprimidos por el capital.
A la hora de dar esta orientación, cuya primera manifestación histórica fue el antifascismo de antes de la Segunda Guerra Mundial y durante la guerra, no ahorraron esfuerzos ninguno de los partidos ligados a Moscú (poco importa si desvinculados de su control, como el chino), desembocando en la negación del partido único, forma indudablemente comunista y leninista desde siempre, necesaria para guiar la revolución y dictadura proletarias. Mientras en las “democracias populares” del llamado “mundo socialista”, el poder estaba en las manos de “frentes” populares y nacionales, o bien de partidos o “ligas” que explícitamente encarnaban un bloque de más clases, los partidos “comunistas” que operaban en el “mundo burgués”, hacían solemne abjuración de la doctrina de la violencia revolucionaria de clase como única vía al poder, y de la dictadura ejercitada por la clase a través del partido comunista único como única vía para mantenerlo, y prometían a los cortejadísimos interlocutores, socialdemócratas, católicos y otros, un “socialismo” gestionado en común con más partidos representantes del “pueblo”. Siendo acogido favorablemente por todos los enemigos de la revolución proletaria, que en el “comunismo” de inspiración estalinista se rechazaba todo lo que recordaba el fulgurante Octubre rojo, esta orientación ha sido no sólo derrotista, sino también ilusoria. El proletariado, al no reivindicar para sí ninguna libertad en el marco del régimen despótico del capital, y por tanto, al no hacer suya la bandera de la democracia ni “formal” ni “real”, reivindica como parte integrante de su programa la supresión de todas las libertades para los grupos sociales ligados al capital en el marco del régimen despótico que, tomado el poder, él impondrá a la clase vencida. Si la burguesía enmascara su propia dictadura tras la ficción democrática – según la cual en la arena política ya no se estarían enfrentando clases antagonistas sino individuos libres e iguales que “dialogan” entre ellos, enfrentamiento que sería de opiniones más que de fuerzas físicas y sociales divididas por diferencias incurables – los comunistas que, desde los tiempos del Manifiesto, “no tienen nada que esconder” proclaman abiertamente que la conquista revolucionaria del poder, necesario preludio para la palingenia social, significa al mismo tiempo el dominio totalitario de la clase antes oprimida, encarnada por su partido, sobre la ex clase dominante.
El antitotalitarismo es una reivindicación de esas clases que se mueven sobre la misma base social que la clase capitalista (disposición privada de los medios de producción y de los productos), pero que también son igualmente aplastadas; es la ideología – común a los variopintos movimientos de “intelectuales”, “estudiantes”, etc., de los cuales la escena política actual está infectada – de la pequeña y mediana burguesía urbana y campesina aferrada a esos mitos de la pequeña producción, de la soberanía del individuo y de la “democracia directa” que sabe que están condenados por la historia, pero que no obstante intenta salvar desesperadamente. Ello es por tanto conjuntamente burgués y antihistórico, y por estos dos motivos antiproletario. La ruina de la pequeña burguesía bajo los golpes de maza del gran capital es históricamente inevitable, y socialmente constituye – a la manera capitalista, brutal y lenta al mismo tiempo – un paso adelante hacia la revolución socialista en cuanto que hace operativa la verdadera y única aportación histórica del capitalismo: la centralización de la producción, la socialización de la actividad productiva.
El proletariado, que en el retorno (aun cuando fuese posible) a formas de producción menos concentradas no puede dejar de ver un alejamiento de su objetivo histórico propio, de una producción y una disposición de los productos totalmente sociales, no reconoce tarea suya, ni la defensa de los pequeños burgueses contra los grandes (tanto los unos como los otros igualmente enemigos del socialismo), ni la adopción en política de ese pluralismo y “policentrismo” que no tiene ninguna razón para aceptar en el plano económico y social.
Al igual que ha sido y es reaccionaria la consigna de “lucha contra los monopolios” en defensa de la pequeña producción, también han sido y son reaccionarios todos aquellos movimientos que – o bien por reflejo de las ideologías pequeño-burguesas, o por una malentendida reacción al curso degenerativo de la revolución rusa (interpretado no como efecto de la falta de extensión internacional de la revolución proletaria y del abandono del internacionalismo comunista con el pretexto de ella, sino como efecto de la instauración desde el principio de una dictadura totalitaria, por tanto antidemocrática) – ven el proceso revolucionario como una gradual conquista de islas de “poder” periférico, a través de organismos proletarios en los centros de trabajo y que expresan una fantasmagórica “democracia directa” (como en la teoría gramsciana y ordinovista de los consejos de fábrica), ignorando así el problema central de la conquista del poder político, de la destrucción del Estado capitalista, y por tanto también el del partido como órgano centralizador de la clase, o que han presentado como “socialismo” ya realizado un sistema basado en un tejido de empresas “autogestionadas”, cada una elaborando su plan a través de análogos órganos de “decisión desde abajo” (teoría yugoslava de la autogestión), destruyendo así de raíz la posibilidad de esa “producción social regulada por la previsión social” en la que Marx indicaba “la economía política de la clase trabajadora” y que es sólo realizable superando la autonomía de las células productivas de base de la economía capitalista y el “ciego dominio” del mercado en el cual ellas encuentran el único, caótico e imprevisible, elemento de conexión.
Ni antes ni después de la toma del poder, ni en política ni en economía, el proletariado revolucionario hace ni puede hacer ninguna concesión al antitotalitarismo, que es otra versión de aquel antiautoritarismo idealista y utopista que Marx y Engels denunciaron en la larga polémica con los anarquistas, y que Lenin en Estado y Revolución demostró que convergía con el reformismo gradualista y democrático. Respecto a los pequeños productores, el proletariado socialista no empleará la ferocidad de la que el capitalismo ha dado prueba a lo largo de su historia; pero, respecto a la pequeña producción y sus reflejos políticos, ideológicos y religiosos, su acción será extraordinariamente más decidida, rápida y, en fin de cuentas, totalitaria. La dictadura proletaria ahorrará a toda la especie humana la cantidad infinita de violencias y miseria que bajo el capitalismo constituye su pan de cada día, pero podrá hacerlo precisamente desde el momento en que no dude en emplear la fuerza, la intimidación y, si es necesario, la más decidida represión contra cualquier grupo social, grande o pequeño, que la obstaculice en el cumplimiento de su misión histórica.
Para concluir, quien asocie la noción
de socialismo a una forma cualquiera de liberalismo, democratismo,
gestión
de empresa, localismo, pluripartidismo o, peor aún, antipartidismo,
como
han hecho de modo diverso las corrientes “antirrusas” que se
desarrollaron
en el seno del movimiento obrero por efecto de la retorcida
contrarrevolución
burguesa estalinista, se sale por sí mismo de la historia, fuera de la
vía que conduce a la reconstitución del Partido y de la Internacional
totalitariamente comunistas.
Desde 1848, es decir desde la aparición del que no por casualidad se titula, sin especificaciones nacionales, el Manifiesto del Partido Comunista, el comunismo y la lucha por la transformación revolucionaria de la sociedad son por definición internacionales e internacionalistas: “Los obreros no tienen patria”; “la acción en común, al menos en los países civilizados, es una de las primeras condiciones de la emancipación del proletariado”.
En el acto de su constitución en 1864, la Asociación Internacional de los Trabajadores plasmó en sus estatutos generales, el reconocimiento de que “todos los esfuerzos por alcanzar el gran fin de la emancipación económica de la clase obrera han sido fallidos hasta ahora, por la falta de solidaridad entre las múltiples categorías de obreros en cada país y por la ausencia de una unión fraterna entre las clases obreras de los distintos países”, y proclamó con fuerza “que la emancipación de los obreros no es un problema local ni nacional, sino un problema social que abarca a todos los países en los que existe la sociedad moderna, cuya solución depende de la colaboración práctica y teórica de los países más evolucionados”. En 1920 la Internacional Comunista, nacida por la larga lucha de la izquierda internacionalista mundial para transformar la guerra imperialista en guerra civil, tanto en la más democrática de las repúblicas como en el más autocrático de los imperios o en la más constitucional y parlamentaria de las monarquías, retomó e hizo propios los estatutos de la Primera Internacional y proclamó que “la nueva Internacional de los Trabajadores se constituye para la organización de acciones comunes de los proletarios de los diversos países, que tienen como único fin el abatimiento del capitalismo, la instauración de la dictadura del proletariado y de una república internacional de Soviets para la completa eliminación de las clases y para la realización del socialismo, como primer estadio de la sociedad comunista”, añadiendo que “el aparato organizativo de la Internacional Comunista debe asegurar a los obreros de cualquier país la posibilidad de recibir en todo momento la mayor ayuda posible de los proletarios organizados en los otros países”.
El hilo de esta gran tradición ha sido roto en el período entre las dos guerras mundiales, de un lado por la teoría y praxis del “socialismo en un solo país”, y por otro lado, por sustituir la lucha por la dictadura proletaria y poner en su lugar la lucha por la democracia contra el fascismo. La primera directiva desvinculó el destino de la revolución victoriosa en Rusia del movimiento revolucionario proletario en todo el mundo, condicionando los desarrollos de este último a los cambiantes intereses diplomáticos y de potencia del Estado soviético; la segunda, al dividir el mundo en países fascistas y democráticos, al ordenar a los proletarios encuadrados en regímenes totalitarios batirse contra su gobierno, no para la conquista revolucionaria del poder, sino para la restauración de las instituciones democráticas y parlamentarias, y a los proletarios encuadrados en los regímenes democráticos defender a sus propios gobiernos y, si es necesario, proclamar por ellos la guerra contra sus hermanos de la otra parte de la frontera, ha ligado el destino de la clase obrera al de las respectivas “patrias” y sus instituciones burguesas.
La disolución de la Internacional Comunista a lo largo de la Segunda Guerra Mundial fue el resultado lógico de este vuelco en la doctrina, la estrategia y la táctica. De la nueva masacre imperialista salieron en Europa oriental estados que se decían socialistas, pero que proclamaban y defendían a rabiar la propia “soberanía” nacional; que se decían hermanos, pero que siempre estuvieron aislados por fronteras celosamente custodiadas; que se decían miembros de un “mundo socialista”, pero que estaban divididos por diferencias económicas para cuya resolución, cuando llegaban a un punto de extrema tensión, no les quedaba más que el empleo de la fuerza bruta (Hungría, Checoslovaquia) o que, donde la intervención militar no era posible, dieron lugar a laceraciones profundas como en el caso de China y Yugoslavia. Al mismo tiempo los partidos que todavía no habían llegado al “poder” reivindicaban la posesión de una propia “vía nacional al socialismo” (que a fin de cuentas era para todos una única vía de abjuración de la revolución y de la dictadura proletaria y de completa adhesión a la ideología democrática, parlamentaria y reformista) y se presentaban, en una orgullosa defensa de la propia autonomía de los otros partidos “hermanos”, como los herederos de las más puras tradiciones políticas y patrióticas de las respectivas burguesías, preparados para recoger – en palabras de Stalin – la bandera que éstas han dejado caer de la mano.
En tal situación, por no hablar del momento actual, el internacionalismo se redujo a una palabra todavía más vacía y retórica que la “fraternización internacional de los pueblos” que Marx en la Crítica del Programa de Gotha violentamente echaba en cara al Partido Obrero alemán como “tomada prestada de la Liga Burguesa para la Paz y la Libertad”. Ninguna solidaridad internacional es posible – y ninguna efectiva solidaridad internacional se ha verificado de hecho jamás, ni siquiera en momentos de alta tensión social (huelgas de mineros en Bélgica, de portuarios en Inglaterra, revuelta de proletarios negros en la industria automovilística norteamericana, huelga general francesa en 1968, etc.) – desde el momento en que se proclamaba que cada proletariado y partido “comunista” tienen que resolver y son los únicos “competentes para resolver” sus problemas particulares, y cada uno de ellos se erigía, en su propio rinconcito “privado”, como defensor de las instituciones y tradiciones patrias, de la economía nacional, e incluso de los santos “confines”. ¿Con qué finalidad, por otra parte, un internacionalismo, no de palabras sino “de hechos” (Lenin), si el mensaje de los “partidos nuevos” al mundo era el de la coexistencia pacífica y el de la pugna por la emulación entre capitalismo y “socialismo”?
El movimiento proletario renacerá con la plenitud de sus rasgos históricos, a condición de que reconozca que en cualquier país es única la vía hacia su emancipación, y que único debe ser su partido, en la doctrina, los principios, el programa y normas de acción, no un híbrido conjunto de programas desordenadamente discordantes, “sino superación segura y orgánica de todos los impulsos particulares suscitados por el interés de grupos proletarios, separados por categorías profesionales y por la pertenencia a distintas naciones, en una fuerza sintética que actúe en dirección a la revolución mundial” (Plataforma política del Partido, 1945).
* * *
La abdicación del movimiento comunista de sus tareas revolucionarias internacionales, se reflejó con la misma crudeza en el completo y vergonzoso abandono de la clásica posición del marxismo, frente a las luchas insurreccionales de los pueblos coloniales contra la opresión imperialista, luchas que asumieron aspectos de extremada violencia en la segunda posguerra, a la vez que al proletariado de las metrópolis imperialistas se le uncía al carro de la “reconstrucción” burguesa. De cara a las luchas armadas de los pueblos coloniales que ya en la primera posguerra inquietaban al imperialismo, en 1920 el segundo congreso de la Internacional Comunista y el Primer Congreso de los Pueblos de Oriente delinearon la grandiosa perspectiva de una estrategia mundial única que uniera el derrotismo de la insurrección social en las metrópolis imperialistas con la revuelta nacional en las colonias y semicolonias. Esta revuelta, políticamente dirigida por las jóvenes burguesías coloniales, aunque persiguiera el objetivo burgués de la unidad y la independencia nacionales, no obstante, en una coyuntura política que “pone al orden del día en todo el mundo la dictadura del proletariado” (Lenin), por un lado la intervención activa en la lucha de los jóvenes partidos comunistas política y organizativamente independientes, a la cabeza de masas gigantescas obreras y campesinas, y por otro, la ofensiva del proletariado metropolitano contra las ciudadelas del colonialismo, podrían haber hecho posibles la suplantación de los partidos nacionalrrevolucionarios y la transformación de revoluciones originariamente burguesas en revoluciones proletarias, según el esquema de la revolución en permanencia trazado por Marx y puesto en práctica por los bolcheviques en la semifeudal Rusia de 1917. La piedra angular de esta estrategia era, y no podía ser otra, el proletariado revolucionario de los países “más civilizados”, es decir económicamente más avanzados, porque su victoria y sólo ella habría permitido a los países económicamente retrógrados del mundo colonial superar el handicap histórico de su atraso: dueño en Occidente del poder y los medios de producción, el proletariado metropolitano habría hecho partícipe de ellos a la economía de las ex colonias mediante un “plan económico mundial” que, aunque unitario como al que ya tiende el capitalismo, no habría necesitado en cambio ninguna opresión ni conquista, ningún exterminio ni explotación; y los pueblos coloniales, gracias a la “subordinación de los intereses inmediatos de los países en los que haya triunfado la revolución a los intereses generales de la revolución en todo el mundo”, habrían llegado al socialismo sin tener que pasar a través de los horrores de una fase capitalista, tanto más feroz cuanto más constreñida está a quemar las etapas para alcanzar el nivel de las economías más evolucionadas.
De todo este poderoso edificio, a partir de los años 1926-27 en los que se decidieron los destinos de la revolución china, el oportunismo no ha dejado nada en pie. En las colonias los partidos sedicentemente comunistas, sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial, lejos de “ponerse a la cabeza de las masas explotadas”, para acelerar su separación del bloque informe de varias clases agrupadas bajo la bandera de la independencia nacional, se pusieron a remolque de la burguesía autóctona y hasta de clases y potentados feudales “antiimperialistas”, o bien, cuando tomaron el poder, reivindicaron el programa político de la democracia constitucional, parlamentaria y pluripartidista, “olvidándose” de “poner en primer plano la cuestión de la propiedad”, y de proceder al menos a la confiscación sin indemnización de las inmensas tierras de los terratenientes (vitalmente ligados a la burguesía comercial e industrial, y a través de ellas, con el mismo imperialismo), sin poner nunca al joven pero aguerrido y concentradísimo proletariado local a la vanguardia de las masas campesinas y semiproletarias, que han vivido desde hace siglos en una abyecta miseria, con el fin de sacudirse juntos el yugo del capital. En las metrópolis imperialistas, por otra parte, renunciaron a los principios de la revolución violenta y de la dictadura proletaria y, cayendo aún más bajo que los reformistas de la Segunda Internacional, se limitaron, en Francia durante la última parte de la guerra de independencia argelina y en Estados Unidos durante la guerra de Vietnam, a invocar “paz” y “negociaciones”, y a pedir a los respectivos gobiernos ese “reconocimiento formal y puramente oficial de la igualdad e independencia” de las jóvenes naciones, que la Tercera Internacional había sellado a fuego como consigna hipócrita de los “demócratas burgueses que se disfrazan de socialistas”.
La consecuencia de este completo enturbiamiento de la perspectiva marxista de las dobles revoluciones fue, que las gigantescas potencialidades encerradas en movimientos grandiosos y a menudo cruentos, cuyo peso ha sido siempre y solamente soportado por millones de proletarios y campesinos pobres, han sido desperdiciadas: en los países formalmente independientes, actualmente están en el poder burguesías ávidas, corruptas y chuponas, más dispuestas a aliarse con el “enemigo” de ayer, el imperialismo, cuanto más conscientes son de la amenaza que viene de las masas explotadas de la ciudad y del campo; mientras el capital indemne en las ex metrópolis, ha vuelto a entrar en las tierras de las que ignominiosamente había sido obligado a salir, a través de las “ayudas”, los préstamos y el comercio de materias primas y productos acabados. Al mismo tiempo, la parálisis del movimiento revolucionario proletario y comunista en las ciudadelas del imperialismo, proporcionó una especie de justificación histórica a las degeneradas teorías maoístas, castristas y guevaristas, que señalan en fantasmagóricas revoluciones campesinas, populares o libertarias, la única vía posible de salida del pantano mundial del reformismo legalitario y pacifista. A tal punto ha llevado y debía llevar el abandono de la vía maestra del internacionalismo.
Pero así como los partidos que se
reclamaban
de Moscú o Pekín renegaron de él ya en la época estalinista, el
internacionalismo
está destinado a resurgir, ya que radica en el hecho de una economía
y un régimen de intercambios cada vez más mundiales, de tal manera que,
el fin de la hipoteca nacional que potenciaba en las colonias el frente
unido de todas las clases, su industrialización a marchas forzadas, y
la rápida transformación de sus estructuras políticas y sociales, no
pueden dejar de volver a poner en todas partes al orden del día la
cuestión
de la guerra de clase y de la dictadura proletaria, y asignan desde hoy
al Partido Comunista Internacional la tarea de ayudar a la joven clase
obrera autóctona del llamado Tercer Mundo a separar definitivamente su
propio destino del de los estratos sociales en el poder, y a tomar el
puesto
que ha conquistado con esfuerzo en el ejército mundial de la revolución
comunista.
En el plano programático, nuestra concepción del socialismo se distingue de todas las otras en cuanto postula la necesidad de una revolución violenta preliminar, la destrucción de todas las instituciones del Estado burgués, y la creación de un nuevo aparato estatal dirigido en sentido contrario por un partido único: que habrá preparado, unificado y conducido a la victoria los asaltos proletarios al viejo régimen.
Pero, así como desestimamos la
concepción
de un pasaje gradual y pacífico del capitalismo al socialismo sin
revolución
política, es decir, sin destrucción de la democracia, también
rechazamos
la concepción anarquista que limita las tareas de la revolución al
abatimiento
del poder de Estado existente. Para el marxismo ortodoxo la revolución
política abre una nueva época social de la que es importante volver a
definir las grandes fases.
Políticamente, ésta está caracterizada por la dictadura del proletariado; económicamente, sobreviven formas específicamente ligadas al capitalismo: una distribución mercantil de los productos, aun siendo de la gran industria; y en ciertos sectores, sobretodo agrícolas, una producción de tipo parcelario. Estas formas no pueden ser superadas mas que en virtud de medidas despóticas del poder proletario: traspaso a la gestión de éste de todos los sectores de carácter ya social y colectivo (la gran industria, grandes explotaciones agrarias, el gran comercio, transportes, etc.); puesta en marcha de un amplio aparato de distribución independiente del comercio privado, pero que funciona, al menos en un primer momento, según criterios mercantiles. En esta fase, sin embargo, la tarea de la lucha militar prevalece sobre la de la reorganización económica y social, a menos que, contra toda previsión racional, la clase abatida en el interior y amenazada en el exterior renuncie a toda resistencia armada.
La duración de esta fase depende, por
una parte, de la importancia de las dificultades que la clase
capitalista
consiga crear al proletariado revolucionario, por otra, de la amplitud
de la obra de reorganización, que está en razón inversa al estadio
alcanzado
por la economía y la sociedad de cada sector y de cada país, y que por
tanto se presenta más simple en los países más evolucionados.
Ésta deriva dialécticamente de la primera. Sus características son las siguientes: el Estado proletario dispone ahora ya de todo el producto intercambiable, aunque todavía subsista un sector de pequeña producción; es esta la condición para pasar a una distribución que ya no es monetaria, pero que todavía conserva un carácter de intercambio, ya que la asignación de los productos a los productores depende de su prestación de trabajo, efectuándose a través de los bonos de trabajo que les han sido certificados. Tal sistema difiere sustancialmente del salario, que encadena al trabajador en función del valor de su fuerza de trabajo, cavando un abismo creciente entre la vida de los individuos y las posibilidades y las riquezas sociales: al no interponerse ya nada entre las necesidades y su satisfacción, salvo la obligación del trabajo para todos los individuos capacitados, todo progreso de la sociedad, que bajo el régimen capitalista se erige en potencia hostil para la clase productora, para el proletariado, se convierte inmediatamente en un medio de emancipación para toda la especie. De alguna manera todavía se trata en cierta medida de formas directamente heredadas de la sociedad burguesa: “La misma cantidad de trabajo que el productor ha dado a la sociedad bajo una forma, la recibe de ésta bajo otra forma distinta. Aquí reina, evidentemente, el mismo principio que regula el intercambio de mercancías, por cuanto éste es intercambio de equivalentes (...) Por eso, el derecho igual sigue siendo aquí, en principio, el derecho burgués, aunque ahora el principio y la práctica ya no se tiran de los pelos, mientras que en el régimen de intercambio de mercancías, el intercambio de equivalentes no se da más que como término medio, y no en los casos individuales. A pesar de este progreso, este derecho igual sigue llevando implícita una limitación burguesa. El derecho de los productores es proporcional al trabajo que han rendido” (Marx: Crítica del Programa de Gotha). Sobre todo, el trabajo continúa apareciendo como una constricción social, aunque cada vez menos oprimente en la medida en que las condiciones generales de trabajo mejoran.
Por otra parte, el hecho de que el Estado proletario disponga de los principales medios de producción permite (después de la supresión draconiana de todos los sectores económicos inútiles o antisociales, ya comenzada en la fase transitoria) un desarrollo acelerado de los sectores sacrificados por el capitalismo, que son sobretodo la vivienda y la agricultura: aún más, permite una reorganización geográfica del aparato productivo, que tiende a la supresión del antagonismo entre ciudad y campo, y a la constitución de una única unidad de producción al menos a nivel continental. La reorganización geográfica permite igualmente la integración de los pequeños productores en la producción social, gracias a las ventajas que el Estado proletario les proporcionará en cuanto acepten el paso a formas más evolucionadas y concentradas de producción, en el momento que disponga del monopolio efectivo de la producción industrial.
En fin, todos los progresos
realizados
de esta manera constituyen la abolición de las condiciones generales
que,
por una parte, encadenan al sexo femenino a un trabajo doméstico
improductivo
y mezquino, y por otra confinan a toda una parte de los productores a
una
actividad puramente manual, haciendo del trabajo intelectual un
privilegio
social y asignando todo el patrimonio del conocimiento científico a
sólo
una clase de la sociedad. De esta manera se perfila, además de la
abolición
de las clases en las respectivas relaciones con los medios de
producción,
la desaparición de la atribución fija de determinadas tareas sociales
a determinados grupos humanos.
En la medida que el Estado finaliza estas tareas, para las que ha nacido y se sobrepasa su función histórica de prevención y represión de los intentos de restauración capitalista, el Estado tiende a desaparecer en cuanto Estado, esto es en cuanto dominio sobre los hombres, para convertirse en un simple aparato de administración de las cosas. Este declive está unido a la desaparición de las clases distintas y opuestas en el seno de la sociedad, y por tanto se realiza con la transformación del campesino (o artesano) más o menos parcelario en verdadero y propio productor industrial. Así se llega al estadio del comunismo superior, caracterizado por Marx de este modo: “En la fase superior de la sociedad comunista, cuando haya desaparecido la subordinación esclavizadora de los individuos a la división del trabajo, y con ella, la oposición entre el trabajo intelectual y el trabajo manual; cuando el trabajo no sea solamente un medio de vida, sino la primera necesidad vital; cuando, con el desarrollo de los individuos en todos sus aspectos, crezcan también las fuerzas productivas y corran a raudales los manantiales de la riqueza colectiva, sólo entonces podrá rebasarse totalmente el estrecho horizonte del derecho burgués, y la sociedad podrá escribir en su bandera: ¡De cada cual, según sus capacidades; a cada cual, según sus necesidades!”.
Este gran resultado histórico se
halla
sobrepasando la destrucción de los antagonismos entre los hombres,
cuyos
efectos eran la inquietud, la inseguridad “general, particular y
perenne”
(Babeuf), destino del hombre en la sociedad capitalista; es la
condición
de un dominio real de la sociedad sobre la naturaleza, lo que Engels
llamaba “el paso del reino de la necesidad al de la libertad”, en el que el
desarrollo
de las fuerzas humanas llega a ser por primera vez un fin en sí de la
actividad humana. Es entonces, también, cuando en la praxis social se
cumple la solución de todas las antinomias del pensamiento teórico
tradicional “entre existencia y esencia, objetivación y afirmación de sí mismo,
libertad y necesidad, individuo y género” (Marx), de ahí que el
comunismo
merezca la calificación que le dieron los fundadores del socialismo
científico
de “enigma de la historia finalmente resuelto”.
La reconstrucción a escala nacional e internacional de un partido político proletario capaz de asegurar la continuidad de la política revolucionaria, no podrá llegar a ser un hecho histórico efectivo, si las fuerzas de vanguardia del proletariado de los países avanzados y subdesarrollados no se orientan en torno a las posiciones cardinales definidas más atrás. El comunismo ortodoxo se distingue de todas las variedades de extremismos más o menos socialistizantes, porque niega que la evolución de la sociedad moderna acabe con la reproducción de tal fenómeno histórico, es decir, que las mismas leyes que en la fase actual del dominio capitalista, en esencia fascista, determinan el final de las luchas políticas entre partidos burgueses, pues las actuales luchas son meramente electoralistas, también dejen incapaz al proletariado para constituirse en partido revolucionario. Por el contrario, afirma, que el desvanecimiento de las oposiciones, aunque sean formales, entre derecha e izquierda clásicas, entre liberalismo y autoritarismo, entre fascismo y democracia, aporta la mejor base histórica para el desarrollo de un partido decididamente comunista y revolucionario. La realización de esta posibilidad está ligada, no sólo a la explosión inevitable de una crisis abierta en un plazo más o menos breve y bajo cualquier forma, sino al agravamiento objetivo de los contrastes sociales en las mismas fases de expansión y prosperidad. Cualquiera que exprese la mínima duda sobre este punto pone en duda, en realidad, las perspectivas históricas de la revolución comunista. Tal pesimismo tiene su explicación en las proporciones del retroceso que han determinado la degeneración de la III Internacional, la segunda guerra imperialista mundial y la extensión mundial del capital con su consiguiente reforzamiento. Esto no es más que el reflejo del triunfo momentáneo del capital en el pensamiento de sus “sepultureros”. Pero lejos de asegurar la eternidad del régimen, este triunfo en realidad prepara, retrasándola, la explosión revolucionaria más violenta de la historia.
* * *
El desarrollo del partido no puede obedecer a reglas formales, como las que muchas oposiciones antiestalinistas han reivindicado bajo el nombre de “centralismo democrático”, y que consisten en pretender que la orientación correcta dependa de la libre expresión de pensamiento y de la voluntad de la “base” proletaria, así como del respeto de las reglas democráticas y los cánones electorales en la designación de los responsables en los diversos niveles. Aunque no negamos que el acoso a los movimientos de oposición y las irregularidades en el modo de proceder, hayan servido de hecho para liquidar, en Rusia y en todo el mundo, la tradición comunista revolucionaria, nuestro partido define y siempre definió esta liquidación, esencialmente, como la liquidación de un programa y una táctica que el posible retorno a las sanas normas organizativas querido por los trotskistas, de hecho no la habría impedido. Del mismo modo, para el futuro, más que en un estatuto que comporta el empleo amplio y regular del mecanismo mayoritario, nosotros confiamos en una definición sin equívocos y sin concesiones de los fines y de los medios de la lucha revolucionaria. El partido, o logra crear internamente sus órganos por medio de la selección de aquellos que claramente sean aptos para aplicar sin dudar su “catecismo”, o necesita poner en duda su misma existencia. En tal situación, es esta selección la que se debe realizar, no cualquier modelo de funcionamiento interno. Tal es el contenido de la fórmula “centralismo orgánico” que nuestra corriente primero y el partido actualmente ha contrapuesto siempre y contrapone a la del centralismo democrático. El centralismo orgánico hace hincapié en el único elemento verdaderamente esencial, que es el respeto no a la mayoría, sino al programa; no a la opinión individual, sino a la tradición histórica e ideológica del movimiento. A esta concepción corresponde una estructura interna que los instigadores impenitentes de las libertades individuales o colectivas podrán poner el sello de dictadura de comités o incluso de individuos, pero que en sustancia cumple la condición sine qua non de la persistencia del partido como organismo revolucionario: la dictadura de los principios. Cumplida esta condición, la disciplina de la base para con las decisiones del centro se obtiene con las mínimas fricciones, mientras que una verdadera y propia dictadura de individuos se hace necesaria cuando la táctica del partido se emancipa de la autoridad del programa, suscitando tensiones y choques de las que se sale hacia adelante sólo en virtud de medidas disciplinarias, como acaeció en la Internacional incluso antes de la victoria de Stalin.
El desarrollo histórico del partido de clase manifiesta, en cualquier época, “el desplazamiento de una vanguardia del proletariado del terreno de los movimientos espontáneos suscitados por intereses parciales y de grupo, al de una acción proletaria general”. Este resultado se ve favorecido no por una negación de estos movimientos elementales, sino al contrario, por una participación en las luchas físicas del proletariado del organismo del partido, aunque sea embrional. La obra de propaganda ideológica y proselitismo, que sigue de manera natural a la fase intra-uterina de clarificación ideológica, no puede por tanto separarse de una intervención en los movimientos reivindicativos que, sin atribuirles nunca el valor de un fin en sí a las “conquistas” sindicales, obedece a una doble preocupación: hacer de estos movimientos un medio para adquirir la experiencia y aleccionamiento indispensable para una preparación real revolucionaria, mediante una crítica despiadada de las previsiones, postulados y métodos de los sindicatos y de los partidos de colaboración de clase que los controlan; y, en un estadio más avanzado, realizar su unificación y su superación revolucionaria en la experiencia viva, empujándolos a su realización plena y completa.
Si bien es verdad que hoy, todos los problemas relativos al desarrollo del partido, se sitúan en el marco histórico de una crisis ideológica y práctica sin precedentes en el movimiento internacional socialista, a pesar de ello, las experiencias pasadas son suficientes para establecer la siguiente ley: la reconstitución de la potencia ofensiva de la clase obrera no puede ser el resultado de una revisión, de una actualización del marxismo, y menos que nunca, de la “creación” de una pretendida doctrina nueva, sino que sólo puede ser el fruto de la restauración del programa originario que, frente a las desviaciones de la Segunda Internacional, fue asegurada por el partido bolchevique y que, frente a las de la Tercera, fue asegurada por la Izquierda marxista italiana en condiciones generales aún peores. Cualesquiera que sean las zonas en las que la lucha por el comunismo está destinada a renacer, cualquiera que sea el tiempo que queda hasta ello, el movimiento internacional futuro no puede ser más que el punto de llegada histórico de la lucha sostenida por esta corriente, y es probable que incluso tenga que sostener físicamente un papel decisivo. Es por esto por lo que en la fase actual la reconstitución de un embrión de Internacional puede tomar una sola forma: la adhesión al programa y a la acción del Partido Comunista Internacional y la creación de vínculos organizativos con él que respondan al principio del centralismo orgánico y estén exentos de toda forma de democratismo.
* * *