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PLAIDOYER POUR STALINE (INFORME PARA LA DEFENSA DEL ACUSADO STALIN) De Il Programma Comunista, nº 14‑1956 |
Todas las Revoluciones se han emborrachado de procesos a los individuos, se han nutrido de inocencias y de culpabilidades, de acusaciones y de defensas. La Revolución que nosotros esperamos no lo hará, si al final de la teoría marxista está, como creemos, la Revolución. En efecto, esta teoría no reconoce responsabilidades personales, absoluciones o condenas. Reconoce actos de fuerza, que son necesidades sociales y no tienen nada que ver con la posición jurídica o moral de las víctimas o de los autores.
Por lo tanto, sería una estupidez de nuestra parte levantar la voz en defensa de Stalin, acusado póstumo. Son las acusaciones contra él las que vienen a ser vergonzosas, en cuanto concluyen a favor de su condena, en extraña concordancia, los exasperados enemigos de decenios atrás, cuando era odiado como comunista él y los demás comunistas revolucionarios; de los últimos decenios, cuando a nuestro parecer ya había desertado del comunismo; y de los amigos de estos mismos decenios, que hoy le descubren infinitas infamias.
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O se teje la historia de las sociedades humanas como res gestae [latín, grandes hechos, hazañas], como empresas llevadas a cabo por grandes hombres, grandes caudillos, bajo cuya genial voluntad los hechos aparecen como en una película, que después los hombres genéricos han recitado masivamente como comparsas – o bien se teje la historia como hacen los marxistas, buscando sus causas motrices en las condiciones de vida física comunes a las masas colectivas y que las ponen en movimiento sin ser conscientes ni quererlo.
Si se está todavía en la primera visión, no es realmente el caso para asombrarse, si el mismo nombre hecho “inmortal” por la gloria de sus hazañas y por la creída forja de los destinos sucesivos de los pueblos, da un giro hacia la notoriedad con acciones repugnantes e increíbles vergüenzas, que clasificarían al hombre común como bruto, criminal, desecho de la sociedad. Prohibido, y no nuevo, es el caso de Stalin, elevado a los altares como un hombre excelso, y descrito como un sujeto degenerado y monstruoso.
Esto debe ser recordado y no explicado por el momento, con un toque de marxismo: es decir, comparando la descripción de la clase y de la parte de la cual el hombre famoso fue defensor, y posteriormente la de la clase y parte enemiga y golpeada. Son precisamente los sujetos y los seguidores, por frenesí o por vil interés, los que han colocado bajo esta doble luz, por regla general, a todos aquellos con cuyos nombres se ha escrito en la historia corriente, a esos a quienes nosotros por burla llamamos los Battilocchi (en Nápoles, un tipo de marioneta, títere).
Un Sabio al que solicitaron consejo político, hizo pasar la hoz a una cierta altura del suelo, cortando del campo rojo de amapolas las flores que más sobresalían, sabiendo que quien sobresale entre sus semejantes debido a una fuerza o valor especiales, lo hace también para hacer daño y actuar cruelmente, con una siniestra capacidad para oprimir a los demás.
Nosotros dejaríamos de ser marxistas, y por tanto estudiosos de la historia, si pensásemos que un exterminio similar de los más Grandes o de los más Canallas, haría que nunca perdiese una batalla esa Revolución de la que somos defensores, y cuyas raíces son connaturales a todos los tallos del campo de la hierba humana.
Si quisiéramos seguir la casuística histórica de la doble versión acerca de los grandes hombres “especiales” – presuntos motores de los acontecimientos generales, según nuestros contradictores – no bastaría una vida humana. No se escaparía ningún nombre excelso, profeta o sabio, santo o soberano de pueblos, semidiós o semidemonio de las leyendas que nos fueron transmitidas, ni siquiera como reflejo en las obras de fantasía literaria, en las cuales los hombres plasmaron de otra forma sus tradiciones comunes. La sublimidad y la vergüenza nos afectan a todos, como demostraremos. Y por las dos razones todos recordados, o tal vez mejor soñados, por misteriosas transposiciones desde las primeras formas del conocimiento humano y de la transmisión de los datos del pasado. Es inútil, pues, buscar en este proceso del hombre una causa de la historia, por la que se deslizan tanto los de la pandilla de Dulles como los de la de Kruschov (solo para que quede bien claro), la clave del problema Stalin.
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Podremos sondear las religiones y los mitos, que no son otra cosa que las primeras escrituras de la historia social vivida, no inventadas por capricho y azar, sino derivadas de sucesivas deformaciones de las condiciones materiales de la vida común, los primeros ejemplos que igualan al genio bueno y al malo, al salvador de los hombres y a la bestia que bebe su sangre. Dios, en cada estadio, es el primer modelo del ser amado y temido al mismo tiempo, en los mismos tremendos extremos.
Los primeros personajes históricos acampan a mitad de camino entre lo mítico y lo humano. La tradición que los construye oscila extraviada entre sus preclaras virtudes y sus horrendos vicios. De hecho es horrible lo que se le aparece al hombre, incluso en tiempos no antiguos, como más apto para levantar a un hombre al pedestal por encima de los demás.
De muchos grandes caudillos y señores y soberanos, el recuerdo de las infamias ha superado en la narración histórica al de los méritos y, a lo sumo, se casan con éstos sin que la fantasía popular se desprenda de ellos. ¿Recordaremos los feroces sacrificios y estragos de los reyes asirios y egipcios, que la historia recuerda por fundaciones y obras gigantescas de civilizaciones milenarias? ¿La regulación del Nilo, las pirámides, las ciudades de los muros séptuples, o el saneamiento hidráulico como en la fertil Mesopotamia, que Semiramis transformó de bosque infestado de fieras en un jardín risueño, entre las domadas aguas del Tigris y del Eúfrates, para pasar después a la historia como una grandísima puta, ya que es el aspecto sexual de la desviación humana el que aflora inevitablemente en torno a estos clamorosos nombres? Todo esto sería demasiado largo. Y si los grandes emperadores se impusieron a las poblaciones no fue por las penurias bélicas de las gloriosas campañas, sino por haber sabido hacer crujir ante sus ojos los cuerpos vivos de los prisioneros bajo las ruedas de los carros triunfales. ¿Estamos hoy a tanta distancia de esto? ¿La morbosa conmoción del civilizado pueblo americano por unos decímetros del intestino de Ike [se hace referencia a Dwight David “Ike” Eisenhower, Presidente de Estados Unidos 1953‑1961], existiría quizás, sin la alegría de haber aprendido y admirado en las pantallas las grandes masacres de centenares de miles de cuerpos vivos como consecuencia de las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki, algo que ni Jerjes, ni Ciro, ni Tamerlán, ni Gengis‑Kan habrían sabido celebrar?
Quememos las etapas. Resulta obvio ligar a la grandeza de los Caudillos sus hazañas sexuales con los Favoritos de todas las razas, fruto de sus victorias. Octavio bajó en popularidad algunos puntos ante Marco Antonio y César por el mérito de haber sido el único que no entró en la alcoba de Cleopatra. La virilidad con las mujeres se acopla literariamente bien con el valor ante el enemigo, como sucedió con Astolfo que épicamente desvirgó en una noche a once vírgenes y al día siguiente derrotó a doce caballeros; el cartel del reto fue su propia cabeza.
Pero también la degeneración y perversión sexual más vergonzosas han condimentado bien las preclaras cualidades de los hombres excepcionales. Sócrates figura como el fundador de la filosofía moral, a pesar de ciertos chistes con el joven Alcibíades, su alumno predilecto. Volviendo a César es banal recordar que según Suetonio, sus fieles legionarios – no sus adversarios – le cantaban triunfalmente, en ese latín que nos permite relatar porquerías: Hodie Caesar triumphat – qui subiegit Gallias – Nicomedes non triumphat – qui subiegit Caesarem (Hoy triunfa César pues sometió a la Galia, Nicomedes no triunfa pero sometió a César, ndr.). Cierto o no, ¿el episodio con Nicomedes, rey de Bitynia, es un hecho histórico de peso comparable al traspaso de la forma social romana clásica en la Galia o en Britannia y a los orígenes del Imperio Latino? ¿Estos eventos humanos están condicionados por la figura fecunda de hombres destacados −en tanto que, como sostenemos los marxistas, eran fruto de un devenir de fuerzas colectivas, no personales.
Caerá el imperio después de haber tenido a Nerón, Calígula, Tiberio, ensuciados según la creencia vulgar, con todos los delitos; pero también las nuevas fuerzas que abrieron el camino de hombre de César, visto aquí como un invertido y allí como el más grande general, ingeniero, escritor, historiador, estadista, de un siglo recordado como de oro, abrirán el paso a nuevas formas que tendrán el aspecto de feroces invasores; Atila, castigo de Dios hará que la hierba se seque bajo los cascos de sus caballos, pero hará brotar un mundo original: ¿maldecido, bendecido? Ambas cosas. Igual sucede con los Vándalos, Hérulos, Godos, Normandos y sus reyes con nombres famosos, sus feroces costumbres y las piedades cristianas.
Verdugos y padres de la patria. Santos e Inquisidores. Reformadores y Tiranos, se amontonan en la memoria histórica con los mismos nombres y con las mismas hazañas gloriosas se entrecruzan, sin que a nadie le impresionen ya demasiado, envenenamientos, incestos, parricidios, estacas y horcas... El juicio moral sobre los nombres hace que cualquiera, dentro de cada escuela, escriba una historia ofuscada e inconexa. Evidentemente las razones de esa historia hay que buscarlas fuera de las infamias, al igual que fuera de las obras maravillosas, de la granizada alucinante de los Nombres Inmortales. Esto debía ser hecho, y fue hecho, por los materialistas históricos.
¿Debemos todavía transcribir las dos presentaciones de la Revolución Francesa, del lado feudal y del lado burgués? ¿Recordar las acusaciones a las bestias del Terror, del Thermidor y de la Restauración? ¿Oponer la luminosa construcción que resuelve las apologías y execraciones superadas y fatuas en el vivo drama de las clases en lucha, en la fuerza motriz de la lucha económica, cuando aparece el marxismo? ¿Y para siempre palidece todo juicio moral?
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Los personajes más recientes no escapan a estas normas. El estallido de la primera guerra mundial fue ligado al nombre de Guillermo de Alemania, ídolo para unos, monstruo para otros: hecho todo esto desde la premisa de una sucia historia de entendimientos con el conde de Eulemburg. Siempre con este arma propagandística del chisme sexual se quisieron conducir las batallas políticas, no se salvó de esto ni el Vaticano. Cuando Mussolini estaba en la cima circularon rumores acerca de amores lícitos, se difamaba a sus secretarios y fiduciarios y se utilizó ampliamente, como sucede en todos estos casos, el arma de airear los trapos sucios familiares. ¿Qué no se dijo de Hitler? Los hombres del proletariado también fueron golpeados no pocas veces con estos sucios medios. Nos encontramos con puercos que explicaban de forma obscena el vínculo de Engels con la familia de Marx. Sin embargo, la historia del comunismo tiene ejemplos que hacen callar a todos: hombres que tal vez, como Marx y Lenin, no tuvieron otra mujer que su admirable esposa, pese a la teoría sexual profesada. En estos días ha aparecido un idiota que ha hablado de una visita de Lenin a una casa de citas de París, en vez de a la biblioteca nacional, donde se habría infectado… Pero creemos que nunca hemos encontrado a ninguno tan cerdo que no hablara con respeto de la incomparable compañera de Lenin, ejemplo excepcional de esposa de un hombre intenso, únicamente devota no tanto a su marido como al partido, que recordó valientemente a Stalin que no era el último de sus miembros. A estas grandes figuras de Jenny y Nadeshda puede unirse Natalia, la viuda de Trotsky.
¡¿Ahora les gustaría resolver el problema de la dirección histórica, que se liga convencionalmente al nombre de Stalin, a través del hecho verdadero o inventado – que en sustancia, ¿qué importa? – según el cual el viejo habría hecho que le llevaran jovencitas, casi niñas?!
En esta asquerosa materia, más que unos sistemas nerviosos que no funcionan, la suciedad está en las bocas que se deleitan contándolo. Y la política que liga un éxito al empleo – repetimos, ya sea verdadero o falso – de recursos tan miserables, no hace sino dar una medida de la bajeza y de la insipiencia humana. Pero si se trata de alguien que alguna vez se ha llamado marxista la pendiente descendente es tan profunda y espantosa, que nos encontramos en presencia de cerebros degenerados de un modo cien veces más patológico, que cualquier glándula sexual cuyas hormonas no sigan químicamente la regla general.
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Al final de su estudio sobre Stalin, increíblemente rico en material y reivindicado dramáticamente por los acontecimientos posteriores, Trotsky, a quien no podremos perdonar nunca el haber sido tan frecuentemente biógrafo y psicólogo, él, grandísimo historiador marxista, concluye con esta frase: «El Estado soy yo es una fórmula cuasi-liberal en comparación con el actual (1940) régimen totalitario de Stalin. Luis XIV se limitaba a identificarse a sí mismo con el Estado. Los Pontífices romanos se identificaban a sí mismos con el Estado y con la Iglesia, pero esto sólo en la época del poder temporal. El Estado totalitario ruso va mucho más lejos que el Césaro-Papismo, porque ha sometido igualmente toda la economía del país. Stalin puede decir, a diferencia del Rey Sol: la Sociedad soy yo».
La distinción entre Estado y Sociedad es fundamental en la teoría marxista y engelsiana. Mientras exista el Estado, son dos entes distintos y enemigos. El Estado es una máquina de clase que pesa sobre el cuerpo de la sociedad humana. Para erigir un Estado, si el marxismo es marxismo, no basta con un Hombre, es necesaria una Clase social.
Trotsky no ha escrito estas palabras más que a título de feroz sarcasmo. Él no ha querido decir que Stalin ha puesto su talón sobre el Estado y sobre una sociedad de cien millones de hombres; haciendo esto habría descendido al nivel de Kruschov que quiere hacernos temblar con el dedo meñique de Stalin.
También Lenin en su testamento insistió en el examen psiquiátrico de Stalin. Este texto puede causar mucha impresión, pero no es el mejor ni el más útil de los textos de Lenin. El mismo Lenin se excusa: estas cosas (el carácter de Stalin, su mala educación con los camaradas) parecen minucias, pero no lo son...
Lenin, como veía claramente su mujer, quería pasar las funciones de Stalin a Trotsky, a Zinóviev a Kámenev. Pero solamente porque él sentía que esos hombres estaban sobre el camino marcado por diversas fuerzas del fondo de la historia y habrían luchado, y él, como todos nosotros, habría – si no hubiera muerto – luchado, del lado contra Stalin.
Lenin comenzó a estar mal en marzo de 1922. El primer ataque de arteriosclerosis bloqueó su lado derecho y el habla el 26 de mayo. En el IV congreso del Komintern, del 4 de noviembre al 5 de diciembre de 1922, Lenin participó plenamente: el suyo era un físico formidable; se había recuperado. Pero el 16 de diciembre sucumbió al segundo golpe. Escribió el testamento el 25 de diciembre, el post scriptum el 4 de enero de 1923. El 9 de marzo, pocos días después de la carta de ruptura con Stalin, tuvo el tercero y más tremendo golpe. En octubre de 1923 pareció mejorar levemente; murió el 21 de enero de 1924.
Pero todo aquel que pudo acercarse a Lenin en junio de 1922, durante el Ejecutivo ampliado en el cual no pudo intervenir, vio ante sí a un hombre hinchado, con los ojos cambiados, que hacía visibles esfuerzos para recordar y hablar: y si bien él era precisamente de esos para quienes la historia se hace sin los hombres, o sin determinados hombres, salió expresándose ante los camaradas con una frase drástica, irrepetible: estamos definitivamente jodidos, muchachos – palabras más palabras menos.
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Todo lo que Lenin expresó al final de su vida hay que adoptarlo pues con cautela. El fenómeno de noviembre-diciembre de 1922 fue sin duda el último fenómeno que la naturaleza podía producir, con la ayuda de los mejores médicos disponibles en Moscú y el trabajo increíble de Nadeshda, que después del segundo ataque de Lenin tuvo que volver a enseñarle a hablar y a leer como a un niño. Cuando Trotsky narra en su libro que Stalin quería dar a Lenin el veneno que le pedía, dice que el médico no excluía una recuperación expresándose así: el virtuoso será siempre un virtuoso. La palabra, italiana, no nos parece apropiada. Un hombre es quizás la misma persona, para dios, el diablo y la ley, a lo largo de toda su vida; pero precisamente no es siempre la misma Cosa, sobre todo para el médico.
Abordaremos esta cuestión, en breve y para concluir, no según la brillante frase de Trotsky ni según las últimas manifestaciones, trágicas, del pensamiento de Lenin.
Quien utiliza al Estado, lo utiliza contra una parte, una clase o algunas clases de la Sociedad. El problema es la relación entre Estado y Sociedad. La sociedad es una colonia natural de animales-hombres colocados por la naturaleza en unas determinadas condiciones, que distinguimos en grupos de condiciones. El Estado es una máquina organizada, formada en la Sociedad y unida a una parte de la Sociedad. La base del Estado no puede coincidir con la Sociedad de un modo uniforme: esta es la mentira de la teoría democrática y liberal.
La teoría de la Dictadura nos enseña a utilizar una máquina-Estado a nuestro favor. Una nueva máquina, hecha después de destrozar la tradicional, pero sigue siendo una máquina, hecha con hombres unidos por varios engranajes.
Esta máquina actúa contra las clases derrotadas, pero que aún sobreviven, para destruirlas junto a sus pegajosas y obstinadas influencias; y después desaparece.
Mientras que esta máquina existe, está compuesta de hombres: escritores, oradores, organizadores, soldados, guardias, policías.
Admitamos que la máquina-Estado debe funcionar con hombres idóneos y seleccionados, que posean determinadas cualidades, e incluso malas cualidades según la moral tradicional. No por esto renunciaremos al uso, históricamente transitorio, de la máquina-Estado, del utensilio-Estado, del arma-Estado, de la porquería-Estado.
Nosotros no pretendemos erigir un Estado modelo, como han hecho todos los ideólogos enemigos nuestros. Nos proponemos, ya que la historia lo impone, liberar a la sociedad del Estado “vacunándola” con el uso de un último Estado, bajo ciertas condiciones más cortante y áspero que todos cuantos lo han precedido.
Cuando una forma social, como el actual capitalismo, envejece demasiado, puede presumirse que el Estado que librará de la misma a la sociedad deberá ser particularmente fuerte. Supongamos que se nos pruebe que en este Estado deberán utilizarse e incluso sacrificarse algunos de los militantes del partido, para llegar a ser subjetivamente despiadados y feroces; ésta no será una razón histórica para retroceder en el único camino de la Revolución.
Así hablaron y escribieron Lenin y Trotsky en su época de plena eficiencia, ellos que subjetivamente no habrían disfrutado ni siquiera matando a una hormiga (una sola vez Trotsky nos habló con su gran sonrisa de “plaisirs de la chasee”) [placeres de la caza]. No tenemos ninguna razón y ningún interés doctrinal de partido en apalancarnos sobre el sadismo de Stalin, y no vemos en ello una clave de la historia: quien quisiera podía mirarle a la cara y hacerle frente, como hizo Nadeshda sin temblar. No fue la maldad o la brutalidad de Stalin lo que decidió esta partida histórica. Bien lejos!
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No fue la naturaleza la que creó una monstruosa criatura, sino la historia que se detuvo sobre un tipo difícil de la máquina-Estado, a caballo entre muchas fuerzas en choque, entre las que faltó la fuerza decisiva: el proletariado de Europa.
Esta forma histórica se paró en un monstruoso encuentro entre dos formas ya alternativas: democracia y dictadura.
La cuestión no es saber si la máquina-Estado puede tener en el vértice un individuo, un sanedrín, o una asamblea popular. Esto es metafísica, no historia.
El Estado revolucionario ruso fue conducido a usar la forma extrema del terror interno; y a diluirse fuera de sus fronteras en la defensa de la lascivia democrática y popular – por todas partes y siempre mentirosa.
Todos los fenómenos monstruosos surgieron de este incesto de fuerzas históricas, cuyas tendencias, propuestas, resistencias y oposiciones intentaron en vano evitar: mantenerse fuera de los parlamentos en occidente, salvar en Rusia al partido obrero de la asfixia de un Estado burgués campesino, no caer en el fango de los bloques antifascistas. La superación era inmadura, imposible (¡incluso para un Lenin rejuvenecido!) sin la revolución en Occidente.
De este incesto de fuerzas históricas tomó forma el Minotauro Stalin, pobre forma pasiva sin vitalidad, fecundidad y responsabilidad; ni bestia ni hombre, no sujeto de procesos de condenas o de rehabilitaciones.
Según las miserables explicaciones e hoy la anormalidad o no del gobierno de Stalin podría discutirse según principios comunes sobre la validez y la rectitud en el manejo de los Estados, que retroceden a los criterios comunes de una civilización base.
Es en esta tentativa de los extraviados deificadores de ayer de Stalin donde está el error: falta este terreno común a las fuerzas enemigas en la historia: solo un medio de discusión discurre entre ellas y ese es la fuerza; estará equivocado en definitiva quien muerda el polvo. Todo el resto es una puerca prostitución ante la ideología burguesa, y los falsos comunistas de hoy de occidente tienen la excusa de siempre, sin asumir por un momento al marxismo, lealmente, honestamente creído, en el que hoy vuelven a zambullirse tomando un respiro. La legalidad burguesa es su atmósfera y nunca han estado fuera de ella: de lo contrario perecerían. Sólo una burguesía que huele su propio hedor cadavérico, puede temer algo de estos hombres: tienen su perfume.
Tras las últimas contorsiones se dice en Rusia que Stalin violó la legalidad revolucionaria, la legalidad soviética.
Stalin tenía el mandato de dirigir una dictadura o de respetar una legalidad. Lenin había escrito: ¿qué es la dictadura? El mismo lo dijo:
UN PODER CONQUISTADO Y MANTENIDO POR LA VIOLENCIA DEL PROLETARIADO CONTRA LA BURGUESÍA, UN PODER “NO SUJETO A NINGUNA LEY”.
Stalin y sus viles jenízaros no tenían que respetar ninguna legalidad, ya violada por ellos. Para su desgracia y en su irresponsable impotencia han nuevamente vinculados, dentro y fuera del telón, por las leyes económicas, jurídicas e ideológicas de la asquerosa ciénaga social burguesa.
La dictadura del mañana, importa poco que tenga al frente a un coloso como Lenin, o a miles de valerosos militantes, o a millones de simples proletarios, no solicitará excusas ni máscaras de legalidad y de constitucionalidad, de consensos populares y de emulación de los enemigos radicales. Actuará erguida, clara, luminosa y brillante, limpia de la vergüenza con que la acusan hoy los desgraciados difamadores, que hacen de ella, en vez de una fuerza renovadora de la historia de un mundo, un feroz juguetillo que puede ser guiado por el dedo meñique del Hombre Malo.
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El último de los crímenes atribuido a José Stalin es la propuesta que hizo en 1953, de incrementar en 40 mil millones de rublos las entregas de los campesinos al Estado, es decir, a la economía industrial, es decir, al famélico proletariado ruso.
La motivación es vilmente reformista, minimalista, apestando a mil millas a oportunismo pequeño burgués: Stalin no iba al lugar, en el campo, no hacía cuentas, creyéndose un genio; aseguró que a cada campesino le bastaba con comer un pollo menos. En efecto cada uno de ellos no habría dado más de 500 rublos al año, unos pocos miles de liras en valor real. El argumento de que Stalin veía en las películas las mesas campesinas llenas de ocas y pavos es innoble: ¡¿era él sólo quien las rodaba y proyectaba?! El argumento de que en ciertos años los koljós habían obtenido del Estado sólo 28 mil millones como precio de sus mercancías, sólo quiere decir que por la tierra (y lo demás) en usufructo pagan cifras irrisorias. Se lo han robado a la Revolución.
Stalin desaparece después una última idea que es un vómito de bolchevismo en el último de los ex‑bolcheviques. Desplazar, en la economía capitalista de Estado, una mayor parte de la renta de la semiburguesía agraria y de sus agentes, a los trabajadores asalariados. Es necesario enterrar, sin construir mausoleos, la idea, tan difícil de quitar de nuestras pobres cabezas, de que los hombres, ya sean Stalin, Trotsky o Lenin, puedan fabricar la historia. “Three, who made a revolution” ha escrito mal el valiente anecdotista Bertram Wolfe. ¡Tres que hicieron una revolución!
Todos los textos usados en el informe de Kruschov, además de estar en circulación en Moscú desde 1924, han sido publicados por Trotsky y en todo el mundo desde hace decenios. Pero hasta ahora se ha hecho creer a decenas de millones de trabajadores de todos los países, a centenares de millones, que lo habrían jurado cien veces, que eran falsificaciones fabricadas por agentes burgueses – del calibre de todos nosotros!
Trotsky ha dicho cosas literalmente ciertas. Como cuando en la sesión del Comité Central Kámenev leyó el “testamento”, Stalin, «sentado en los escalones de la tribuna del Presidium, a pesar de su dominio sobre sí mismo, se sentía pequeño y miserable». Esto sucedió antes del XII congreso del partido, celebrado en abril de 1923, Lenin estaba vivo pero ausente.
¿Hoy solamente son válidos estos textos para destruir a Stalin, ya muerto? ¿Y no destruyen a todos los que lo sabían desde hace 33 años, tiempo suficiente para clavar a un Cristo en la Cruz y ahora lo “revelan”?
Trotsky comenta también las palabras de Krupskaya: «Volodya (diminutivo ruso de Vladimir) decía siempre: él (Stalin, al cual Nadeshda no nombraba pero señalaba dirigiendo un gesto con su cabeza hacia su alojamiento en el Kremlin) está desprovisto de la honestidad más elemental, de la más simple honestidad humana». Habla un hombre consumido por la enfermedad, una mujer al límite de la abnegación y del dolor, otro hombre derrotado y proscrito. Volodya, León, Nadejdá, muchos hombrecillos como nosotros, debíamos comprender que el deber hacia la causa y el partido habría sido arrojarnos sobre Stalin, siendo, si era necesario, más deshonestos que él. Que ÉL. Sustantivando este pronombre, tontamente se le hizo también un pedestal idiota, precisamente por sus propios enemigos, al falso villano Benito. Nos burlábamos de esto con nuestros compañeros de prisión: ¿de qué animal con sexo masculino estáis hablando?
También el ardiente Trotsky parangona a Stalin con Nerón, con Borgia y explica la razón marxista: «Estamos viviendo una época de transición de un sistema a otro, del capitalismo al socialismo. Las costumbres del decadente imperio de Roma se formaron durante la transición del esclavismo al feudalismo, del paganismo al cristianismo. La época del Renacimiento marcó la transición de la sociedad feudal, a la burguesa, del Catolicismo, al Protestantismo y al Liberalismo».
«También Nerón fue un producto de su época. Pero cuando murió sus estatuas fueron derribadas y su nombre borrado por doquier. La venganza de la historia es más terrible que la venganza del más poderoso Secretario General. Me aventuro a creer que en esto hay algo de consolación».
Todo esto es magnífico y potente, propio de un luchador tan formidable, de un campeón de la voluntad y del coraje humano. No obstante nosotros, diminutos, rectificaremos con base teórica y no emotiva, algunas otras frases del profético pasaje.
«En ambos casos (Imperio y Renacimiento) la moralidad antigua se había destruido a sí misma, antes que la nueva se hubiese formado». Como para los marxistas no se trata de fundar un nuevo Estado, tampoco tendrán necesidad de una nueva moral. Y, si la tuviesen, no figuraría en ella la Venganza, y mucho menos el consuelo que la venganza proporciona al buen combatiente derrotado.
Aun así: «Una explicación histórica no es una justificación».
Expresando una vez más nuestra admiración por Trotsky, teórico de los más grandes, nosotros proponemos como epígrafe para Stalin, después de los prolijas epopeyas sobre su tumba profanada, una tesis distinta y más grande.
Una explicación histórica siempre es una justificación.