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Lenin en el camino de la revolución (Conferencia en la Casa del Popolo de Roma, 24 de febrero de 1924) |
El siguiente pasaje es una
pequeña parte de la conferencia pública, “Lenin en el caminode la revolución”, celebrada por
un representante de la Izquierda pocos días después desde la muerte de Lenin. Fue
reproducido en "Prometeo" n. 3, de 15 de marzo.
En el texto están colocados de
manera ejemplar el papel y la importancia en el proceso revolucionario de los
individuos, especialmente cuando son compañeros de particular valor. La
revolución podrá mañana también prescindir de personalidades excepcionales, por
muy preciosas que puedan ser cuando existan, para la dirección del proceso
revolucionario.
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LA FUNCIÓN DEL DIRIGENTE
Lenin ha muerto. El coloso, y no de ayer, ha abandonado su obra. ¿Qué significa esto para nosotros? ¿Cuál es el puesto y la función de los dirigentes en el conjunto de nuestro movimiento y del modo con el que lo juzgamos? ¿Cuál será la consecuencia de la desaparición del más grande dirigente sobre la actividad del partido comunista ruso y de la Internacional Comunista, cual su consecuencia sobre toda la lucha revolucionaria mundial? Repasemos un poco, antes de llegar a la conclusión de este ya largo discurso, nuestra valoración de este importante problema.
Están los que truenan contra los dirigentes, los que quisieran que se les dejase a un lado, que describen, o fantasean una revolución “sin dirigentes”. El propio Lenin ilumina con límpida crítica esta cuestión, librándola del confusionismo superficial. Existen, como realidad histórica, las masas, las clases, los partidos y los dirigentes. Las masas están divididas en clases, las clases representadas por partidos políticos, éstos dirigidos por dirigentes: la cosa es bien simple. En concreto, el problema de los dirigentes ha tomado un aspecto especial en la II Internacional. Sus dirigentes parlamentarios y sindicales habían apoyado los intereses de ciertas categorías particulares del proletariado, tendiendo a constituir sus privilegios a través de compromisos contrarrevolucionarios con la burguesía y con el Estado.
Estos dirigentes acaban cortando el lazo que les unía al proletariado revolucionario, enganchándose cada vez más al carro de la burguesía: en 1914 se reveló abiertamente que, de instrumentos de la acción proletaria, se habían convertido en puros y simples agentes del capitalismo. Esta crítica, y la justa indignación contra ellos, no deben desviarnos hasta el punto de negar que los dirigentes, si bien dirigentes muy diferentes a aquellos, existirán, y no pueden dejar de existir igualmente en los partidos y en la Internacional revolucionaria. Que toda función directiva se transforma automáticamente, cualquiera que sea la organización y sus relaciones, en una forma de tiranía o de oligarquía, es un argumento tan malo y fuera de lugar que hasta Maquiavelo hace cinco siglos podía en El Príncipe hacer sobre ello una crítica de cristalina evidencia.
Es cierto que al proletariado se le plantea este problema, no siempre fácil, de tener dirigentes y evitar que sus funciones lleguen a ser arbitrarias y traidoras al interés de clase: pero este problema no se resuelve ciertamente obstinándose en no verlo o pretendiendo eliminarlo con la abolición de los dirigentes, medida que nadie sabría luego indicar en qué consiste.
Desde nuestro punto de vista materialista histórico, la función de los dirigentes se estudia saliendo decididamente fuera de los límites angostos en los que la encierra la concepción individualista vulgar. Para nosotros un individuo no es una entidad, una unidad consumada y separada de las otras, una máquina en sí misma; o cuyas funciones estén alimentadas por un hilo directo que la une a la potencia creadora divina o a cualquier abstracción filosófica que ocupe el puesto, como la inmanencia, lo absoluto del espíritu, y similares cosas abstrusas. La manifestación y la función del individuo están determinadas por las condiciones generales del ambiente, de la sociedad y por la historia de ésta. Lo que se elabora en el cerebro de un hombre ha tenido su preparación en las relaciones con otros hombres.
Algunos cerebros privilegiados y ejercitados, máquinas mejor construidas y perfeccionadas, traducen, expresan y reelaboran mejor el patrimonio de conocimientos y de experiencias que no existiría si no se apoyase en la vida de la colectividad.
El dirigente, más que inventar, revela a la masa a sí misma haciendo posible que ella misma se reconozca cada vez mejor en su situación respecto al mundo social y al devenir histórico y pueda expresar en fórmulas exteriores exactas su tendencia a actuar en aquel sentido, del que están dadas las condiciones de los factores sociales, cuyo mecanismo, en último término, se interpreta partiendo de la investigación de los elementos económicos.
Además, el mayor alcance del materialismo histórico marxista, como solución genial del problema de la determinación y de la libertad humana, radica en haber arrancado el análisis del círculo vicioso del individuo aislado del ambiente y haberle remitido al estudio experimental de la vida de las colectividades.
De manera que las verificaciones del método determinista marxista, que nos son dadas por los factores históricos, nos permiten concluir que es correcto nuestro punto de vista objetivista y científico en las consideraciones de estas cuestiones, aunque la ciencia en su grado de desarrollo actual no pueda decirnos mediante que función las determinaciones somáticas y materiales sobre los organismos de los hombres se explican en procesos psíquicos colectivos y personales.
El cerebro del dirigente es un instrumento material que funciona por sus lazos con toda la clase y el Partido; las formulaciones que el dirigente dicta como teórico y las normas que prescribe como dirigente práctico, no son creaciones suyas, sino precisiones de una conciencia cuyos materiales pertenecen a la clase–partido y son producto de una vastísima experiencia. No siempre todos los datos de ésta están presentes en el dirigente bajo formas de erudición mecánica, así es como nosotros podemos explicarnos realistamente ciertos fenómenos de intuición que son juzgados como desviaciones y que, lejos de probarnos la trascendencia de algunos individuos sobre la masa, nos demuestran mejor nuestra afirmación de que el dirigente es el instrumento operador y no el motor del pensamiento y de la acción común.
El problema de los dirigentes no se puede plantear del mismo modo en todas las épocas históricas, porque sus datos se modifican en el curso de la evolución. También aquí nosotros nos salimos de las concepciones que pretenden que estos problemas sean resueltos por datos inmanentes, en la eternidad de los hechos del espíritu. Lo mismo que nuestra consideración de la historia del mundo asigna un puesto especial a la victoria de clase del proletariado, primera clase que venza poseyendo una teoría exacta de las condiciones sociales y el conocimiento de su función, y que pueda organizar “saliendo de la prehistoria humana” el dominio del hombre sobre las leyes económicas, de la misma forma la función del dirigente proletario es un fenómeno nuevo y original de la historia, y podemos muy bien mandar a paseo a quién lo quiere volver a plantear citando las prevaricaciones de Alejandro o de Napoleón.
Y es de hecho debido a la especial y luminosa figura de Lenin, aunque ellos no hayan vivido el período que aparecerá como el clásico de la revolución obrera, cuando ésta mostrara sus mayores fuerzas aterrorizando los filisteos, por lo que la biografía halla caracteres nuevos y los clichés históricos tradicionales de la codicia de poder, de ambición, del satrapismo, empalidecen y se convierten en estúpidos, en su confrontación con la directa, simple y férrea historia de su vida y del último detalle de su habitus personal.
Los dirigentes y el dirigente son aquellos y aquel que mejor y con mejor eficacia ordenan el pensamiento y quieren la voluntad de la clase, construcciones necesarias en cuanto activas de las premisas que nos dan los factores históricos. Lenin fue un caso eminente y extraordinario de esta función, por intensidad y extensión de la misma. Por muy maravilloso que sea seguir la obra de este hombre con el fin de entender nuestra dinámica colectiva de la historia, nosotros no admitiremos que su presencia condicionase el proceso revolucionario a cuya cabeza le hemos visto, y aún menos que su desaparición detenga a las clases trabajadoras en su camino.
Más aún: este proceso de elaboración de material perteneciente a una colectividad, que vemos en la persona del dirigente que toma de la colectividad y a la misma restituye como energías potenciadas y transformadas, nada puede quitar, con su desaparición, del círculo de ellas. La muerte del organismo de Lenin no significa para nada el fin de esta función, si, como hemos demostrado, en realidad el material como él lo ha elaborado debe todavía ser alimento vital de la clase y del partido. En este sentido, estrictamente científico, tratando de guardarnos en lo posible de conceptos místicos y de amplificaciones literarias, podemos hablar de una inmortalidad, y por el mismo motivo del planteamiento histórico particular de Lenin y de su tarea, mostrar como esta inmortalidad es más amplia que la de los héroes tradicionales de los que nos hablan la mística y la literatura.
La muerte no es para nosotros el eclipse de una vida conceptual, ya que ésta no tiene fundamento en una persona sino en entes colectivos, sino que es un puro hecho físico científicamente valorable. Nuestra absoluta certeza de que aquella función intelectual que correspondía al órgano cerebral de Lenin ha sido detenida para siempre por la muerte física en aquel órgano, y no se traduce en un Lenin incorpóreo que podamos celebrar como presente invisible en nuestros ritos, nuestra absoluta certeza de que aquella máquina potente y admirable está destruida para siempre, se convierte en la certeza de que su función continúa y se perpetúa en los órganos de batalla, en cuya dirección de los cuales sobresalió. Está muerto y la autopsia ha mostrado cómo: a través del progresivo endurecimiento de los vasos cerebrales sometidos a una presión excesiva e incesante. Ciertos mecanismos de altísima potencia tienen una vida mecánica breve; su esfuerzo excepcional es una condición de su precoz inutilización.
Lo que ha matado a Lenin es ese proceso fisiológico, por el trabajo titánico al que en los años supremos quiso, y debía, someterse, porque la función colectiva exigía que aquel órgano trabajase al más alto rendimiento, y no podía ser de otro modo. Las resistencias que se oponían a la tarea revolucionaria han arruinado este magnífico utensilio, pero después de que hubiera despedazado los puntos vitales de la materia adversa sobre la que trabajaba.
El propio Lenin mismo ha escrito que, incluso después de la victoria política del proletariado, la lucha no termina; que no podemos, muerta la burguesía, desembarazarnos sin más de su monstruoso cadáver: éste permanece y se descompone entre nosotros, y sus miasmas pestilentes corrompen el aire que respiramos. Estos productos venenosos, en sus múltiples formas, se han apoderado de los mejores de entre aquellos artífices revolucionarios. Se nos presentan como un trabajo cruel, necesario para afrontar las gestas militares y políticas de la reacción mundial y las tramas de las sectas contrarrevolucionarias, como el esfuerzo espasmódico para salir de las atroces estrecheces del hambre producidas por el bloqueo capitalista, a las que Lenin debía someter su organismo sin posibilidad de ahorrar energías. Se nos aparecen, entre otras cosas, como los disparos de pistola de la social-revolucionaria Dora Kaplan, que quedan incrustados en la carne de Lenin y contribuyen a la obra disolvente.
Esforzándonos por estar a la altura de la objetividad de nuestro método, sólo en esta valoración de los fenómenos patológicos de la vida social podemos hallar el modo de expresar un juicio sobre ciertas actitudes, que de otra manera no serían, en su insultante insensatez, susceptibles de ser juzgadas, como las de nuestros anarquistas que han comentado la desaparición del más grande luchador de la clase revolucionaria bajo el título: “¿Luto o fiesta?”
También éstos son fermentos de un pasado que debe desaparecer: el futurismo paranoico ha sido siempre una de las manifestaciones de las grandes crisis. Lenin se ha sacrificado a sí mismo en la lucha contra estas supervivencias que le circundaban incluso en la triple fortaleza de la primera revolución; la lucha será todavía larga, pero finalmente el proletariado vencerá quitándose de encima las múltiples y piadosas exhalaciones de un estado social de desorden y de servidumbre, y de su mal recuerdo.
NUESTRA PROSPECTIVA DE FUTURO
En el momento en que muere Lenin un interrogante se abre ante nosotros, y ciertamente no lo rehuiremos. ¿Ha fracasado quizás la gran previsión de Lenin? La crisis revolucionaria que esperábamos con él… ¿está aplazada? ¿y por cuánto tiempo?
La organización en partido que permite a la clase ser verdaderamente tal y vivir como tal, se presenta como un mecanismo unitario en el que los diversos «cerebros» (no sólo por cierto los cerebros, sino también otros órganos individuales) absorben tareas diversas según las actitudes y potencialidades, todos al servicio de un objetivo y de un interés que progresivamente se unifica cada vez más íntimamente “en el tiempo y en el espacio” (esta útil expresión tiene un significado empírico y no transcendente).
No todos los individuos tienen pues el mismo puesto y el mismo peso en la organización: en la medida que esta división de tareas se realiza según un plan más racional (y lo que vale hoy para el partido–clase, será mañana válido para la sociedad), está perfectamente excluido que quien se halla más arriba sea privilegiado sobre los demás. Nuestra evolución revolucionaria no va hacia la desintegración, sino hacia la conexión cada vez más científica de los individuos entre sí.
Esa concepción es anti individualista en cuanto materialista; no cree en el alma o en un contenido metafísico y trascendente del individuo, sino que inserta las funciones de éste en un cuadro colectivo, creando una jerarquía que se desarrolla en el sentido de eliminar cada vez más la coerción, sustituyéndola con la racionalidad técnica. El partido es ya un ejemplo de una colectividad sin coerciones.
Estos elementos generales de la cuestión muestran cómo ni el mejor de nosotros está por encima del significado banal del igualitarismo y de la democracia “numérica”. Si no creemos en el individuo como base suficiente de actividad, ¿qué valor puede tener para nosotros una función del número bruto de los individuos? ¿Qué puede significar para nosotros democracia o autocracia? Ayer teníamos una máquina de primerísimo orden (un “campeón de excepcional clase”, dirían los deportistas) y podríamos colocarlo en el vértice supremo de la pirámide jerárquica: hoy no existe, pero el mecanismo puede continuar funcionando con una jerarquía algo distinta, en la que en el vértice habrá un órgano colectivo constituido, se entiende, de elementos elegidos. La cuestión no se nos plantea con un contenido jurídico, sino como un problema técnico no prejuzgado por silogismos de derecho constitucional o, peor aún, natural. No existe razón de principio para que en nuestros estatutos se escriba “dirigente” o “comité de dirigentes”; y de estas premisas parte una solución marxista de la cuestión de la elección: elección que realiza, sobre todo, la historia dinámica del movimiento y no la banalidad de consultas electivas. Preferimos no escribir en las reglas organizativas la palabra “dirigente” porque no siempre tendremos en nuestras filas una individualidad de la fuerza de un Marx o de un Lenin
En conclusión, si el hombre, el “instrumento” de excepción existe, el movimiento lo utiliza: pero el movimiento vive lo mismo cuando no se da tal personalidad eminente. Nuestra teoría del dirigente está muy lejos de las cretineces con que las teologías y las políticas oficiales demuestran la necesidad de los pontífices, de los reyes, de los “primeros ciudadanos”, de los dictadores y de los duces; pobres marionetas que se ilusionan con hacer la historia