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Escribir el prefacio de los dos textos de nuestra corriente incluidos en el presente volumen, después de largas décadas tras su aparición, significa demostrar la exactitud de las tesis y posiciones enunciadas en ellos, a la luz de los acontecimientos acaecidos o no. En su momento la republicación de estos textos en lengua italiana se hizo para reconfirmar y remachar las clásicas posiciones marxistas de cara a los actos terroristas que por aquel entonces sacudían Italia y que alcanzaban a personalidades del régimen burgués y a sus guardianes. Mientras los falsos partidos obreros, y con mayor razón, los partidos abiertamente burgueses extraían de estos hechos la confirmación de la validez del régimen capitalista bajo la forma de la democracia política, nuestro pequeño partido sacó la lección opuesta, que se sintetiza con la siguiente ecuación: más capitalismo = más antagonismo social.
El hecho de que la burguesía, con su aparato estatal y gubernativo de coacción y propaganda, inherentes a su régimen, lo defienda por todos los medios, sin pararse a distinguir si estos son más o menos "morales", es una cuestión obvia e incluso legítima, porque toda clase debe, y lo paga muy caro si no lo hace, defender sus intereses. El hecho de que la defensa del régimen burgués sea asumida por partidos y organismos que se reclaman a la clase obrera, a su historia plurisecular, y que los más férreos defensores del Estado capitalista sean precisamente partidos que se jactan de sus orígenes marxistas, comunistas, socialistas, es por lo menos digno de condena por alta traición.
Las clases superiores presentan todas las doctrinas desligadas del proceso histórico, es decir de manera abstracta e idealista, por lo cual un hábil ideólogo, la mayoría de las veces abogado o intelectual, podría encandilarnos con verborrea colocándonos en dificultades ideológicas. Pues bien, incluso en este caso posible, el fondo de las cuestiones materiales, que son las que importan y que no se dejan embaucar por charlatanerías ni abstracciones, pese a los garabatos matemáticos, tiene su raíz en la corrupción y en las manumisiones interesadas. Por esto los marxistas revolucionarios usan la ideología, la doctrina, como un arma, es decir como un instrumento material para combatir y vencer a sus enemigos, para violentar su historia, y no como un instrumento de investigación "científica", "objetiva", en el sentido de que nos debamos plegar ante la voluntad de las clases ricas, expresada bajo la forma de categorías fijas, inamovibles, eternas, como son libertad, justicia, fraternidad, economía, beneficio, etc, hasta llegar al Estado, ídolo ante el cual se sacrifican y se siguen sacrificando generaciones y generaciones de trabajadores.
Estamos ejemplificando cuestiones simples, sin presunción, tan simples que parecen haber sido olvidadas por la clase que deberá asumirlas, ya que no tendrá otra elección llegado el momento supremo del choque social, de lo contrario no sucumbirá ante las ideologías del enemigo, sino ante su fuerza armada.
Doctrina, ideología, teoría, Partido de clase, por tanto, relativos a una clase y no a todas las clases, no a la sociedad en su conjunto, no al "pueblo" indiferenciado.
Lenin repitió esta simple lección al marxólogo por autonomasia Kautsky, el cual, alineándose con el Estado capitalista alemán y la contrarrevolución burguesa, fantaseaba acerca de la "democracia en general" para confundir al proletariado para que desistiera de preparar la revolución comunista. A diferencia de los ignorantes, no solo en cuestiones marxistas, que pululan en las filas de los falsos partidos obreros, a los que se han unido por un mendrugo, Kautsky no despreciaba los textos de Marx, los cuales conocía casi de memoria estando por lo tanto en grado de falsificarlos con indudable arte. Lenin, que habría preferido como nosotros, discutir a la cabeza de las masas explotadas armadas de Rusia y Europa, debió recordar al gran marxólogo que "general" no existe nada más que la naturaleza, la cual es modificada por modos de producción clasistas, cada uno de manera diversa, y cada clase se apropia de ella de formas y resultados distintos. El modo de producción capitalista trata la naturaleza como si fuera suya, intentando convertirla de "naturaleza en general" en "naturaleza privada", es decir en capital para extraer plusvalía, o trabajo no pagado, de la clase obrera.
Entonces, como hoy, el movimiento obrero estaba dividido entre "socialdemócratas", partidarios de la fórmula "socialismo en libertad y democracia", y "socialdemócratas" revolucionarios (la denominación de comunistas vendrá tras la primera guerra mundial, para diferenciarse de la traición de los "socialdemócratas"), partidarios de la fórmula "democracia socialista". A esta fórmula ambigua, bajo la cual siempre ha existido alguien capaz de pasarse al enemigo, decían adherirse los Kautskys europeos, y con ella se han consumado los más nefastos y viles atentados a la lucha de emancipación proletaria. La Izquierda propuso abolir para siempre la palabra "democracia" sustituyéndola en la propaganda y la agitación por la de "dictadura proletaria" más apropiada. Democracia burguesa contra democracia proletaria, remachaba Lenin, significa poder burgués contra poder proletario. Con este mismo significado escribió Marx en el Manifiesto "conquista de la democracia" por parte del proletariado, y en sus escritos Engels repitió este concepto, precisamente cuando el partido socialista alemán conquistaba legalmente posición tras posición dentro del movimiento obrero arrancando el "sufragio universal" al Estado alemán mediante el cual se medía la influencia del partido sobre la clase. Se trataba de la conquista legal de la influencia sobre el movimiento obrero, no de la conquista legal del poder. Se renunciaba a la "táctica de las barricadas", ya que éstas eran ya inútiles desde el momento en que la burguesía utilizaba la metralla y el cañón en los largos y rectos boulevards parisinos, pero no se renunciaba a la organización y a la conquista armada del poder. Y en todo caso si se hablaba de conquista incruenta del poder, se hacía en el supuesto de un mayor poder del ejército obrero y de extrema debilidad del Estado burgués, sin renunciar por ello al armamento del proletariado antes y después de la toma del poder, defendiéndolo de los intentos contrarrevolucionarios de las clases derrocadas.
¿Estos hechos históricos habrían modificado la estructura de la sociedad y las relaciones de clase, la naturaleza y la función del Estado burgués, al final del siglo XIX, de tal forma que el partido de clase debería renunciar a sus posiciones originarias, a los instrumentos clásicos de la lucha revolucionaria? No sólo no ha cambiado nada, sino que además la ampliación de la democracia burguesa ha coincidido con el recrudecimiento de las contradicciones entre las clases, con la potenciación del Estado y de su aparato militar y de represión policial.
No podía suceder de otro modo.
Dos sangrientas guerras imperialistas, la Revolución de Octubre en la crisis revolucionaria de la primera posguerra, las numerosas guerras y revoluciones nacionales en la segunda posguerra, un arco de tres cuartos de siglo durante el cual el equilibrio del dominio capitalista se ha transformado de arriba a abajo con una inaudita violencia, y los Estados se han llenado de armas y ejércitos, por un lado para enfrentarse en el mercado mundial y por otro para proteger las riquezas acumuladas por las clases superiores de la presión constante, si bien discontinua, de las clases inferiores. En estos últimos setenta y cinco años el capitalismo ha pasado de un desarrollo relativamente pacífico a uno revuelto y violento, del ejercicio de la dictadura de clase enmascarado por la democracia hipócrita y paternalista a la gestión explícita del totalitarismo que abarca todas las funciones de la sociedad.
Los ideólogos demócratas intentan dar una justificación sociológica sobre unas bases materialistas, diciendo que, a diferencia de principios del siglo XX, actualmente el proletariado no constituye la mayoría de la población. Los estratos medios han crecido en número, constituyen una gran fuerza y nunca han sido revolucionarios. Sin una alianza de la clase obrera con al menos la parte más "progresiva" de estos estratos numerosos, es imposible pensar en el poder, y es imposible pensar en el poder en términos radicales. Solo la democracia "ampliada" puede permitirse avanzar progresivamente, a pasos, de manera mayoritaria hacia la dirección de la sociedad socialista. Esta construcción se apoya en la falsa premisa de que el Estado debe conquistarse y no destruirse. Premisa que no vamos a pararnos en desmontar aquí, ya que preferimos enviar al lector que todavía no esté corrompido a las conocidas afirmaciones de Marx sobre el Estado, a propósito de la Commune de París de 1871, donde dice que los comunards fueron derrotados porque no llevaron hasta el final la destrucción del Estado burgués, o también en el célebre El Estado y la revolución de Lenin, cuyas lecciones son envilecidas por los traidores bajo la etiqueta de "paleomarxismo", o sea de algo ya viejo y carcomido.
La alianza obreros-pequeña burguesía a través de la nueva socialdemocracia es un hecho real, hoy, pero también ayer. Ayer como hoy, el soporte social de la democracia burguesa son los tenderos, los intelectuales, los pequeños y medios campesinos, los aparatos burocráticos, estatales, paraestatales, políticos, sindicales, etc. La actual "socialdemocracia reincidente", saca su fuerza de estas masas informes, cazadoras de estipendios y dinero, aunque sean unas migajas, con tal de mantenerse alejadas del "tormento del trabajo".
Sobre la estela del Manifiesto y de nuestra experiencia secular, proponemos, para vencer la nefasta influencia de la pequeña burguesía sobre el proletariado, "aterrorizarla" quitando de en medio la farsa democrático-parlamentaria, de cuyas aguas beben las clases medias para sus aspiraciones carreristas. El fascismo detuvo al proletariado, a quien la Izquierda, entre las mil incertidumbres, errores y cesiones del centro y de la derecha del partido italiano y de la Internacional, se esforzaba en conducir a la batalla decisiva, y fue el fascismo el que ofreció a las clases medias, gracias al oportunismo socialista, un régimen en el que saciar su insaciable voluntad de servir siempre al más fuerte. El régimen fascista, por efecto de su derrota militar y de su victoria en el campo social, ha cedido el puesto al posfascismo tricolor, en el cual se ha renovado la farsa democrático-parlamentaria encontrando una caja de resonancia ideal, y de esa manera continúa satisfaciendo, al menos por un ciclo económico, la creciente "demanda de puestos", de carreras y estipendios, manteniendo vivo de esta manera el cadáver capitalista.
Contra la "fuerza, violencia y dictadura" de la burguesía, la fuerza, la violencia y la dictadura del proletariado. Es la posición que hay que defender, la única seria y coherente sobre la que se puede construir la reanudación de clase. Que balen las ovejas del "extremismo" de los grupitos, que tras hacer "revoluciones" estudiantiles y demás payasadas, se inclinan ante la divinidad Estado, al cual pretenden "reformar" tal y como ordenan los estalinistas y sus socios.
Debemos subrayar nuestra intransigencia frente a los anarquistas de nuevo y viejo cuño. Estamos de acuerdo con ellos en la destrucción violenta del orden burgués, pero a partir de aquí surge una inconciliable diferencia, de tal forma que no podemos considerarlos verdaderos revolucionarios, ya que el rechazo de los anarquistas a la dictadura proletaria constituye un obstáculo para la defensa del poder conquistado y por tanto acarrea agua al molino de la contrarrevolución de las clases derrotadas.
Nuestra diferenciación con el terrorismo individualista es neta, ya que éste es la expresión de la espontaneidad pequeño-burguesa, pese a que enarbole las rojas banderas del comunismo. La expresión "Partido armado" es buena y coherente cuando se refiere al partido que marcha a la cabeza de la clase obrera en pos de la victoria insurreccional, pero no lo es cuando se refiere a un exiguo grupo político, sin doctrina ni principios, y fundamentalmente populachero y democrático, que intercambia el "antes" – o sea construcción del partido político con una doctrina y una táctica experimentadas por la historia de clase – con el "después" – lucha militar por el poder en la guerra civil entre las clases.
Guerra sobre todos los frentes contra el oportunismo filoburgués,
pacifista, a-revolucionario, infame instrumento de la dictadura estatal
del capitalismo. Hoy, el enemigo número uno de la revolución
es el oportunismo comunsocialista, versión actual de la
socialdemocracia
de la peor especie, contra la que Lenin ha luchado con todas sus
fuerzas,
y contra quien ha escrito el 99% de sus textos. Una vez derrotado el
oportunismo
será mil veces menos difícil derrotar a los grupitos, anarquistas
y espontaneistas. Pero la condición primaria para eliminar la
influencia
de estos últimos sobre la clase es la destrucción total de
la influencia oportunista sobre el proletariado.
FUERZA, VIOLENCIA DICTADURA EN
LA
LUCHA DE CLASE
En la historia de las agrupaciones sociales se reconoce el uso de manera manifiesta de la fuerza material y de la violencia cuando entre individuos e individuos, entre grupos y grupos se constatan choques y encontronazos que se resuelven de mil maneras mediante la lesión y destrucción material de los individuos físicos.
Cuando este aspecto de los procesos sociales se presenta, da lugar a las más diversas manifestaciones tanto de condena como de exaltación que ofrecen la sustancia más banal a las sucesivas y multiformes místicas que forman y a la vez impiden el pensamiento de las colectividades.
Es aceptado, incluso por las opiniones más contrapuestas, que la violencia entre los hombres no sólo es un componente importantísimo de la energética social, sino un factor integrante, y casi siempre decisivo, de todas las transformaciones de las formas históricas.
Para no caer en la retórica y en la metafísica, dentro
de tantas confesiones y filosofías que oscilan entre los apriorismos
del culto a la fuerza, del superhombre, del superpueblo, y las que
predican
la resignación, la no-resistencia y el pacifismo, es necesario situarse
en las bases de la relación material que constituye la violencia
física, reconociendo su papel fundamental, en todas las formas de
organización social, incluso cuando se encuentra latente, presionando,
amenazando, preparando la intervención armada, determinando amplísimos
efectos históricos sine effusione sanguinis.
Quedó claro que dos tipos de fenómenos, absolutamente separados e incluso metafísicamente opuestos en la física aristotélica y escolástica, en realidad eran identificados, investigados y representados mediante el mismo esquema teórico: el campo de la mecánica terrestre y el de la mecánica celeste.
De esta manera se pudo comprender, por vez primera, que la fuerza que atrae a un cuerpo apoyado en el suelo, o bien sobre nuestra mano que lo sostiene, no sólo es la misma que provoca el movimiento de ese cuerpo cuando cae libremente, sino que además es la misma que liga los movimientos de los astros en el espacio, su giro en órbitas aparentemente inmutables y el posible choque entre ellos.
No se trataba de una identidad puramente cualitativa y filosófica, sino de una cualidad científica y práctica, ya que mediciones de la misma naturaleza pueden determinar las dimensiones del volante de un coche o el peso y la velocidad de la Luna.
Las grandes conquistas del conocimiento – como podrá demostrar un estudio sobre la gnoseología llevado a cabo según el método marxista – no consisten en fijar mediante descubrimientos reveladores nuevas verdades eternas e irrevocables, ya que sigue abierta siempre la vía para desarrollos más amplios y para representaciones científicas y matemáticas más ricas de los fenómenos en un determinado campo, sino que consisten esencialmente en haber liquidado sin apelación los términos de antiguos errores en los que destaca la fuerza oscurantista de la tradición que impedía a nuestra conciencia representarse las relaciones reales de las cosas.
Precisamente en este terreno de la mecánica la ciencia ha hecho y hará descubrimientos que van más allá de las enunciaciones y fórmulas de Galileo y Newton, pero es un hecho histórico consolidado la demolición del obstáculo constituido por la tesis aristotélica según la cual una esfera ideal concéntrica a la tierra separaba dos mundos incompatibles entre ellos: el nuestro, terrenal, el de la corrupción y la triste vida mortal, y otro que sería el celeste, el de la incorruptibilidad y la inmutabilidad gélida y resplandeciente, una concepción ésta muy bien utilizada en las construcciones éticas y místicas del cristianismo y bien adaptada para reflejarse socialmente en las relaciones de un mundo humano fundado en los privilegios de las aristocracias.
La identificación del cuadro de los hechos mecánicos de nuestra esfera de experiencia inmediata con el de los hechos cósmicos permite de paso establecer la identidad sustancial de la energía poseída por un cuerpo, tanto si su movimiento respecto a nosotros y al ambiente circundante constituye una evidencia empírica, como si ese mismo cuerpo se hallase en reposo.
Los dos conceptos de energía potencial o de posición, y de energía cinética o de movimiento, referidos a los cuerpos materiales, sufren y sufrirán interpretaciones cada vez más complejas hasta que a su vez hagan transmutables, a través de incesantes cambios cuyo radio de acción abarca todo el cosmos, la cantidad de materia y de energía que aparecían invariables en las fórmulas de los textos de física clásica, que todavía sirven para calcular y llevar a la práctica estructuras y máquinas a escala humana mediante formas de energía no intra-atómica.
Pero ha quedado como un paso históricamente decisivo en la formación del conocimiento científico el haber asimilado, en su acción, las reservas potenciales y las manifestaciones cinéticas de energía.
El concepto científico se ha hecho ya familiar a cualquier persona que viva en el ambiente moderno. El agua contenida en un depósito colocado en alto está quieta y parece privada de movimiento y vida. Si abrimos las llaves de paso y la dejamos caer sobre una turbina, vemos que se pone en movimiento suministrándonos fuerza motriz. Conocemos las características de esta fuerza antes de abrir las compuertas, ya que depende de la masa de agua y de su altura: se trata por tanto de una energía de posición.
Cuando el agua fluye y se mueve, la misma energía se manifiesta como energía de movimiento: cinética.
De esta manera actualmente hasta un niño sabe que entre los dos hilos de un circuito eléctrico, quietos y fríos, no se lleva a cabo ningún intercambio mientras no los toquemos; acercando un conductor tenemos chispas, calor, luz, o violentos efectos sobre los músculos y los nervios si el conductor es nuestro cuerpo.
Los dos hilos inofensivos estaban en un cierto potencial; dispuestos
para convertir esa energía en cinética. Hoy todo esto lo
sabe hasta un analfabeto, pero hubiese creado confusión a los siete
sabios de Grecia y a los doctores de la iglesia.
En estos contactos materiales y en estos choques brutales las partes y los tejidos del animal se dañan, se laceran y en los casos más graves el animal muere.
Comúnmente se considera que el factor de la violencia hace su aparición en tanto que la lesión orgánica surge del uso de la fuerza muscular de un animal sobre otro. En el lenguaje común, no observamos violencia cuando los derrumbes o el huracán matan a los animales, sino sólo cuando el clásico lobo devora al cordero o se pelea con otro lobo que le disputa una parte.
Poco a poco la acepción común de estos hechos tan generales se transforma en los engaños de las éticas y de las místicas. Se odia al lobo, y se llora por el corderito. Pero más adelante se legitimará pacíficamente la muerte y consumo de ese mismo cordero por parte de los humanos, gritando con horror contra los caníbales; se condenará al asesino en tanto que se elogiará al combatiente; casos todos ellos – la gama es infinita con variaciones literarias – en los que se actúa contra la carne viviente, y entre los que podríamos añadir la intervención del bisturí quirúrgico sobre el tumor canceroso, si consultamos nuestras valoraciones acerca de las acciones armadas de las distintas éticas.
La inadecuación de las primeras representaciones humanas había procesado los mismos fenómenos de la naturaleza mecánica, aplicándoles los criterios morales debido a un infantil antropomorfismo.
La tierra estaba abajo y el agua en el mar, el aire y el fuego arriba, porque todo elemento busca su semejante y su propio lugar huyendo de su contrario, siendo el amor y el odio los motores primordiales de las cosas.
Si el agua o el mercurio no descendían del tubo puesto al revés era debido a que la naturaleza sentía horror por el vacío. Cuando Torricelli realizó el vacío barométrico se pudo determinar el peso del aire, que es también un peso, que cae hacia abajo con tanta violencia que, si no estuviésemos rodeados y penetrados por él, nos aplastaría contra el suelo. Si amase a su contrario sería condenado por infracción adúltera de sus deberes.
Más o menos, en todos los campos, voluntarismo y eticismo conducen al hombre a creer en las mismas memeces.
Volviendo al animal en lucha violenta contra las adversidades o para satisfacer sus necesidades mediante la fuerza de sus músculos, sin necesidad de echar mano al recurso burgués darwinista de la lucha por la vida, selección natural y otras explicaciones habituales, queremos señalar que también la misma causa y efecto en el uso de la fuerza puede presentarse como potencial o virtual por un lado, o como cinético y actual por otro.
No sólo el animal que ha probado los peligros del fuego, del hielo, de la inundación aprenderá a huir en cuanto advierta síntomas premonitorios, sino que la misma violencia entre dos seres animados podrá tener efecto muchas veces sin consumarse físicamente.
El chacal no disputará al león la presa, ya que sabe muy bien que correrá la misma suerte. Muchas veces la presa sucumbe por el terror antes que por el mordisco del carnívoro, incluso basta su mirada para inmovilizarlo privándole no sólo de la posibilidad de la lucha sino además de la misma fuga.
En todos estos casos la preponderancia de la fuerza tiene un efecto potencial sin necesidad de explicarse materialmente.
Si nuestro investigador ético fuese un juez, no creemos que
absolviese
al carnívoro por el solo hecho de que su presa elija libremente
ser devorada.
También antes de que se pueda hablar de una verdadera producción de objetos de uso susceptibles de ser utilizados para cubrir necesidades vitales, se determina una división de funciones y de aptitudes que deben realizar los componentes de esos primeros grupos, dedicados a la recolección de vegetales espontáneos, a la pesca, a la caza, a las primeras actividades rudimentarias para preparar sus refugios y alimentos.
Comienza por tanto a aparecer la sociedad organizada surgiendo el principio de orden y autoridad.
Ya no es solamente mediante la fuerza muscular como los individuos más preparados físicamente o por energía del sistema nervioso dominan a los demás dentro de unos límites para que empleen su tiempo y su esfuerzo en la producción de bienes útiles. Empiezan a dictarse reglas a las que la comunidad se adapta, siendo respetadas sin necesidad de emplear a cada momento una coacción física, ya que basta la amenaza de que el transgresor sea castigado severamente y, en los casos extremos, liquidado.
El individuo que, empujado por la animalidad primigenia, quisiera sacudirse dichas imposiciones debe o bien entablar una lucha cuerpo a cuerpo con el jefe y probablemente con los demás súbditos a los que pediría su apoyo, o escapar de la colectividad, pero en este caso debería satisfacer sus exigencias materiales menos copiosamente, afrontando riesgos incluso mayores, ya que la actividad organizada colectivamente ofrece más ventajas aunque esté organizada de una manera primordial.
El animal hombre comienza a describir su ciclo, no uniforme y continuo ni falto de crisis y retrocesos, sino en sentido general e imparable, desde el primer estado de libertad individual ilimitada, de autonomía total del individuo, a la pertenencia cada vez más estrecha a una red de vínculos que toman el carácter y el nombre de orden, de autoridad, de derecho.
El sentido general de la evolución es el de hacer estadísticamente menos frecuentes los casos en los que la violencia entre hombre y hombre se lleve a cabo de manera cinética, mediante la lucha, el castigo corporal, la ejecución capital, y al mismo tiempo hacer más frecuentes con mayor razón los casos en los que la disposición autoritaria se realiza sin resistencia, ya que la experiencia demuestra que no es conveniente resistirse.
La esquematización fácil y la idealización de este proceso conduce a una elaboración abstracta jugando con estas dos únicas entidades: el individuo y la asociación, en la hipótesis arbitraria de que todas las relaciones de cada individuo dentro de la organización son equivalentes, ilusoria perspectiva del "contrato social". Lo que se teoriza por tanto es un camino de las colectividades humanas guiado por un dios que dirige todo, o bien por un no menos comprensible soplo redentor colocado quien sabe cómo en la cabeza de cada hombre e inmanente a su modo de pensar, de sentir y de comportarse, que desemboca en un arcádico equilibrio en el cual un orden igualitario permite a todos disfrutar de los ricos beneficios del trabajo asociado, mientras que las decisiones de cada individuo son libres y libremente adoptadas.
No obstante la importancia del factor de la fuerza y el peso de su juego tanto en sus manifestaciones en las guerras de los pueblos y las clases, como en su aplicación al estado potencial para el funcionamiento del engranaje de la autoridad, del derecho, del orden constituido, del poder armado, es puesta de manifiesto científicamente gracias al materialismo dialéctico que explica sus causas y la extensión de su uso por las relaciones que llevan a los individuos a la tendencia y posibilidad de satisfacer sus necesidades.
Un análisis de las disposiciones, incluso prehistóricas, con las cuales los grupos asociados se procuraban sus medios de vida, y los primeros recursos rudimentarios, armas, instrumentos, que proporcionaban al animal hombre el modo de actuar sobre cuerpos externos, lleva a definir variadísimas relaciones y posiciones intermedias entre el individuo y la totalidad agregada, que fraccionan a ésta en grupos diversos por atribuciones, funciones y satisfacciones; esta investigación es la que nos da la clave del problema de la fuerza.
El elemento esencial de lo que habitualmente llamamos civilización es el siguiente: el individuo más fuerte consume más que el más débil; y hasta aquí permanecemos dentro del campo de las relaciones de vida animal y, si queremos, la así llamada naturaleza, que las teorías burguesas nos presentan como una excelente directora, lo tiene todo muy bien dispuesto ya que los músculos traen consigo más estómago y más alimento; pero además el más fuerte dispone las cosas de tal forma que los esfuerzos en el trabajo recaigan en mayor medida sobre el más débil y en menor medida sobre él. Si el más débil se niega a contemplar como otro se lleva el mejor bocado o cómo realiza el trabajo más leve, o ningún trabajo, la superioridad muscular le obliga a estacazos.
El elemento discriminante de la civilización social, decíamos, es la realización infinitas veces de esta simple relación en todos los actos de la vida en común sin necesidad de que la fuerza constrictiva sea empleada de manera actual y cinética.
En la base del agrupamiento de los hombres merced a una desigual situación de vida material, se halla inicialmente un reparto de tareas que, dada su grandísima complejidad, asegura al sujeto, a la familia, al grupo, a la clase privilegiada, un reconocimiento que, desde la constatación real de la utilidad inicial, lleva a la formación de una actitud de sujeción de los elementos y grupos sacrificados. Esta actitud viaja en el tiempo y se inserta en la tradición ya que las formas sociales tienen una inercia propia análoga a la del mundo físico y, hasta que aparecen formas superiores perturbadoras, tienden a describir las mismas órbitas, a perpetuar las mismas relaciones.
Cuando – continuando nuestra exposición que puede parecer esquemática a fines de brevedad – por vez primera el minus habens no ha obligado a su explotador a emplear la fuerza para que le obedezca, y además ha aprendido a repetir que rebelarse sería una gran infamia porque comprometería las reglas y las órdenes de las que dependen la salvación de todos, entonces – !quitémonos el sombrero¡ – ha nacido el Derecho.
Si el primer rey fue un bravo cazador, un gran guerrero, que había expuesto su vida más veces que nadie y derramado más sangre en defensa de la tribu, si el primer hechicero-sacerdote fue un inteligente indagador de secretos de la naturaleza útiles para curar enfermedades, si el primer patrón de esclavos o de asalariados fue un competente organizador de esfuerzos productivos de tal forma que se consiguiese obtener un mayor rendimiento en el cultivo de la tierra o de las primeras tecnologías, la constatación inicial de esta útil tarea ha permitido construir el andamiaje de la autoridad y del poder, permitiendo a quienes estaban en el vértice nuevas y más rentables formas de vida asociada, extrayendo – para uso propio – una gran parte del incremento del producto realizado.
Para llevar a cabo este tipo de relación el hombre ha sometido en primer lugar a animales de otra especie. El buey salvaje pudo ser sometido al yugo solamente con duras luchas y el sacrificio de los domadores más audaces. Tras esto ya no fue necesaria más violencia ya que la bestia dobló su cerviz. Su poderoso esfuerzo decuplica la cantidad de cereal a disposición del patrón, y el buey para nutrirse y conservar su eficiencia muscular recibe una fracción del grano.
El evolucionado homo sapiens no tardó en aplicar esta relación a sus semejantes con la aparición de la esclavitud. El adversario en una contienda personal o colectiva, el prisionero de guerra, fue reducido con posteriores violencias siendo obligado a trabajar con los mismos derechos sindicales del buey; el esclavo al principio se revolvía, en raras ocasiones vencía al opresor huyendo de él; lo más normal es que el esclavo, pese a su superioridad muscular sobre el patrón, al igual que el buey, sufra su opresión actuando como la bestia, con la diferencia de que ofrece una gama más amplia de servicios.
Pasan los siglos y este sistema construye su propia ideología, es teorizado, el sacerdote lo justifica en nombre de los dioses, el juez prohíbe mediante sanciones que sea violado. Pero hay una diferencia y una superioridad del hombre de la clase oprimida sobre el buey: y es que nunca se podrá enseñar al buey a recitar, espontáneamente, una doctrinilla según la cual el arrastre del arado es para él una grandísima ventaja, una felicidad de lo más sano, el cumplimiento de la voluntad de Dios y de la santidad de las leyes, ni tampoco sucederá nunca que el buey lo reconozca con una papeleta de voto.
Toda esta reflexión sobre esta materia elemental conduce a este resultado: hay que colocar sobre la base del factor fundamental de la fuerza toda la suma de efectos que se derivan de él, no sólo cuando se use la fuerza de manera cinética, con violencia sobre las personas físicas, sino también y sobre todo cuando ese factor fuerza actúa en estado potencial y virtual sin los ruidos provenientes de la lucha y del derramamiento de sangre.
Superando los milenios y evitando la repetición del examen de las sucesivas formas históricas de relaciones productivas, de privilegios de clase, de poder político, se debe aplicar este resultado y criterio a la presente sociedad capitalista.
De esta manera es posible derrotar a la tremenda movilización contemporánea del engaño, la regla universal que forma la sujeción ideológica de las masas a los siniestros dictámenes de las minorías predominantes, cuyo truco fundamental es el atrocismo, o sea, la puesta en evidencia (corroborada además por enormes falsificaciones) de todos los episodios de superchería material en los que, por efecto de las relaciones de fuerza, la violencia social se hace evidente y se consuma golpeando, disparando, asesinando y – lo que debería ser la más infame, si esa regla no hubiese obtenido grandísimos éxitos en su tarea de atontamiento del mundo – atomizando. De esta manera será posible volver a colocar en su justo y preponderante valor cualitativo y cuantitativo, los casos innumerables en los que la superchería, que termina siempre en miseria, sufrimiento, destrucción en cantidades ingentes de vidas humanas, se consuma sin resistencia, sin choques, y – como decíamos al comienzo – sine effusionis sanguinis, también en los lugares y en las épocas en los que parece dominar la paz social y la tranquilidad, de la que se jactan los rufianes profesionales de la propaganda escrita y divulgada como la realización plena de la civilización, del orden, de la libertad.
La comparación entre el peso de los dos factores – violencia
actual y violencia potencial – mostrará que, a pesar de todas las
hipocresías y escándalos, el segundo es el predominante,
y solamente sobre esta base se puede construir una doctrina y una lucha
capaces de romper los límites del actual modo de explotación
y de opresión.
Puesto que sería demasiado largo aplicar a todas las formas sociales que han precedido a la revolución burguesa la investigación que nos hemos propuesto acerca de la posología de la violencia entre hombres, aplicada al estado actual, con agresión y lesión física, y la violencia que permanece en cambio en estado potencial doblegando a los dominados ante la voluntad de los dominadores poniendo en juego todas las sanciones promulgadas pero no consumadas, examinaremos el asunto comparando el mundo social del "ancien régime" que precedió a la gran revolución y al capitalista en el que tenemos la particular satisfacción de vivir.
Según un primer y ya conocido esquema, la revolución que puso en marcha los principios de la libertad, igualdad y fraternidad, expresados sobre todo en las instituciones representativas, fue una conquista universal y definitiva, ya que en primer lugar mejoró radicalmente las condiciones de todos los miembros de la sociedad liberándolos de las antiguas opresiones y ofreciéndoles las dichas de un mundo nuevo; y en segundo lugar eliminó la eventualidad histórica de un posterior gran conflicto social que tuviese el carácter de una ruptura violenta de las instituciones y de las relaciones sociales.
Un segundo esquema menos ingenuo y menos descaradamente apologético de las delicias del sistema burgués admite que en éste subsisten fuertes disparidades en las condiciones sociales y una grave explotación económica de las clases trabajadoras, y que posteriores transformaciones de la sociedad deberán determinarse por vías más o menos bruscas o más o menos graduales, pero afirma con obstinada rotundidad que las conquistas de la revolución que llevó al poder a la clase capitalista constituyeron pese a todo un avance sustancial incluso para las demás clases, ya que gracias a ella consiguieron el bien inestimable de las libertades legales y civiles. No se trataría por tanto más que de continuar una vía ya abierta, eliminando algunas formas más severas y atroces de despotismo y de explotación supervivientes, pero manteniendo firmes las primeras conquistas fundamentales. Este esquema tan manoseado es divulgado desde los vértices del poder, por ejemplo cuando el Roosevelt de turno añade junto a las ya conocidas libertades de la vieja literatura las nuevas libertades debido a la necesidad y al miedo (un cataclismo bélico de violencia centuplicada que aumente desmesuradamente el número de criaturas humanas exterminadas y hambrientas), o también es divulgado desde abajo, desde la base, por ejemplo cuando algún representante del bajo politiqueo popular formula con nuevas palabras el antiguo embrollo de democracia y socialismo chismorreando acerca de las libertades sociales que deberíamos añadir a las libertades civiles ya aseguradas.
No debería ni tan siquiera señalarse que el desciframiento efectuado por el marxismo del proceso histórico de la llegada del capitalismo no tiene nada que ver ni con el primero ni con el segundo de los esquemas señalados anteriormente.
Marx no sólo no ha dicho nunca que en la sociedad capitalista el grado de explotación, de opresión y de engaño fuese menor que la feudal o campesino-artesana, sino que ha demostrado claramente lo contrario.
Para evitar graves equívocos, aclararemos que si bien Marx proclamó históricamente la necesidad de que el Cuarto Estado combatiese junto a la burguesía revolucionaria contra la monarquía, la aristocracia y el clero, condenando los sistemas de socialismo "reaccionario" según los cuales los obreros advertidos a tiempo de la salvaje explotación realizada en las manufacturas e industrias de los capitalistas habrían debido unirse contra ellos junto a las castas feudales dominantes, y si bien el marxismo más ortodoxo y de izquierda reconoce que en la primera fase histórica burguesa post-revolucionaria la estrategia del proletariado no podía ser otra que una alianza con la joven burguesía jacobina, estas claras y clásicas posiciones no derivan de la premisa de que el nuevo sistema económico fuese menos insoportable y opresivo que el precedente.
Esas posiciones derivan por el contrario de toda la concepción dialéctica de la historia que explica la sucesión de los acontecimientos con las determinaciones de las fuerzas productivas que, dilatándose y utilizando siempre nuevos recursos, chocan contra las formas institucionales y los sistemas de poder originando sus crisis y sus catástrofes.
Por tanto si los socialistas revolucionarios siguen desde hace más de un siglo las victorias del moderno capitalismo y su impresionante expansión por el mundo considerándolas como condiciones útiles del desarrollo social, esto se debe a que las características esenciales del capitalismo – concentración de las fuerzas productivas, máquinas y hombres, en potentes unidades, la transformación de todos los bienes de uso en bienes de cambio, la concatenación de todas las economías existentes en el planeta – constituyen el único camino para conseguir, tras imponentes conflictos sociales, la nueva sociedad comunista. Son pasos reales y necesarios pero eso no significa que la sociedad industrial y capitalista moderna deje de ser peor y más feroz que todas cuantas la han precedido.
Naturalmente esta conclusión es indigesta para mentalidades plasmadas según la ideología burguesa en las que son congénitos los ideologismos del periodo romántico de las revoluciones democrático-liberales. Si se somete esa tesis a la valoración de criterios sentimentales, literarios y retóricos, sólo provocaría la banal indignación de los bienpensantes, los cuales no dejarían de arrojarnos sobre la cabeza toda su confusa erudición acerca de las maldades de los antiguos despotismos, los autos de fe, la Santa Inquisición, las corvées de los siervos de la gleba, el derecho de vida y muerte del monarca como supremo señor feudal, el jus primae noctis, etc, para demostrarnos que las sociedades preburguesas eran el escenario de violencias cotidianas e incesantes y todas sus instituciones chorreaban sangre.
Pero si la investigación se lleva a cabo científica y estadísticamente, y si nos preguntamos cuánto trabajo humano no pagado se utiliza para permitir un aprovechamiento privilegiado de las riquezas y de las rentas, cuánta miseria se determina en el bajo fondo social, cuántas vidas son sacrificadas y destrozadas debido a las privaciones económicas, y poco a poco, a las crisis y a los conflictos de todo tipo, privados, guerras civiles o guerras entre Estados, el peso recae exclusivamente sobre esta civil, democrática y parlamentaria sociedad burguesa.
En el planteamiento de Marx es fundamental, frente a la acusación escandalizada que se hace a los comunistas de querer destruir la propiedad, la afirmación de que uno de los aspectos esenciales de la subversión social llevada a cabo por el capitalismo ha sido la violenta e inhumana expropiación del trabajador artesano.
Antes de la aparición de las grandes manufacturas y de las fábricas mecánicas, un vínculo, técnico y económico, unía al artesano aislado (o asociado a unos pocos familiares y discípulos) tanto a las herramientas como a los productos de su trabajo. Jurídicamente se le reconocía un derecho ilimitado de propiedad sobre sus escasos utensilios y sobre su limitado volumen de mercancías almacenado en su local. La llegada del capitalismo acabará con este sistema patriarcal y casi idílico, despojará al inteligente y laborioso artesano de su modesta posesión convirtiéndolo en un desposeído hambriento dentro de esa prisión que es la moderna empresa burguesa. Mientras esto se lleva a cabo, a menudo con violencia abierta y siempre bajo la presión de inexorables fuerzas económicas, su condición jurídica es definida por los ideólogos burgueses como una conquista de la libertad, que libera al ciudadano trabajador de las ataduras medievales y de los reglamentos de los gremios, haciendo de él un hombre libre en un estado libre.
Si bien este proceso abarca a la esfera de la producción de manufacturas en su conjunto, no es distinta la presentación en términos marxistas del desarrollo de la producción agraria. El régimen de servidumbre feudal obligaba al trabajador de la tierra a privarse de una gran parte de sus productos para entregarlos a las clases dominantes, religiosos y nobles. Pero el siervo ligado a la gleba conservaba un vínculo técnico-productivo con la misma tierra y con una parte de los productos, vínculo que indirectamente le ofrecía una garantía de vida cómoda y tranquila, dado el escaso volumen de población y los limitados intercambios de excedentes con las ciudades.
La revolución capitalista destruye estas relaciones y afirma que ha liberado al ciudadano siervo de toda una serie de atropellos, pero o bien el trabajador de la tierra, reducido a proletario puro, sigue el destino del ejército negrero de los trabajadores industriales, o, transformado en gestor y propietario jurídicamente de pequeños lotes, es despojado por el capitalismo mediante el fisco o la devaluación monetaria.
No pretendemos con este escrito entrar detalladamente en dicho análisis, ya que sirven las consideraciones elementales descritas para desenmascarar a quienes fingen haber escuchado por primera vez que Marx considerase a la nueva sociedad burguesa como más infame que la feudal.
El punto esencial que hay que establecer es este: el criterio selectivo para apoyar o combatir un desarrollo histórico no es el, inconsistente y vanamente literario, de buscar si se ha conseguido más igualdad, más justicia, más libertad, sino algo completamente distinto y muchas veces opuesto, preguntarse si la nueva situación ha favorecido el desarrollo de fuerzas productivas más potentes a disposición de la sociedad, fuerzas que son la premisa indispensable de la futura organización de la misma sociedad en el sentido del mayor rendimiento del trabajo para obtener una disponibilidad más amplia de bienes de consumo para todos.
Era indispensable además de útil, que la burguesía
derrotase en guerra civil a los obstáculos institucionales que
retrasaban
el surgimiento de las grandes fábricas y una explotación
más moderna de la tierra; y frente a esto poco importa que la
consecuencia
primera e inmediata, transitoria en un sentido histórico más
amplio, haya sido la de hacer más pesadas y odiosas las cadenas
de la diferencia social y de la explotación de la fuerza de trabajo.
Los componentes de las clases privilegiadas preburguesas estaban encuadrados en un sistema basado en jerarquías fijas. Los grandes prelados pertenecían a la ordenada y encuadradísima red de la iglesia; los nobles, que eran también los más altos funcionarios civiles y militares, estaban situados jerárquicamente en el sistema feudal en cuyo vértice se encontraba el monarca.
En el nuevo tipo de sociedad, por el contrario – y aquí se debe entender que, dejando a un lado todas las importantísimas diferencias de periodos y de naciones, hablamos de la primera y clásica sociedad económica burguesa basada en la ilimitada libertad de producción e intercambio – los componentes del estrato supremo y privilegiado no tienen ningún vínculo de interdependencia entre ellos, ya que cada empresario está libre de cualquier tipo de obligación hacia sus colegas y competidores en la dirección de sus propias operaciones e iniciativas. Este cambio técnico y social toma, en la sucesión ideológica, el aspecto de un avance histórico del reino de la autoridad al de la libertad.
Pero está claro que esta conquista, este sensacional cambio de escena no tiene como teatro el conjunto del cuerpo social sino sólo al pequeño grupo de afortunados, los componentes del estrato con la barriga bien llena, completado por un restringido círculo de agentes directos y encubridores: politicastros, periodistas, sacerdotes, maestros, altos funcionarios, etc.
La gran masa con la barriga semivacía queda al margen, pero no de esta tragedia en la que participa luchando con sacrificio de sus vidas y su sangre, sino de la participación en los beneficios del cambio.
La conquista jurídica de la libertad, proclamada en todas las constituciones en beneficio de todos los ciudadanos, no afecta por tanto a la mayoría, explotada y hambrienta ya desde antes, sino que es asunto interno de una minoría. Desde este punto de vista es como se resuelven todas las cuestiones históricas y actuales en los que aparece el postulado fastidioso de la libertad y la democracia.
Reducida a una escala individual, la tesis materialista afirma que, puesto que el cerebro funciona cuando el estómago se nutre, el derecho teórico a pensar libremente, a expresar el propio pensamiento interesa de hecho sólo a quien tiene la posibilidad de dicha actividad superior, posibilidad perfectamente discutible para muchos que se jactan de ello continuamente, pero vetada seguramente para la gran masa que tiene el vientre medio vacío.
Contra la crudeza de esta tesis se lanzan habitualmente las diatribas contra el vulgar y obsceno materialismo que, al reconocer únicamente el factor económico y alimenticio, ignora toda la esfera de la vida espiritual desconociendo los goces que no se reducen a meras sensaciones físicas, que el hombre extrae mediante el ejercicio de la razón, del reconocimiento de las libertades civiles, del disfrute de los derechos del ciudadano elector que elige a sus representantes y dirigentes estatales.
Pero a este respecto una vez más es conveniente – puesto que aquí no se dice nada nuevo, y como mucho se verifican con datos recientes teorías muy conocidas – rectificar el alcance del determinismo económico profesado por los marxistas contra una deformación corriente, que se resiste a ser curada de la roña y otras enfermedades que la atacan, que reduce el problema a una mezquina escala individual, y pretende que cada individuo tienda a adoptar en política, en filosofía, en religión, opiniones que se derivan de la relación económica en la que vive, y que serían la consecuencia del conjunto de sus apetitos e intereses. Así el gran terrateniente sería un santurrón autoritario y derechista, el negociante burgués conservador en economía pero, al menos hasta ayer, izquierdizante en filosofía y en política, el hombre de las clases medias más o menos democrático, y el trabajador materialista, socialista y revolucionario.
Un marxismo de este tipo para uso de mentalidades demo-burguesas sirve para establecer de manera muy optimista que al ser los trabajadores, económicamente oprimidos, la gran mayoría de la población, no tardarían en tener en sus manos los organismos representativos y ejecutivos y, siguiendo poco a poco por este camino, la riqueza y el capital. Naturalmente, será un gran apoyo para el rápido movimiento de este carrusel de feria divulgar hacia la izquierda opiniones, creencias y alineamientos políticos, combinando bloques y engendros con el lodazal de las estratos intermedios, que progresivamente irían evolucionando pronunciándose contra la política y el privilegio de las otras clases.
En lugar de esta ridícula caricatura, el marxismo traza unas líneas totalmente distintas, estableciendo por el contrario, cuando habla de superestructuras ideológicas, políticas, místicas que éstas encuentran su explicación en las condiciones y relaciones económicas, una ley y un método de alcance general y social. Para explicar el significado de las ideologías dominantes en una determinada época histórica dentro de un pueblo gobernado por un determinado régimen, debemos basar el análisis sobre los datos de la técnica productiva y de las relaciones de distribución de los bienes y productos, sobre las relaciones de clase entre grupos privilegiados y colectividades productoras.
Resumiendo, y dicho de manera un tanto tosca, la ley del determinismo económico dice que en cualquier época la opinión que generalmente dominaba, el pensamiento político, filosófico y religioso más acreditado y seguido es el que se corresponde con los intereses de la minoría dominante que detenta en sus manos el privilegio y el poder. Así los sacerdotes y los doctores de los antiguos pueblos orientales justificaban el despotismo y la inmolación de vidas humanas, los paganos demostraban lo benéfica y justa que era la esclavitud, los cristianos la propiedad y la monarquía, y los de la época democrática e iluminista los esquemas económicos y jurídicos que interesan al capitalismo.
Cuando un tipo de sociedad y de producción entra en crisis y en el terreno de la técnica y de la producción irrumpen fuerzas que tienden a romper los límites, los conflictos de clase estallan de manera más aguda y se reflejan con la aparición de nuevas doctrinas de oposición y subversión, que a su vez son condenadas y combatidas por las instituciones dominantes. Cuando una sociedad está en crisis, una de las características de la fase que se abre es el número relativa y progresivamente más restringido de personas que se benefician del régimen en vigor; no obstante, la ideología revolucionaria no recae sobre toda la masa sino sobre una minoría de vanguardia en la que confluyen incluso elementos de la clase dirigente. Por inercia, y por efecto de los formidables medios de fabricación de opiniones de que dispone cada clase dominante, la masa cambiará de ideologías, filosofías y religiones sólo a través de un largo periodo que suceda al hundimiento de las viejas estructuras de dominación. Hay que afirmar que una revolución está realmente madura cuando pese a que las opiniones dominantes con su espantosa inercia reaccionaria continúen dictando los viejos esquemas tradicionales, tanto en el seno de la masa que es víctima de ellos, como entre los estratos superiores depositarios del régimen, el hecho real y físico de la inadecuación de los sistemas de producción los sitúa en gran número contra los mismos intereses materiales de la clase privilegiada.
Así cayó definitivamente el esclavismo, a pesar de las obstinadas resistencias en el plano de las ideas y de la fuerza, cuando se mostró como un sistema poco rentable para la explotación del trabajo y con pocas ventajas para los patronos.
La liberación de una clase oprimida no se lleva a cabo, diciéndolo de una manera sintética, primero en los espíritus y después en los cuerpos, sino que debe redimir el vientre mucho antes que el cerebro.
Actualmente, las fuerzas que movilizan engañosamente las opiniones de la masa en el sentido que interesa a la clase privilegiada son, en la sociedad capitalista, mucho más poderosos que las pre-burguesas. Escuela, prensa, oratoria pública, radio, cine, asociaciones de todo tipo, representan medios con un potencial centenares de veces más fuerte que el disponible por las sociedades de los siglos pasados. En el régimen capitalista el pensamiento es una mercancía, y se fabrica en serie empleando instalaciones y medios económicos suficientes. Si Alemania e Italia tuvieron Ministerios de Propaganda y Cultura Popular, Gran Bretaña creó al comienzo de la II Guerra Mundial el Ministerio de Información para monopolizar y encuadrar toda la circulación de noticias. En el periodo de entreguerras éste era un monopolio de la poderosa red de agencias periodísticas inglesas: hoy, obviamente, tal monopolio ha cruzado el Atlántico. Mientras que el desarrollo de la guerra fue favorable a los alemanes, la producción periodística inglesa de mentiras y patrañas alcanzó volúmenes que las organizaciones fascistas envidiarían. Por citar solamente una, cuando los alemanes conquistaron Noruega en 48 horas mediante unas increíbles operaciones militares, las radios británicas divulgaron los detalles de una desastrosa derrota de la flota germana en Skager-rak.
Este factor social de la manipulación de las ideas desde arriba, que va desde la falsa noticia (en la actual organización periodística las versiones de un hecho ya están realizadas antes de que suceda, y cuando parece que uno de los informadores tenía razón casi siempre se trata de un mentiroso; pero lo cierto es que ese hecho debía suceder al gusto de uno u otro Estado, de uno u otro partido) hasta la crítica y la opinión pura y simple, no hay que menospreciarlo. Todo esto hay que encuadrarlo dentro de la masa de violencias virtuales, que no revisten el aspecto de una imposición brutal con medios coercitivos, sino que son el resultado y la explicación de fuerzas reales, que deforman y alejan situaciones efectivas.
El moderno tipo de sociedad burguesa democrática, pese a no bromear cuando se trata de consumar violencias efectivas "cinéticas" policiales o militares, y superando en este aspecto a los difamados antiguos regímenes, lleva a máximos desconocidos (comparables a sus máximos de producción y de concentración de la riqueza) también el volumen de esta aplicación de violencias virtuales, según las cuales masas humanas aparecen, aparentando una libre elección de confesiones, opiniones y creencias, como agentes que actúan contra sus propios intereses objetivos, aceptando justificaciones teóricas de vínculos y actos sociales que en realidad los empobrecen o destruyen.
El paso de las formas preburguesas a la sociedad actual por lo tanto ha aumentado y no disminuido la intensidad y la frecuencia del factor del engaño y la imposición.
Y cuando, desde el punto de vista marxista, se exige por las mencionadas razones que ese paso histórico sea pleno y completo, no se quiere en absoluto olvidar o contradecir esta posición fundamental.
Sólo con criterios coherentes a los aquí establecidos debe juzgarse y descifrarse el problema hoy tan actual y candente, de una transformación en los modos de administrar y gobernar de la burguesía, que corresponde al surgimiento de los regímenes totalitarios dictatoriales y fascistas.
Este paso no constituye un cambio de clase dominante, y mucho menos una ruptura revolucionaria de los modos de producción. Al realizar su crítica, es necesario evitar errores banales que, en conformidad con las conocidísimas desviaciones del marxismo aquí refutadas, llevarían a otorgar y a acreditar a la forma y a la fase democrático-parlamentaria una menor intensidad y densidad en la violencia de clase.
Este criterio, incluso si respondiese a los hechos, no bastaría
para convertirnos en defensores de esta fase, por las razones
dialécticas
aplicadas a la valoración de cambios precedentes. Pero el análisis
de este punto podría demostrar que quien no se deja sugestionar
por la consideración exclusiva de la violencia de hecho y mide en
todo su volumen la violencia potencial ínsita en la vida y en la
dinámica de la sociedad, evitará caer en el engaño
de preferir, aunque sea de manera subordinada y relativa, el
método
hipócrita y el mefítico ambiente de la democracia liberal.
III - EL RÉGIMEN BURGUÉS
COMO DOMINACIÓN
En este estudio se examina el alcance del uso de la fuerza en las relaciones sociales, distinguiendo entre las manifestaciones evidentes de violencia llevada hasta las masacres, y el juego de los planteamientos que se llevan a cabo sin resistencia material de la persona o del grupo que la sufre, en virtud de una sanción destinada a los transgresores o bien de una disposición de las víctimas a reconocer la norma que les domina.
En la primera parte hemos establecido una comparación entre estos dos tipos de manifestación de la energía en el campo social, y las dos formas en las que la energía se manifiesta en el mundo físico: la actual y cinética, o de movimiento, que acompaña al choque y a la explosión de los agentes más variados; y la virtual y potencial, o de posición, que, incluso no dando lugar a tales manifestaciones, juega igualmente un papel importantísimo en el conjunto de los hechos y de las relaciones de que se trata.
Esta comparación, trasladándola del campo físico al biológico y al humano, la hemos seguido con breves extractos en el curso de las épocas históricas y, llegando hasta el presente periodo capitalista, hemos mostrado que en el mismo, el juego de la fuerza y de la violencia en las relaciones económicas, sociales y políticas entre individuo e individuo, y sobre todo entre clase y clase, no sólo tiene un peso grandísimo y fundamental, sino que si se pudiese hablar de una medida, asume una frecuencia y una amplitud mucho mayores que en las épocas precedentes y en los tipos de sociedades precapitalistsa.
Se puede recurrir a una medida económico-social tras un análisis de mayor alcance, reduciendo a cifras el valor de la suma de trabajo humano arrancado en beneficio de las clases privilegiadas a las grandes masas que trabajan y producen. En la sociedad moderna, puesto que cada vez es menor el porcentaje de individuos y grupos económicos que consiguen vivir dentro de un ciclo propio y autónomo, consumiendo lo que producen sin relacionarse con el exterior, ha aumentado enormemente el número de quienes trabajan por cuenta ajena y reciben por ello una remuneración que compensa solamente una parte de su esfuerzo, y las distancias sociales entre el tenor de vida de la gran mayoría productora y el de los miembros de las clases poseedoras ha aumentado sobremanera. No es precisamente la existencia individual de uno o poquísimos grandes dominadores que viven en el lujo lo que cuenta, sino la masa de riquezas que una minoría social consigue destinar a bienes voluptuosos de todo tipo, mientras la mayoría recibe poco más de lo estrictamente necesario para vivir.
Puesto que nuestro tema tendía más al lado político que al económico de la cuestión, lo que debemos plantearnos ante el régimen del privilegio y dominio capitalista es la relación entre el uso de la violencia bruta y el de la fuerza virtual que liga a los desheredados al respeto a los cánones y leyes vigentes sin que aparezca la infracción y la revuelta.
Esta relación varía muchísimo según las distintas fases de la historia del capitalismo y según los diversos países en los que esto ha sido introducido. Pueden citarse ejemplos de zonas neutras y casi idílicas donde la fuerza del Estado se nos presenta como libremente aceptada por parte de todos los ciudadanos, donde hay una policía muy reducida, donde los mismos conflictos de intereses sociales entre trabajadores y empresarios se llevan a cabo con el empleo de medios pacíficos. Pero estas Suizas tienden a convertirse, en el espacio y en el tiempo, en oasis cada vez más raros en el marco mundial del capitalismo.
En sus comienzos históricos no pudo conquistar sus posiciones sin luchas abiertas y sangrientas, ya que el andamiaje estatal de los viejos regímenes sólo podía ser derribado mediante la fuerza. Su expansión en los continentes extraeuropeos mediante las expediciones coloniales y las guerras de conquista y de rapiña no fue menos sangrienta, porque sólo mediante las masacres se pudieron sustituir los modos de organización social de las poblaciones indígenas por el modo capitalista, y en algunos casos fueron exterminadas razas humanas enteras, hecho desconocido en las civilizaciones preburguesas.
En línea general, tras esta fase virulenta de nacimiento y afirmación del capitalismo, se abre un periodo intermedio de desarrollo, que pese a estar interrumpido continuamente ya sea por choques sociales y represiones de los movimientos de las clases sacrificadas, ya sea por las guerras entre Estados, que todavía no abarcaban a todo el mundo conocido, es el periodo que más se ha prestado a la apología liberal y democrática tendente a mostrar falsamente un mundo en el que, dejando a un lado los casos excepcionales y patológicos, las relaciones entre individuos y entre categorías, se desarrollan con un máximo de orden, de paz, de consenso espontáneo y de libre aceptación.
Digamos entre paréntesis que al referirnos a la violencia de las guerras coloniales o nacionales, de las revueltas, de las insurrecciones, de las represiones, que constituyen incluso en las fases más normales y tranquilas de la historia burguesa el campo de aplicación de la violencia puramente aplicada, hay que observar un elemento, llamémosle técnico, muy digno de ser llamado progresivo, mediante el cual en estas crisis el derramamiento de sangre y el número de víctimas tiende a crecer, en paridad de condiciones, respecto a las crisis del pasado. En efecto, paralelamente al perfeccionamiento de los medios de producción se potencian los de ofensiva y destrucción, se crean armas más potentes, y los estragos que hacían los pretorianos acuchillando a los amotinados contra el César eran bromas comparados con los que hace la metralla contra los insurrectos en la época moderna.
Pero lo interesante es mostrar que también en largas fases de administración incruenta del dominio capitalista, la fuerza de clase no deja de estar presente y su influencia virtual contra posibles acciones de individuos aislados, de grupos organizados o de partidos, sigue siendo el factor dominante para la conservación de los privilegios y de las instituciones de la clase superior. Ya hemos incluido entre las manifestaciones de esta fuerza de clase, no sólo todo el aparato estatal con sus fuerzas armadas y su policía, aunque no disparen, sino todo el armamento de movilización ideológica que justifica la explotación burguesa, a través de la escuela, la prensa, la iglesia y todos los demás medios con los que se plasman las opiniones de las masas. Esta época de aparente tranquilidad sólo es perturbada ocasionalmente por inermes manifestaciones de los organismos de clase proletarios, y el buen burgués puede decir, tras ver pasar la manifestación del Primero de Mayo, como en los versos del poeta: "gracias a Cristo y al comisario, ésta también ha pasado". Cuando las turbulencias sociales se hacen más amenazadoras, el Estado burgués comienza a mostrar su fuerza con las medidas de orden público: una expresión técnica de la policía estatal da una buena idea del uso de la violencia virtual: "la policía y las tropas están acuarteladas". Esto quiere decir que todavía no se combate en las calles, pero si el orden burgués y los beneficios patronales estuviesen amenazados, las fuerzas armadas saldrían de sus cuarteles y abrirían fuego.
La crítica revolucionaria, no dejándose encandilar por las apariencias de civilización y de sereno equilibrio del orden burgués, había establecido con anterioridad que incluso en la república más democrática el Estado político constituye el comité de intereses de la clase dominante, y había echado abajo de manera decisiva las representaciones imbéciles según las cuales al destruirse el viejo Estado feudo-clerical y autocrático, habría surgido, gracias a la democracia electiva, una forma de Estado en el cual todos los componentes de la sociedad tienen iguales derechos, cualquiera que sea su condición económica. El Estado político, también y sobre todo el representativo y parlamentario, constituye un armazón de opresión. Puede muy bien compararse al depósito de las energías de dominio de la clase económicamente privilegiada, que custodia potencialmente en las situaciones en las que la revuelta social no explota, pero que no tarda en desencadenar la represión policial y sangrienta apenas tiembla el subsuelo social de manera revolucionaria.
Tal es el sentido de los análisis clásicos de Marx y Engels acerca de las relaciones entre la sociedad y el Estado, o sea entre clases sociales y Estado, y todas las tentativas de remover este pilar de la doctrina de clase del proletariado, fueron aplastadas con la restauración de los valores revolucionarios realizada por Lenin, Trotski y la Internacional Comunista inmediatamente después de la primera guerra mundial.
Al igual que no tiene sentido científico establecer la existencia de un quantum de energía potencial si no se puede prever que en situaciones sucesivas ésta se desarrolle cinéticamente, de la misma manera la definición marxista del carácter del Estado político burgués carecería de sentido si no se tuviera la certeza de que en la fase culminante este órgano de poder del capitalismo no dejará de desencadenar en el Estado actual todos sus recursos contra la revolución proletaria.
Por otra parte el equivalente de las tesis marxistas sobre el aumento de la miseria, sobre la acumulación y la concentración del capital, a nivel político, no podía ser otra cosa que la concentración y el potenciamiento de la energía acumulada por el Estado. Y de hecho, una vez cerrada la engañosa fase pacifista del capitalismo tras el estallido de la guerra de 1914, mientras las características económicas evolucionaban hacia el monopolio, y la intervención activa del Estado en la economía y en las luchas sociales, fue evidente, sobre todo en el clásico análisis de Lenin, que el Estado político de los regímenes burgueses asumía formas cada vez más claras de estricta dominación y opresión policial. En otros escritos nuestros se establece que la tercera y más moderna fase del capitalismo se define en economía como monopolista y planificadora, y en política como totalitaria y fascista.
Cuando aparecieron los primeros regímenes fascistas, la interpretación más inmediata y banal lo definió como una reducción y una abolición de las así llamadas garantías parlamentarias y legalitarias, pero realmente se trataba, en determinados países, del paso de la energía política de dominio de la clase capitalista del estado virtual al estado cinético.
Era obvio para cualquier partidario de la posición marxista, definida como catastrófica por los estúpidos a quienes castró el contenido revolucionario de esa misma doctrina, que el creciente estruendo de la antítesis de clase habría situado el choque de intereses económicos al nivel de un imparable ataque revolucionario desencadenado por las organizaciones del proletariado contra la ciudadela del Estado capitalista, y que éste, descubriendo sus baterías, habría entablado la lucha suprema por su supervivencia.
En determinados países y en determinadas situaciones, como por ejemplo en la Italia de 1922 y en la Alemania de 1933, la tensión de las relaciones sociales, la inestabilidad del tejido económico capitalista, la crisis – debido a acontecimientos bélicos – del mismo aparato estatal, llegaron a ser tan agudas que la clase dominante veía acercarse el momento ineluctable en que, caducos ya todos los engaños de la propaganda democrática, la solución solamente podía llegar del choque violento entre las clases antagónicas.
Se verificó entonces lo que se definió correctamente como ofensiva patronal. La clase burguesa que hasta entonces, en pleno desarrollo de su explotación económica, había simulado dormitar tras la aparente bondad y tolerancia de sus instituciones representativas y parlamentarias, alcanzaba un grado de estrategia histórica muy apreciable, una vez superados los titubeos y tomando la iniciativa pensando que mejor que defender a ultranza el Estado contra el asalto de la revolución (tendente según las enseñanzas de Marx y Lenin no a ocuparlo, sino a destruirlo totalmente), era preferible una salida desde sus bastiones y una acción ofensiva destinada a destruir las posiciones de avanzada de la organización proletaria.
Sin embargo esta situación no se vio con la suficiente antelación, pese a que la perspectiva revolucionaria la había previsto claramente, y además los comunistas marxistas nunca habían pensado en poder llevar a cabo la realización de su programa sin ese choque supremo entre las fuerzas de clase enemigas, ya que todo el análisis de la evolución más reciente del capitalismo y del aumento de sus monstruosas formaciones estatales en su gigantesco aparato señalaba claramente la inexorabilidad de este proceso.
El gran error de valoración táctica y estratégica que favoreció la victoria de la contrarrevolución fue pensar que este poderoso movimiento de transformación del capitalismo desde el terreno de la hipocresía democrática hasta el de la acción de fuerza abierta, podía ser revocable históricamente, contraponiéndole no la reivindicación del abatimiento del capitalismo, sino la estúpida y cobarde pretensión de que éste, siguiendo el camino contrario al que le habíamos fijado los marxistas, y por comodidad personal de jefes políticos histriónicos y bellacos, daría marcha atrás abandonando sus armas de clase ante la posición vacía y superada de movilizarse sin guerra, posición que constituía la principal característica del periodo precedente.
El equívoco sustancial se halla en maravillarse, en haber lloriqueado, en haber deplorado que la burguesía realizase sin máscara su dictadura totalitaria, mientras que por el contrario, nosotros sabíamos muy bien que esta dictadura siempre había existido, que siempre el aparato del Estado había tenido, en potencia o de hecho, la función específica de conseguir, conservar, defender de la revolución el poder y el privilegio de la minoría burguesa. El equívoco ha consistido en preferir una atmósfera burguesa democrática a una atmósfera fascista, en desplazar el frente de la lucha desde el postulado de la conquista proletaria del poder al de la ilusoria restauración de un modo democrático de gobernar del capitalismo que había sido sustituido por el fascismo.
El equívoco fatal ha consistido en no comprender que de cualquier modo la vigilia revolucionaria esperada durante tantos decenios habría presentado ante la vanguardia proletaria un Estado burgués preparado para defenderse con las armas, y que esta situación debía presentarse como progresiva y no regresiva respecto a la de los años de aparente paz social y de impulso limitado de las fuerzas de clase del proletariado. El mal causado al desarrollo de las energías revolucionarias y a las perspectivas para realizar una sociedad socialista no ha dependido del hecho de que la burguesía organizada de manera fascista sea más fuerte y más eficiente en la defensa de su privilegio que una burguesía organizada aún de manera democrática. La fuerza y la energía de clase es la misma en ambos casos; en la fase democrática se trata de energía potencial; en la boca del cañón permanece colocada la inocua caperuza de tela. En la fase fascista la energía se manifiesta en estado cinético, la caperuza desaparece y el cañón truena. La petición, derrotista e idiota, que hacen al capitalismo explotador y opresor, los jefes traidores del proletariado, es la de volver a colocar de nuevo la engañosa caperuza en la boca del cañón. De este modo la eficiencia del dominio y de la explotación no disminuiría, sino que se incrementaría con el engaño legalitario renovado.
Puesto que sería todavía más insensato pedir al propio enemigo que se desarme, es necesario acoger con regocijo el hecho de que, obligado por la urgencia de la situación, empuñe sus propias armas, ya que de esta manera será menos difícil hacerle frente y derrotarle.
El régimen burgués de dictadura es pues una fase ineludible
y prevista de la vida histórica del capitalismo, el cual no morirá
sin haberla ensayado. Luchar por el entendimiento entre las energías
sociales de clase opuestas, desarrollar una propaganda vana y retórica
inspirada en un estúpido horror de principio por la dictadura, es
trabajar a favor de la supervivencia del régimen capitalista, de
la prolongación del sometimiento y de la opresión sobre la
clase trabajadora.
Por lo que respecta a la masa de la clase trabajadora, continúa siendo explotada como siempre en el terreno económico, y las vanguardias que se forman en su seno para organizar el asalto al régimen presente, reciben, en cuanto toman la vía correcta antilegalitaria, el plomo que les tienen preparado los gobiernos burgueses democráticos, como ha sucedido en tantas ocasiones por parte de los republicanos en Francia en 1848 y 1871, por parte de los socialdemócratas en Alemania en 1919, etc. Pero el nuevo método planificador para dirigir la economía capitalista, que constituye, respecto al ilimitado liberalismo clásico del pasado ya superado, una forma de autolimitación del capitalismo, lleva a nivelar la plusvalía alrededor de una media. Se adoptan entonces las medidas reformistas propugnadas por los socialistas de derecha durante tantos años, y se reducen las puntas más agudas de la explotación patronal, mientras que las formas de asistencia social se desarrollan. Todo esto tiende a retardar el choque entre las clases y las contradicciones del método capitalista de producción, pero indudablemente sería imposible conseguirlo sin lograr conciliar, en una cierta medida, la represión abierta de las vanguardias revolucionarias, y una mejoría en las necesidades más perentorias de las grandes masas. Estos dos aspectos del drama histórico que vivimos son condición el uno para el otro: el viejo Churchill ha dicho con razón a los laboristas que no podrán hacer una economía estatal sin un Estado policial. A más intervención, más reglas, más controles, más esbirros. El fascismo consiste en la integración entre el hábil reformismo social y la defensa armada abierta del poder estatal. No todos sus ejemplos están a la misma altura, ya que el alemán, despiadado a la hora de eliminar a sus adversarios, trajo consigo una elevación grande del nivel de vida económica media y una administración técnicamente óptima, y llegado el momento de imponer limitaciones por la guerra, lo hizo incluso a las clases poseedoras de una manera inesperada.
Aunque en la fase totalitaria la opresión burguesa de clase aumenta la proporción de empleo cinético de la violencia respecto a la potencial, el conjunto de la presión sobre el proletariado ni aumenta ni disminuye. Precisamente por esto la crisis final de la lucha de clase sufre históricamente un retraso.
La muerte de las energías revolucionarias está en la colaboración
entre las clases. La democracia es una colaboración de clase mediante
charlas, el fascismo es colaboración de clase de hecho. Estamos
viviendo esta fase histórica en pleno. La reanudación de
la lucha entre las clases saldrá dialécticamente de una fase
ulterior, pero por ahora está establecido, que no puede salir si
las clases trabajadoras siguen la consigna del retorno al liberalismo,
en el cual no tienen nada que ganar, ni siquiera de forma relativa.
En pleno desarrollo de esta última guerra dos de los grandes han sido eliminados: Roosevelt y Churchill; en sustancia no ha cambiado nada en el proceso que estamos examinando. Dejando a un lado a Italia en la que los ejemplos de fascismo y antifascismo han tenido mucho de fantochada (el primer prototipo de cualquier innovación siempre hace reír, como sucede con los primeros automóviles expuestos en los museos comparados con los coches modernos), en Alemania la figura de Hitler representaba un factor superfluo dentro del poderoso encuadramiento nazista; el régimen soviético prescindirá de Stalin en su momento; en el caso de Japón su impresionante aparato de fuerza se basaba en castas y clases sin un jefe personal.
Sólo se puede salir de la marea de mentiras de la que se nutre la opinión pública actual dando una caza despiadada no sólo a ese fetiche que se nos presenta iluminado con la luz de una lamparilla, o sea el individuo de la calle, el hombre corriente, sino también a ese otro que aparece iluminado con la luz de los reflectores sobre un pedestal, el Jefe, el Grande.
Eso de que vivimos en la época del autogobierno de los pueblos no se lo cree nadie.
Pero tampoco estamos en manos de unos pocos hombres con poder.
Estamos
en manos de poquísimos grandes Monstruos de clase, los mayores Estados
de la Tierra, máquinas de dominio, cuyo poder pesa sobre todos y
sobre todo, y cuya acumulación de energías potenciales es
preludio, por doquier, y cuando la conservación de las instituciones
presentes así lo requiera, del despliegue cinético de inmensas
y aplastantes fuerzas, que no tendrán el más mínimo
reparo ante escrúpulos civiles morales y legales, ante esos principios
ideales con los que desde la mañana a la noche nos martillea la
infame hipocresía de las propagandas.
IV - LUCHA PROLETARIA Y VIOLENCIA
Las tres primeras partes han tratado mediante breves bosquejos, del desarrollo de las luchas de clase que nos ha presentado la historia hasta la llegada de la presente sociedad burguesa; en ellas se ha seguido la posición que desde un principio ha ofrecido el socialismo marxista, la cual continuamente es objeto de desviaciones y confusiones.
Para conseguir una presentación clara, se ha aplicado la distinción fundamental entre energía en estado potencial o virtual, o sea susceptible de entrar en acción, y energía en estado actual o cinético, o sea que ya está en movimiento y que determina sus diversos efectos, recordando su sentido en el mundo físico, y extendiendo la distinción de un modo más simple a los hechos de la vida orgánica y de la sociedad humana.
Se ha planteado por lo tanto el problema del reconocimiento de la violencia y de la fuerza coactiva en los hechos sociales, insistiendo en el criterio de que ella existe no sólo cuando se ejerce la brutal acción física sobre el organismo del hombre, con las ataduras, el golpe o la muerte, sino también en un campo bastante más amplio en el que las acciones de los individuos son coaccionadas por la simple amenaza y la sanción de los actos de fuerza. Tal coacción surge inseparablemente de las primeras formas de actividad productiva asociada y por tanto de sociedad así llamada civil y política; éste es un hecho indispensable en el desarrollo de todo el curso de la historia y de la sucesión de las instituciones y de las clases. No se trata de aplaudirla o condenarla, sino de reconocerla y valorarla a través del tiempo y en las diversas situaciones.
La segunda parte era una comparación entre la sociedad feudal y la burguesa capitalista, y estaba dedicada a demostrar la tesis (no precisamente nueva) de que este paso, fundamental en la evolución de la técnica productiva y de la economía, no vino acompañado de un menor grado de uso de la fuerza, de la violencia y del engaño social
Para Marx el tipo capitalista de economía y sociedad es el más antagonista que la historia haya presentado hasta ahora; en su formación, en su desarrollo, en su resistencia a la desaparición, determina un punto máximo antes ignorado, de explotación, de persecución, de sufrimiento humano. Se trata de un máximo en cantidad y cualidad, en potencial y en masa, en agudeza y extensión, y, para traducirlo en términos ético literarios que no son nuestros, en ferocidad y amplitud de aplicación, alcanzando a todos los pueblos y razas del planeta.
La tercera parte ha abordado la comparación entre las formas liberal-democráticas y las fascistas-totalitarias del dominio burgués, mostrando la falsedad del carácter menos opresivo y más tolerante de las primeras. Una vez que se sustituye la banal consideración acerca de la violencia abierta y sin tapujos, por el efectivo potencial de los modernos aparatos estatales, o sea por su actitud y capacidad para resistir cualquier asalto revolucionario antagonista, resulta fácil sustituir la ciega y vulgar opinión actual que se alegra de que en dos guerras mundiales hayan sido derrotadas formas de reacción y tiranía, por la constatación evidente de que el sistema capitalista ha más que duplicado su poderío, concentrado en los grandes monstruos estatales y en la construcción en curso del Leviatán mundial del dominio de clase. Constatación que no se debe pedir al examen de los histrionismos jurídicos, más vomitivos ahora que durante los derrotados regímenes del Tripartido, sino al cálculo científico de las fuerzas financieras, militares, policiales, a la medida de la acumulación y la concentración vertiginosa del capital privado o público, siempre burgués.
Respecto a 1914, 1919, 1922, 1933, 1943, el régimen capitalista de 1947 es más opresivo, cada vez más opresivo, a nivel económico y a nivel político sobre las masas que trabajan y sobre cualquier persona o cosa que se le cruce por el camino. Esto es cierto para los "grandes", tras la supresión totalitaria de los organismos estatales de Alemania y Japón. Y no menos cierto para el mismo Estado italiano, derrotado, escarnecido, vasallo, vendible y vendido en todas las direcciones, y con más fuerzas policiales que bajo Giolitti y Mussolini, y eventualmente más represivo si pasase de las manos de De Gasperi a la de los grupos de izquierda.
Una vez recordado de manera sumaria todo esto, abordaremos el
problema
de empleo de la fuerza y de la violencia en la lucha social, cuando
quien
deba empuñar estos medios de acción sea la clase revolucionaria
actual, el moderno proletariado.
La polémica se clarificó de modo clásico en el periodo comprendido entre la primera guerra mundial y la revolución rusa: Lenin, Trotski, los grupos de izquierda que confluyeron en la Internacional de Moscú plantearon de manera definitiva a nivel teórico y programático, las posiciones sobre la fuerza, la violencia, la conquista del poder, el Estado y la dictadura.
Del lado opuesto se colocaban las innumerables deformaciones del oportunismo socialdemócrata, y no creemos necesario repetir su confutación, pero es útil recordar algún punto que sirve para clarificar los conceptos que nos distinguen. Por otra parte muchas de esas posiciones derrotadas entonces y que parecía que para siempre, reaparecen bajo formas casi idénticas en la situación actual del movimiento obrero.
El revisionismo pretende mostrar como parte caduca del sistema marxista el anuncio del choque revolucionario entre la clase obrera y el poder burgués, y, falsificando y explotando los textos, un prefacio, y una carta famosos de Engels, defiende que, por una parte, dados los progresos de la técnica militar, había que excluir cualquier perspectiva de insurrección victoriosa armada, y por otra que el avance organizativo de los sindicatos obreros y de los partidos políticos parlamentarios permitía atisbar una segura y próxima llegada al poder con medios legales e incruentos.
Pretendían difundir en las filas de la clase obrera la convicción de que NO SE PODÍA abatir por la fuerza el poder de la clase capitalista, y que por otra parte SE PODÍA alcanzar el socialismo tras conquistar, con la mayoría en las instituciones representativas, los órganos ejecutivos del Estado.
Se acusó a los marxistas de izquierda de culto a la violencia, elevándola de medio a fin, invocándola casi sádicamente incluso allí donde podía evitarse, alcanzando el mismo resultado por la vía pacífica.
Pero ante la elocuencia de los acontecimientos históricos dicha polémica pronto reveló su contenido, que no era otro que una mística no tanto de la antiviolencia como de los principios apologéticos del orden burgués.
Tras el triunfo de la revolución armada en Petrogrado tanto sobre el zarismo como sobre la clase burguesa rusa, el argumento de que con las armas NO SE PODÍA conquistar el poder se transformó en el argumento de que NO SE DEBÍA, incluso pudiendo. Esto había que unirlo a la prédica idiota de un genérico humanitarismo y pacifismo social, que rechazaba el uso de la violencia para la victoria de la clase obrera, pero no renegaba de la violencia empleada por la burguesía en sus revoluciones históricas, ni siquiera en sus versiones más terroristas. Y no sólo esto, pues en todas las situaciones decisivas para el movimiento socialista, la derecha, al rechazar las propuestas de acción directa, admitía que habría compartido el recurso a la insurrección para otros objetivos. Por ejemplo los socialistas reformistas italianos en mayo de 1915 se opusieron a la propuesta de huelga general al llegar la movilización con argumentos ideológicos y políticos, además de la valoración táctica de las fuerzas en juego, pero admitieron que en el caso de una intervención en la guerra junto a Austria y Alemania llamarían al pueblo a la insurrección...
O sea que incluso los teóricos de la "utilización" de las vías legales y democráticas están dispuestos a admitir que la violencia popular es legítima y necesaria cuando desde arriba se intentan abolir las garantías constitucionales. Cómo explicar que en tal caso el progreso de los medios técnicos militares en poder del Estado no sea un obstáculo insuperable, cómo prever que en caso de una oposición pacífica de la mayoría, la clase en el poder no recurra a esos medios para conservarlo, y cómo puede el proletariado emplear victoriosamente la violencia, despreciada y condenada como medio de clase, en todas estas situaciones, no lo saben explicar los socialdemócratas, ya que deberían confesar que no son otra cosa que puros y simples defensores de la burguesía.
Un sistema como el suyo, compuesto de consignas tácticas sólo puede conciliarse con una apología de la civilización burguesa netamente antimarxista, como lo es toda la política de los partidos surgidos del deforme tronco del antifascismo.
Según esta tesis el último recurso histórico a la violencia y a las formas de la guerra civil ha sido precisamente el que ha permitido a la burguesía levantarse sobre las ruinas de los viejos regímenes feudales y despóticos. Con la conquista de las libertades políticas se abre una era de luchas civiles y pacíficas, que permitirán sin más choques cruentos todas las demás conquistas, y de esa manera la igualdad económica y social.
El movimiento histórico del moderno proletariado y el socialismo ya no se presentan, según esta miserable falsificación, como la batalla más radical de la historia, como la destrucción desde sus cimientos de todo un mundo, tanto de su aparato económico y sus ordenamientos legales y políticos, como de sus ideologías que justifican con sus mentiras todas la formas de opresión existentes hasta ahora, y que siguen infectando el aire que respiramos.
El socialismo según esto, se reduce a una necia y vacilante integración de presuntas conquistas jurídicas y constitucionales, enriquecidas e iluminadas por la forma capitalista, con una serie de vagos postulados sociales comunes al sistema burgués.
La formidable perspectiva antagonista de Marx que medía en el subsuelo social las presiones irresistibles y en aumento, que deberán hacer saltar el conjunto de las formas burguesas de producción de la misma manera que los cataclismos geológicos sacuden la corteza terrestre, es sustituida con los despreciables engaños de Roosevelt, que incluye dentro de las libertades burguesas la del temor y la necesidad, o de Pacelli (Pío XII) que, bendiciendo una y otra vez el principio eterno de la propiedad dentro de la moderna forma capitalista, finge llorar por el abismo que separa la indigencia de las multitudes de las monstruosas acumulaciones de riqueza.
En la reconstrucción leninista la definición del Estado vuelve a repetirse como la de una máquina que una clase social usa para someter a otras, y tal definición está plenamente vigente sobre todo en el moderno Estado burgués, democrático y parlamentario. Queda pues aclarado, zanjando de una vez esta polémica histórica, que la fuerza proletaria de clase no puede penetrar dentro de esta máquina y usarla para sus propios fines, sino que debe, más que conquistarla, derrotarla y hacerla pedazos.
La lucha proletaria no es una lucha interna dentro del Estado y de sus organismos, sino una lucha desde fuera del Estado y contra todas sus manifestaciones y formas.
La lucha proletaria no se plantea tomar o conquistar el Estado, como si fuera una fortaleza convertida en presidio por el ejército vencedor, sino que se propone destruirlo arrasando sus defensas y sus fortificaciones.
No obstante tras esta destrucción es necesaria una forma de Estado político, y es la nueva forma en la que se organiza el poder de clase del proletariado, por la necesidad de dirigir el uso de una violencia orgánica con la que extirpar los privilegios del capital permitiendo, la organización de las fuerzas productivas bajo nuevas formas comunistas, ni privadas ni mercantiles.
Por eso se habla exactamente de conquista del poder, entendiendo conquista no legal ni pacífica, sino violenta, armada, revolucionaria. Se habla correctamente de paso del poder de las manos de la burguesía a las del proletariado, precisamente porque en nuestra doctrina llamamos poder no sólo a la parte estática de la autoridad y las leyes anclada en las pesadas tradiciones del pasado, sino a la dinámica de la fuerza y de la violencia empujada hacia el futuro y que arrastrará los diques y los obstáculos de las instituciones. No sería por tanto exacto hablar de conquista del Estado o de paso del Estado de la gestión de una clase a otra, porque precisamente el Estado de una clase debe sucumbir, como condición de la victoria de la clase dominada. Saltarse este punto esencial del marxismo, o hacer sobre él la más mínima concesión, como la de pretender que el paso del poder pueda encuadrarse en una disputa parlamentaria aunque esté acompañada por acciones y combates en las calles y guerras entre los Estados, conduce directamente al conservadurismo extremo, ya que significa admitir que el aparato del Estado sea una forma abierta a contenidos sociales opuestos, y que esté por encima de las clases en pugna histórica, lo cual se traduce en el respeto reverencial a la legalidad y en la apología vulgar del orden constituido.
No se trata solamente de un error científico de valoración, sino de un proceso histórico degenerativo real que se ha desarrollado ante nuestros ojos, y que ha llevado a los partidos ex-comunistas cuesta abajo, y que dando la espalda a las tesis de Lenin llega a la coalición con los traidores socialdemócratas, al "gobierno obrero", al gobierno democrático en colaboración directa con la burguesía y al servicio de ésta.
Con la tesis clarísima de la destrucción del Estado, Lenin restablecía la de la formación del Estado proletario que no les gustaba a los anarquistas, los cuales, pese a tener el mérito de propugnar la primera, perseguían la ilusión de que inmediatamente después de abatir el poder burgués la sociedad podía prescindir de toda forma de poder organizado y por tanto de Estado político, o sea de un sistema de violencia social. Al no poder ser instantánea la transformación de la economía de privada a socialista, no puede ser instantánea la supresión de la clase no trabajadora y esto no se puede llevar a cabo con la eliminación física de sus miembros. Durante el nada breve tiempo en que persistan las formas económicas capitalistas, sufriendo una incesante reducción, el Estado revolucionario organizado debe funcionar, lo cual significa, como decía Lenin sin hipocresías, disponer de soldados, policías y cárceles.
Al reducirse progresivamente el ámbito de la economía organizada bajo formas privadas, se reduce igualmente el ámbito en el que es necesario aplicar la coacción política, y el Estado tiende a su progresiva desaparición.
Estos puntos recordados aquí de forma esquemática bastan para mostrar que no fue tanto la maravillosa campaña polémica que ridiculizó y trituró a los contradictores, sino sobre todo el mayor acontecimiento presentado hasta ahora por la lucha de clase, el que hizo totalmente evidentes las clásicas tesis de Marx y de Engels, del Manifiesto de los Comunistas, de las conclusiones extraídas de la derrota de la Comunne, tales como la conquista del poder político, la dictadura del proletariado, la intervención despótica en las relaciones burguesas de producción, y al final el deshinchamiento del Estado. El derecho a hablar de confirmaciones históricas paralelas al genial planteamiento teórico parece cesar cuando se llega a esta última fase, ya que no hemos asistido todavía – en Rusia o en otras partes – al proceso de deshinchamiento, de vaciamiento, de disolución (Aufl�sung en Engels) del Estado. La cuestión es importante y difícil, dado que el sano funcionamiento de la dialéctica exige que nada puede ser demostrado con palabras o escritos más o menos brillantes, ya que las conclusiones se basan solamente en los hechos.
Los Estados burgueses, bajo todos los climas meteorológicos e ideológicos, se van inflando espantosamente ante nuestros ojos, y el único Estado que una poderosa propaganda presenta como obrero no hace más que aumentar sin límite su organización y su función en el campo burocrático, judicial, policial y militar.
Por tanto no hay que sorprenderse de que un difuso escepticismo acoja la previsión de la eliminación del Estado tras la aniquilación de su parte decisiva en la lucha de clases.
La opinión vulgar parece decirnos: "Los teorizadores y realizadores de las dictaduras, aunque sean rojas podéis seguir esperando; el organismo estatal, como un tumor en el cuerpo de la sociedad, seguirá aumentando invadiendo todos los rincones hasta sofocarla". De esta valoración corriente se alimentan todas las ideologías individualistas, liberales, anarquistas, y finalmente los viejos y nuevos hibridismos deformes entre el método clasista y el liberal, que nos ofrecen socialismos basados nada menos que en la personalidad y en la plenitud de sus manifestaciones.
Es muy digno de señalarse que también los escasos grupos que en el campo comunista han reaccionado contra la degeneración oportunista de los partidos de la disuelta Internacional de Moscú, tiendan a mostrar sus dudas sobre este punto; preocupados por luchar contra la asfixiante centralización de la burocracia estalinista, se han visto obligados a poner en duda las posiciones de principio del marxismo restablecidas por Lenin y parecen creer que él – y todos los comunistas revolucionarios en el glorioso periodo 1917-1920 – se había equivocado en sentido estadólatra.
Digamos con total rotundidad que la corriente de la izquierda marxista italiana, a la que se vincula esta revista [Prometeo, año 1948], no tiene el más mínimo arrepentimiento, y rechaza cualquier revisión del principio fundamental de Marx y de Lenin según el cual la revolución, al igual que es por excelencia un proceso violento, es igualmente un hecho autoritario, totalitario y centralizador.
La condena del estalinismo no se basa en la acusación abstracta, escolástica y constitucionalista de haber abusado del burocratismo, del dirigismo y de la autoridad despótica, sino en otras valoraciones del desarrollo económico, social y político en Rusia y en el mundo, y del cual la hinchazón monstruosa de la máquina estatal no es la causa pecaminosa, sino su inevitable consecuencia.
La duda sobre aceptar y defender abiertamente la dictadura, además de remontarse a vagos y estúpidos moralismos acerca del presunto derecho del individuo o del grupo a no ser presionado o dominado por una fuerza mayor, nos conduce a la distinción – sin duda importantísima – entre el concepto de dictadura de clase contra clase y el de las relaciones de organización y de poder con las que se construye el Estado revolucionario configurándose en su interior la clase obrera victoriosa. Este es el punto de llegada del presente estudio, que pese a poner en sus términos los datos fundamentales, no pretende dar por finalizadas estas cuestiones ya que sólo la historia puede hacerlo (al igual que asumimos que está más que clara la necesidad de la violencia para la conquista del poder) mientras la tarea de la escuela teórica y de la milicia del partido es evitar que se busquen explicaciones usando, sin darse cuenta, argumentos dictados o influenciados por las ideologías enemigas y por tanto por los intereses de clase opuestos.
La dictadura es pues, el segundo y dialéctico aspecto de la fuerza revolucionaria. Ésta, en la primera fase de la conquista del poder, actúa desde abajo y hace confluir mil esfuerzos en la tentativa de hacer pedazos la forma estatal constituida desde hace tiempo. Esta misma fuerza de clase, tras el éxito de tal tentativa, seguirá actuando, en sentido opuesto, desde arriba, en el ejercicio del poder confiado a un organismo estatal reconstituido total o parcialmente, y todavía más robusto, decidido y, si es preciso, despiadado y terrorista que el derrotado.
Los gritos contra la reivindicación de la dictadura, hoy disimulada hipócritamente por los mismos representantes del régimen de hierro moscovita, y los gritos de alarma contra la presunta imposibilidad de frenar la carrera hacia la erótica del poder, y por tanto del privilegio material, por parte del personal burocrático cristalizado en una nueva clase o casta dominante, se concilia muy bien con la posición inferior y metafísica de quien trata a la sociedad y al Estado como entes abstractos, y no sabe hallar la clave de los problemas indagando en la producción y en las relaciones que se derivan de los choques entre las clases.
Es pues banal la confusión entre el concepto de dictadura invocado por nosotros marxistas y el vulgar de tiranía, despotismo y autocracia.
De esta manera se confunde la dictadura del proletariado con el poder personal y partiendo de esta estupidez lo mismo se grita contra Lenin que contra Hitler, Mussolini o Stalin.
No hay que olvidar que el análisis marxista desconoce plenamente la afirmación de que las máquinas estatales actúan solamente bajo la acción de la voluntad de estos Duces contemporáneos. No son más que piezas simbólicamente notables, movidas por fuerzas de las que no pueden escapar en el tablero de la historia.
Por otra parte, hemos señalado muchas veces que los mismos ideólogos burgueses no tienen el derecho de escandalizarse de Franco o de Tito o de los métodos enérgicos de los Estados que los presentan como jefes, ya que no rechazan la apología de la dictadura y del terror a los que ha recurrido la burguesía precisamente en la fase posterior a la conquista del poder. De esta manera ningún historiador bienpensante clasificaría al dictador de Nápoles en 1860, Giuseppe Garibaldi, como un criminal político, sino que lo exaltaría como un auténtico campeón de la humanidad.
La dictadura del proletariado no se personifica en un solo hombre, por muy grandes que sean sus características personales.
¿La dictadura del proletariado tiene por sujeto operante un partido político, el cual actúa en nombre y por cuenta de la clase obrera? A esta pregunta, hoy al igual que hace treinta años, la respuesta de nuestra corriente es incondicionalmente: sí.
Dado que es innegable que los partidos que invocan la representación de la clase proletaria han sufrido crisis profundas y repetidamente saltan en pedazos y se dividen, a nuestra respuesta afirmativa va unida la pregunta de si y con qué criterio se establece el partido que debe tener tal prerrogativa revolucionaria, y la cuestión entra de lleno en el examen del vínculo existente entre la amplia base de la clase y el organismo más restringido y mejor definido que es el partido.
Al responder a estas cuestiones no hay que perder de vista el carácter distintivo de la dictadura que, como siempre sucede en nuestro método, antes de mostrar en la experiencia histórica sus aspectos positivos, se deja definir por su aspecto negativo.
Es una dictadura todo aquel régimen en el cual la clase derrotada pese a seguir existiendo físicamente constituyendo a nivel estadístico una parte notable del aglomerado social es mantenida por la fuerza fuera del Estado. De esta manera permanece en condiciones de no poder intentar la reconquista del poder, estándole prohibidas la asociación, la propaganda y la prensa.
No es necesario definir en principio este decisivo estado de sujeción, ya que lo enseñará el mismo desarrollo de la lucha histórica. Para que la clase que combatimos se vea reducida a este estado de minoría social, y sufra esa muerte civil en espera de la muerte estadística, admitiremos por un momento que el sujeto operante pueda ser o bien toda la mayoría social vencedora (hipótesis absoluta irrealizable), o una parte de ella, o un sólido grupo de vanguardia (aunque sea estadísticamente minoritario), o incluso durante una breve crisis un solo hombre (otra hipótesis extrema, que estuvo a punto de realizarse cuando Lenin en abril de 1917, frente a todo el comité central y los viejos bolcheviques, descubre en el transcurso de los acontecimientos las nuevas líneas del partido y la revolución, plasmándolos en sus tesis, e igualmente en noviembre cuando ordena a los soldados rojos que disuelvan la asamblea constituyente).
Al no ser el método marxista ni revelación, ni profecía, ni escolástica, adquiere el conocimiento del sentido en el que actúan las fuerzas históricas estableciendo sus relaciones y sus choques. Sucesivamente, valiéndose de la investigación y de la lucha, determina los caracteres de las manifestaciones y la configuración de los medios.
La Commune de París confirmó que la fuerza proletaria debía destruir el viejo Estado y no ocuparlo, y que el medio no debía ser la legalidad, sino la insurrección.
La misma derrota en este choque de clase y la victoria de octubre en Petrogrado mostraron que es necesario organizar una nueva forma de Estado armado cuyo "secreto" es este: niega cualquier supervivencia política a los componentes de la clase derrotada y a todos sus multiformes partidos.
Arrebatado a la historia (por facilidad expositiva nos permitiremos coquetear con esta expresión) este secreto decisivo, con esto todavía no hemos aclarado ni estudiado toda la fisiología y la dinámica del nuevo organismo generado, y por desgracia aún nos queda abierto un terreno dificilísimo: el de su patología.
En primer lugar el carácter negativo determinante, o sea la exclusión del órgano estatal (y de sus estructuras representativas, ejecutivas, judiciales y burocráticas) de la clase destronada, distingue radicalmente a nuestro Estado del burgués, que pretende acoger en sus organismos a todos los estratos sociales.
La novedad no puede parecer absurda a la burguesía suprimida. Cuando ella consiguió hacer saltar el viejo Estado fundado en la nobleza y el clero, comprendió que era un error pedir su admisión como tercer miembro del ordenamiento estatal (el término francés de tercer estado puede inducir a equívoco formal con el Estado único; lo sustituiremos por orden). En la Convención y en el Terror expulsó a los "ex" del Estado y le resultó fácil cerrar históricamente la fase dictatorial en cuanto pudo destruir rápidamente los privilegios de los dos órdenes fundados más en prerrogativas jurídicas que en la organización productiva, reduciendo rápidamente al cura y al noble a la condición de simple ciudadano.
En la siguiente parte de este estudio, una vez establecido el fundamento distintivo que define la forma histórica de la dictadura del proletariado, procederemos a examinar las relaciones entre los diversos organismos e instituciones mediante los que se manifiesta: partido de clase, consejos obreros, sindicatos, consejos de empresa.
Discutiremos en otros términos como conclusión el problema
de la así llamada democracia proletaria (expresión recogida
en textos de la Tercera Internacional, pero que habría que suprimir)
que debería instituirse después de que la dictadura haya
sepultado históricamente a la democracia burguesa.
V - DEGENERACIÓN RUSA Y DICTADURA
El esquema del arduo problema de la degeneración del poder proletario tiene estos grandes rasgos. En un vasto país la clase obrera conquista el poder siguiendo la línea histórica de la insurrección armada y de la aniquilación de cualquier influencia de las clases derrotadas bajo el peso de la dictadura de clase. Pero en los demás países del mundo la clase obrera o bien no ha tenido la fuerza de iniciar el ataque revolucionario, o ha sido aplastada al intentarlo. En estos países el poder sigue en manos de la burguesía, la producción y el intercambio permanecerán dentro del marco capitalista, el cual domina todas las relaciones del mercado mundial.
En el país de la revolución la dictadura se mantiene en el plano político y militar contra cualquier tentativa de contraataque, y acaba con la guerra civil en pocos y victoriosos años, y el capitalismo extranjero no puede llevar a cabo una acción general para acabar con ella.
No obstante se verifica un proceso de degeneración interna del nuevo aparato político y administrativo, y se forma un círculo privilegiado que monopoliza los beneficios y los cargos de la jerarquía burocrática, pese a seguir proclamando la representación y la defensa de los intereses de las grandes masas trabajadoras.
En los países extranjeros el movimiento obrero revolucionario estrechamente ligado a esa misma jerarquía política, no sólo no realiza otros ataques victoriosos contra los Estados burgueses, sino que va falsificando y empleando hacia otros objetivos no revolucionarios el sentido de su propia acción.
Frente a este tremendo problema de la historia de la lucha de clase surge una pregunta seria: ¿cómo se podía o se habría podido impedir este resultado tan desastroso? Pero esta pregunta en realidad está mal planteada; según el sano método determinista se trata por el contrario de determinar los verdaderos caracteres y las leyes propias de este proceso degenerativo, para establecer cuándo y en qué podrán reconocerse las condiciones que permitan esperar o seguir un proceso revolucionario a salvo de esa reversión patológica.
No estamos rebatiendo aquí la posición de quienes niegan la existencia del hecho degenerativo y sostienen que en Rusia permanece el verdadero y pleno poder revolucionario obrero, la evolución real de las formas económicas hacia el comunismo, y una coordinación eficiente con los partidos del proletariado en el extranjero para acabar con el capitalismo mundial.
Tampoco desarrollamos aquí el estudio del aspecto económico-social del problema, que debe plantearse sobre un atento análisis del mecanismo de producción y distribución ruso, y de sus relaciones reales con las economías capitalistas del exterior.
Aquí, al término de la exposición histórica sobre el problema de la violencia y del poder, respondemos a esas objeciones críticas según las cuales la degeneración en sentido burocrático opresivo es una consecuencia directa de haber transgredido y violado los cánones y los criterios de la democracia electiva.
La objeción tiene dos aspectos, pero el menos radical es el más insidioso. El primer aspecto es el estrictamente burgués que va ligado a toda la campaña mundial de difamación de la revolución rusa, llevada a cabo desde los años de lucha armada por todos los liberales, los demócratas y los socialdemócratas de todo el mundo, aterrorizados tanto por el empleo, como por la magnífica, valerosa proclamación teórica del método de la dictadura revolucionaria.
Después de cuanto hemos recordado en estos escritos consideramos superado este aspecto de la lamentación democrática genérica; si bien la lucha contra esto es de primera importancia, precisamente hoy que la reivindicación conformista de lo que Lenin llamó la "democracia en general" – y que en los textos fundamentales del comunismo representa el opuesto dialéctico, la negación antípoda de la posición revolucionaria – es defendida chapuceramente precisamente por esos partidos que se proclaman vinculados al régimen vigente en Rusia. Este régimen, pese a hacer internamente peligrosas concesiones en el derecho formal al mecanismo democrático burgués, no sólo sigue siendo sino que cada vez es más un régimen estrictamente totalitario y policial.
No se insistirá nunca lo suficiente en la crítica de la democracia en todas las formas históricas conocidas hasta ahora; siempre ha sido un modo interno de organización de una vieja o nueva clase de opresores, una vieja o nueva técnica contingente de las relaciones internas entre elementos y grupos explotadores; y, en las revoluciones burguesas específicas, la verdadera atmósfera vital necesaria para el surgimiento del capitalismo.
Las viejas democracias basadas en los principios electivos, asambleas, parlamentos o concilios, bajo la mentirosa proclamación de querer el bien común y la universalidad de conquistas espirituales o materiales, servían de hecho para imponer y conservar la explotación a masas de fanáticos, esclavos, ilotas, pueblos sometidos al estar menos avanzados o ser menos belicosos, de toda la masa ajena al templo, al senado, a la polis, a los comicios.
En todas las teorías banales con fondo igualitario leemos la verdad objetiva del compromiso, del acuerdo y de la conjura entre los componentes de la minoría privilegiada en perjuicio de las clases inferiores. No es distinta nuestra valoración de la moderna forma democrática basada en las Cartas sagradas de las revoluciones inglesa, americana y francesa. Se trata de una técnica de las mejores condiciones políticas para que el capitalismo pueda oprimir y explotar a los trabajadores, sustituyendo la vieja red de los opresores feudales que sofocaban al mismo capitalismo, pero siempre con la finalidad de explotar, de una manera nueva y diversa, pero no menor ni atenuada.
Es pues fundamental a este respecto la interpretación de la presente
fase totalitaria de la época burguesa, en la que las formas
parlamentarias,
una vez cumplida su tarea, tienden a desaparecer, y la atmósfera
del moderno capitalismo es cada vez más antiliberal y antidemocrática.
De esta correcta valoración nace la consecuencia táctica
de que cualquier reivindicación de volver a la democracia burguesa
inicial es anticlasista y reaccionaria, e incluso "antiprogresista".
En la base de este modo tan difundido de ver las cosas se halla la opinión de que cualquier individuo, por el solo hecho de pertenecer a una clase económica, o sea de encontrarse dentro de unas determinadas relaciones comunes con otras personas a efectos de la producción, esté predispuesto a adquirir una clara "conciencia" de clase, o sea que adquiera un conjunto de opiniones y de razonamientos que reflejen los intereses, la vía histórica y el porvenir de su clase. Esta es una manera errónea de entender el determinismo marxista, porque la formación de la conciencia es un hecho ligado a las situaciones económicas de base, pero las sigue a mucha distancia en el tiempo y tiene un campo de acción enormemente más restringido que aquellas. Por ejemplo, los burgueses, comerciantes, banqueros o pequeños fabricantes, existían mucho antes y tuvieron funciones económicas fundamentales antes de que se desarrollase la conciencia histórica de la clase burguesa, pero tuvieron sicología de servidores y cómplices de los señores feudales, mientras lentamente en su seno se formaba una tendencia y una ideología revolucionaria y minorías audaces se iban organizando para intentar la conquista del poder.
Tras llegar ésta con las grandes revoluciones democráticas, si bien algunos aristócratas habían luchado por la revolución, muchos burgueses no sólo conservaron un modo de pensar sino también una línea de acción contraria a los intereses generales de su clase, y militaron y lucharon junto a los partidos contrarrevolucionarios.
De manera similar, la opinión y la conciencia del obrero se formaron ciertamente bajo la influencia de sus condiciones de trabajo y de vida material, pero también en el ambiente de toda la tradicional ideología conservadora con que el mundo capitalista le rodea.
Las influencias en este sentido, en la fase actual, son cada vez más poderosas, y no hay necesidad de recordar de qué medios dispone no sólo la planificación de la propaganda con las técnicas modernas, sino la misma intervención centralizada en la vida económica con la adopción de infinitas medidas reformistas y de economía controlada, que intentan estimular la satisfacción de intereses secundarios de los trabajadores y muchas veces realizan verdaderamente influencias concretas sobre su tratamiento.
Los viejos regímenes aristocráticos y feudales, al servirse, de cara a las masas embrutecidas e incultas, de la organización eclesiástica como planificadora de ideologías serviles, actuaron sobre todo mediante el monopolio de la escuela y de la cultura sobre la naciente burguesía, y ésta tuvo que sostener una gran lucha ideológica con complicadas alternativas, que la literatura presenta como una lucha por la libertad del pensamiento, mientras se trataba de la superestructura de un áspero conflicto entre dos fuerzas organizadas para combatirse mutuamente.
Hoy el capitalismo mundial, además de la iglesia y la escuela, dispone de otras mil formas de manipulación ideológica y de formación de la así llamada conciencia, y ha superado cualitativa y cuantitativamente a los viejos regímenes en la fabricación de los engaños no sólo en el sentido de difundir las doctrinas y las místicas más absurdas, sino también en el sentido de informar a la masa de los hombres de una manera totalmente falsificada acerca de los innumerables acontecimientos de la complicada vida moderna.
Pese a este formidable armamento de la clase enemiga nuestra, hemos defendido siempre que en el seno de la clase oprimida se formarían una ideología y una doctrina antagonistas, que irían adquiriendo progresivamente mayor claridad y difusión a medida que el mismo desarrollo económico agudizaba el conflicto de las fuerzas productivas, y paralelamente a la difusión de las ásperas luchas entre los intereses de clase; esta perspectiva no se fundaba en el argumento de que, siendo los proletarios más numerosos que los burgueses, el cúmulo de sus opiniones y concepciones individuales habría prevalecido con su peso sobre la de los adversarios.
Esa claridad y esa conciencia siempre la hemos visto realizada no en un agregado amorfo de personas aisladas, sino en organizaciones que surgen de la masa indiferenciada, en encuadramientos y alineamientos de minorías decididas que, vinculadas entre ellas en los diversos países y siguiendo la continuidad general del movimiento, asumían la función directiva de la lucha de las masas, mientras éstas en su mayoría participaban en ellas determinadas por impulsos y movimientos económicos mucho antes de haber alcanzado la misma fuerza y claridad de opiniones cristalizadas en el partido dirigente.
Por eso cualquier consulta, si ello fuese posible, de la generalidad de la masa obrera, siguiendo un estricto criterio numérico, puede ofrecer un resultado contrarrevolucionario incluso en situaciones útiles para una ofensiva y una lucha guiadas por la minoría de vanguardia. Tampoco una lucha general que se cierre con la victoriosa conquista del poder es suficiente en modo inmediato para eliminar todas las complicadas influencias tradicionales de las ideologías burguesas. Éstas no sólo sobreviven en toda la estructura social del mismo país de la victoria revolucionaria, sino que siguen actuando por encima de las fronteras con su imponente despliegue de todos los modernos medios que hemos señalado.
La enorme ventaja de destruir toda la máquina estatal y con ella todos sus medios de planificación ideológica del pasado, tales como la iglesia y la escuela e innumerables asociaciones, y de tomar el control central de todos los grandes medios de difusión de las opiniones: prensa, radio, teatro, etc, no basta si no se completa la condición económico-social de poder proceder rápidamente y con éxitos positivos en el aplastamiento de las formas burguesas de producción. Lenin sabía muy bien que la necesidad de prolongar y en un cierto sentido de vigorizar la gestión familiar de la pequeña empresa campesina, significaba un terreno abonado a las influencias de la sicología egoísta y mercantil de tipo burgués y a la propaganda derrotista del pope, en suma al juego de infinitas supersticiones contrarrevolucionarias, pero el estado de las relaciones de fuerza no dejaba otra elección, y sólo conservando con fuerza y solidez el poder armado del proletariado industrial se podía conciliar la utilización del impulso revolucionario de los aliados campesinos contra los vínculos del régimen agrario feudal, con la defensa frente a los peligros de una posible jacquerie del campesinado semienriquecido, como sucedió en la guerra civil con Denikin y Kolchak.
La falsa posición de quienes quieren aplicar la democracia aritmética en el seno de la masa trabajadora o de sus organismos, tiene por fundamento un planteamiento falso de las posiciones del determinismo marxista.
Ya hemos hablado en otro de estos escritos de la distinción entre la tesis errónea según la cual en cada época histórica se enfrentan clases con intereses opuestos y grupos con distintas teorías, y la tesis exacta según la cual en cada época el sistema doctrinal construido sobre los intereses de la clase dominante tiende a ser ventajosamente adoptado por la clase dominada. Quien es siervo de cuerpo lo es también de espíritu, y el viejo engaño burgués es precisamente querer comenzar por la liberación de los espíritus, que no conduce a nada y no le cuesta nada a los beneficiados del privilegio social, ya que por donde hay que empezar es por la liberación de los cuerpos.
Igualmente es una posición errónea, respecto al manoseado tema de la conciencia, establecer esta secuencia del determinismo: causas económicas influyentes, conciencia de clase, acción de clase. La secuencia correcta sería por el contrario la siguiente: causas económicas determinantes, acción de clase, conciencia de clase. La conciencia aparece en último lugar, y de manera general, tras la victoria decisiva. La necesidad económica unifica la presión y el esfuerzo de todos los que están oprimidos y sofocados por las formas cristalizadas de un determinado sistema productivo; ellos reaccionan, se agitan, se lanzan contra esos límites, y en el trascurso de este choque y de esta batalla van comprendiendo cada vez más las condiciones generales, las leyes y los principios, formándose una visión clara del programa de la clase combatiente.
Desde hace muchos decenios se nos acusa de querer una revolución de inconscientes.
Podríamos responder que, para que la revolución acabe con el amasijo de infamias que constituye el régimen burgués y para que se rompa en mil pedazos el formidable cinturón de sus instituciones, que oprimen y destruyen la vida de las masas productivas, no nos importa que los golpes decisivos se den incluso por parte de quienes no han comprendido todavía el objetivo final de la lucha.
Pero los marxistas de izquierda siempre hemos reivindicado clara y vigorosamente la importancia de la parte doctrinal del movimiento y también hemos denunciado la ausencia de principios y la traición a los mismos por parte de los oportunistas de derecha. Siempre hemos recordado la validez del planteamiento marxista que considera al proletariado como el heredero de la filosofía clásica moderna. Este enunciado significa que, paralelamente a la lucha de los burgueses usureros colonizadores o mercaderes, se habían dado en la historia el asalto del método crítico a las ideologías de la autoridad por derecho divino y del dogma, y una revolución en la filosofía natural en apariencia antes que en la sociedad. Esto sucedía porque entre las formas que había que derribar para que las fuerzas productivas capitalistas afianzasen su desarrollo, estaban las creencias escolásticas y teocráticas de la Edad Media. Pero al volverse conservadora tras su victoria política y social, la burguesía no tenía ningún interés en que el arma de la crítica profundizase, tal y como había hecho con las mentiras de los sistemas cosmogónicos cristianos, también en el problema igualmente candente y humano de la estructura social. Esta segunda tarea en la marcha de la conciencia teórica de la sociedad era asumida por una nueva clase, empujada por interés propio a mostrar las mentiras del sistema de la civilización burguesa, y esta nueva clase, según la visión dialéctica de Marx, era la de los "viles mecánicos", mantenidos por los prejuicios medievales fuera de la cultura, de aquellos a quienes la revolución liberal había simulado elevar a la igualdad jurídica, era la clase de los trabajadores manuales de la gran industria, incultos y casi ignorantes.
La clave de nuestro sistema está precisamente en el hecho de que la sede de dicha clarificación no la situamos en el estrecho círculo de la persona individual, y en que sabemos muy bien que en el caso general los elementos de la masa lanzada a la lucha no podrán poseer en su cerebro los elementos de la visión teórica general. Dicha condición sería puramente ilusoria y contrarrevolucionaria. Esta tarea no es propia de ejércitos o grupos de individuos superiores dispuestos a beneficiar a la humanidad, sino de un organismo, de un mecanismo que se diferencia dentro de la masa utilizando los elementos individuales como células que componen los tejidos, y elevándoles a una función que se hace posible sólo mediante este complejo de relaciones; este organismo, este sistema, este complejo de elementos cada uno de ellos con funciones propias, análogamente al organismo animal en el que se dan cita sistemas complicadísimos de tejidos, de redes, de vasos etc, es el organismo de clase, el partido, que en cierto modo determina a la clase frente a sí misma y la hace capaz de llevar adelante su propia historia.
Todo este proceso se refleja de manera muy diversa en los distintos individuos que pertenecen estadísticamente a la clase, pues, y para decirlo de un modo muy concreto, no nos sorprenderemos – en una determinada coyuntura – de encontrar al obrero revolucionario, a otro que todavía es víctima total de la influencia política conservadora e incluso enrolado en las filas enemigas, al partidario de la versiones oportunistas, etc.
Tampoco sacaríamos ninguna conclusión automática
si a través de una consulta estadística – si esto fuese realmente
posible – se nos dijese cómo se dividen numéricamente los
miembros de la clase obrera partidarios de estas posiciones erróneas.
Prácticamente, la historia del movimiento demuestra que un recurso similar no ha conducido a nada bueno, ni ha podido evitar las desastrosas victorias del oportunismo. En todos los conflictos de tendencia en los que se vieron involucrados antes de la guerra de 1914 los partidos socialistas tradicionales, contra los grupos de los marxistas radicales de izquierda, los revisionistas de derecha emplearon siempre el argumento de que ellos pretendían estar en relación con amplios estratos de la clase trabajadora mucho más de lo que podían estar los restringidos círculos dirigentes del partido político.
El oportunismo se apoyaba sobre todo en los jefes parlamentarios, los cuales se saltaban la dirección política del partido y reivindicaban autonomía para poder colaborar con los partidos burgueses alegando que ellos habían sido elegidos por los electores proletarios, muchísimo más numerosos que los obreros afiliados al partido que elegían la dirección política. Paralelamente, también los jefes de los sindicatos, desarrollando en el plano económico la misma praxis de colaboración que los parlamentarios seguían en el plano político, desafiaban a la disciplina del partido de clase sosteniendo que eran los representantes de todos los trabajadores económicamente organizados, bastante más numerosos que los que militaban en el partido. Los unos y los otros, parlamentarios posibilistas y bonzos sindicales, al aliarse con el capitalismo, culminando con su adhesión a la primera guerra imperialista, no dudaron en burlarse, en virtud de su pregonado obrerismo o laborismo, de los grupos que desarrollaban una sana política de clase en los cuadros del partido tachándolos de intelectuales e incluso, alguna vez, de no proletarios.
Que el recurso a una representación directa del trabajador puro y simple no conduzca a soluciones de izquierda y a una sana preservación de la dirección revolucionaria, lo demostró también la experiencia del sindicalismo soreliano, que en un cierto momento algunos creyeron que era la verdadera respuesta a la degeneración de los partidos socialdemócratas lanzados sobre la vía de la renuncia a la acción directa y a la violencia de clase. Los grupos marxistas que confluirían más tarde en la reconstitución leninista de la Tercera Internacional, criticaron correctamente y condenaron esta posición aparentemente extremista, acusándola de abandonar un criterio unitario de clase capaz de superar los estrechos límites de las categorías individuales y de los conflictos contingentes limitados a peticiones económicas, que, pese a emplear en la lucha métodos violentos, llevaban a renegar de la posición revolucionaria marxista según la cual toda lucha de clase es una lucha política, y el órgano indispensable de la misma es el partido.
La validez de la polémica teórica fue confirmada por el hecho de que también el sindicalismo revolucionario naufragó en la crisis de la guerra mundial uniéndose al socialpatriotismo en diversos países.
En lo que se refiere a la experiencia que sobre esta cuestión puede deducirse de la acción del partido al día siguiente de la victoria revolucionaria, los hechos que nos aportan una mayor luz son los de la revolución rusa.
Rechazamos la posición que mantiene que la ruinosa degeneración de la política revolucionaria leninista hasta la actual dirección estalinista se derive del excesivo predominio del partido y de su comité central sobre otras asociaciones de la clase obrera; rechazamos la ilusoria opinión de que todo el proceso degenerativo habría podido contenerse independientemente del modo en que hubiese surgido, ya fuese por la designación de jerarquías o por la decisión de importantes cambios en la política del régimen proletario, mediante consultas electorales a las diversas "bases". Este problema no puede abordarse sin ligarlo a la función económico-social de los diversos organismos en el proceso de destrucción de la economía tradicional y de construcción de la nueva.
Los sindicatos constituyen y han constituido indudablemente durante un largo periodo un terreno fundamental de lucha para el desarrollo de las energías revolucionarias del proletariado. Pero esto ha tenido éxito sólo cuando el partido de clase ha trabajado seriamente en ellos para poder aplicar el esfuerzo de los pequeños objetivos contingentes a la finalidad general de la clase. El sindicato de categoría, aunque evolucione a sindicato de industria, encuentra límites en su propia dinámica en cuanto pueden existir diferencias de intereses entre las diversas profesiones o agrupamientos de trabajadores. Y límites incluso mayores encuentra a su propia acción, a medida que la actitud de la sociedad y del Estado capitalista recorre las tres fases sucesivas de la prohibición de la asociación profesional y de la huelga, de la tolerancia de las asociaciones sindicales autónomas, de la conquista y de su absorción dentro del sistema burgués.
Pero dentro de un régimen de dictadura proletaria tampoco puede pensarse que el sindicato sea el organismo que represente de modo primordial y estable los intereses de los trabajadores. En esta fase social pueden sobrevivir conflictos de intereses entre profesiones de la clase trabajadora; pero el hecho fundamental es que los trabajadores no necesitan servirse del sindicato más que cuando, en determinados grupos de la producción, el poder obrero se vea obligado a tolerar temporalmente la presencia de empresarios, pero a medida que avance el desarrollo socialista desaparecerán, y el sindicato perderá contenido de su propia acción. Nuestro concepto del socialismo no es la sustitución del patrón privado por el patrón Estado, y si en una fase de transición la relación fuese ésta, en razón del supremo interés de la política revolucionaria no se podría admitir por principio que los trabajadores sindicados siempre tengan razón económicamente frente a su Estado empresario.
No proseguiremos este importante análisis ya que queda explicado por qué los comunistas de izquierda no admitimos que la masa sindicada, a través de una consulta mayoritaria, pueda ser llevada a influir en la política revolucionaria.
Si pasamos a analizar los consejos de fábrica o de empresa, recordemos que esta forma de organización económica, presentada en un primer momento como mucho más radical que la del sindicato, pierde progresivamente su presunto dinamismo revolucionario, siendo ya una acepción común a todas las corrientes políticas, incluidas las fascistas. La concepción que veía en el consejo de empresa un órgano que participaba primero en el control y después en la gestión de la producción, e incluso capaz de conquistarla totalmente, empresa por empresa, se ha mostrado como abiertamente colaboracionista, y como otra vía más del viejo sindicalismo, no menos adecuada para impedir el encuadre de las masas en la dirección de la gran lucha unitaria y central por el poder. La polémica relativa tuvo un gran reflejo en los jóvenes partidos comunistas cuando los bolcheviques rusos se vieron obligados a tomar medidas esenciales e incluso drásticas, para luchar contra la tendencia de los obreros a convertir en autónoma la gestión técnica y económica de la fábrica en la que trabajaban, cosa que no sólo impedía la realización de un verdadero plan socialista sino que amenazaba con daños gravísimos la eficiencia del aparato productivo sobre el que pretendían especular los contrarrevolucionarios. Por eso, mucho más que el sindicato, el consejo de empresa puede actuar como exponente de intereses muy restringidos y susceptibles de chocar con los intereses generales de clase.
Además el consejo de empresa no es un organismo básico y definitivo del régimen obrero. Cuando en determinados sectores de la producción y de la circulación se dé una verdadera economía comunista, es decir cuando haya quedado muy atrás la simple expulsión del patrón de la industria y de la administración de la empresa por parte del Estado, será precisamente el tipo de economía empresarial el que deba desaparecer. Una vez superado el aspecto mercantil de la producción, la instalación local no será más que otro punto técnico de la gran red general guiada racionalmente por soluciones unitarias, la empresa no tendrá más balances de entradas y salidas y por tanto ya no será empresa, y al mismo tiempo el productor ya no será un asalariado. El consejo de empresa, como el sindicato, tiene por lo tanto unos límites naturales de funcionamiento que le impiden llegar hasta el final en el verdadero terreno de la preparación de clase, la cual hace que los proletarios estén dispuestos a luchar hasta la consecución integral de sus máximos objetivos, y por tal motivo estos organismos económicos no pueden ser reivindicados si el partido que detenta el poder del Estado se ha desviado más o menos de su línea histórica fundamental.
Es el momento de hablar de los nuevos organismos descubiertos por la revolución de octubre: los consejos de obreros y campesinos y, en un primer momento, también de soldados.
Se afirma que esta red representa un nuevo tipo de constitucionalidad proletaria contrapuesto al tradicional de los poderes burgueses. La red de los consejos, partiendo desde el pueblecito más pequeño hasta alcanzar mediante sucesivos estratos horizontales el vértice de la dirección del Estado, además de tener como característica la exclusión de todo componente de las viejas clases poseedoras, formando por tanto la manifestación organizada de la dictadura proletaria, tiene la otra característica de hacer coincidir en su seno todos los poderes, representativo, ejecutivo y también, en teoría, judicial. Se trataría por lo tanto de un engranaje perfecto de democracia infraclasista, cuyo descubrimiento tiró por tierra los parlamentos tradicionales del liberalismo burgués.
Desde que el socialismo salió de su etapa utópica, cualquier marxista sabe que no es la invención de una fórmula constitucional lo que basta para distinguir los grandes tipos sociales y las grandes épocas históricas. Las estructuras constitucionales son reflejos transitorios de las relaciones de fuerza, y no derivan de principios universales de los que pueda surgir el modo inmanente de organizar el Estado.
La importancia de los consejos – los cuales en su base son efectivamente órganos de clase y no, como se cree, combinaciones de representaciones corporativas o profesionales, y por tanto no se ven afectadas por las restricciones de las asociaciones de contenido estrictamente económico – para nosotros está en el hecho de que son organismos de combate, y su interpretación no la buscamos en modelos fijos de estructura sino en la historia de su proceder real.
Tras la elección de la Asamblea Constituyente de tipo democrático, fue un periodo fundamental de la revolución el levantamiento de los consejos contra esa Asamblea formando su opositor dialéctico, y el poder bolchevique determinó la disolución de la Asamblea parlamentaria llevando a cabo la genial consigna histórica: "Todo el poder a los soviets". Pero todo esto no basta para que aceptemos la opinión según la cual, una vez constituida una representación de clase similar, dejando aparte la fluctuación en todos los sentidos de su composición representativa – de la que no podemos aquí seguir sus vicisitudes – es lícito afirmar que en cualquier momento y situación de la difícil lucha de la revolución dentro y fuera de sus fronteras, dispongamos de un medio cómodo y fácil, apto para resolver cualquier problema e incluso evitar la degeneración contrarrevolucionaria, constituido por una consulta o elección mayoritaria de los consejos.
Se nos podría objetar llegados a este punto que nosotros, al establecer la preponderancia del partido político revolucionario, que comprende sólo a una minoría de la clase, sobre todas las demás formas organizativas, podríamos pensar que el partido fuese eterno, y que deberá sobrevivir a la extinción del Estado formulada por Engels.
No es este el momento de abordar el asunto de la transformación del partido en un simple órgano futuro de investigación y de estudio social, que coincida con los grandes organismos de investigación científica de la nueva sociedad, análogamente al hecho de que en la definición marxista el Estado, al desaparecer, se transforma en una gran administración técnica cada vez más racional y cada vez menos integrada por formas coactivas.
El carácter distintivo que vemos en el partido deriva precisamente de su naturaleza orgánica: no se llega a él por una posición "constitucional" en el marco de la economía o de la sociedad; no se es automáticamente militante del partido sólo por ser proletario, o elector o ciudadano o lo que sea.
Uno se adhiere al partido, dirían los juristas, por una libre
iniciativa individual. Según los marxistas la adhesión se
produce siempre por un hecho de determinación que nace en las
relaciones
del ambiente social, pero también por un hecho que puede ligarse
de manera más general a las características más universales
del partido de clase, a su presencia en todas las partes del mundo
habitado,
a su composición por elementos de todas las categorías y
empresas en las que existan trabajadores y incluso no trabajadores por
principio, a la continuidad de su tarea mediante estadios sucesivos de
propaganda, de organización, de combate, de conquista, de construcción
de un nuevo orden. Por tanto, dentro de los órganos proletarios,
el partido político es el menos ligado a esos límites estructurales
y funcionales entre cuyas rendijas mejor se cuelan las influencias
anticlasistas,
los gérmenes que determinan la enfermedad del oportunismo. Pero
aunque ese peligro exista incluso para el partido, como hemos señalado
muchas veces, la conclusión es que nosotros no buscamos la defensa
en la subordinación del partido a otros organismos de la clase que
él representa, subordinación invocada a menudo con mala fe,
y a veces por la ingenua sugestión ejercida por el hecho del mayor
número de trabajadores que pertenecen a tales organismos.
Es por esto que nosotros no achacamos las degeneraciones que se han verificado en el partido comunista a la escasa voz de los militantes en asambleas y congresos frente a las iniciativas de la dirección.
Atropellos del centro sobre la base en sentido contrarrevolucionario se han dado en numerosos acontecimientos históricos; e incluso se han hecho con la ayuda de los medios que ofrecía la máquina estatal, llegando a los más feroces; pero todo esto, más que ser el origen, ha sido la inevitable manifestación de la descomposición del partido, de su derrota ante las influencias contrarrevolucionarias.
La posición de la izquierda comunista italiana sobre esta cuestión que podríamos llamar la "cuestión de las garantías revolucionarias" es que no puede haber garantías constitucionales o contractuales, si bien en la naturaleza del partido, a diferencia de los demás organismos estudiados, se dé la característica de ser un organismo contractual, usando el término no en el sentido de los leguleyos ni tampoco en el de J.J. Rousseau. En la base de la relación entre militante y partido hay un vínculo; de ese vínculo nosotros tenemos una concepción que, para liberarnos del antipático término de contractual, podemos definir simplemente como dialéctica. La relación es doble, constituye un doble flujo en sentidos inversos, desde el centro a la base y desde la base al centro; respondiendo a la buena funcionalidad de esta relación dialéctica la acción dirigida por el centro deberá ser contestada por las sanas reacciones de la base.
Por tanto el problema de la famosa disciplina consiste en plantear a los militantes de base un sistema de límites que sea el reflejo inteligente de los límites planteados a la acción de los jefes. De esta forma siempre hemos defendido que, ante importantes acontecimientos históricos, los jefes no deben tener la facultad de descubrir, inventar y propugnar presuntos principios nuevos, nuevas fórmulas, nuevas normas para la acción del partido. En la historia de estos golpes por sorpresa es donde se compendia la vergonzosa historia de las traiciones del oportunismo. Cuando esta crisis estalla, precisamente porque el partido no es un organismo inmediato y automático, entonces se dan las luchas internas, las divisiones en tendencias, las fracturas, que en tal caso son un proceso útil como la fiebre que libera al organismo de la enfermedad, pero que sin embargo "constitucionalmente" no podemos admitir, alentar o tolerar.
Por lo tanto para evitar que el partido caiga en las crisis del oportunismo o deba necesariamente reaccionar contra ellas con el fraccionismo no existen recetas o reglamentos. No obstante existe la experiencia de la lucha proletaria de tantos decenios que nos permite enumerar algunas condiciones, cuya búsqueda, cuya defensa, cuya realización deben ser tarea inagotable de nuestro movimiento. A modo de conclusión indicaremos las principales de ellas.
1) El partido debe defender y afirmar la máxima claridad y continuidad en la doctrina comunista tal y como se ha venido desarrollando en sus sucesivas aplicaciones en los desarrollos históricos, y no debe permitir proclamaciones de principio en contraste incluso parcial con sus bases teóricas.
2) El partido debe proclamar abiertamente en cada situación histórica el contenido integral de su programa en lo que se refiere a las actuaciones económicas, sociales y políticas, y sobre todo en lo que concierne a la cuestión del poder, de su conquista a través de la fuerza armada y de su ejercicio mediante la dictadura.
Las dictaduras que degeneran en el privilegio de un restringido círculo de burócratas y pretorianos siempre han estado precedidas de proclamaciones ideológicas enmascaradas hipócritamente bajo fórmulas de naturaleza populachera con fondo ora democrático ora nacional, y de la pretensión de tener tras de sí a la totalidad de las masas populares, mientras el partido revolucionario no duda lo más mínimo en declarar su intención de agredir al Estado y sus instituciones y de mantener a la clase derrotada bajo el peso despótico de la dictadura incluso admitiendo que sólo una minoría avanzada de la clase oprimida ha llegado a comprender estas exigencias de la lucha.
«Los comunistas – dice el Manifiesto – rechazan esconder sus objetivos». Quienes se jactan de alcanzarlos disfrazándolos hábilmente sólo son los que reniegan del comunismo.
3) El partido debe llevar a cabo un estricto rigor de organización en el sentido de que no acepta aumentar sus efectivos mediante compromisos con grupos o grupitos o peor aún mercadear para ganar adeptos a la base y hacer concesiones a presuntos jefes y dirigentes.
4) El partido debe luchar por una clara comprensión histórica del sentido antagonista de la lucha. Los comunistas reivindican la iniciativa del asalto a todo un mundo de ordenamientos y tradiciones, saben que constituyen un peligro para todos los privilegiados, y llaman a las masas a la lucha para la ofensiva y no para la defensiva contra presuntos peligros que amenazan progresos y logros conquistados en el mundo capitalista. Los comunistas no alquilan ni prestan su partido para correr en defensa de causas que no son las suyas ni de objetivos no proletarios como la libertad, la patria, la democracia y otras mentiras por el estilo.
«Los proletarios saben que no tienen nada que perder salvo sus cadenas».
5) Los comunistas renuncian a todos los expedientes tácticos que se invocaron con la pretensión de acelerar la cristalización de la adhesión de grandes masas en torno al programa revolucionario. Estos expedientes son el compromiso político, la alianza con otros partidos, el frente único, las distintas fórmulas sobre el Estado usadas como sucedáneo de la dictadura proletaria – gobierno obrero y campesino, gobierno popular, democracia progresiva.
Los comunistas reconocen históricamente una de las principales
condiciones de la disolución del movimiento proletario y del régimen
comunista soviético precisamente en el uso de esos medios tácticos,
y consideran a quienes deploran la peste oportunista del movimiento
estalinista
y al mismo tiempo proponen ese armamento táctico, como a enemigos
más peligrosos que los mismos estalinistas.
El trabajo publicado en cinco entregas con el título Fuerza violencia dictadura en la lucha de clase tenía por objeto la cuestión del empleo de la fuerza en las relaciones sociales y los caracteres de la dictadura revolucionaria según el método marxista. Su propósito no eran las cuestiones de organización de clase y de partido, pero estos temas se tocaron directamente al abordar la discusión acerca de la degeneración de la dictadura, atribuidas por muchos de manera preponderante a errores de organización interna y a la violación de una praxis democrática y electiva en el seno del partido y de los demás órganos de clase.
Al refutar esta tesis hemos omitido una importante polémica que se desarrolló en la Internacional Comunista en 1925-26 respecto a la transformación de la base organizativa de los partidos comunistas según las células o núcleos de empresa. La Izquierda italiana se quedó casi sola al oponerse abiertamente, defendiendo que la base de organización debía ser la territorial.
El argumento fue expuesto ampliamente y su punto central era el siguiente. Si la función orgánica del partido, insustituible por ningún otro órgano, es el desarrollo de las luchas económicas de categoría y locales hasta llegar a la unidad de la lucha general de la clase proletaria en el plano social y político, ningún eco de dicha tarea puede darse seriamente en una reunión en la que figuran solamente trabajadores de una misma categoría profesional y de una misma empresa. Dicho ambiente emanará solamente exigencias limitadas y profesionales, y la expresión de la directiva unitaria del partido sólo llegará desde arriba y como algo extraño; el funcionario del partido nunca se encontrará en un plano de paridad con los militantes de base, y en un cierto sentido no formará parte del partido al no pertenecer a ninguna empresa.
En el grupo territorial por el contrario figuran al mismo nivel los trabajadores de cualquier oficio o empresa, y junto a ellos los demás militantes provenientes de categorías sociales no estrictamente proletarias a quienes el partido admite abiertamente, si bien es preciso mantenerlos en mayores periodos de cuarentena antes de que entren a formar parte, si la ocasión lo requiere, de los cargos de organización.
En esa ocasión mostramos que el sistema de células, pese a pretender que ligaría de manera más estrecha al partido a las grandes masas, contenía los mismos defectos oportunistas y demagógicos del obrerismo y laborismo de derecha y contraponía los cuadros a la base, haciendo una verdadera caricatura del concepto de Lenin sobre los revolucionarios profesionales.
Las posiciones de la Izquierda acerca de la organización del
partido, al sustituir el estúpido criterio mayoritario a imitación
de la democracia burguesa por otro criterio mucho más dialéctico
que hace depender todo del sólido vínculo de militantes y
dirigentes con el mismo empeño de continuidad teórica, programática
y táctica, desechando cualquier veleidad de acercamiento demagógico
a grandes, y con mayor motivo, manipulables estratos de la clase
trabajadora,
en realidad son las únicas que mejor se concilian con una profilaxis
contra la degeneración burocrática de los cuadros del partido
y el aplastamiento de la base por su parte, que se resuelve siempre con
un retorno a desastrosas influencias de la clase enemiga.
(Publicado originariamente en italiano en la revista Prometeo, en los números 2 y 4 del año 1946, en los números 5 y 8 del años 1947, y en los números 9 y 10 del año 1948).