Partido Comunista Internacional

 
QUE FUE EN REALIDAD EL FRENTE POPULAR



(De “Le Prolétaire”, números 13, 14, 16 y 18 - septiembre, octubre, diciembre de 1964 y febrero de 1965)

 


El programa proletario: REVOLUCION Y NO DEMOCRACIA

Hace mucho tiempo que el partido que se dice “partido de la clase obrera” y además pretende ser “comunista” no tiene nada del programa proletario. Cuánto mucho dispone todavía de un mito. Pero es un mito tenaz, con raíces tanto más profundas cuanto que en él se encarna el triunfo del capitalismo en el siglo XX, después de la tremenda sacudida que fue, para toda la sociedad burguesa, la gloriosa revolución rusa de octubre de 1917. Bajo las variadas y sucesivas fórmulas de “democracia renovada” y “democracia verdadera”, este mito, del que vive el Partido Comunista Francés, es el del Frente Popular de 1936. Su idea central es de un simplismo espantoso: la historia no es más historia de la lucha de clases; sino historia del progreso de la voluntad popular burlada continuamente pero renaciente siempre, y cuya primera expresión remontaría a las grandes jornadas de junio de 1936. Detenida un momento por intermedio de estos bribones de la historia que responden a los nombres de Hitler y Mussolini, esta “voluntad popular” reemprendió su marcha triunfal con la victoria militar de los Aliados en la segunda guerra mundial. Pero de nuevo otro “accidente” se cruzó en el camino de su progreso ulterior: el Gaullismo y el “poder personal”. Para no quedar detenidos, dicen los dirigentes del P.C.F., basta reemprender el mismo camino y, todos unidos – de los “comunistas” a los socialistas, de los obreros a los patronos, de los ateos a los cristianos (con tal que todos sean buenos franceses) – descubrir una buena fórmula constitucional capaz de realizar por fin y de veras la sagrada voluntad del pueblo.

La verdadera explicación de la situación actual de la clase obrera y de la sociedad en la que ella vive es totalmente diferente. Quiérase o no, la historia moderna está dominada por las vicisitudes de la lucha de clase del proletariado. La sociedad “progresa” cuando el proletariado lucha para tomar su dirección. En caso contrario se estanca. Conoce fases ascendentes: fases de revolución. Conoce fases de reflujo: fases de contrarrevolución. Hoy, a pesar del oropel de una “prosperidad”, vivimos todavía bajo la influencia de una contrarrevolución. El proletariado, como clase que produce y trabaja, el proletariado como única clase capaz de abolir la explotación de la fuerza de trabajo, ese proletariado ha sido derrotado. Para saber por qué, es necesario retroceder cincuenta años atrás; pero para constatar los resultados, basta mirar alrededor. Los obreros trabajan 60 horas por semana por un salario real inferior al de preguerra. No hay más luchas obreras reales. Los sindicatos las traicionan aún antes de que nazcan. El partido que pretende reivindicar el comunismo se empeña en defender la Constitución burguesa. La gloriosa clase obrera de antaño se ha vuelto una masa inerte e indiferente que, al lado de todas las categorías sociales parásitas, se desinteresa de las cuestiones políticas de clase o sigue dócilmente al “gran jefe” del momento. En una palabra, no solamente el proletariado no cuenta más como fuerza política, sino que toda la sociedad se ha vuelto, sin advertirlo, fascista, hasta en el subconsciente de cada uno de sus miembros.

En realidad, éstos no son los frutos de una inexplicable aberración colectiva, sino la consecuencia lógica de los acontecimientos de 1936, que no fueron – como generalmente se cree – los signos del comienzo de una fase de gran auge democrático, sino al contrario, el fin de un período revolucionario del cual el proletariado ha salido derrotado. La situación material de los obreros y la psicología engendrada por ella no son más que los resultados de esta derrota. La conciencia de clase no es el motor de las luchas sociales solo puede ser su producto (y en ciertas condiciones, la principal de las cuales es la existencia del partido de clase). En las fases revolucionarias los obreros tienden a actuar sobre su propio terreno, con sus métodos específicos de lucha, re‑asimilando con fulminante rapidez los principios fundamentales que el marxismo formuló definitivamente, hace un siglo, en su primera aparición en la escena histórica. Por el contrario, en las fases contrarrevolucionarias, los obreros se dejan inmovilizar por los oportunistas en el único terreno de acción de la burguesía, el de las comedias electorales y las farsas parlamentarias, de las que salen asqueados, divididos, desalentados, incapaces de luchar seriamente, incluso por simples aumentos de salario. El asalariado vota, pero ya no sabe más organizarse para reivindicar. Las huelgas se ahogan en los compromisos: el arbitraje reemplaza la huelga. Al término de este proceso, los proletarios terminan por no creer más en poder salir de este ciclo infernal.

Allí es donde nos encontramos hoy. No se puede comprender nada de los acontecimientos políticos actuales si se ignora esta premisa fundamental: la derrota sufrida hace cuarenta años por el proletariado internacional. No se puede hacer el mínimo gesto o formular un solo pensamiento útil a la causa obrera, si no nos inspiramos de los acontecimientos que pusieron fin al período histórico en el cual la revolución proletaria era inminente y en el que el estado de ánimo de los proletarios de todo el mundo reflejaba esa esperanza. La expresión de las auténticas posiciones políticas del proletariado no hay que buscarla pues en las consignas engañosas, desilusionadas o derrotistas de hoy, sino en las posiciones claramente formuladas en el último gran período revolucionario de la historia; el de la revolución rusa de octubre de 1917, el de la formación de la III Internacional en 1919. Para ser breves, estas posiciones se pueden agrupar en torno a tres cuestiones esenciales: la cuestión de la naturaleza del Estado, la del análisis de las guerras imperialistas y de la crisis latente del capitalismo moderno y finalmente la del partido, o sea la cuestión de la organización política del proletariado.

El Estado no es, como pretenden los burgueses, y como a su vez los oportunistas lo habían hecho creer, la expresión de la “voluntad general”, “libremente” expresada por medio del sufragio universal. Es un instrumento de coerción y de opresión (Lenin: “un garrote, nada más”) en manos de la clase económicamente dominante. El proletariado, clase dominada, no puede por consiguiente, pretender conquistar el Estado por vía legal, electoral, pacífica, para mejorar su condición. Le hace falta, para emanciparse, destruir este Estado por la violencia y erigir en su lugar su propia dictadura, ejercida por los consejos de obreros armados (en ruso: soviets). En consecuencia, en el programa del proletariado, nada de elecciones, nada de maniobras parlamentarias, sino la preparación de la lucha por el poder, la insurrección armada, la dictadura del proletariado.

La guerra moderna no es, como dicen los burgueses y a su lado los oportunistas, la defensa de los grandes valores morales de la civilización, el sagrado sacrificio por la integridad del suelo de la patria. En la fase imperialista, en la cual el crecimiento monstruoso del capital impone a las grandes potencias mundiales dominar a los países más débiles, sea con la fuerza militar o con la exportación de capitales, las guerras entre estas potencias son guerras de rapiña para la partición o repartición del mundo, guerras para la dominación de los mercados, por el saqueo de las materias primas, por la explotación de masas de fuerza de trabajo (Lenin: “guerras entre propietarios de esclavos disputándose nuevos esclavos”). Estas guerras no deben ser aceptadas por el proletariado, sino combatidas con todas sus fuerzas y, si estallan, ser transformadas “de guerras imperialistas en guerras civiles revolucionarias” por la victoria del comunismo internacional, el único que, por si mismo, pondrá fin a los conflictos entre los Estados. Por consiguiente, nada de patriotismo en las filas obreras, ninguna concesión a la “defensa nacional”, no más pacifismo de ovejas, sino preparación del asalto revolucionario al poder burgués en tiempo de paz como en tiempo de guerra.

El partido del proletariado, su arma esencial, su única conciencia, su insustituible instrumento de emancipación, no es “un partido como los otros”, que se inclinan frente a la aritmética engañosa de la “democracia” y veneran los “valores nacionales” pretendiendo que son patrimonio común de todas las clases. Es una formación independiente, enemiga de todas las organizaciones, de todas las otras clases y, en particular, de los partidos que, en otro tiempo socialistas, traicionaron después al proletariado, exaltando las virtudes de la carnicería imperialista y lo traicionan todavía exaltando las virtudes de la democracia burguesa. Estos partidos deben ser denunciados y combatidos por el partido comunista internacional. Por consiguiente, ninguna alianza con ellos, ningún frente en el que ellos estén comprendidos: estos partidos están del lado de la burguesía, los comunistas están del lado del proletariado.

A 45 años de la fundación de la III Internacional y de la impetuosa formulación de sus principios, resulta hoy claro que los partidos “comunistas” no han conservado absolutamente nada de su programa. El Partido Comunista Francés, en particular, fue uno de los más feroces defensores de la Resistencia, es decir, de la participación voluntaria en la segunda guerra mundial imperialista, osando pretender que esta guerra, conducida por dos bloques de países igualmente opresores e igualmente rapaces, era una guerra por la “libertad”. Este partido se esfuerza por establecer lazos más estrechos con los partidos socialistas denunciados por Lenin como los agentes del capital. Renunció a la destrucción revolucionaria del Estado burgués para trabajar por su renovación “democrática”. ¿Cómo pudo llegar a esto un partido de la lnternacional de Lenin? Responder a esta pregunta significa recorrer de nuevo las etapas fundamentales de la degeneración internacional cuyo resultado fue el Frente Popular. Significa demostrar que el fracaso sufrido por el proletariado internacional en sus infructuosas tentativas revolucionarias en Europa Central, en Italia y en Alemania, sólo se transformó en derrota completa cuando los comunistas, uniéndose a los socialistas en el culto de la democracia y de la patria, se hicieron los defensores del Estado burgués, predicaron la guerra “antifascista” y redujeron sus partidos a la trivial organización electoralista y derechista que es el P.C.F. de hoy.


El oportunismo de la Tercera Internacional

Hemos visto cómo la psicología del proletariado está rigurosamente determinada por el carácter revolucionario o contrarrevolucionario de cada período histórico, y cómo, para volver a encontrar una fase de total acuerdo entre ésta psicología y las finalidades últimas de proletariado, se debe retroceder hasta la revolución rusa y la constitución de la III Internacional. Si bien la victoria de octubre de 1917 elevó el entusiasmo general de los proletarios, fue seguida muy pronto por derrotas cuya influencia deprimente atenuó el movimiento de ardiente simpatía que empujaba a los obreros de Occidente hacia el comunismo. Habiendo sido aplastada la revolución en Alemania y los Balcanes, la Comuna húngara ahogada en sangre, las grandes huelgas en Italia habiéndose saldado con un fracaso, la combatividad del proletariado internacional acusó un retroceso que tuvo por efecto aislar el poder de los Soviets, incitar la burguesía europea a pasar a la contraofensiva y llevar a la III Internacional a adoptar una táctica peligrosa compuesta de expedientes y de compromisos.

En Rusia, en el bastión del comunismo, la transformación socialista de la economía – de una economía muy poco desarrollada y además arruinada en sus tres cuartas partes por las destrucciones de la guerra imperialista y luego por la guerra civil – no era posible más que a una sola condición, recalcada muchas veces por Lenin: La victoria revolucionaria del proletariado europeo, en particular la del proletariado alemán. Sin la extensión al oeste de la revolución socialista, la situación del proletariado ruso y la de su partido en el poder se volvía insostenible. Frente a una inmensa clase campesina a quien a la que victoria sobre el zarismo y la conquista del usufructo del suelo conferían una psicología conservadora, los bolcheviques estaban obligados a concesiones cada vez más importantes que daban la espalda a sus objetivos sociales. Los bolcheviques no podían conservar el poder sin aumentar cuantitativa y cualitativamente la producción, tarea que constituía ante todo, en las condiciones de la Rusia de entonces, en acumular capital. El nivel de las fuerzas productivas era tan bajo que exigía no sólo que se tolerase el capitalismo, sino que se alentase su desarrollo. Era una verdad cruel, una necesidad dramática que Lenin, con su brutal franqueza habitual, no dejó nunca de subrayar. Pero él esperaba con fe, día a día y después de mes en mes, el estallido de la revolución europea de la que sólo, como lo repetía sin tregua, podía venir la salvación: el proletariado en el poder en un país capitalista desarrollado hubiera podido realizar inmediatamente las primeras medidas socialistas, ayudar masivamente a la economía rusa, abreviar las terribles etapas de su desarrollo y de su modernización económica y con ello permitir al partido bolchevique frenar todas las concesiones que estaba obligado a hacer a las clases no proletarias del interior, sus enemigas.

Pero la revolución europea parecía aplazada por años. Los más clarividentes (y Trotski, en Rusia, estuvo entre ellos) vieron entonces que las concesiones hechas a la producción mercantil por el poder de los Soviets le habían creado, en la misma Rusia, adversarios que no por estar escondidos eran menos peligrosos. Los capitalistas privados (nepmen), los campesinos ricos (kulaks), provistos de privilegios económicos pacientemente conquistados, ejercían sobre el enorme aparato administrativo impuesto por el desarrollo atrasado del país una presión sorda, cuyo objetivo final no podía ser más que el triunfo de una política nacional de Rusia, es decir, una política de pactos del gobierno ruso con las potencias capitalistas, una política de renuncia a la revolución comunista internacional. Estas capas sociales tan poco preocupadas del destino del proletariado europeo como del proletariado ruso, sobre cuyas espaldas vivía, no deseaban de ningún modo sostener, ni siquiera tolerar, la política bolchevique de sostén y de aliento a la rebelión general de las clases explotadas.

Mientras que los más graves peligros amenazaban desde el interior del poder de los Soviets, ¿qué sucedía con la Internacional Comunista, su principal baluarte contra los enemigos del exterior?

Por las razones que ya indicamos, en los países capitalistas occidentales la influencia de la socialdemocracia seguía siendo considerable y era un obstáculo al desarrollo de los partidos comunistas. ¿Cómo esperar, en estas condiciones, una acción masiva del proletariado europeo?

¿Cómo conducir tal acción, si la mayor parte de la clase obrera permanecía bajo el control de los socialistas que la traicionaban? El respeto escrupuloso de la línea inicial de la Internacional Comunista, sobre todo su intransigencia hacia la socialdemocracia, parecía oponerse a la rápida expansión y al aumento de la influencia de los partidos comunistas. Combatir sin concesiones el oportunismo de los socialdemócratas; ganar para la causa comunista a los obreros socialistas que compartían las ilusiones de éstos: he ahí la alternativa en la cual la III Internacional se encontraba encerrada.

La internacional comunista creyó poder superar esta contradicción gracias a una audaz estrategia de Lenin. Puesto que la burguesía desencadenaba entonces una ofensiva internacional en gran escala contra las condiciones de vida y de trabajo de los obreros, era necesario saber utilizar esta circunstancia para desenmascarar frente a los obreros socialistas el oportunismo y la vileza de sus jefes. Se trataba de proponer a los dirigentes de la Segunda Internacional un frente único contra el adversario burgués; para forzarlos, tomando al pie de la letra sus propias reivindicaciones, a una lucha en la que los comunistas estarían en primera fila y en la que ellos, cómplices disfrazados del capital, no podrían dejar de desertar y traicionar. Aplicada con perseverancia, esta táctica debía, según el cálculo de Lenin, atraer a los obreros socialistas al comunismo. Observemos de paso que esta táctica no tenía nada en común con la “unidad” que los actuales “comunistas” degenerados proponen por ejemplo a Guy Mollet en el terreno de la reconquista de la democracia, de la defensa de la patria y de la grandeza francesa. Lenin no tenía de ningún modo la intención de aliarse a un partido traidor al proletariado y a la revolución, sino de desbordar su movimiento revelando, en el curso de la lucha, la traición de los socialistas y el engañoso contenido de su programa. Pero tal maniobra, por genial que fuese, fracasó. Ella suponía una condición capital que, precisamente, faltaba: la extensión y la radicalización de las luchas obreras, puesto que solamente en el éxito y no en la derrota, los obreros toman conciencia de su vía de clase. Ella exigía además ser conducida por partidos comunistas fuertes, homogéneos y sólidamente templados; ahora bien, la mayor parte de ellos – el PCF en particular – no vio en el frente único más que el retorno a los buenos viejos métodos del socialismo de la preguerra. Por último, ella implicaba que se supiese limitar el frente único a las luchas reales por las reivindicaciones elementales de clase, excluyendo todo compromiso electoral y parlamentario. Nuestra corriente, que estaba entonces a la cabeza del partido comunista de Italia, fue la única que la aplicó con el espíritu en el que había sido concebida. Y lo hizo, discrepando de esta táctica, por respeto escrupuloso de la disciplina comunista internacional, no sin haber indicado repetidas veces sus peligros.

Sus críticas y sus advertencias fueron desgraciadamente justificadas. De un frente de defensa “en la base” a una coalición electoral “en la cumbre”, de la promiscuidad de los socialistas y los comunistas en el frente único a la integración en el PC de los elementos centristas de la Segunda Internacional, no había más que un paso, que fue dado bien pronto. Rápidamente, la Internacional Comunista adoptó también la consigna del “gobierno obrero”, que no era más la dictadura del proletariado, sino un poder parlamentario de coalición.

Mientras tanto se habían aceptado en la Internacional Comunista, a pesar de las veintiún condiciones, fracciones enteras de la socialdemocracia que comprendían los más dudosos elementos. Con el oportunismo de su línea política así como con el reclutamiento desconsiderado de reformistas apenas disfrazados, la organización proletaria internacional se desarmaba contra sus adversarios internos y externos, y se preparaba para sufrir el “punto de inflexión” stalinista que iniciaba el ciclo hoy cerrado que ha hecho de Rusia la segunda potencia imperialista y de los partidos comunistas los defensores del orden burgués al igual que sus compadres socialistas.

La adopción del frente único por parte de la Internacional Comunista se sitúa entre 1921 y 1922. A partir del año siguiente, las derrotas obreras en el terreno de la lucha armada se complementaron con las batallas políticas perdidas; el oportunismo y la confusión se desarrollan en la Internacional. En 1923 la revolución alemana es definitivamente vencida. La muerte de Lenin sobreviene en 1924, cuando, postrado en su lecho de sufrimiento, toma dolorosamente conciencia de la existencia en el partido y en el Estado de posiciones contrarrevolucionarias cada vez más potentes. Aun si hubiera vivido algunos años más, Lenin no hubiese podido (al igual que Trotski que lo sobrevivió) destrozar la expresión política de las fuerzas ascendentes de la sociedad rusa, del nacionalismo, de la especulación, de la producción mercantil, en una palabra, del alma subterránea de ese capitalismo ruso que hoy se muestra finalmente al descubierto. Las fuerzas sociales y económicas de este capitalismo podían triunfar contra el poder proletario surgido de la revolución de octubre solo si el capitalismo mundial derrotaba al proletariado europeo. Lenin no se cansaba de repetir que sin la victoria de la revolución alemana el comunismo no podía triunfar en Rusia. Lo que Lenin no había probablemente previsto, a pesar de que nuestra corriente hubiese denunciado el peligro en los congresos de la Internacional, era la forma que tomaría la contrarrevolución. No una intervención armada del imperialismo, sino la capitulación vergonzosa de toda la III Internacional y un retorno a la ideología de la socialdemocracia, que constituye aún hoy el fundamento de todos los falsos comunismos actuales, tanto del de Kruschev como del de Mao Tse‑Tung o de Tito.

En retrospectiva, es posible dilucidar, hasta el último detalle, las etapas políticas que transformaron el oportunismo de la III Internacional en traición a los intereses inmediatos e históricos del proletariado. Nos hemos limitado a dar su trama más esquelética, que era necesario evocar para dar la demostración – que es el objeto de este trabajo – que el Frente Popular, celebrado aún hoy como la “edad de oro” de las conquistas obreras, no es más que una etapa – y no de las menos vergonzosa – de esta traición.


El antifascismo

Ya hemos escrito que la Internacional Comunista había cometido un grave error de táctica al proponer el frente único a los partidos de la Segunda Internacional. Este frente esfumaba las divergencias fundamentales entre los comunistas y los socialdemócratas; alentaba el oportunismo de los dirigentes centristas que llegaron a la Internacional Comunista por cálculo y no por convicción revolucionaria. En los Congresos de la Internacional, nuestra corriente que entonces dirigía el Partido Comunista de Italia, había lanzado severas advertencias: si la lucha revolucionaria refluye, esta táctica del frente único será fatal para el proletariado; la retirada se transformará en derrota, los partidos comunistas se corromperán en su interior. Y es lo que sucedió efectivamente, después de la derrota definitiva de la revolución alemana, cuando el stalinismo triunfó en la Internacional. Esta fase dramática, marcada en Rusia por la masacre o la deportación de los mejores bolcheviques y, en los partidos comunistas de Europa Occidental, por la eliminación de todos los elementos revolucionarios, cambió el aspecto del movimiento comunista.

El frente único englobaba a los oportunistas de la socialdemocracia, pero no comportaba ninguna atenuación o revisión formal del programa revolucionario del comunismo. Por el contrario, el frente popular que le sucedió unos diez años más tarde, ensanchaba la coalición hasta los radicales burgueses y no se proponía ya más la destrucción del Estado capitalista sino su conservación bajo la etiqueta de “defensa de la democracia”. A pesar de su conexión lógica, estas dos etapas están separadas por un viraje histórico, el del antifascismo, cuyo examen nos conduce directamente al centro de nuestro tema.


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Contra la mayoría de la Internacional Comunista, que veía en el fascismo una especie de retroceso monstruoso o, más aún, como un fenómeno propio de ciertos países solamente, nosotros lo considerábamos como la forma más desarrollada del capitalismo moderno. Contra toda la Tercera Internacional que pensaba que un frente antifascista con todos los demócratas burgueses podría salvar al mismo tiempo la democracia parlamentaria y las posibilidades revolucionarias del proletariado, nosotros sosteníamos que era vano pretender detener la evolución política de la sociedad burguesa en su etapa constitucional y que, de todos modos, el solo hecho de luchar codo a codo con los pequeño-burgueses liberales por la defensa del parlamento sólo podía desviar al proletariado de su objetivo revolucionario.

No se puede negar que la historia haya dado una confirmación abrumadora de nuestras previsiones. Que las clases medias están dispuestas a abandonar sus bellos principios democráticos frente al ascenso del fascismo, los acontecimientos de Alemania de 1933 lo prueban con abundancia; fue gracias a los votos de los pequeños burgueses que Hitler pudo tomar el poder legalmente. Que el contenido económico y social del fascismo se haya impuesto finalmente en todas partes, a pesar de la victoria del “campo democrático” en la guerra de 1939‑45, nos lo confirma ampliamente la evolución de la estructura política moderna, con su registro de los ciudadanos, su desprecio de las “garantías democráticas”, el control estatal, la integración de los sindicatos, la despolitización de las masas bajo los golpes de la estrepitosa propaganda televisada. Hasta Francia, hija primogénita de la democracia, a pesar de que no tuvo nunca que temer la borrasca revolucionaria que sacudió a los otros países de Europa, alcanzó tardía pero seguramente un sistema de “poder personal” y de “parlamento-apéndice” que no difiere del fascismo más que por el hecho de haber triunfado sin efusión de sangre y en una situación en que la clase obrera se había vuelto amorfa por los virajes y las sucesivas capitulaciones de sus jefes. Si el advenimiento de la sociedad fascista no se ha realizado de un modo uniforme y simultáneo, es ante todo porque se ha impuesto primero en los países en que subsistía la amenaza revolucionaria, aún después del aplastamiento de la revolución; en segundo lugar, porque ha tenido necesidad de la segunda guerra mundial para instaurarse en todas partes.

Cada conflicto mundial ha acelerado el proceso de evolución totalitaria del capitalismo. Cada guerra ha reforzado la arbitrariedad policial y el pisoteo de las normas democráticas; lo que fue cierto para la primera carnicería imperialista, lo fue para la segunda, como lo fue aún más, por ejemplo, para la guerra de Argelia.


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Al querer combatir el fascismo sobre el terreno de la defensa de la democracia y sobre la base de una coalición con los partidos oportunistas y pequeño-burgueses, la Internacional Comunista cometió tres errores capitales. Ante todo un error de apreciación: allí donde Moscú creía ver un paso atrás, había por el contrario el porvenir y la última palabra del capitalismo que, en su fase senil, tiende de más en más a traducir sobre el plano político y social el contenido totalitario que ya ha realizado en el plano económico. En segundo lugar, un error de táctica: las clases medias, que han cesado de ser clases combativas desde hace tiempo, no pueden más que desalentar y desmoralizar al proletariado. La violencia, que niegan a la lucha de las clases oprimidas, son incapaces de utilizarla aún para defender sus propios intereses. Por último, un error de principio: adhiriendo a la defensa de la democracia, la Internacional Comunista no podía pretender volver más tarde a la lucha revolucionaria por la destrucción de esta misma democracia y, de hecho, no volvió nunca más.

Estos errores no se pagan en seguida, sino veinte, treinta, cuarenta años después. En el curso de los años treinta parecía lógico a muchos que el partido del proletariado, frente a un peligro que algunos creían sin precedente, se aliase con las fuerzas sociales y los partidos igualmente amenazados por el fascismo. Frente a la ruina de las instituciones democráticas, que los Partidos Comunistas querían utilizar, se encontró normal acallar sus principios intransigentes. Se pensó que ante todo era necesario salvar el marco jurídico y social, aparentemente más favorable a las agitaciones de clase. Y, sin embargo, procediendo así, no solo se erró en la apreciación de la verdadera naturaleza del peligro fascista, sino que se perdió hasta la noción de las tareas específicas del proletariado. Contra el fascismo los comunistas de la época pretendían “salvar la democracia” no como régimen político ideal, sino porque pensaban que la república parlamentaria les dejaría luchar más fácilmente contra el capitalismo. Pero esta democracia se impone hoy a sus sucesores como meta final, como un fin en sí mismo. Más aún: mientras la democracia parlamentaria ha perdido todo contenido, la ironía de la historia quiere que los demócratas rezagados, en cuyas primeras filas figura el Partido Comunista Francés, reivindiquen a su vez las concepciones que el fascismo había introducido en su tiempo: la grandeza nacional, el culto de la producción, el gusto por el Estado fuerte y estable.

A la ofensiva fascista, a la intervención violenta e ilegal de los comandos de camisas negras o pardas, no se podía dar en realidad más que una respuesta: la de la violencia proletaria, igualmente ilegal. Era la única posibilidad – si no de abatir inmediatamente las fuerzas políticas que debían mostrarse en definitiva más vulnerables que las del constitucionalismo hipócrita de las “democracias” – al menos de poder retomar la ofensiva obrera en los períodos tormentosos que iban a seguir, y de evitar el abismo de impotencia y de división que es hoy la situación de las clases explotadas. Los “realistas” del oportunismo creyeron economizar las pérdidas, los sufrimientos y la represión que comporta la lucha de clases: en realidad condenaron al proletariado y a la humanidad a sufrir la segunda guerra mundial y ver “prosperar” un capitalismo que solo sobrevive a costa de un baño de sangre cotidiano.


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Por lo demás, lo que para el partido internacional del proletariado era entonces solo un error, era ya un cálculo para las fuerzas sociales ocultas que lo maniobraban. Después del advenimiento de Stalin, la Internacional Comunista no obedeció más a los intereses generales de la clase obrera, sino que abrazaba los intereses y las ambiciones nacionales rusas. Los motivos viles que los hombres de Pekín denuncian hoy en sus compadres rusos comenzaron en realidad a manifestarse hace más de treinta años, y fue la segunda guerra mundial la que precipitó su confirmación. Desde el momento en que la presión del proletariado era desviada por Moscú hacia las vías constitucionales, desde el momento en que Rusia dejaba de ser el bastión avanzado de la revolución para transformarse en un estado nacional obrando en defensa de sus intereses, de su producción, de su seguridad, el antagonismo fundamental de la sociedad burguesa entre proletariado y burguesía debía necesariamente ceder el paso a los antagonismos interimperialistas. En los países vencidos, en particular, la burguesía no podía dejar de intentar, en algún momento, romper por la fuerza el círculo de asfixia económica en el que las había encerrado la paz incoherente de Versalles. Desde entonces la guerra era previsible, fatal; la guerra estaba allí. La guerra – que era imposible mientras la Internacional Comunista constituía la punta de lanza del proletariado revolucionario – se volvió inminente apenas la U.R.S.S., enrolada bajo la bandera del “socialismo en un sólo país”, no se preocupaba más que de elegir el mejor bloque en el conflicto que maduraba. Sin embargo, para que estallase el segundo conflicto imperialista, era aún necesario obtener la adhesión del proletariado: fue esta la obra del antifascismo.

Más arriba hemos visto cómo las fuerzas nacionales de la economía rusa, actuando a través de Stalin y sus cómplices, habían logrado liquidar la perspectiva internacionalista de Lenin para proceder a la construcción, no del socialismo, sino del capitalismo ruso. Al mismo tiempo, la Internacional Comunista se deshacía de toda oposición de izquierda (trotskista y no‑trotskista) y se alistaba bajo la célebre fórmula de Bujarin: “Actuar en todas partes y siempre para el bien de los intereses de la diplomacia rusa”.

A partir de 1929, la política de los partidos comunistas se alineó en bloque con este único objetivo. En los países cuyos gobiernos manifiestan alguna veleidad de acuerdo con la U.R.S.S., los comunistas pondrán en segundo plano su agitación social, aunque ello deba romper vastos movimientos reivindicativos. En los otros países, al contrario, lanzan ofensivas desconsideradas, aunque diezmen así la vanguardia obrera y arruinen los efectivos del partido.


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Según su historia oficial, el Partido Comunista Francés habría luchado desde el primer día contra el fascismo. Nada es más inexacto. En realidad no ha habido en realidad lucha proletaria bajo la bandera del antifascismo. El antifascismo fue diplomacia y guerra entre los Estados, patriotismo y unión sagrada, pero nunca lucha de clase. Si es muy cierto que en Italia, en 1922, los obreros se defendieron fábrica por fábrica, ciudad por ciudad, contra los comandos fascistas apoyados por la policía, el ejército y hasta por la marina del Estado burgués, esta lucha se desarrolló bajo la bandera de la revolución y del comunismo y no bajo la bandera del constitucionalismo y del parlamento. Pero en Alemania, diez años más tarde, cuando hubiera sido necesario oponer a los camisas pardas la huelga general, única arma de clase del proletariado, el Partido Comunista alemán presentó su líder Thaelmann a las elecciones para la presidencia del Reich. Renunciaba así a la respuesta armada y ratificaba de antemano la elección democrática de los pequeño-burgueses fascistas que dieron naturalmente el poder a Hindemburg y a Hitler.

No, no ha habido, en el arco histórico del antifascismo, páginas heroicas escritas en nombre de la revolución proletaria y del comunismo. El antifascismo tuvo heroísmo para vender, con sus fusilados, sus partisanos, sus deportados, su carne de cañón lanzada en los mataderos del Pacífico, de Stalingrado o de Normandía, pero fue un heroísmo nacional, patriótico... un heroísmo burgués, aun cuando los que caían eran sobre todo obreros. Basta con la crónica de entonces para hacer justicia a un pretendido antifascismo comunista y proletario. Hitler tomó el poder en 1933, pero el Estado ruso, el Estado que enarbolaba todavía la bandera de Lenin y los bolcheviques, conservó frente a él la diplomacia benévola que había testimoniado a la difunta república de Weimar. Moscú encontró incluso su provecho en la reorganización política y en la centralización económica emprendidas por el nuevo Reich: el sistema nazi, controlado estrechamente por las altas finanzas, aceleró la liquidación de las deudas contraídas con Rusia por la industria alemana, cuyo pago permanecía hasta entonces suspendido. Mientras los PC de todos los países aullaban contra el fascismo hitleriana, su “casa matriz” de Moscú continuaba las “buenas relaciones” con los verdugos que fusilaban a los comunistas alemanes.

La política rusa con relación al Reich cambió solamente en 1935, y no por motivos ideológicos y sociales sino pura y simplemente por razones de diplomacia nacional. Mientras tanto la U.R.S.S. había sido aceptada en la Sociedad de las Naciones y los PC celebraron como una victoria esta entrada en lo que Lenin definía como la cueva de bandidos del imperialismo. En Ginebra, alemanes y rusos mezclaban sus voces contra franceses, ingleses e italianos. A la “seguridad colectiva” defendida por los países vencedores, ellos oponían un “desarme general” igualmente engañoso. Al igual que las polémicas actuales en la O.N.U. sobre la suspensión de las experiencias nucleares, las charlatanerías de la S.D.N. sólo servían para engañar a las masas y cubrir las sórdidas tratativas entre los Estados. El “Pacto de los Cuatro”, que Mussolini propuso a Francia, Inglaterra y a la Alemania hitleriana, tuvo por efecto aislar a Rusia y poner término a las buenas relaciones entre Moscú y Berlín. Fue entonces que la diplomacia rusa pensó en acercarse a la “gran democracia francesa”. El reaccionario Laval, jefe del gobierno francés, fue invitado a Moscú en mayo de 1935 para concluir allí un “pacto de asistencia” entre los dos países. Este hombre astuto se preocupaba poco de las cláusulas militares de un tratado cuya eficacia estaba subordinada a la aprobación de los miembros de la S.D.N. Lo que, por el contrario, le interesaba mucho más, era la posibilidad eventual de hacer cesar, tratando con la U.R.S.S., la intensa campaña antimilitarista de los comunistas franceses. Laval acertó perfectamente en su cálculo, y el regateo se tradujo en el viraje más sensacional que un partido obrero haya jamás efectuado. Al pié del protocolo del acuerdo fue agregada a pedido suyo esta frase cargada de consecuencias: “El Señor Stalin (sic) comprende y aprueba plenamente la política de defensa nacional seguida por Francia para mantener sus fuerzas armadas al nivel de su seguridad”. Era una invitación explícita a poner fin a las campañas de L’HUMANITÉ, y fue escuchada. El mismo Thorez que, el 15 de marzo de 1935, declaraba en la Cámara: “No, nosotros no permitiremos que se arrastre a la clase obrera a una guerra de defensa de la democracia contra el fascismo”, al año siguiente, en el momento de la ocupación de la orilla izquierda del Rhin por parte del ejército alemán, pronunció un discurso ultra-patriótico en el que invocó a Valmy, al “sol de Austerlitz” y a los “emigrados de Coblenza”.

Esta es la verdadera acta de nacimiento del partido comunista francés actual, patriota, chauvinista y jacobino. Este partido cuenta hoy todavía con algunos de los hombres que, en 1923, en el momento de la ocupación del Ruhr, incitaban a los proletarios franceses en uniforme militar a fraternizar con los obreros alemanes. Pero de este auténtico internacionalismo no queda ya nada, ni siquiera el recuerdo. Después de convertirse al patriotismo, sólo le quedaba adherir a la democracia y al “interés nacional”. Lo hizo en el curso del período que analizamos a continuación: “el gran sol de junio de 1936” consagrará, con el Frente Popular, la integración sin posibilidad de retorno de este partido en el campo de los defensores de los valores burgueses, en el campo de la conservación social que desde entonces nunca abandonó.


El precio de la “victoria” de 1936

Hemos mostrado cómo la Tercera Internacional fundada por Lenin y los bolcheviques para destruir el Estado burgués llegó, después de la derrota de la revolución europea y el triunfo en Rusia de la política estalinista del “socialismo en un solo país”, a defender el Estado y el parlamentarismo burgués, y a concluir con este objeto acuerdos políticos con la Internacional Socialista, la Internacional de los traidores, de los celosos servidores del capital.

Esta orientación, que se abría paso desde hacía años a través de los zig‑zags y de los virajes políticos del “movimiento comunista mundial” oficial, se impone definitivamente en el período que ahora abordamos, el del Frente Popular. En las consignas de Moscú, la dictadura del proletariado es substituida de aquí en adelante por la defensa de las instituciones republicanas, y el advenimiento del socialismo es subordinado a la salvaguardia y al “perfeccionamiento” de la democracia. En otro tiempo internacionalistas y antimilitaristas convencidos, los “comunistas” se transformarán en bravos patriotas y en partidarios encarnizados de la guerra llamada “antifascista”.


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La posición comunista en el seno del Frente Popular no era más que la conclusión lógica de la evolución cuyas grandes etapas hemos recorrido y, sin embargo, apareció en su momento como un viraje brutal y desconcertante. La razón de este cambio que a primera vista no parece clara, era en el fondo simple. Después del aniquilamiento del proletariado alemán, la reaparición de la crisis capitalista había vuelto inevitable la segunda guerra mundial. Habiendo abandonado toda perspectiva revolucionaria, la U.R.S.S. se preparaba buscando las mejores alianzas posibles. Transformada en el servil instrumento de su diplomacia, la Internacional Comunista no podía más que adoptar una línea de acuerdo con esta política: en los países susceptibles de convertirse en aliados de Rusia, ordenó a los comunistas de poner fin a toda propaganda subversiva y sostener la política burguesa de “defensa nacional”, es decir el esfuerzo militar del imperialismo nacional. En Francia, el PCF adoptó esta política al día siguiente del pacto de alianza franco‑ruso de mayo de 1935. Quedaba aún hacérsela aceptar al proletariado francés, que estaba mal preparado para ello a causa de las tradiciones antimilitaristas que el mismo PCF había alentado hasta poco tiempo antes. Esta fue la obra del Frente Popular, que logró canalizar una vasta batalla obrera hacia una adhesión total a la política antifascista, creando así las condiciones de una alianza franco‑rusa en la guerra futura. Si la ironía de la historia ha querido que esta alianza no funcionase en los primeros años del conflicto, esto no quita que el PCF haya trabajado eficazmente para la preparación política e ideológica de la segunda guerra imperialista.

En efecto, la adhesión oficial del PCF a los valores patrióticos y nacionales que había combatido hasta entonces, se efectuó en el curso del gran movimiento reivindicativo de junio de 1936, bajo la égida de una coalición electoral con la SFIO (Partido Socialista). De su adhesión entusiasta a la defensa del parlamento burgués nace la impostura ideológica según la cual el socialismo pasaría a través de la expansión de la democracia y no a través de su destrucción revolucionaria. Después de las huelgas con ocupación de las fábricas y de la victoria electoral del Frente Popular, fue descubierto, difundido e impuesto el pretexto que debía arrastrar a la clase obrera a la segunda carnicería mundial: el antifascismo.

Sólo el PCF podía obtener este acondicionamiento del proletariado francés; sólo el PCF podía hacer de sus últimas reacciones de clase una moneda de cambio para obtener la admisión de la U.R.S.S. en el bloque imperialista occidental. Sólo él podía ofrecer a una coalición electoral el apoyo de las masas obreras de cuya confianza gozaba. Sólo él podía resolver la crisis de gobierno que reinaba en Francia y preparar una nueva unión nacional, condición indispensable al desencadenamiento y a la prosecución de toda guerra imperialista. El PCF procuró desempeñar todas estas tareas con un celo que hoy se complace en recordar para justificar sus pretensiones al título de “partido de gobierno”: insulto libre de peligros para las tradiciones revolucionarias, desde el momento en que las generaciones obreras de ayer están casi extinguidas y las de hoy ignoran que el partido del difunto Thorez solo ha ganado los galones de los que se jacta traicionando la última batalla proletaria de la preguerra.


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El advenimiento del Frente Popular fue el resultado de la conjunción de la crisis política de 1934 y de la crisis económica de 1936. Atestiguada por la inestabilidad de las mayorías parlamentarias y por la caída de los gobiernos cada cuarenta y ocho horas, la crisis política testimoniaba la confusión de la burguesía francesa al salir de la gran crisis económica mundial de 1929. El estancamiento de la producción, y la desocupación que aparejaba, habían provocado la impopularidad del parlamento, la inquietud de las clases medias, el descontento de los obreros y las presiones patronales. Para resolver esta crisis se necesitaba alcanzar tres objetivos: reactivar la economía (dentro del marco del régimen burgués esto no podía realizarse más que adoptando la panacea universal de la producción de guerra, y después la de la guerra misma); rehabilitar al parlamento tras utilizar a las clases medias (es por eso que el PCF se había acercado a estas últimas pactando con la SFIO, expresión clásica, desde 1914, de las posiciones de la pequeña burguesía en el seno del proletariado, y terminó por despojar su programa de toda referencia al comunismo y a la revolución, con el fin de conquistarla totalmente); satisfacer las reivindicaciones obreras (era la tarea más difícil, pero algunas migajas de “bienestar” podían ser arrancadas a los patrones y, para convencer a los obreros a limitarse a ellas, se tenía todo el peso y la autoridad de la C.G.T., la confederación general del trabajo francesa, en cuyo seno los comunistas se habían “reunificado” con los bonzos reformistas de Jouhaux). A esta basta empresa le faltaba solamente una bandera. Ahora bien, la de la lucha contra el fascismo convenía al mismo tiempo para crear la psicología de la guerra, para restituir al parlamento sus atractivos y para ilusionar a los obreros, que en el fascismo, real o no, veían siempre la terrible represión anti‑proletaria de los Hitler y de los Mussolini. Solo faltaba que un suceso político diese una apariencia de realidad a la amenaza fascista en Francia: fue la dramática jornada del 6 de febrero de 1934.

Para comprender las consecuencias políticas de esta fatídica fecha, no hay que perder de vista las características tradicionales del movimiento obrero francés, la profunda influencia ejercida sobre é1 por toda la historia y la estructura del capitalismo en Francia. Un país donde el campesinado parcelario ha sido siempre la masa de maniobra del capital contra el proletariado; un capitalismo usurero y especulador; una dinastía de politicastros pequeño-burgueses periódicamente comprometida por los escándalos financieros; en fin, algunos nacionalistas fosilizados puestos allí, a la extrema derecha, para recitar la parte de la vestal patriótica ofendida por las orgías de la corrupción parlamentaria: he allí el marco clásico en el que estalla la crisis política de febrero 1934, cuando altas personalidades radicales se encuentran comprometidas en el asunto de los cheques falsos del estafador Stavisky; cuando una manifestación antiparlamentaria de ex‑combatientes nacionalistas en la plaza de la Concordia recibe una ráfaga de los guardias móviles y deja varios muertos sobre el pavimento.

La vida política francesa ha conocido siempre minorías de “ultras” como la que se manifestaba en la plaza de la Concordia. De Déroulede a Maurras, de las “Cruces de Fuego” a la O.A.S., siempre ha habido exaltados imbuidos de las tradiciones y de los “valores nacionales”, de los que pretendían disputar el monopolio a los partidos “regularmente designados” para hacerle el juego al capital.

Tan miopes como impotentes, estos embrolladores no han sido nunca otra cosa que espanta pájaros reaccionarios hábilmente utilizados por la burguesía “de izquierda” para atraer de nuevo bajo su férula a la pequeña burguesía y, tras ella, a los obreros. Es lo que se ha llamado el famoso “reflejo republicano”, cuyo desencadenamiento siempre ha sido pagado muy caro por el proletariado. Ya después del caso Dreyfus, al comienzo del siglo, cuando un puñado de realistas y clericales se lanzó en manifestaciones intempestivas contra el presidente de la república, los obreros se reagruparon espontáneamente bajo la bandera de las “libertades amenazadas” y, bajo esta presión, en el movimiento socialista, la fracción auténticamente marxista debió fusionarse de nuevo con toda la canalla oportunista y carrerista de la que se había anteriormente liberado.

De esta fusión salió la SFIO parlamentaria y jauresista, que debía naufragar en la infame Unión sagrada de 1914.

La “amenaza fascista” en 1934 no era más real que el “peligro monárquico” en 1902, pero la reacción de “defensa republicana” de los obreros tuvo consecuencias mucho más terribles: fue la desaparición del PCF en cuanto partido distinto de todos los de las otras clases sociales, fue la disolución de la energía proletaria en el caos de la “voluntad de la Nación”.

He aquí la deuda que paga todavía hoy el proletariado francés por haber sido movilizado contra un fantasma.

Porque, en 1934, el fascismo, en tanto reacción armada del gran capital, ya había terminado su obra, la de exterminar a los cuadros proletarios en los países en los que la revolución comunista era más o menos una amenaza: lo que no fue, y no había sido jamás, el caso de Francia. En 1934 el simple fascismo sólo podía ser el pretexto de la guerra imperialista, y el “fascismo francés” una farsa grotesca: porque no existía en Francia un partido fascista digno de ese nombre; porque un tal partido, sin el apoyo masivo de las clases medias está destinado a siniestras pero inútiles payasadas; porque las clases medias de este país no habían estado nunca al borde de la ruina como sus homólogas de Alemania y de Italia, y el marasmo económico francés no tenía comparación con la bancarrota de la otra orilla del Rhine; porque el proletariado en Francia no había nunca amenazado el poder del capital y porque su partido comunista se había muy pronto transformado de nuevo en la agencia reformista y electoralista de la que había salido; en fin, porque las clases medias, no teniendo nada que temer de este partido y de este proletariado, temían mucho más la amenaza militar representada por Hitler de lo que podían admirar sus “méritos” contrarrevolucionarios.


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El movimiento social del Frente Popular, que socialistas y comunistas coaligados pretendían limitar a una clásica coalición electoral, favoreció en 1936 el desencadenamiento de una serie de huelgas como el patronato francés jamás había conocido. En efecto, la coalición SFIO‑PCF hacía posible la reunificación sindical y ésta daba un carácter explosivo al descontento acumulado en 15 años de vejaciones patronales y de impotencia obrera.

Pero este despertar cuyo catalizador había sido la coyuntura política, expresaba al mismo tiempo el asomarse a la vida política de la nueva generación proletaria entrada en la industria después de la guerra. Si la importancia numérica de este aflujo rompía los límites demasiado estrechos de las luchas anteriores a 1914, presentaba sin embargo un aspecto negativo – el de una inmadurez política que explica en parte la facilidad con que los oportunistas de las dos Internacionales pudieron encerrar esta llamarada reivindicativa en un programa marcado por el más sucio reformismo.

El mito de la “victoria” de junio de 1936 está fundado sobre una serie de equívocos. Ante todo, las ventajas totalmente relativas obtenidas como consecuencia de las huelgas no fueron de ningún modo el fruto de la generosidad del gobierno del Frente Popular: ellas fueron literalmente arrancadas, no sin que éste se esforzase en limitarlas al mínimo. Además, las “conquistas” sociales así realizadas fueron rápidamente anuladas tanto por el fracaso (previsible por otro lado) del programa de reformas pequeño-burguesas del gobierno, como por los sacrificios pedidos inmediatamente a los obreros en nombre de la “defensa nacional”, es decir, de la preparación de la guerra imperialista. Por último, la intervención del Estado, si bien fue presentada entonces como una “gran victoria democrática”, destruía los últimos baluartes de la resistencia obrera a la explotación y constituía un método característico del fascismo que socialistas y comunistas pretendían combatir.

La gran oleada de huelgas de 1936 duró todo el mes de mayo. Iniciada el 11 en Le Havre y en Tolosa, se extiende el 14 a la región parisina (donde se cuentan, el 28 de mayo, 100.000 huelguistas en el sector automovilístico), luego a casi todas las otras provincias alcanzando las más diversas categorías. Cuando, el 4 de junio, el patronato rompe las tratativas después de haber fingido aceptar las reivindicaciones planteadas, se produce una oleada gigante que abraza un total de cerca de dos millones de asalariados. Pero el gobierno del Frente Popular, dirigido por el socialista Blum y entrado en funciones el 2 de junio, lanza inmediatamente un llamado a la calma y al orden. Haciendo eco, la CGT, el PCF y la SFIO se declaran “decididos a mantener el orden y la disciplina” y ponen en guardia a los obreros contra las provocaciones de las “Cruces de Fuego”. L’Humanité escribe: “Los que salen de la legalidad son los patrones, agentes de Hitler, que no quieren a ningún precio la reconciliación de los franceses y empujan los obreros a la huelga”. Ya se delinea aquí la fórmula vil (que los “comunistas” convertidos en patriotas usarán más cínicamente todavía después de la liberación) que hace de la huelga, arma tradicional de los obreros, “un arma dé los trusts”. Ya se ve madurar, mientras la huelga está en plena efervescencia, la tesis insensata según la cual son los capitalistas los que sabotean su propia producción y al mismo tiempo “el interés nacional” (como si éste pudiese ser otra cosa que los intereses generales del Capital!) y son los obreros los que deben defenderlos!

Así, desde junio de 1936, el PCF enuncia claramente qué significa para él el Frente Popular: la reconciliación de los franceses, la unidad nacional, “pasar la esponja sobre las disputas internas”, la disciplina patriótica; en resumidas cuentas, una política que permitirá al capitalismo conducir a término, sin muchas dificultades sociales, su segunda carnicería histórica. “Nosotros te tendemos la mano, católico, obrero, empleado, campesino – había ya dicho Thorez en la víspera de las elecciones – voluntario nacional, ex‑combatiente convertido en Cruz de Fuego, porque eres hijo del pueblo, porque sufres como nosotros del desorden y de la corrupción...”. Este lenguaje tenía un significado que iba más allá de la liquidación de la lucha de clase: era el pretexto ideológico que había permitido el abandono de la lucha de clase. No existen ya más ni “reaccionarios” ni “fascistas”, sólo hay buenos franceses. Inútil preguntarse qué puede hacer un partido obrero llegado a tal grado de bajeza! Su preocupación principal es que los obreros retomen el trabajo. No es todavía al pie de la letra el cínico “arremangaos” que formulará Thorez después de la liberación, pero ya es su espíritu. “Es necesario saber terminar una huelga – dice Thorez el 14 de junio – desde el momento en que las reivindicaciones están satisfechas... y llegar al compromiso para ahorrar nuestras fuerzas, pero sobre todo para no facilitar la campaña de pánico organizada por la reacción”.

Esta es la prueba abrumadora, la prueba irrefutable de la capitulación del comunismo degenerado frente al capitalismo. En su plataforma inicial, la Internacional Comunista preconiza el apoyo a las reivindicaciones obreras para que, a un cierto grado de su desarrollo, la agitación saliese del marco económico y provocase el desorden, es decir, la crisis social que permitiría al proletariado organizado tomar el poder, ejercer su dictadura y destruir el infame orden burgués. Esto en 1920. En 1936, para los “comunistas” del señor Stalin, el “desorden” sólo puede ser la obra de reaccionarios y fascistas y se pide a los obreros sacrificar sus reivindicaciones inmediatas para defender el “orden” que los explota, que los tiene hambrientos y que mañana los mandará a la gran matanza patriótica. “No se trata de tomar el poder actualmente”, había dicho Thorez el 11 de junio. En efecto, no hay duda, ni “actualmente”, ni nunca: cuando uno se limita a las competiciones electorales, cuando se afirma que existe un interés nacional por sobre las clases, es siempre a la burguesía a la que se abandona el poder. En 1936 el ciclo de la degeneración del comunismo moscovita está terminado. Le quedan todavía muchas infamias para realizar, antes y después de la disolución formal de la Tercera Internacional, pero desde este momento está ya probado que nuestra corriente tenía razón cuando, a partir de 1920, advertía a toda la Internacional del hecho que, en caso de reflujo internacional del proletariado la táctica del frente único le sería fatal. En efecto, según Lenin el frente único debía desenmascarar la traición de los socialistas, arrancarles la masa obrera que ellos engañaban, llevar esta masa al terreno de la lucha armada por la dictadura del proletariado. Siniestra caricatura del frente único, el frente popular reconciliaba al contrario, el PCF con los socialistas, marcaba la renuncia al poder revolucionario de los Soviets, salvaba a la democracia capitalista, defendía el orden burgués.

A Blum, “gerente leal del capitalismo” sostenido por estos “comunistas” de nuevo tipo, correspondió algunos años después revelar toda la verdad sobre el frente popular y sobre las huelgas de junio de 1936. Citado por Pétain como acusado al proceso de Riom después del armisticio de 1940, Blum dirá, dando la definición más concisa y brutal de la tarea contrarrevolucionaria que incumbe a un gobierno “obrero” que actúa en el marco de un Estado burgués: “Dejé, es cierto, ocupar las fábricas, pero conservé siempre el dominio de la calle”. La calle, es decir el lugar donde se libran las primeras escaramuzas contra las fuerzas del Estado burgués, el lugar donde se inicia la lucha por la destrucción de este Estado, donde se decide el destino de toda agitación social masiva (en la calle y no en el recuento de los votos ganados en las elecciones!). Cada vez que el proletariado abandona este terreno de lucha – aunque sea paralizando por un cierto tiempo la producción capitalista – es irremediablemente derrotado.

Las huelgas de 1936 terminaron con los acuerdos de Matignon. Los obreros ganaron algunos aumentos de salario, la semana de 40 horas, las vacaciones pagas. Estos aumentos fueron rápidamente absorbidos por la devaluación de Blum, que capitulaba frente al “muro de dinero”. Las 40 horas no duraron mucho más, rápidamente barridas por las horas suplementarias necesarias para la defensa nacional. En cuanto a las vacaciones pagas, se volvieron también “vacaciones”... gratuitas de movilización. En este balance el “activo” es valorado demasiado rápido, mientras que el “pasivo” no ha sido todavía valorado totalmente. Inmediatamente, se tuvo la desaparición de todo principio de clase en los partidos y en los sindicatos; los “comunistas” revisaban la crítica fundamental hecha por Lenin a la democracia parlamentaria, que la Internacional, aún después de haberse vuelto oportunista, había siempre considerado sólo como un medio de agitación del proletariado. Para ellos la democracia se convertía en el objetivo supremo, no se distinguía ya más de los objetivos socialistas: es decir, la revolución era totalmente renegada. El Frente Popular fue al mismo tiempo la preparación intensa de los obreros para la ideología de guerra, la resurrección del patriotismo y aún del chauvinismo, la destrucción de todos los esfuerzos hechos por Lenin para arrancar el proletariado de la influencia capitalista.

El Frente Popular debía morir, en Francia, de su hermosa muerte, en 1938, cuando el sucesor de Blum en el gobierno, el radical Daladier, lo denunció para reprimir a su gusto la huelga general proclamada por la C.G.T. contra sus “decretos‑ley de miseria”. Si la euforia de junio de 1936 debía reservar a los obreros días dramáticos, su movimiento no salió jamás de los límites del clásico reformismo de todas las coaliciones electorales populares, que en todas partes han sufrido siempre los mismos fracasos.