Partido Comunista Internacional

 
Lecciones de la contrarrevolución
España 1936


(De Le Prolétaire 1965 y de Il Programma Comunista 1966. Esta serie de artículos está ligada a la serie sobre el Frente Popular publicada por nosotros en 1965: el lector deberá remitirse a ella).


Si la “táctica” antifascista de la Internacional Comunista en la década de 1930 logró desviar al proletariado occidental de sus objetivos y de su programa revolucionario y conseguir que apoyara políticamente la segunda guerra imperialista como una pseudo-cruzada antifascista, no hubo en ninguna parte una lucha real -es decir, una lucha armada con el carácter de una guerra civil- contra el fascismo. Habiendo permanecido hasta entonces completamente verbales y parlamentarias los emprendimientos del antifascismo (los únicos episodios de lucha real ocurridos en Italia fueron de inspiración anticapitalista y comunista, no antifascista y democrática), habría estado muy mal armado para tomar el timón de la guerra contra las potencias del Eje en nombre de la supuesta comunidad de intereses entre el proletariado y la burguesía democrática, si los acontecimientos en España, en el período comprendido entre 1936 y el estallido del segundo conflicto imperialista, no hubieran llegado a conferir una apariencia de realidad en la forma de presentar la historia propia del oportunismo: no más conflicto de clases arraigado cada uno en tipos de sociedades totalmente opuestas, sino lucha “entre las fuerzas de la democracia y las del fascismo”. Habiendo recibido en España una especie de bautismo de sangre, esta tesis vacía y absurda, desmentida por toda la historia anterior -por no decir por los principios del marxismo- adquirió una fuerza e influencia monstruosas, hasta el punto de transformarse en la ideología de la nueva masacre imperialista.

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Eso bastaría porque, treinta años después, la “revolución” y la guerra española de 1936 merecen la atención de todos aquellos que quieran sacar una lección de la contrarrevolución para orientarse revolucionariamente en el triste marasmo de hoy: porque, examinándolos a sangre fría y con las ventajas del desapego histórico, es muy fácil descubrir que esta “revolución” y esta guerra demostraron todo lo contrario de lo que pretende probar el oportunismo, explotándolas sin escrúpulos.

Pero su interés no se limita a esto, pues iluminan crudamente el sentido de otra lucha que quizás aún no ha quedado del todo “inactual”: la del marxismo revolucionario (que en el momento de la victoria de Stalin sus adversarios se apresuraron a encerrar en la misma tumba de la gran revolución de octubre de 1917) contra el anarquismo, revigorizado por la derrota del proletariado. La España de 1936 era de hecho la tierra elegida por el anarquismo, que tenía entonces una oportunidad única de realizar sus “ensayos revolucionarios” pero que, en pleno ímpetu insurreccional, sufrió el fiasco más flagrante que cualquier corriente, cualquier escuela de lucha política y social tal vez haya tenido que sufrir alguna vez la dura prueba de los hechos. Así, el anarquismo, cuyas debilidades teóricas y prácticas siempre habían sido más que evidentes, pero al que la derrota del proletariado en la época de la contrarrevolución rusa permitió gritar las “fatalidades reaccionarias” supuestamente contenidas en el marxismo, hizo por su parte la prueba de la impotencia fatal realmente contenida en su apoliticismo, en su hostilidad al centralismo y en su ideología democrática y libertaria.

A diferencia de lo ocurrido en Rusia, otro país de capitalismo atrasado, toda la historia del movimiento obrero en España se caracteriza por la impotencia del proletariado para constituirse en clase independiente frente a una burguesía industrial tan débil y tan indisolublemente ligada a los terratenientes agrarios, que es difícilmente identificable detrás de sus disfraces políticos.

Esta impotencia tomó dos formas: ante todo y esencialmente la del anarquismo, que se adaptaba bien a los trabajadores de una industria que había conservado por mucho tiempo y en gran medida las características de la era manufacturera y aún más, a los mil estratos pobres de las ciudades y a los campesinos miserables de los latifundios; en segundo lugar y principalmente en las áreas de la gran industria moderna, la forma de un socialismo reformista y electoralista, todavía capaz, en tiempos de crisis, de los más extraordinarios disfraces “revolucionarios”.

Esta impotencia prolonga la de la burguesía misma, en un momento en la época en que aún podía jugar un papel revolucionario, porque el proletariado no estaba allí para amenazarla. La burguesía dejó escapar tal oportunidad por sus compromisos con el poder conservador de la Iglesia y por sus concesiones a los prejuicios populares durante la guerra de independencia contra la Francia napoleónica (1808-1814), en fin, por lo que Marx llamó su falta de audacia revolucionaria y nunca más la encontró. Es así como el capitalismo español se desarrolló dificilmente -y sobre todo como producto de importación extranjera- en la envoltura de un Estado dinástico periódicamente sacudido por los intentos revolucionarios de un liberalismo cada vez más imposible y nunca completó la revolución política de la que en otros lugares nació el estado centralizado moderno.

Si son evidentes los mil lazos que unen al socialismo reformista con el régimen capitalista -aunque sólo sea por su participación periódica en los gobiernos burgueses-, puede parecer paradójico afirmar que el alineamiento de la clase obrera española con el frente del anarquismo no le aseguraba ninguna independencia real de clase.

Los anarquistas no se limitaron al abstencionismo, oscilando entre rechazos de principio y compromisos prácticos. Por ejemplo, en 1873 participaban discretamente en los gobiernos locales o en los consejos de republicanos federalistas, propugnadores de la absurda insurrección cantonal, comprometiendo así a la Primera Internacional ante los ojos de las masas y dando al mundo, como les reprochaba Engels, «un magistral ejemplo de cómo no se debe hacer una revolución».

El hecho es que la independencia de clase no es “la autonomía”, tan reivindicada por los anarquistas: es la facultad del proletariado de actuar en todas los estadios de su lucha en función de su programa comunista, según sus propios principios y métodos, lo que supone la facultad de reconocer exactamente al enemigo de clase bajo todos los disfraces con los que pueda presentarse. Una facultad similar no podía faltar en un movimiento cuyo programa se limitaba a la utópica “supresión del Estado” por decreto, un movimiento en el cual los principios antiautoritarios, la exasperación del individualismo democrático-burgués, ocupaban el lugar de la doctrina de la conciencia de clase y de la inteligencia histórica y cuyos métodos consistieron en un insurreccionalismo local totalmente imprudente.


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Esta impotencia del proletariado español -aunque duramente explotado y profundamente revolucionario en el sentido estricto de la palabra- para constituirse en clase, es decir, en partido de la revolución y de la reorganización social, más que en fuerza electoral, dió en 1936 los frutos más monstruosos. ¿Qué significó una insurrección para aplastar el pronunciamiento de Franco, pero alejada de la forja de un poder revolucionario centralizado, sino la ilusión del proletariado español de tener como única tarea llevar a término en el siglo XX una revolución del siglo anterior y de imponer, a una sociedad capitalista arcaica y atrasada la forma típicamente burguesa y eventualmente reformista, convertida desde hace tiempo en el principal obstáculo para la revolución social?

Aunque animado por las más generosas utopías sociales, tal intento sólo podía fracasar, la «vieja reacción militar, burguesa y latifundista de siempre» reencarnada en el franquismo e impropiamente bautizada como “fascismo” -el fascismo es una forma política ultramoderna, no arcaica- venció a la heterogénea coalición de clases del campo “republicano” por la superioridad política más que militar.

No sólo eso: dentro de la coalición republicana las fuerzas abiertamente burguesas y conservadoras que se agruparon en torno al Partido Comunista se encargaron de demostrar al proletariado cómo en ellas, según las palabras de Marx, «la utopía se transforma en crimen tan pronto como intenta realizarse en los hechos».

El proletariado español no había sabido sacar de la lucha entre bolcheviques y mencheviques rusos la enseñanza universal: que en el siglo XX la revolución es proletaria y comunista o se transforma en el más breve tiempo en contrarrevolución. Cuando escapó de las seducciones del anarquismo cayó en la red de un socialismo reformista chato, de un partido que en su momento se había negado en bloque a adherir a la Internacional de Lenin. El intento, aunque débil y contradictorio, del POUM de implantar el marxismo revolucionario en España apenas había tocado a la clase proletaria, precisamente por su debilidad y sus contradicciones.

En las cuestiones esenciales el proletariado había continuado siguiendo en masa al anarquismo, que, propugnador de la fosilización de la revolución española del siglo XX en los esquemas del pasado o, si se quiere, de su desviación liberal en la política y utópica en el en el campo económico y social, fue también el primer eslabón de la contrarrevolución. El segundo eslabón era el del aliado burgués de la coalición “republicana” (reconocido y denunciado demasiado tarde y por otra parte no claramente), que esta vez tomó los rasgos no del republicanismo burgués, sino del “stalinismo”.

Sólo muy tarde -cuando el proletariado había dejado de participar como clase en el conflicto, cuando terminó por desinteresarse como clase en sus fines últimos y los pbreros sólo fueron obligados como los demás ciudadanos a combatir en el ejército republicano- un tercer eslabón se añadió para completar la cadena de la contrarrevolución: la victoria franquista.

Treinta años después todavía hay quienes reprochan a los anarquistas haber traicionado sus principios alegando el absurdo de poder llevar la revolución a su infancia. Más numerosos aún son los que lamentan que la república haya sido derrotada, como si tuviera más sentido detenerse en el segundo eslabón del proceso contrarrevolucionario. Las revoluciones como las contrarrevoluciones son como los ríos: ninguna voluntad puede impedirles seguir su curso.


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Este magro esquema no tiene nada de arbitrario, responde a la crítica marxista casi centenaria al falso extremismo libertario, a la democracia burguesa y al reformismo obrero por parte de Lenin mucho antes de la reconstitución de la Internacional revolucionaria; deriva de la inmensa experiencia histórica que va desde las grandes revoluciones clásicas de la burguesía hasta la revolución proletaria de 1917 en Rusia. Sin este esquema no es posible descifrar los enmarañados hechos de la revolución y la guerra española de 1936.

La victoria electoral del Frente Popular, tras la disolución de las Cortes, que a su vez siguió a la insurrección obrera en Asturias, su represión y la consolidación burguesa del “bienio negro”, fue la señal de una intensa agitación social tanto de carácter tanto política (liberación de presos políticos) como económica (reivindicaciones salariales) e interesante también en el campo (Extremadura, Andalucía, Castilla, Navarra).

Sin embargo a esta tensión social no corresponde una clara orientación política del proletariado. El pacto electoral para la “batalla contra la derecha” antes de las elecciones de febrero había reunido a organizaciones del todo dispares: partidos republicanos de izquierda, el partido socialista y el sindicato socialista UGT, el partido sindicalista, el partido comunista e incluso el movimiento de oposición del POUM, que prueba elocuentemente la ausencia de una delimitación de clase. El programa adoptado por esta alianza contra natura fue pura y simplemente el viejo programa republicano: reforma de las Cortes, de la municipalidad, reorganización de las finanzas, protección de la pequeña industria, desarrollo de las obras públicas y, sobre el papel, una vez más, reforma agraria. Era un programa que, abdicando de toda sombra de independencia, los partidos obreros habían aceptado tal cual, aunque cada uno de sus puntos “pareciera una burla”. Si los anarquistas se habían quedado al margen de este vergonzoso frente, habían sin embargo participado esta vez en las elecciones contra una promesa de amnistía política.

Los partidos obreros apoyan al gobierno, integrado por republicanos burgueses, sin participar en él. Sintiendo avecinarse la tormenta el Partido Socialista, que en 1931 no había temido hacer ministerialismo en el primer gobierno republicano, ahora invoca los principios y la necesidad de mantener su independencia. Mientras el demagogo Largo Caballero, ex-ministro del Estado burgués, trata de anticiparse a las maniobras de sus competidores agitando la consigna del “gobierno obrero”, e incluso de una “dictadura del proletariado”, ejercida por un partido ultra-reformista como el suyo, mientras multiplica las “aperturas” en dirección a los anarquistas e invita retóricamente a los republicanos a marcharse, el golpe militar va madurando, destinado a “restaurar el orden” perturbado por los movimientos obreros y campesinos. El 17 de julio estalla. El oportunismo socialista, corriendo a esconderse y negando sus pretensiones de ejercer la dictadura del proletariado, suplica armas al gobierno, a lo que éste se niega.

Se constituye un nuevo gobierno, mientras la insurrección del ejército trae victoria tras victoria en Andalucía -donde Córdoba y Sevilla caen gracias a la complicidad del Estado y a la tonta confianza que las organizaciones obreras depositan en el poder legal- y en el norte, en Zaragoza, Oviedo y comarcas vecinas. En cambio en Barcelona, ​​en Madrid, en los Paises Vascos, en Valencia, en Málaga la insurrección fracasa tanto por la respuesta obrera como por la indecisión. Una parte de España está en manos del ejército, otra, aparentemente, en las manos de las masas proletarias y populares armadas, porque en el choque el Estado republicano se hizo pedazos y surjen por doquier comités que agrupan “democráticamente” a los representantes de todas las organizaciones obreras y ejercen funciones tanto legislativas como ejecutivas en lugar de las autoridades legales desaparecidas o escondidas en la sombra.

«Reacción defensiva en el origen, la respuesta obrera se ha vuelto ofensiva y agresiva»: se desata un «terrorismo de masas» sobre párrocos, los patronos pequeños y grandes, los políticos burgueses, los jueces, los policías, los guardias carcelarios, los espías y los torturadores. Las organizaciones sindicales toman medidas de confiscación o de control de empresas industriales y comerciales, del transporte colectivo, de los servicios públicos, etc. En algunas zonas rurales nacen comunas libertarias que, ilusorias, abolen por su cuenta el dinero. Todo esto sale evidentemente del marco del “antifascismo político” en el cual los partidos oportunistas querrán hacer volver a entrar a la fuerza al movimiento y da fe de toda la violencia del antagonismo social, del conflicto entre el capital y el trabajo. Pero no basta para hacer una revolución proletaria moderna.

Una revolución es esencialmente una cuestión de poder y de programa, no de formas de organización. En la España de julio de 1936, en la cual tantos falsos marxistas creían y creen ver una “dualidad de poder” entre proletariado y burguesía, ningún partido, ninguna fuerza plantea realmente el problema del derrocamiento de la república burguesa encarnada por el gobierno de Giral, con el pretexto de que habría “perdido toda importancia”.

Estos falsos marxistas evidentemente tiran una analogía con la situación en Rusia de febrero a octubre de 1917 en la cual el mismo Lenin hablaba de dualidad de poder entre los soviets por un lado y el gobierno por el otro. Pero Lenin se enfrentaba a una situación fruto de décadas de lucha de clases en la cual, a diferencia de lo que estaba sucediendo en España, estaba implicado el partido bolchevique. Es absurdo imaginar que en España, donde no existía tal partido, la situación presentara, sin éste, la misma potencialidad revolucionaria, que existiera un “dualismo de poderes”, cuando no existía una “dirección revolucionaria” concebida como intervención desde el exterior. Por un lado, no existe el proceso de desarrollo del partido y, por el otro, no hay maduración del proletariado para la toma del poder: sólo hay una única lucha de clases en la cual la presencia o ausencia del partido es la medida más segura y precisa de la capacidad del proletariado para afrontar sus tareas históricas.

En España todas las iniciativas son locales: cada ciudad, cada empresa, cada pueblo actúa por cuenta propia, sin preocuparse por un plan juntos. Los enemigos declarados de la revolución social -socialistas colaboracionistas y sobre todo falsos comunistas- están esperando para plantear, a su manera, la cuestión del poder, que pase la tormenta. Recien el 4 de septiembre se constituye el “gobierno obrero” de Largo Caballero, por otra parte expresamente designado por el republicano burgués Giral, como el único capaz de “gobernar” la España en ebullición, es decir, hacerla entrar de nuevo en el orden. Pero en las incandescentes semanas del 21 de julio al 4 de septiembre los anarquistas, falsos extremistas, se niegan a plantear el problema del poder y por tanto a «llenar el vacío abierto por el derrumbe del Estado republicano».

En Cataluña, donde dominan la situación, desde julio y en el fuego de los acontecimientos, su supuesto apoliticismo se revela una vez más como oportunismo dispuesto para todas las colaboraciones. Y se jactan de ello: «Podríamos haber estado solos, imponer nuestra voluntad absoluta, proclamar caducada la Generalidad de Cataluña e imponer en su lugar el verdadero poder del pueblo [sic]; pero no creíamos en la dictadura cuando se ejercía contra nosotros y no la queríamos cuando podíamos ejercerla a nuestro favor a expensas de otros. La Generalidad se mantendría en su puesto dirigida por el presidente Companys y las fuerzas populares se habrían organizado en milicias para continuar la lucha por la liberación de España».

Así nació el comité central de las milicias antifascistas de Cataluña, en el cual los anarquistas se jactaban de haber hecho entrar a «todos los sectores políticos, liberales y obreros» y en el que muchos pseudomarxistas querían ver un “poder proletario”, ¡como si un verdadero poder proletario no hubiera subordinado la lucha militar contra la ofensiva franquista a la búsqueda de la revolución social y como si hubiera podido tolerar en su seno a los “liberales”!

Nacía así, algunas semanas después, el nuevo gobierno central, el cual sólo un mes y medio después de su constitución los anarquistas no sólo aceptarán sino que pedirán participar, haciendo basura a todos sus pretendidos principios, revelando el oportunismo que se disimulaba detrás de sus poses libertarias e insurreccionales: «La entrada de la CNT en el gobierno central es uno de los hechos más importantes que ha registrado la historia de nuestro país. La CNT siempre ha sido, por principio y convicción, antiestatista y enemiga de cualquier forma de gobierno (...) Pero las circunstancias han cambiado la naturaleza del gobierno y del Estado español. El gobierno ha dejado de ser una fuerza de opresión contra la clase obrera, así como el Estado ya no es el organismo que divide a la sociedad en clases [¡sic!]. Ambos dejarán con mayor razón de oprimir al pueblo con la intervención de la CNT en sus órganos”.

Así terminaba la primera fase de la contrarrevolución, la decisiva. Las otras dos seguirán con una lógica implacable. El curso de los acontecimientos mostrará lo que históricamente han demostrado la “revolución” y la guerra española: no la realidad de un conflicto entre democracia y fascismo, sino el papel contrarrevolucionario y antiproletario del antifascismo, bandera sangrienta de la segunda guerra imperialista mundial; y, en particular, la naturaleza profundamente oportunista del anarquismo.


Impulso proletario y traición oportunista

Es un hecho que, a pesar de su falta de unidad, su particularismo provincial y su extrema confusión respecto al problema de las condiciones políticas y las vías de su emancipación, la respuesta obrera al golpe de Estado franquista del 17 de julio de 1936 salió en parte del marco puramente político y por tanto burgués, de la “defensa de la democracia”.

Del mismo modo que la victoria del Frente Popular, es decir, de los partidos republicanos burgueses y de los partidos obreros oportunistas, había dado la señal para la agitación social en las ciudades y en el campo, donde ingenuamente se creía en las intenciones sociales de la nueva República (¿no habrían cometido los obreros franceses el mismo error después de la revolución de febrero de 1848?), el pronunciamiento fue la señal de una explosión social que no sólo puso en la mira a los cuerpos constituidos más odiados -el poder judicial, la policía y el clero-, sino que también atentó en gran medida contra el sacrosanto derecho de propiedad, fundamento del orden burgués.

Por anárquicas e ingenuas que fueran, la confiscación de tierras y empresas industriales y comerciales, su entrega a organizaciones sindicales, la gestión directa y su control por las organizaciones obreras no pueden pasar por puras y simples medidas “políticas” contra “los enemigos de la democracia”, contrariamente a lo que pretendían entonces los socialistas reformistas y los estalinistas. Por otra parte, no dudaron en denunciar “lo absurdo” de tales intentos (que habrían convertido a la clase obrera española en “cómplice de Franco”), ni en deplorar el “riesgo” de provocar la “ruptura de la unión sagrada” entre obreros, campesinos y pequeñoburgueses democráticos. Precisamente esta interpretación “antifascista” y esta hostilidad atestiguan de la mejor manera que no sólo la iniciativa proletaria no era para nada bienvenida a la democracia política, sino que se necesitaba a toda costa reinsertarla en el marco burgués de una lucha respetable, no revolucionaria, contra el fascismo y la revuelta “anti-constitucional” del ejército. Aunque confusas e incoherentes, las tendencias sociales de la respuesta obrera, eran sin embargo lo suficientemente claras como para atraer relámpagos contra ésta, no sólo de los republicanos burgueses y de la izquierda socialista de Caballero (demasiado hábil, además, para no disimular su hostilidad por mucho tiempo), sino también del esquelético partido comunista español de obediencia estalinista y de los mismos dirigentes anarquistas.

Desde un principio el PCE formuló el programa que explicaba su ulterior fortuna entre la pequeña burguesía española aterrorizada por los “excesos” revolucionarios de las primeras semanas: «Hoy no podemos hablar de revolución proletaria en España porque las condiciones históricas no lo permiten. Queremos defender a la pequeña y mediana industria que sufre no menos que el obrero [¡sic!]. Sólo queremos luchar por una república democrática con un contenido social ampliado [¡sic!]. La cuestión no puede ser hoy ni de dictadura del proletariado ni de socialismo, sino sólo de lucha de la democracia contra el fascismo» (Declaración oficial del 8 de agosto de 1936 del estalinista español Jesús Hernández y del secretario general del PCE José Diaz). ¡El malentendido no es posible!

En cuanto a los líderes anarquistas, son aún más elocuentes en su laconicidad: «Hoy no hay comunismo libertario: ¡está la fracción que hay que aplastar!».

El éxito de esta especulación, querida por el oportunismo -sobre la “inmadurez de las condiciones históricas” o sobre las “apremiantes necesidades del momento”- estaba tanto más asegurado en tanto que de la “revolución” obrera española, que no respondía a ningún programa coherente de transformación social, resultó una enorme desorganización económica. Las empresas “colectivizadas” se habían convertido de hecho en propiedad de su personal que, aprovechando la situación para introducir algunas medidas favorables a los asalariados, tuvo que someterse a todas las condiciones de la competencia burguesa, a la precariedad de la economía mercantil, sin siquiera llegar a la “igualdad” tan invocada por los libertarios porque cada empresa había heredado reservas y existencias en almacén muy diferentes a las demás. En ausencia de un plan general de colectivización libertaria, basada en el esquema malatestiano de “destrucción de la propiedad burguesa” tuvo por efecto las mismas desigualdades y absurdos que sus partidarios habían condenado en el capitalismo.

Haciéndose eco, más de medio siglo después y a su pesar, de la crítica marxista al “socialismo corporativo”, un anarquista español hacía así el balance de esta iniciativa de la revolución libertaria: «Hemos visto en la propiedad privada de las herramientas de trabajo y en el aparato capitalista de distribución la causa principal de la injusticia y de la miseria. Queríamos la socialización de la riqueza para que ni un solo individuo pudiera quedar excluido del banquete de la vida. Hemos sustituido al antiguo propietario por media docena de otros, que consideran el taller, el medio de transporte controlado por ellos, como de su propiedad, con el inconveniente de que no siempre saben organizar otra administración y llevar a cabo una mejor gestión que la antigua».

Sólo los filisteos pueden rechazar la revolución a causa de sus “desordenes”, como si fuera posible echar por tierra los cimientos de la sociedad burguesa sin que resulte, al menos momentáneamente, en una disminución de la sacrosanta “productividad”. Los gritos de odio lanzados por los estalinistas españoles contra las caóticas iniciativas de las primeras semanas de la insurrección no iban dirigidos, por tanto, contra las fantasías libertarias, sino contra la misma revolución. En otros términos, como lo demostrará la continuación de los hechos, estos gritos no expresaban en absoluto la indignación de los revolucionarios serios ante la enésima demostración anarquista de “cómo no se debe hacer una revolución”, sino la necesidad de orden de todos los paladines de la conservación social.

Esto no quiere decir que las concepciones inconsistentes del anarquismo acerca de las vías para la abolición del capitalismo fueran suficientes por sí solas para asestar el más terrible de los golpes a la causa proletaria. Reduciendo todo el problema a una transferencia de propiedad del patrón al comité de fábrica o de empresa, o al sindicato, cuando en realidad se trataba de transformar el marco mismo de la actividad productiva (la empresa que lucha sólo por sí misma) para llegar a una gestión verdaderamente coordinada y social, los libertarios sólo consiguieron sustituir el capitalismo ordinario por lo que entonces se llamó -con un término muy correcto y sólo aparentemente paradójico- “capitalismo sindical”, cuyos resultados prácticos no fueron tales que dieran a la clase obrera la fuerza necesaria para resistir a la campaña contrarrevolucionaria campaña de las corrientes demócratas...

En realidad, es imposible separar los errores prácticos de los libertarios en el campo de la transformación social de su profundo oportunismo político. Ya hemos visto cómo se jactaban de rechazar el poder en nombre de la “libertad”, negativa que equivalía a su abandono en favor de los enemigos de la revolución y que finalmente, en el momento oportuno, la utilizaron contra ellos. Si, como movimiento, el anarquismo internacional no ha sacado ninguna lección de las fatales consecuencias de esta negativa, la burguesía, por boca del republicano español Azaña, ha dado pruebas de mayor perspicacia: «Como contragolpe a la revuelta militar se produjo un levantamiento proletario que no fue contra el gobierno... Una revolución debe apoderarse del comando, instalarse en el gobierno, dirigir el país según sus puntos de vista. Ahora, no lo hicieron. La orden antigua podría haber sido sustituida por otra, revolucionaria. No lo fue. No había más que impotencia y desorden».

Todo el desarrollo posterior estuvo condicionado por esta impotencia: el primer sepulturero de la causa de la revolución proletaria en España fue el falso "comunismo libertario".


Se desarrolla el drama

No tendría ningún sentido, a treinta años de distancia, preguntarse qué hubiera sucedido si el proletariado hubiera tenido la fuerza para tomar el poder en las semanas de intensa agitación social en las cuales el Estado burgués parecía desaparecer y con más razón especular sobre sus probabilidades de victoria. El propósito de la crítica marxista no es proporcionar “recetas infalibles”, que, ya imposibles en plena lucha, se vuelven simplemente ridículas posteriormente. Si falta la política adecuada es porque, por poderosas razones históricas, faltan los hombres capaces de concebirla y de aplicarla. Y ni siquiera hombres de este tipo están seguros de vencer. La crítica marxista unicamente pretende mostrar, detrás de las apariencias, a menudo confusas, de la lucha de los partidos, los verdaderos intereses de clase en juego. Compara las perspectivas de los actores del drama con los resultados históricos de su lucha, no para la estéril satisfacción de triunfar a posteriori sobre su ceguera o ignorancia, sino, una vez fijados con clavos los traidores a sus responsabilidades, para que el proletariado no vuelva a cometer los mismos errores ni a creer en las mismas mentiras.

Si, por comodidad de demostración, se toma al pie de la letra la insurrección española de 1936 y se la considera como una revolución, se deberá constatar también que el error fatal de esta revolución fue un antiquísimo error libertario: el de creer que de la noche a la mañana la sociedad pueda prescindir de cualquier poder central y que se pueda transformar la economía y la sociedad sin revolución política.

Esto explica el extraño comportamiento de la revolución española que “purga” las ciudades y el campo de sus elementos burgueses, patrulla las calles con las armas, charla abundundantemente y hasta actúa sin temor a recurrir a la violencia, pero que no se preocupa en absoluto de la supervivencia de un gobierno legal. Este, momentáneamente escondido en el fondo de las oficinas ministeriales de Madrid, sin embargo, dispone de toda la reserva de oro y, por otra parte, es la única autoridad reconocida por las potencias extranjeras, dispone de otras fuerzas no desdeñables como la flota y la aprovecha para ordenarles que abandonen el puerto de Tánger, donde está impidiendo el envío de refuerzos marroquíes a Franco y porque su presencia en esas aguas no es bien recibida por los colonialistas ingleses y franceses!

Los hechos confirmarán la crítica marxista, igualmente antiquísima, a un error similar. No pasaron dos meses y la necesidad objetiva de un poder central, cualquiera que fuese, se impuso a esta revolución no por la fuerza de las armas sino por la de la evidencia. Esto explica por qué, a pesar de su oposición de principio a “cualquier tipo de gobierno”, aceptó la constitución de un nuevo gobierno el 4 de septiembre de 1936. Un error singular, si se considera que el programa de la revolución no era su continuación sino la unión de las fuerzas que lucharon por la legalidad republicana, lo que no dejaba dudas sobre la suerte reservada a los innumerables comités y consejos regionales y locales, milicias de combate e investigación, o tribunales revolucionarios, en los que estaba plenamente comprometida y en los cuales se reconocía.

Error aún más singular si tenemos en cuenta que, en su origen, la restauración del poder central no estaba prevista en absoluto como una simple “ampliación” del gobierno burgués de Giral, sumando los socialistas, comunistas y representantes de la UGT a los republicanos, sino como una especie de golpe de Estado al cual el hábil Largo Caballero de la UGT había convidado a los representantes de los sindicatos anarquistas de la CNT y que habría debido consistir en la eliminación política de los republicanos.

La CGT había salvado los principios negándose a entrar en el gobierno y declarando que «las masas se sentirían frustradas si continuáramos cohabitando en instituciones de tipo burgués». Y ciertamente no fue difícil desorientar a la Revolución en materia política, porque nunca había tenido un mínimo de ideas claras al respecto, ni estaba en absoluto segura de su fuerza militar.

Hecho significativo, la revolución empujó su bonhomía hasta el punto de admitir que aquel golpe de Estado habría constituido un grave error por cuanto no era del agrado del embajador de la URSS; porque sin la “legalidad republicana” el presidente Azaña habría cumplido su terrible amenaza de dimisión y en ese caso ya no habría podido contar con la ayuda de las democracias extranjeras contra Franco. En conclusión, prácticamente colocado frente al dilema: o sacrificarse o ver desvanecerse toda esperanza del envío de parte de los rusos de las armas prometidas y por parte de los occidentales de aquellas que nunca prometieron, la Revolución dijo: ya veremos.

¡Bueno sí, lo vieron! Después de Madrid le tocó el turno a Barcelona: «Companys, que había reconocido el derecho de los obreros a gobernar (entre el 19 de julio y el 4 de septiembre), e incluso se había ofrecido a dejar su puesto, maniobró con tanta destreza que consiguió poco a poco reconstituir los órganos legítimos del poder para reducir los organismos obreros a simples auxiliares del poder ejecutivo... La situación normal fue restablecida». Esto sucedió a más tardar el 26 de septiembre. Pero la clara visión de las cosas expresada en estas palabras no era la de la revolución sino la de un burgués, republicano catalán.


El desastre

En realidad desde septiembre y octubre la revolución no ha sido más que la sombra de sí misma. Es testigo sin pestañear de los acontecimientos aparentemente más extraordinarios de Cataluña. Se escucha de boca de los propios jefes anarquistas: «No es posible, por su propio bien, por el futuro de la clase obrera, que continúe la dualidad de los poderes». Se oye explicar a los mismos pseudomarxistas intransigentes del POUM: «Vivimos en una etapa de transición en la cual la fuerza de los hechos nos obliga a colaborar directamente con las demás fracciones obreras -añadimos: y con los burgueses- en el gobierno de Cataluña». Prometen días mejores por venir: «De la formación de los soviets de obreros, campesinos y soldados saldrá un nuevo poder proletario». La revolución no tiene ninguna intención de fundar soviets de este tipo: ¿Por otro lado, cómo hacerlo? y ¿con qué propósito en el momento que todos le explican que el gran problema es ganar la guerra contra Franco y que «sólo hay un dilema: ceder o agravar las condiciones de la lucha»? La Revolución, por tanto, queda en suspenso...

Víctima de su ausencia de ideas políticas y, por tanto, de su tendencia a hacer de sus ideas no sólo ajenas a su naturaleza (naturaleza que, en verdad, ignoraba) sino destinadas a serle fatales, la Revolución española sufrió los peores golpes sin darse cuenta de que no solo los comunistas, no solo los demagogos socialistas de izquierda, sino también los anarquistas, estaban atacando su propia vida. El 10 de octubre de 1936 acepta disolver el Comité Central de las Milicias de Cataluña, en el que había depositado grandes esperanzas. El 9 de octubre dejó que el gobierno disolviera todos los comités populares por decreto, los últimos apoyos de su lánguida existencia.

La situación militar, que va agravándose, contribuye poderosamente a arrebatar lo poco que le queda de voluntad de vivir: entre los patéticos llamamientos del gobierno que se proclama democrático y las feroces amenazas de la rebelión militar que cierra el cerco entorno a Madrid, pierde por completo la cabeza. Se indigna cuando a fines de octubre ingresan figuras anarquistas al gobierno central luego de discusiones típicamente parlamentarias sobre el número de carteras a obtener. En un silencio sepulcral escucha la explicación de este sorprendente revivir: «La burguesía internacional se negó a suministrarnos armas. Teníamos que dar la impresión de que nuestros amos no eran los Comités Revolucionarios, sino el gobierno legal: de lo contrario, no habríamos tenido nada del todo. Tuvimos que ceder a las circunstancias inexorables del momento, es decir, aceptar la colaboración gobernativa».

¡Así que sólo se trataba de dar “falsas impresiones” a la burguesía internacional y de hacerle el truco de inducirla a armar a la Revolución con sus propias manos! La revolución española es increíble. O más bien, había perdido toda confianza en sí misma. Ahora acepta todo del gobierno antifascista: la liquidación completa de todo en lo que había creído, las armas y, peor aún, la legalización de lo que creía fueron sus conquistas. Así como nunca había sido capaz de comprender bien la naturaleza revolucionaria de sus objetivos, tampoco comprendió la naturaleza contrarrevolucionaria del poder democrático.

Por eso tolera no sólo que el poder legal haga una bandera de su cuerpo, ya completamente desangrado, durante la terrible batalla de Madrid en noviembre, sino también que cubra ese cuerpo con ridículos atavíos, con el pretexto de asemejarlo a la gloriosa revolución soviética. Gracias a esta innoble puesta en escena, el poder judicial recuperará sus dos únicas victorias sobre los franquistas: Madrid y Guadalajara.

A pesar de las promesas la Revolución no obtendrá ninguna ventaja seria. Por el contrario, la miseria y los sacrificios, la escandalosa ostentación del lujo burgués, los escándalos políticos, el abierto cinismo contrarrevolucionario de la mayoría del gobierno lo empujarán, es cierto, a un último sobresalto en mayo de 1937, en Barcelona encontrará la fuerza para levantar barricadas y, detrás de ellas, resistir durante tres días.

El poder legal enviará entonces buques de guerra al puerto para aterrorizarla y líderes anarquistas (Frederica Montsenys y García Oliver, “anarquistas de Estado”) para desorientarla. Y sacará del frente una columna motorizada de 5.000 guardias de asalto para arrojársela en su contra y restablecer el orden en Barcelona. No al grito de “¡Abajo la revolución!” sino “¡Viva la FAI!”.

Después de eso, todo lo que sucede ya no le concierne. La “izquierda” socialista de Largo Caballero, expulsada por el gobierno “democrático”, los anarquistas y los del POUM perseguidos y asesinados, ya no es la revolución la que es golpeada, porque ya está muerta. Su muerte priva de todo fundamento a quienes tenían la tarea de confundir sus ya imprecisas ideas.

La revolución había sido asesinada con el pretexto de que sólo con esa condición Franco sería vencido, sería posible obtener armas de Inglaterra y Francia y seguir recibiéndolas de Rusia. O más bien, en esta loca esperanza se suicidó. Ahora también este sacrificio resultaba en vano. Ni el imperialismo inglés ni el francés habían enviado jamás armas a la República española, por muy adornada de respetabilidad burguesa que hubiera querido estar.

En julio de 1938 fue el turno de la URSS de abandonar el juego. El 29 de marzo de 1939, cinco meses antes del estallido de la guerra mundial, al término de una semana de confusas y vergonzosas luchas entre cínicos partidarios de la resistencia hasta el final y «imbéciles partidarios de una paz honorable basada en la Justicia y la fraternidad», después de dos mil muertos que se suman a los millones de años anteriores, los últimos líderes democráticos españoles embarcan o cruzan clandestinamente la frontera. Desechado por obra de los demócratas y de los falsos jefes obreros el único adversario que podía temer -la revolución proletaria- Franco venció.


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Sin embargo, treinta años después, y veinte después del final de la masacre de 1939-45, de la que estos trágicos acontecimientos fueron el preludio y para la cual prepararon al proletariado europeo de la manera más favorable al Capital, todavía hay quienes juzgan que esta Revolución española -a la que vimos tan frágil, tan desvalida y, cuanto menos, tan lamentable- había «superado históricamente el nivel de la revolución bolchevique, la revolución que supo dirigir sin vacilar todos sus golpes contra el peor enemigo del proletariado revolucionario, la democracia burguesa, e instaurar la dictadura del proletariado!

¡Eternas mentiras de la contrarrevolución! ¡Y la estupidez no menos eterna que el oportunismo!