«Con la doctrina de Marx ocurre hoy lo que ha ocurrido en la historia repetidas veces con las doctrinas de los pensadores revolucionarios y de los dirigentes de las clases oprimidas, en la lucha por su liberación. En vida de los grandes revolucionarios las clases opresoras les someten a constantes persecuciones, acogen sus doctrinas con la rabia más salvaje, con el odio más furioso, con la campaña más desenfrenada de mentiras y de calumnias. Después de su muerte se intenta convertirlos en iconos inofensivos, canonizarlos, por así decirlo, para rodear sus nombres de una cierta aureola de gloria, para “consolar” y engañar a las clases oprimidas, castrando el contenido de su doctrina revolucionaria, mellando el filo revolucionaria de ésta, envileciéndola». Cuando escribía estas líneas al inicio de El Estado y la Revolución, ciertamente no pensaba Lenin que el mismo "destino" le seria reservado a su "pensamiento" y, más aún, a este glorioso Octubre Rojo al cual se uniría pronto su nombre de forma indisoluble.
Pues bien, con la «rabia más salvaje» fue con la que los ejércitos de la burguesía internacional se arrojaron sobre la dictadura comunista de Rusia, foco de esta revolución proletaria mundial, de la cual se proclamaba la primera fortaleza, y de la cual jamás habría soñado en separar su propio destino. Durante años los guardianes del Capital han mantenido, alrededor del polvorín ruso, el cordón sanitario de intervenciones militares y contraataques políticos. No hay nada que la contrarrevolución burguesa no haya intentado para impedir que la llama revolucionaria de Octubre se propagara hacia las ciudadelas del capitalismo occidental y las destruyese en el incendio de la Revolución Socialista. Allí en donde las armas no fueron suficientes (¡y no lo fueron!) se movilizó la artillería pesada de la mentira y de la calumnia; y cuando éstas se revelaron impotentes, el ejército servil del oportunismo se lanzó al asalto tras la cobertura del Capital. Y con motivo. La burguesía sabía mejor que ninguna otra clase que la revolución de Octubre era un ejemplo vivo, una "lección" evidente; que no se trataba de un acontecimiento local o nacional; que, allí abajo, en Rusia, un eslabón de la cadena de su imperio mundial acababa de romperse. Han pasado cincuenta años desde entonces; la burguesía de todos los países ha olvidado sus miedos de entonces, y, para ellos, Octubre ha pasado a la historia, es una pieza de museo, un cuerpo sin "alma", un arma con el filo mellado. Ya nada impide su conmemoración: Octubre está muerto. Por lo menos, eso se cree.
Los herederos y sucesores de los peores adversarios de los bolcheviques en aquellos lejanos años pueden cantar impunemente sus alabanzas; los herederos y sucesores de ese estalinismo que comenzó su carrera momificando el cuerpo de Lenin y santificando su "nombre" después de haber desnaturalizado el "contenido" de su doctrina pueden conmemorarlo a su antojo. Al igual que los dirigentes burgueses clásicos, han colocado a Octubre en los archivos. De un momento crucial en la trágica historia de la lucha de clases ¿no han hecho la fecha de nacimiento del moderno Estado de todas las Rusias? De aquella bandera, de aquella antorcha de la revolución proletaria ¿no ha hecho el punto de reunión de intereses estrictamente nacionales? Octubre pertenecía al proletariado internacional: ellos han de hecho de él la razón de ser del Capital que se acumula tras las fronteras bien defendidas de Rusia. Esta radiante enseñanza lanzada a las nuevas generaciones fue transformada en un miserable catecismo para uso de "jóvenes leones" de una patria como tantas otras. Para ellos los orígenes de Octubre son rusos, exclusivamente rusos, al igual que sus resultados históricos. Octubre tiene ya cincuenta años: se va al mausoleo para adquirir conciencia, no se va para aprender y recordar. Octubre está muerto. Descanse en paz.
En 1918 Lenin escribía: «La revolución rusa no es mas que un ejemplo, un primer paso en una serie de revoluciones». Y en 1919: «En esencia, la revolución rusa ha sido una repetición general... de la revolución proletaria mundial». Para la pandilla de mixtificadores cuyo vacío cerebro "académico" ha dado a luz las Tesis para el cincuentenario de la gran Revolución Socialista de Octubre, ésta, por el contrario, no es más que una excepción a la regla, un fenómeno histórico único que no se repetirá nunca. Así pues, una vez cortadas sus raíces, que residían en el antagonismo mundial entre la burguesía y el proletariado, el contable-archivador de turno bien puede decir, con frialdad de "experto", que Octubre «ha ejercido una influencia muy profunda sobre todo el curso sucesivo de la historia mundial». La historia mundial ya no es la historia de las clases, sino la historia de todos, curas y esbirros incluidos. De igual manera se podría decir de un peñasco desprendido de la montaña, que mediante la simple inercia ha puesto en movimiento a los demás mecánicamente, sin imponerles una dirección determinada, dejándolos "libres" para que cada uno siga su propia vía... nacional, exclusiva, inimitable hacia un destino que se desconoce, puesto que es al misterioso genio nacional, a la historia nacional con todas sus tradiciones y su Panteón, al que corresponde definirle. Sus orígenes, su naturaleza de patrimonio colectivo de una sola clase, sus perspectivas internacionales, han sido colocadas en el museo de una historia mentirosa y coagulada. Octubre está muerto y bien muerto. Por lo menos eso se cree.
Pero bastarían dos de las frases de Lenin citadas anteriormente para recordar que no fue por esto por lo que los marxistas libraron la gigantesca batalla de Octubre, ni por lo que la conmemoran un año tras otro, ni era lo que los bolcheviques pensaban y sentían. El marxismo no sería una "guía para la acción", como se repite hasta la saciedad invirtiendo por lo demás el sentido de la fórmula, si no fuera una concepción general y completa del movimiento de emancipación de la clase obrera («los proletarios no tienen patria», dice con sólida razón su programa), y si no buscara en los grandes periodos de agitación en los cuales las clases empuñan las armas para un combate sin piedad la verificación de sus previsiones, extrayendo de los mismos hechos el impulso que dará más relieve a estas previsiones, que las dotará de carne y de sangre, gracias a la fuerza persuasiva de los hechos históricos, y las convertirá en irrevocables. En 1848‑49 y en 1871, con el contacto real de las batallas de clase Marx y Engels afilaron las armas de la crítica, batallas cuyo balance no concierne al proletariado francés ó alemán, sino al proletariado mundial. Con la mirada fija en Petrogrado, que no solamente Petrogrado, sino también Londres, Berlín ó París, Lenin hace otra vez hincapiéen El Estado y la Revolución sobre estas luminosas verificaciones de la doctrina, y, como en todo el período que va de 1905 hasta 1917, prevé su plasmación en los acontecimientos reales de la historia, no solamente rusa sino mundial, del grandioso esbozo trazado en 1850 por la Dirección del Comité Central de la Liga de los Comunistas, al igual que Trotski tomó de él el famosos grito de guerra de la revolución permanente. Durante un siglo y medio de asaltos al cielo y recaídas en los infiernos, asaltos alabados y maldecidos por los marxistas, se da siempre la confirmación definitiva de la doctrina y del programa universal que ellos han buscado, y lo que han extraído es una certeza de cara al futuro preocupándose menos de conmemorar el pasado, que es otra forma de enterrarlo.
Y así, unos se imaginan que Octubre ha muerto, y otros que ellos lo
han matado. ¡El proletariado revolucionario tiene la misión de redescubrirlo,
para arrojarlo a la cara de todos sus enemigos!
La luminosa confirmación
de la teoría marxista
En los primeros capítulos de La enfermedad infantil del comunismo, destinados a recordar a los comunistas de todos los países las características de importancia internacional de la revolución de Octubre – «en el sentido más estrecho del término (...) el valor internacional ó la repetición histórica inevitable, a escala internacional, de lo que ha sucedido aquí en Rusia» – Lenin señala como «una de las condiciones esenciales del éxito de los bolcheviques» el hecho de haber tenido que buscar fuera de los límites nacionales de Rusia una teoría «verificada por la experiencia universal de todo el siglo XIX» y confirmada posteriormente por «la experiencia de las fluctuaciones y de las vacilaciones, de los errores y de las decepciones del pensamiento revolucionario en Rusia».
Exactamente de la misma manera, Marx y Engels, también ellos exiliados, han encontrado la confirmación de esto en las fluctuaciones y en las vacilaciones de los socialistas pequeño-burgueses, en el curso de las grandes luchas de 1848 ó de los años que precedieron a la Comuna de París.
Los bolcheviques, que se habían propuesto según el programa propuesto en el ¿Que Hacer?, importar el marxismo para la clase obrera rusa, lo habían importado a su vez de Occidente. Su inspiración no la hallaron ni en las profundidades del carácter eslavo, como los paneslavistas, ni en el "modelo" nacional del MIR, como los populistas, sino en una doctrina nacida de un solo bloque al mismo tiempo que la clase de los asalariados se convierte en carne de su carne. No buscaron sus fuentes en las "particularidades específicas" de los países con un capitalismo más avanzado. Sin haber pretendido nunca descubrir ninguna novedad, supieron leer en el libro ya escrito durante medio siglo de luchas de clase y marxismo. Su vía estaba trazada en él; su gloria, su grandeza de militantes que desdeñaron siempre reivindicar métodos particulares, lo mismo para ellos que para "su" clase obrera, han estado dentro de esta vía, que ya en 1903 se calificaba como "dogmática".
«La revolución rusa no se debe en absoluto a un mérito particular del proletariado ruso, sino al encadenamiento general de los acontecimientos históricos, que hace que este proletariado se encuentre provisionalmente en la vanguardia de la revolución mundial» (Lenin, Informe sobre la lucha contra el hambre, Obras, Tomo 27, pág. 449)
Para el marxismo, el destino revolucionario (ó contrarrevolucionario, pues los dos últimos términos están ligados dialécticamente) de Rusia se inserta en un conjunto que, desde el Manifiesto, es por definición mundial. La sombra de la Rusia zarista, reserva de la contrarrevolución europea, obscureció las perspectivas revolucionarias de 1848: ya no se trata de la lejana tierra de los sármatas tan querida por el publicista burgués, sino de un primer papel en el drama social, como en la Austria de Metternich; sin su derrota, la revolución europea no podía vencer. Después de 1860, en Europa, lo que en la época quería decir en el mundo, la perspectiva marxista cambia de signo: la revolución rusa que se anuncia «tendrá una enorme importancia para toda Europa, y no tendrá lugar más que abatiendo de un solo golpe la última reserva de la reacción europea, intacta hasta el momento»; podrá llevar a cabo el salto «de la comunidad campesina, esta forma ya descompuesta de la antigua propiedad comunal del suelo (...) a la forma comunitaria superior de la gran propiedad», si se convierte «en la señal de una revolución obrera de Occidente, y si ambas se complementan» (Marx y Engels, prefacio a la segunda edición rusa del Manifiesto, 1882).
En los años 90 del siglo XIX esta perspectiva hipotética desapareció. Rusia se incorporó al torbellino capitalista, la revolución antifeudal y antizarista se anuncia como el gran trastorno que, arrancando a los campesinos «del aislamiento de sus pueblos, que forman su universo» (¿Es preciso señalar que cualquier patria, para un marxista, es un MIR, un universo cerrado en donde los explotados están encerrados en una soledad envilecedora?) y empujándoles «hacia la gran escena en donde aprenderán a conocer el mundo exterior y por lo tanto también a conocerse a sí mismos», dará «al movimiento obrero occidental un nuevo impulso, nuevas y mejores condiciones de lucha y, por lo tanto, acercará esta victoria del proletariado industrial moderno, sin la cual la Rusia de hoy no puede salir ni de la comuna ni del capitalismo para dirigirse hacia una transformación socialista» (Engels, Postfacio a Soziales aus Russland).
Desde su nacimiento, el bolchevismo estará en continuidad con esta tradición internacional del marxismo: en estas frases de Engels ¿no se encuentra la perspectiva bolchevique de 1905 y de 1917, además del marco de una posible contrarrevolución que no se realizará más que llegando 1926? Para nosotros, la primera de las lecciones de Octubre, de sus inicios brillantes al igual que de su caída trágica, es la de esta continuidad sin interrupción que establece el Partido, veinte años antes de la Revolución, con las batallas históricas del proletariado de los países de capitalismo plenamente desarrollado, y con la doctrina general y el programa que las anunciarán y que se nutrirán a la vez con ellas. Sin esta continua ligazón no ha sido ni será posible ninguna victoria de la clase obrera. Los bolcheviques supieron abarcar con la misma perspectiva 1917, 1848, 1871 ó incluso 1894; por eso mismo, en la fecunda perspectiva de las grandes etapas de las luchas pasadas, en todos los países, y en su reflejo en la doctrina, es donde debemos considerar la futura ofensiva clasista.
La fecundación del movimiento obrero ruso por el marxismo se remonta a los lejanos años en los que Engels, pronosticando que Rusia pasaría inevitablemente por una fase capitalista, abría a la clase obrera del inmenso país y a su Partido marxista la perspectiva de una revolución que seria ciertamente antifeudal, puesto que debía ante todo permitir a los campesinos el acceso a la tierra, objetivo propio de las revoluciones burguesas, pero que podría también elevarse al nivel de una revolución proletaria, a condición de unirse al movimiento revolucionario del proletariado socialista de Occidente. Ningún otro proletariado asimiló tan plenamente como el ruso la doctrina marxista, ningún otro se la apropió como un solo bloque, conforme a su misma naturaleza. De 1894 (fecha de la polémica con Mikhaïlovski y del último escrito de Engels sobre Los acontecimientos sociales en Rusia) a 1905, la lucha de Lenin se resume en una defensa apasionada de la integridad de la teoría marxista, simultáneamente contra la perspectiva de una revolución social y política puramente campesina, que hunde sus raíces en el patrimonio incorrupto del MIR, con la cual soñaban los populistas, contra el revisionismo de los economistas, y contra el pragmatismo ecléctico de los espontaneístas.
Paralelamente, Lenin pone en evidencia el papel fundamental de la teoría, del programa, del Partido en suma, y de su "importación" por la clase. Ninguna revolución es posible sin la unión de lo que podríamos llamar la "conciencia" – es decir, precisamente la doctrina, el programa, el Partido, como anticipaciones definitivas del curso histórico de las luchas físicas reales del proletariado – y la "espontaneidad" de las acciones de masa. Lenin rechaza abiertamente toda "libertad de crítica" con respecto a la teoría o el programa, aceptando una y otro, como Lenin dice y repite en su "integridad", en su "conjunto", globalmente y sin mutilaciones. He aquí el otro aspecto de esta continuidad, en la cual hemos distinguido la premisa fundamental y la primera "lección" de Octubre considerada a escala de todo el devenir histórico del cual es su centro.
Si el primer aspecto es la fidelidad teórica y práctica a la visión marxista, en la que la revolución europea y la rusa se condicionan mutuamente, y están condenadas a vencer o sucumbir conjuntamente,¿cuál es el segundo, si no es la asimilación de la teoría como un todo unitario e invariable? Dos hechos, también de naturaleza internacional, han modelado sus rasgos fundamentales, como lo muestra Lenin en La enfermedad infantil: «Sometida al yugo de un zarismo salvaje y reaccionario», la vanguardia proletaria estuvo obligada a buscar su teoría fuera de las fronteras nacionales, en el exilio que la puso en contacto con las grandes luchas, tanto teóricas como prácticas, del movimiento socialista europeo. Lenin se forma en la escuela del exiliado Plekhanov; todo el bolchevismo se formara en la escuela del exiliado Lenin. Por otro lado, «ningún otro país ha conocido, en un intervalo de tiempo tan corto una concentración tan rica de formas, de matices, de métodos, en la lucha de todas las clases de la sociedad contemporánea». Y este último hecho es de naturaleza claramente internacional, puesto que este dinamismo nace de la implantación de un capitalismo que llega a una madurez plena en una zona históricamente (y también por lo tanto, económica y socialmente) atrasada.
Como maestros dialécticos que eran, Trotski y Lenin buscaron ahí la clave de la futura revolución rusa: «En nuestra época – dirá el primero – los criterios escolásticos, inspirados en una obtusa pedantería, no sirven para nada. Es la evolución mundial la que ha sacudido a Rusia de su estado de atraso y de su barbarie asiática». Y el otro escribirá: «La función de primer orden del proletariado de Rusia en el movimiento obrero mundial no se explica por el desarrollo económico de nuestro país: lo cierto es que es exactamente al contrario» (Informe a la Conferencia de los Comités de fábricas, 23 julio 1918). Precisamente porque este país económicamente atrasado ha visto un moderno capitalismo injertarse en su estructura "asiática" y "bárbara" es por lo que terribles sacudidas han trastornado los fundamentos, se han quemado las etapas y se han abreviado las demoras; es por lo que las clases burguesas y sub‑burguesas han agotado, en un corto período de tiempo, todas las posibilidades de intervenir directamente, de dirigir y de controlar la lucha social y política, y que, casi recién nacido, el proletariado se ha encontrado colocado ante sus tareas históricas.
Frente a "lo último" del capitalismo, le fue preciso buscar "lo último" de la teoría revolucionaria, una doctrina llena de de confirmaciones suministradas durante cincuenta años de historia, y a la cual el absolutismo zarista no hizo otra cosa que ayudar. Su joven vanguardia dio prueba de una extraordinaria madurez, es decir, comprendió muy pronto que fuera de ella no había nada. Era la consecuencia dialéctica de la madurez del capitalismo que, como demostrará Trotski, en una de sus formidables síntesis, que por lo demás se encuentra en mil páginas de Lenin, no se mide en el interior de los límites de un único país, sino a escala mundial.
Si el bolchevismo ha tenido un mérito histórico es el de haber reivindicado
la invariabilidad del marxismo, es decir, de haber ocupado la única
plataforma en la cual la clase llamada a destruir el capitalismo no corría
el riesgo de "deslizarse hacia el pantano", como decía Lenin en el «¿Qué hacer?». Y si después de 1917 se pudo "reimportar" en Occidente la
teoría que éste había olvidado o desfigurado, a esto se debe. Por lo
tanto no tienen ningún derecho a conmemorar Octubre aquellos que, poseedores
del "marxismo creativo" del Kremlin o del absurdo "marxismo maoísta" de
Pekín, han querido hacer del marxismo una doctrina "elástica".
La doble revolución,
de la democracia a su negación
A su nacimiento, el movimiento marxista ruso encontró su camino totalmente trazado. Ocho años antes de la revolución de 1905, sabía que su función era doble: «La actividad práctica de los socialdemócratas se asigna como tarea dirigir la lucha de clase del proletariado y organizar esta lucha bajo dos aspectos: socialista (lucha contra la clase capitalista, lucha encaminada a destruir el régimen de clase y a organizar la sociedad socialista) y democrática (lucha contra el absolutismo, encaminada a conquistar para Rusia la libertad política y a democratizar el régimen político y social de este país» (Lenin, Las tareas de los socialdemócratas rusos, 1897). Política y social, lo que significa en primer lugar la destrucción de la gran propiedad de la tierra. Para ejecutarlas, deberá apoyar a "las clases progresistas de la sociedad contra los representantes de la propiedad terrateniente privilegiada y de casta, y contra los cuerpos de los funcionarios; a la gran burguesía contra las codicias reaccionarias de la pequeña burguesía» (Que sopapo para los "leninistas" de hoy, que hacen coro con las lamentaciones de la pequeña burguesía ante los "monopolios").
Pero esta solidaridad tomó necesariamente un «carácter temporal y condicional», no sólo porque el «proletariado es una clase aparte, que mañana puede ser el adversario de sus aliados de hoy» sino porque su "condición de clase" hace de él la única clase «capaz de llevar a cabo hasta el final la democratización del régimen político y social, ya que dicha democratización pondría a este régimen en manos de los obreros».
Efectivamente, la burguesía se alió con el absolutismo contra los campesinos que reivindicaban la tierra y contra los obreros que exigían condiciones de trabajo más humanas; la pequeña burguesía, como un moderno Jano, presentará alternativamente sus dos caras según se incline hacia una u otra de las clases fundamentales de la sociedad. Por lo que se refiere a la gente instruida y a la "inteligentsia" su agitación no bastará para acabar con su servilismo.
Siguiendo la vía trazada por el Manifiesto Comunista, el Llamamiento de 1850 y Las luchas de clases en Francia y Alemania, el movimiento marxista ruso reconocía por lo tanto en el proletariado el verdadero protagonista de la revolución inminente, aunque esta estuviese dentro de los límites democráticos y por lo tanto burgueses.
Esta es la tarea de la clase obrera en los países que, no habiendo llevado a cabo aún su revolución burguesa, se ven sometidos desde el exterior a la presión de las fuerzas productivas en plena expansión. Todavía es preciso señalar que, para Lenin, "burgués" y "democrático" son siempre términos sinónimos, y que si el proletariado debe cumplir tareas democrático-burguesas (solamente en estos países, nunca en aquellos en los que el capitalismo ha cumplido su ciclo revolucionario) debe hacerlo con una independencia absoluta con respecto a las clases y a los partidos de la burguesía: ¡es él, y solamente él, quien debe llevarlas a cabo íntegramente! Los actuales "conmemoradores" han identificado por el contrario democracia con socialismo, colocando al Partido a remolque de los demócratas, incluso en aquellos países con un capitalismo mas que maduro...
Ya que se trata de una revolución burguesa, dirán los pedantes mencheviques antes y después de 1905, la iniciativa y la dirección deben ser dejadas a la burguesía (¡algunos llegaron a plantear que era necesario participar en el gobierno junto a ella!); imbuidos en su idealismo espirituoso, los populistas, cuyo fin supremo era la destrucción de la gran propiedad señorial, proclamaron por su parte que la iniciativa y la dirección debieran de recaer en el campesinado; hasta 1917 y posteriormente, la posición de los bolcheviques era, por el contrario, que la revolución económica y socialmente burguesa no podría llevarse a cabo "hasta el final" sin que la clase obrera tomara la cabeza de la misma, y que si está dispuesta a cargar con este enorme peso es porque sabe que si la revolución llega a ese límite extremo – que la pequeña burguesía y el campesinado nunca franquearán, intentando por el contrario volver atrás desesperadamente – se abrirá, con la ayuda del proletariado de los países con un capitalismo avanzado, la perspectiva de su propia revolución. Lenin dirá en 1905 cuan justificados estaban los "sueños" de los marxistas rusos que pensaban llegar «a realizar con una amplitud sin precedentes todas las transformaciones democráticas, todo (su) programa mínimo», pues, si esto se lograse, «el incendio revolucionario se extendería por toda Europa (...) el obrero europeo se sublevaría y (le) mostraría como actuar». Por lo que se refiere a los actuales "conmemoradores" son ellos (ó sus padres espirituales) los que, en la China de 1927, ofrecieron a la clase obrera atada de pies y manos al "partido hermano" del Kuomitang, impidiendo de esta forma al proletariado tomar la dirección de la doble revolución en Extremo Oriente; ¡ellos, que en las zonas subdesarrolladas ordenan a los obreros que se coloquen a remolque de la "burguesía nacional", es decir, de los sátrapas locales!
En esencia, los términos de la perspectiva de los bolcheviques permanecieron invariables hasta Octubre. Sólo cambiaron, bajo la acción de factores extranacionales, las relaciones entre las clases y por lo tanto también la posición del proletariado. En el seno de un mundo muy "evolucionado" desde el punto de vista de las fuerzas productivas, cinco años valen por cincuenta en los países atrasados; las fases históricas se fusionan, a caballo unas sobre otras, se acortan las etapas, y los frentes de la guerra de clases se hacen y deshacen con una extremada rapidez, para volver a formar con un aspecto nuevo. El Llamamientode 1850 preveía para Alemania (y bastaba para poder trasladarlo a Rusia) la ruptura entre la burguesía revolucionaria, de un lado, y la pequeña burguesía y el proletariado unidos, del otro lado; inmediatamente después, una nueva ruptura, esta vez entre los obreros y los pequeño-burgueses, que debía tomar la forma final de una lucha armada, siempre y cuando la revolución estallase en Francia (en el caso de Rusia diríamos que "en Occidente"), revolución socialista dirigida exclusivamente por la clase proletaria. Pero tanto para Marx como para el Lenin de Tareas de la socialdemocracia, las etapas históricas son relativamente largas, anticipando que «los obreros alemanes no podrán tomar el poder (...) más que después de un largo proceso revolucionario». En Rusia, como en todos los países subdesarrollados, el curso de la historia es por el contrario infinitamente más rápido: en 1905 la burguesía liberal ya ha quemado todos sus cartuchos revolucionarios y está abiertamente aliada con los grandes terratenientes y con el zarismo; entre las clases o subclases burguesas el campesino queda pues como el único "aliado" posible (pues, como Lenin siempre repite, el aliado de hoy será el enemigo del mañana). En su avance impetuoso el capitalismo internacional ha cavado una profunda fosa entre las clases, incluso – y tal vez sobre todo – en los países atrasados, obligándolos, no a "saltar" etapas históricas completas, sino a acortarlas considerablemente. En Rusia el proletariado se encuentra por lo tanto en la vanguardia e incluso se ve ya apuntar el día en que se encontrará sólo, abandonado por el único aliado que la ruptura del frente de todas las clases burguesas le había permitido hacer entre Febrero y Octubre.
También es esto hoy una enseñanza de Octubre, que no se aplica en la actualidad más que a ciertas regiones del mundo, lo suficiente para que conserve su importancia. Tras esto, sólo el modo cuartelero obtuso de Stalin y los suyos (al igual que la «inercia histórica» del partido bolchevique entre Febrero y abril 1917. Trotski hablará a este respecto de «reincidencia socialdemócrata» ante los grandes giros de la historia, e innegable es que este ala de la vieja guardia bolchevique volverá entonces a caer al mismo nivel del menchevismo de años 1905‑07) podría decretar, como lo hizo en 1926, que, una vez encendida en China la hoguera revolucionaria, se desarrollaría respetando las etapas, claramente diferenciadas pues cada una debiera de estar totalmente "acabada" antes de que se pueda pasar a la siguiente, y concluir con que, al partir de esta concepción mecánica, el proletariado debiera esperar, agrupado tras las clases "nacionales" a que los expertos en estrategia revolucionaria hayan proclamado que ha llegado la hora. El trágico resultado fue, como se sabe, que se percataron demasiado tarde de que esta hora había pasado irremediablemente.
Tanto la esplendorosa victoria rusa como la abrumadora derrota china de 1927 han demostrado que la verdad era exactamente la contraria a esta concepción: incluso si el proletariado se encuentra en último plano, cuando ocurran las primeras sacudidas del terremoto social, se ve inevitablemente empujado a encabezar el movimiento revolucionario en el momento en el que este terremoto alcance su punto culminante. No se trata tampoco de que "empuje" la revolución burguesa "hasta el final", sino de apoderarse del timón por la fuerza y, con el apoyo de los campesinos, imponer su hegemonía a todas las otras clases de la sociedad. La fórmula leninista de «dictadura democrática de los obreros y de los campesinos» no tiene otro sentido.
"Dictadura", porque no puede pasarse de "intervenciones despóticas", de incursiones violentas, no en las formas de la superestructura política, que no son más que aspectos frágiles y secundarios del desorden social, sino en las relaciones de propiedad, único medio de liberar las fuerzas productivas, a las cuales la gran propiedad nobiliaria frena el desarrollo, y la emancipación de los campesinos del absolutismo, tanto local como central. "Dictadura democrática", porque la democracia es la forma política que responde a la limitación burguesa de la revolución en los planos económico y social. Esta dictadura no por ello se ejerce menos contra la burguesía aliada al feudalismo, porque ella no respeta ninguno de los mitos de la democracia política y de la igualdad jurídica, aunque su misión económica sea burguesa. Porque, "conmemoradores", para Lenin, incluso cuando se trata de ejecutar las tareas históricas burguesas, el proletariado y su Partido necesitan la terrible, la escandalosa, la inconformista Dictadura, sin compartirla con una u otra clase, como es el caso del campesinado.
¿Las perspectivas? Es importante recordarlas, pero no con preocupación académica, sino para iluminar los problemas "posteriores a Octubre". En Dos tácticas de la socialdemocracia en la revolución democrática (1905), Lenin escribe: «Esa victoria (la victoria decisiva sobre el zarismo) será, precisamente, una dictadura: es decir, deberá apoyarse inevitablemente en la fuerza de las armas, en las masas armadas, en la insurrección, y no en algunas instituciones creadas "legalmente", por la "vía pacífica". Sólo puede ser una dictadura, porque la implantación de los cambios absoluta e inmediatamente necesarios para el proletariado y el campesinado provocarán una enconada resistencia de los terratenientes, la gran burguesía y el zarismo. Sin dictadura será imposible aplastar esa resistencia, rechazar los intentos contrarrevolucionarios. Pero, por supuesto, no será una dictadura socialista sino una dictadura democrática, la cual no podrá alterar (sin pasar por toda una serie de grados intermedios de desarrollo revolucionario) las bases del capitalismo. En el mejor de los casos, podrá llevar a cabo una redistribución radical de la propiedad de la tierra a favor de los campesinos, implantar una democracia consecuente hasta llegar a la República; extirpar no solamente de la vida del campo sino también de las fábricas, los restos del despotismo asiático, iniciar una auténtica mejora en la situación de los obreros y elevar su nivel de vida, y finalmente last but no least, extender el incendio revolucionario a Europa. Esta victoria no convertirá aún, ni mucho menos nuestra revolución burguesa en revolución socialista; la revolución democrática no superará inmediatamente el marco de las relaciones sociales y económicas burguesas; pero no obstante tendrá una importancia gigantesca para el desarrollo futuro de Rusia y del mundo entero». Y aún mas: «Esta victoria nos permitirá sublevar Europa; y el proletariado socialista de Europa, después de haberse sacudido el yugo de la burguesía, nos ayudará a su vez, a hacer la revolución socialista». Volvemos a encontrar aquí textualmente las últimas palabras de Engels sobre Las condiciones sociales en Rusia.
Esta "dictadura a dos" es, como Lenin no dejará jamás de repetir, un proceso ininterrumpido de luchas contra el pasado y por el futuro en el curso de las cuales el proletariado será en realidad la fuerza que «dirigirá a los campesinos». Trotski dirá «que arrastra tras si...» (¡y los pedantes interpretes bíblicos "leninistas" cortarán un pelo en cuatro para hacer de este "matiz" un abismo!). ¿Tiene esta visión algo en común con la coexistencia idílica (la «armonía preestablecida» la llamará Trotski) que mas tarde, por cuenta de y bajo la batuta de Stalin, será presentada por la academia de "rojos profesores" como la imagen auténtica de esas "buenas relaciones" entre la clase obrera y el campesinado, en las cuales veía Lenin un simple preludio de la revolución socialista? Dejemos responder a la pregunta al mismo Lenin: «Llegará el día en el que la lucha contra la autocracia rusa haya terminado, y hasta pasado el período de la revolución democrática; ese día será incluso ridículo hablar de "unidad de voluntad" del proletariado y del campesinado, de dictadura democrática, etc. Entonces pensaremos directamente en la dictadura socialista del proletariado (...) El proletariado debe llevar a término la revolución socialista atrayéndose a las masas campesinas para aplastar por la fuerza la resistencia de la autocracia y contrarrestar la inestabilidad de la burguesía. El proletariado debe llevar a cabo la revolución socialista atrayéndose a las masas de elementos semiproletarios de la población para quebrar por la fuerza la resistencia de la burguesía y contrarrestar la inestabilidad del campesinado y de la pequeña burguesía». En efecto, es cierto que cuando el proletariado entre en liza por sus reivindicaciones esenciales, ó incluso cuando exponga la mínima reivindicación que debiera satisfacer (pero, que de hecho, jamás satisface) una revolución burguesa conducida por las clases burguesas, concretamente la nacionalización de la tierra (recordemos que ya el Llamamiento lo reivindica en 1850) una lucha terrible se desencadenará y «el campesinado, como clase poseedora de tierra, jugará en esta lucha el mismo papel de traición, de inestabilidad, que ahora desempeña la burguesía en la lucha por la democracia».
Conscientes de que «el pequeño propietario se enemistará inevitablemente
con el proletariado después de haberse completado la victoria de la revolución
democrática», los bolcheviques, con Lenin a la cabeza, vuelven sus
miradas hacia la revolución europea: «Nuestra república democrática
no tienes otras reservas que no sean las del proletariado socialista de
Occidente».
La guerra imperialista
se transforma en guerra civil
Si hemos insistido sobre el "prólogo" de Octubre, corriendo el riesgo de sacrificar una parte de la "epopeya" a la que representa es debido a que el oportunismo se esfuerza en presentar la revolución rusa como un "episodio" autónomo e imprevisto, cuando ha sido preparado a lo largo de mucho tiempo de lucha teórica y de práctica ininterrumpida que ha durado muchos años; como un acontecimiento que no sabría insertarse en una estrategia revolucionaria mundial, en una palabra, como una especie de anomalía histórica, un "descubrimiento" sin duda alguna genial, pero que no se repetirá y que es imputable no a un partido, sino al individuo Lenin.
Es, por el contrario, una tesis teórica y una enseñanza práctica fundamental que la revolución de Octubre ha sido el fruto de una larga preparación, en la cual han sido definidos, con creciente nitidez, los siguientes principios: el papel determinante del partido de clase; el papel dirigente, y por tanto hegemónico, del proletariado en la revolución prevista en Rusia; la necesidad de un puente de unión recíproca entre esa revolución y la revolución europea; la transición inevitable de la alianza entre el proletariado y el campesinado en la revolución burguesa "llevada hasta el extremo" en la lucha por el socialismo, que no terminará con la victoria en Rusia mas que con el apoyo del proletariado victorioso del capitalismo moderno.
Este "prólogo" revolucionario demuestra (y especialmente por esto nos hemos retrasado) que, totalmente fieles al marxismo, los bolcheviques han excluido totalmente toda posibilidad de «construir el socialismo» en Rusia sin el apoyo de una revolución comunista mundial.
Esta perspectiva internacional mil veces invocada se convierte en una realidad tangible, con el estallido de la guerra mundial de 1914‑18. Los bolcheviques proclaman sin ningún titubeo que la «fase suprema del capitalismo» comienza; para todo el período histórico abierto por la primera masacre mundial, y para todos los países, la alternativa es «guerra ó revolución», y desde su nacimiento la III Internacional traducirá esta perspectiva en los siguientes términos políticos: «O dictadura del proletariado ó dictadura de la burguesía». Todas las justificaciones anticipadas para inducir a la clase obrera a renegar de su misión histórica, adhiriéndose a la guerra serán irrevocablemente rechazadas; bajo ningún pretexto será admitido ningún tipo de defensismo; el proletariado no tiene ninguna "civilización", ninguna "democracia", no tiene ninguna "patria" que salvar o defender, tanto menos en cuanto no es por estas cosas por lo que las grandes potencias han entrado en guerra, sino para repartirse el mundo, para conquistar mercados y para oprimir a otros pueblos prolongadamente.
No hay nada que salvar ó defender; es preciso atacar y destruir. ¡Que el proletariado no implore la paz, que practique el derrotismo revolucionario, que fraternice con sus hermanos de clase por encima de las trincheras, que sabotee su "patria", que luche por «transformar la guerra imperialista en guerra civil», que acuñe su repulsa y su condena a la adhesión abierta a la guerra oponiéndola la única solución proletaria: la Revolución! Estas consignas no conocen fronteras: valen tanto para el proletariado de Francia como para el de Alemania, el de Inglaterra ó el de Rusia, puesto que si ésta no es lo bastante burguesa para ser capitalista, es lo suficiente como para ser imperialista, y que la marcha infernal del imperialismo lo ha unido en el "mismo mar de sangre" con las demás burguesías del mundo y con su destino. Tanto en Petrogrado como en París ó Londres, como en Viena ó Berlín, es vano invocar la necesidad de defender la patria para salvaguardas el bien supremo de la "democracia" ó de la "civilización" amenazada. Vano para el zarismo aliado a las democracias occidentales, y vano también para la democracia burguesa post‑zarista, todavía más interesada en la victoria militar de la Entente.
La perspectiva bolchevique es única, insistimos en ello, e inmediata; su marco es mundial: la revolución estallará en Rusia y, al menos al principio, será «una revolución democrática llevada hasta el extremo»; en Europa, estallará la revolución socialista. «En todos los países avanzados la guerra pone en el orden del día la revolución socialista, consigna que se impone tanto mas imperiosamente en cuanto que el peso de la guerra recae sobre las espaldas del proletariado y que el papel de éste último deberá ser más activo en la reconstrucción de Europa, tras los horrores de la actual barbarie "patriótica", multiplicados por los gigantescos progresos técnicos del capitalismo» (Lenin, La guerra y la socialdemocracia rusa, 1de noviembre1914). En resumen la continuación de la guerra pondrá más aún en primer plano la necesidad de fundar una nueva Internacional sobre las ruinas de la Segunda, es decir, la de los partidos social-chauvinistas o social-pacifistas, en los cuales el "centro" conciliador es tan reaccionario como la "derecha" ó incluso más.
La Revolución de Octubre nacerá entre el fracaso de estas proclamas repetidas y amplificadas sin cesar, que anuncia el inicio de un ciclo irreversible y mundial de revoluciones, capitaneadas por aquellos que aún se llaman socialdemócratas, pero que pronto se despojarán de su "camisa sucia" para retomar el nombre de comunistas. ¿Es Octubre una excepción? ¿Es una anomalía en la regla del pacífico acceso al poder? ¿La hazaña exclusiva de un único proletariado, y lo que es más, uno de los pocos para el cual podría parecer que tal excepción sería posible, dadas las particulares condiciones de su lucha? ¡No! El triunfo de la norma general, la victoria de directrices universales e invariables, claramente definidas por adelantado.
¿En que se basa, entonces, la innoble leyenda de vías no‑revolucionarias, ó, aún peor, de «vías nacionales al socialismo»? Sin duda la historia impide a los países subdesarrollados atravesar por sus propios medios los niveles económicos que llevan al socialismo pleno y que los países "adelantados" ya han alcanzado (¡ pero con que desprecio habla Lenin de "los gigantescos progresos técnicos del gran capital"!). Pero eso no es mas que un aspecto particular de un hecho histórico determinado por las relaciones internacionales, y que por lo tanto no tiene nada de "nacional". ¿Se trata, por tanto, en una primera etapa, de instalar las "bases del socialismo", es decir, elevar a la sociedad desde el mas bajo nivel económico, representado por estructuras pre‑capitalistas o incluso patriarcales, hasta el grado más elevado, es decir al pleno capitalismo? Incluso ahí la historia no conoce más medio que la revolución, la férrea dictadura del proletariado dirigente de los campesinos, el antidemocratismo y el internacionalismo.
El Lenin que, en Zimmerwald y en Kienthal, en El imperialismo y en innumerables escritos del período de guerra (¡Contra la corriente!) insistía sin cesar, con todas sus fuerzas, en torno a la tarea histórica vital y urgente de «transformar la guerra imperialista en guerra civil», el Lenin que fustigaba tan duramente las ilusiones pacifistas, el Lenin que trabajaba fervorosamente para la creación de una nueva Internacional fundada sobre estos principios, el Lenin que contemplaba conjuntamente y que asociaba siempre las revoluciones de Occidente y de Oriente, que mostraba al proletariado de todas partes, y a su Partido, en cada país, el camino de la conquista revolucionaria del poder, independientemente del programa económico inmediato impuesto por las condiciones objetivas, ¿sería ese Lenin el padre de las «vías pacíficas y nacionales al socialismo», el teórico de la «coexistencia pacífica», y no su enemigo mortal? El Lenin del Programa militar de la revolución proletaria ¿sería el abanderado de las manifestaciones por la paz, el respetuoso defensor de los "valores" nacionales y democráticos?
En resumen... ¿habría sido Lenin el primer traidor a Octubre Rojo?
Donde buscar las
lecciones del Octubre
No podremos seguir paso a paso la densa historia de los meses que separan la vuelta de Lenin a Rusia, en abril 1917, de la fulgurante victoria de Octubre; por lo demás, numerosos textos y reuniones de nuestro Partido se han dedicado a ello. Es importante, por el contrario, desprender las principales líneas que se prolongarán mucho en el tiempo tras los acontecimientos, insistiendo sobre el alcance general de las enseñanzas que de ello resultan.
Las principales etapas son ya conocidas: de las Tesis de Abril a la Conferencia del Partido del ese mismo mes; del primer Congreso Panruso de los Soviets a las Jornadas de Julio; del VI Congreso clandestino de julio a la lucha contra Kornilov en agosto; la intensa preparación armada del Partido, consagrado simultáneamente a la restauración de la doctrina marxista (El Estado y la Revolución) y a la lucha contra las resistencias a la insurrección que se manifestaban en el mismo Comité Central; de la insurrección, y el boicot al pre‑parlamento de Kerensky a la toma del poder y la constitución del Consejo de Comisarios del pueblo; de los primeros grandes decretos a la disolución de la Asamblea constituyente; de la paz de Brest-Litovsk a la liquidación de los residuos de la alianza con los social-revolucionarios de izquierda, y el comienzo de la guerra civil en todos los frentes. En todos estos meses que finalizan toda una fase histórica, decenios enteros que descargarán su peso sobre decenios futuros, ¿en donde buscar las lecciones del Octubre proletario y comunista?
¿En el programa económico de la revolución, en sus intervenciones autoritarias en el ámbito de la producción y la distribución? No. En una serie de textos publicados antes y después de la revolución y hasta en el célebre discurso Sobre el Impuesto en Especies de 1921, Lenin no dejará de repetir, en nombre de los bolcheviques, que estas medidas estaban destinadas a encaminar la Rusia atrasada hacia el capitalismo plenamente desarrollado ó, mejor dicho, para edificar las «bases del socialismo», al precio de una áspera lucha con la pequeña producción pequeñoburguesa, rural y urbana, dependiendo su resolución de la extensión de la revolución proletaria en los países capitalistas desarrollados. Este programa no disimula en absoluto las dificultades que se presentan, no hace concesiones a la demagogia de las promesas irrealizables en el interior de una Rusia solitaria, y se inserta perfectamente en la tradición marxista: basta con releer el Manifiesto Comunista de 1848 ó el Llamamiento de 1850 para convencerse. Por otro lado, nada hace suponer que la aplicación de otro programa hubiese sido posible ó incluso deseable, ni que aquel fuera demasiado "modesto", como algunos militantes llevados por su entusiasmo revolucionario, pudieron creer entonces.
Sin embargo, no es en el programa económico en donde encontraremos la marca proletaria y comunista de Octubre, la chispa que incendiará a las masas proletarias del mundo entero, en los años vibrantes de la primera post‑guerra, porque, en sí mismo, no indica en absoluto la vía universal de la emancipación obrera. Llevándole a cabo, el poder proletario victorioso trabajaría ante todo para su propia consolidación, a la espera de que la revolución comunista europea (al menos europea) llegara a librar a Rusia de su atraso, cortando su nudo gordiano gracias a una aportación masiva de fuerzas productivas y de recursos técnicos arrancados al capitalismo avanzado. Una vez nacionalizada la tierra, se debiera probar a encarrilar la agricultura hacia formas mas desarrolladas de trabajo asociado; la industria, al igual que su aparato financiero y comercial, debía ser en primer lugar controlada, y después forzada a la concentración (una "cartelización" impuesta), para ser, en resumen, gestionada por el Estado que propondría utilizarla como un arma política mas que económica, para acelerar la evolución agrícola y prepararse, en el caso de un retraso en la revolución exterior, para afrontar en solitario el inevitable conflicto con el campesinado.
Solamente después de haber roto los lazos vitales que ligaban este programa económico al programa político – ¡dictadura mundial del Partido comunista! – y liquidado físicamente el Partido mismo por medio de la represión estatal, pudo el estalinismo desarrollar no sólo un "capitalismo económico" sino también un "capitalismo político". De la Rusia de Octubre, hizo una gran nación; de partidos revolucionarios hizo los guardianes de la democracia y el orden, y los arrojó en la hoguera de la segunda guerra mundial imperialista para defender los mismos cimientos del Capital. Ha sido sobre esta ruptura política, y sobre la explotación de las bases económicas duramente conquistadas por la revolución, sobre las que se ha construido la URSS de la coexistencia pacífica. Solamente esta victoria de la contrarrevolución ha permitido a la burguesía internacional conmemorar un Octubre tan "esterilizado" que podría tener lugar en el palacio de la "Cultura", integrándose en ese "patrimonio común" llamado Historia, que planea por encima de las clases. En resumen, un Octubre del que no queda nada. Pero nosotros sabemos que el verdadero Octubre puede muy bien resurgir de esta nada antes de lo que se podría pensar, con toda su fuerza y su esplendor.
Esta fuerza y este esplendor les son tan ocultados a la clase explotada que ésta que no pueda vislumbrar otro porvenir que no sea la agonía sin fin de la sociedad burguesa decadente de hoy. Por el contrario, esa clase aprovecharía enormemente un cuadro fiel del conjunto de la Revolución, incluyendo las medidas económicas de los años 1917‑21 apropiadamente adaptadas a su situación histórica, con su verdadero significado.
Desde las Tesis de Abril a la fundación de la III Internacional, la línea política defendida por el Partido bolchevique forma un conjunto sin fisuras. En su lucha encarnizada, se desembaraza de cualquier elemento, incluso puramente formal, que pudiera hacer creer que existe algún lazo entre democracia y socialismo. «El término democracia, aplicado al Partido comunista, no es solamente inexacto desde el punto de vista científico. Hoy, después marzo 1917, es una venda colocado sobre los ojos del pueblo revolucionario, que le impide hacer lo nuevo de forma intrépida y libre, es decir, organizar los Soviets de diputados obreros, campesinos y otros, en tanto que único poder en el Estado, en tanto que heraldos de la "extinción" de todo Estado» (Lenin, Las tareas del proletariado en nuestra revolución, 10 abril 1917). El partido, y con él la Internacional, será simplemente comunista.
Habiendo sido colocado por primera vez el Partido bolchevique en una situación revolucionaria por el hundimiento del zarismo, es plenamente consciente de las responsabilidades internacionales que le da este "privilegio histórico": «A quien mucho se ha dado, mucho le será exigido. Precisamente a nosotros, y precisamente ahora, a quien corresponde fundar sin demora una nueva Internacional, una Internacional revolucionaria, proletaria; más concretamente, no debemos temer el proclamar abiertamente que esa Internacional ya está fundada y en acción. Es la Internacional de los "verdaderos internacionalistas" (...) Ellos y solamente ellos son los representantes, y no los corruptores, de las masas internacionalistas revolucionarias». Que estos comunistas internacionalistas sean de hecho poco numerosos no debe asustar: «no es el número lo que importa, sino la expresión fiel de las ideas y de la política del proletariado auténticamente revolucionario. Lo esencial no es "proclamar" el internacionalismo; es saber ser, incluso en los momentos más difíciles, auténticos internacionalistas». Si un conjunto de circunstancias históricas, independientes de la voluntad de la burguesía al ser impuestas por el avance inevitable de la lucha de clases, hace de Rusia un país mas "libre" que otros, «aprovechemos esta libertad no para rogar el apoyo ó el "extremo radicalismo revolucionario" burgués, sino para establecer sólida y honestamente, como proletarios, al estilo de Liebknecht, la III Internacional, enemigo irreductible tanto de los traidores social-chauvinistas como de los "centristas" vacilantes».
Este deber para con el proletariado internacional está presente siempre
en el primer plano de la conciencia del Partido, que lo considera como
su principal tarea. Proporcionará a la nueva Internacional un marxismo
restaurado en su integridad revolucionaria y realzado por las victorias
de Petrogrado y Moscú: El Estado y la Revolución y Octubre son
contemporáneos;
La revolución proletaria y el renegado Kautsky
de Lenin y Terrorismo y comunismo, de Trotski, configuran el balance
teórico y práctico de tres años de guerra civil; las Tesis del I y del
II Congreso de la Internacional envían a los proletarios del mundo entero
el mensaje, no del Partido ruso
en tanto que tal, sino del marxismo
integral, en el cual la dinámica de la guerra entre las clases constituye
de nuevo el polo de atracción de las clases explotadas del mundo entero.
Para evocar correctamente 1917 sería preciso la pluma de un Trotski, pero lo que queremos es simplemente demostrar que los perfiles de Octubre se dibujaron, mucho antes de la victoria de la insurrección, en los escritos, en los discursos, en las tesis y las luchas del Partido bolchevique. Porque Octubre no solamente engloba la guerra civil y la creación de la Internacional Comunista y sus primeros congresos, sino la NEP, no sólo la victoria, sino también la contrarrevolución, no solamente los acontecimientos en Rusia, sino también los sucesos en el mundo que están a ellos ligados.
El Partido bolchevique no se lanzó a ciegas a la revolución. No esperaba del movimiento de masas que resolviera los enigmas de la Historia, indicándole el camino a seguir, el objetivo deseado; para ellos, Octubre era por el contrario, el punto previsto, esperado, preparado, anunciado cotidianamente a las masas mediante la palabra y la acción, un punto de llegada que debía de convertirse en punto de partida.
La revolución de Febrero transmitió el poder desde las manos ensangrentadas del zarismo a las manos de la burguesía, también impaciente por teñirse también ella en esa misma sangre. Pero también creó al mismo tiempo, con el Soviet de diputados obreros y soldados de Petrogrado, un «poder que no se apoyaba en la ley, sino en la fuerza directa de las masas armadas». Dos poderes no pueden coexistir durante mucho tiempo en el seno de un mismo Estado; ¿Qué es lo que en Rusia los mantiene trabados? ¿Qué es lo que lleva al Soviet de Petrogrado a «entregar voluntariamente el poder estatal a la burguesía y a su Gobierno provisional» para que disponga de el? La «imponente ola pequeño-burguesa», responde Lenin; la que «ha sumergido todo; la que ha aplastado al proletariado consciente no sólo en número, sino también por su ideología, arrastrando a amplios sectores obreros, contaminándolos con sus ideas políticas pequeño-burguesas». La epidemia, añadimos nosotros, ha afectado incluso a una fracción del Partido bolchevique.
Octubre, «segunda etapa» de la revolución que, según las Tesis de Abril, «debe dar el poder al proletariado y a las capas mas humildes del campesinado», no será posible mas que cuando se «derrame hiel y vinagre en el agua azucarada de la fraseología democrática revolucionaria» y si se «desintoxica al proletariado de la embriaguez pequeño-burguesa general». Ahí se encuentra el freno que impide a las masas efervescentes seguir su camino, la posibilidad, para el enemigo de poner un dique a la marea ascendente «del proletariado y de las capas mas pobres del campesinado», siempre manteniendo en la reserva el ejército de la represión burguesa directa.
¿Es una experiencia puramente rusa? ¿Un fenómeno "nacional"? En absoluto. Teniendo tras de sí tres cuartos de siglo de lucha proletaria, apoyados por el balance hecho por Marx y Engels de las luchas de clase en Alemania y en Francia, el Partido bolchevique puede afirmar en la víspera de Octubre y ante cualquier otro futuro Octubre, que «la experiencia mundial de los gobiernos burgueses y de los grandes terratenientes ha desarrollado dos métodos para someter al pueblo a la opresión. El primero es la violencia. Nicolás Romanov (apodado Nicolás El Garrote) y Nicolás II (el Sanguinario) demostraron al pueblo ruso el máximo de lo que puede y no puede hacerse por lo que se refiere a las prácticas de verdugo. Pero existe otro método, desarrollado a la perfección por la burguesía inglesa y francesa (¡campeones y modelos de democracia!) "aleccionadas" por una larga serie de revoluciones y de movimientos revolucionarios de las masas. Es el método del engaño, de la adulación, de las lindas frases, de las innumerables promesas, de las limosnas insignificantes y de concesiones insignificantes para conservar lo esencial». Esta enseñanza es permanente y universal: la revolución proletaria no puede vencer sin aplastar a este enemigo insidioso que es la ideología pequeño burguesa, arraigada en la pequeña producción rural y urbana. «Los dirigentes de la pequeño burguesía "deben" (en efecto, se trata de un hecho objetivo, determinado por las relaciones de clase reales) enseñar al proletariado a confiar en la burguesía. Los proletarios deben enseñar al pueblo a desconfiar de la burguesía». Esta es la primera lección que aprenderá la Internacional comunista. ¡A cincuenta años de distancia, esa lección va dirigida contra vosotros, conmemoradores-sepultureros!
La fosa excavada por Octubre separaba al proletariado no sólo de la burguesía, sino también de todas las clases intermedias. Es aquí en donde la revolución rusa manifestaba su carácter proletario y comunista, es aquí en donde nos corresponde y condena los partidos, las tendencias o las personas que disfrutan con el "agua azucarada" de la "fraseología democrática" y que hoy ya no tienen nada de revolucionarias. He aquí la causa por la cual, en agosto 1918, los bolcheviques pudieron proclamar: «Nuestra revolución ha comenzado como una revolución mundial», he aquí por lo que podemos repetirlo ahora, cincuenta años más tarde.
Cuando llega el golpe de timón de las Tesis de Abril – este (llamémosle) golpe de timón no estaba destinado a cambiar el rumbo seguido hasta entonces por el Partido bolchevique, sino a reaccionar enérgicamente contra el abandono del programa por los "conciliadores" bolcheviques – Lenin afirma en primer lugar que, bajo el nuevo régimen democrático burgués, la guerra «sigue siendo indudablemente una guerra imperialista de rapiña», pues no se podrá salir de ella sin «derribar el Capital». A estos efectos es preciso difundir el derrotismo en las filas del ejército, alentar la confraternización por encima de las fronteras y transformar la guerra imperialista en guerra civil, «porque objetivamente el problema de la guerra no se apoya mas que sobre el plano revolucionario».
UUna vez más, ¿qué es lo que impedía su comprensión a las masas? Lenin responde: «La actitud "defensista revolucionaria" debe ser considerada como la manifestación más importante, mas notable de la ola pequeño-burguesa que ha barrido casi todo. Es el peor enemigo del progreso posterior y del éxito de la revolución rusa». Participación en la "defensa de la patria" bajo el pretexto de que las conquistas democráticas están amenazadas, sueños pequeño burgueses de alianzas entre los gobiernos beligerantes, llamamientos a la "buena voluntad", «internacionalismo de palabra, oportunismo pusilánime y complaciente para los social-chauvinistas», votos piadosos de desarme: la crítica bolchevique se abate inexorablemente sobre todo ese «reino de fraseología pequeñoburguesa atiborrada de buenas intenciones».
Para Lenin, los social-chauvinistas y sus lacayos de "centro" representan un fenómeno objetivo: defienden directa o indirectamente la dominación burguesa, pero la revolución ha dado ya su primer paso, y debe ahora pasar al segundo, es decir, dar el poder estatal al proletariado, que es el único que puede «asegurar el fin de la guerra». Y añade «Esto supondrá a escala mundial el principio de la ruptura del frente – del frente de los intereses del Capital – y sólo la ruptura de ese frente permitirá evitar a la humanidad los horrores de la guerra, procurándola los beneficios de una paz duradera» (Las tareas del proletariado en nuestra revolución). El pacifismo no tiene sitio dentro del programa de Octubre: guerra a la guerra, con todos los recursos del derrotismo revolucionario, hasta la conquista revolucionaria del poder estatal; solamente entonces, si el «frente mundial del Capital» es derribado, podrá reinar la paz.
La lucha bolchevique contra los "pretextos" de la ideología pequeño-burguesa (que brota continuamente intentando arrastrar al proletariado a la masacre imperialista) no dejará de profundizarse y amplificarse entre Febrero y Octubre. Los inmensos e incesantes esfuerzos que el Partido bolchevique despliega para convencer al proletariado de que es necesaria la toma del poder, aunque sólo fuera para poner fin a la terrible hemorragia de la guerra mundial. Con los ojos puestos en esta solución mundial, el poder proletario, el Partido comunista, firmará marzo 1918 la paz «increíblemente pesada y humillante» de Brest-Litovsk, su "tratado de Tilsit". Si la firmó no fue por pacifismo, sino en nombre de la revolución proletaria internacional. Si la revolución hubiera estallado en Europa catapultada por Octubre, no hubiera tenido que hacerlo; pero obligado a ello, consiente en esa "paz infame", con la certeza de que cualesquiera que sean los sacrificios impuestos, su retirada de la guerra imperialista no solamente reforzará las lazos entre la dictadura del proletariado y las masas en Rusia, sino que establecerá el fermento del derrotismo en los ejércitos imperialistas todavía en liza en Europa.
Acepta también «en interés de una seria preparación» de la guerra revolucionaria, cuya necesidad ha sido reconocida desde hace mucho tiempo, ya sea defensiva, e impuesta por el ataque previsible e incluso inevitable, de las burguesías extranjeras, aún no desposeídas del poder por la revolución, u ofensiva y desencadenada por el primer Estado proletario contras las potencias capitalistas. Que le cercan, con el fin de acudir en ayuda de los proletarios insurgentes, o a punto de levantarse contra el Capital.
Estos dos casos están previstos explícitamente en El oportunismo y la bancarrota de la II Internacional (1915) y en La consigna de los Estados Unidos de Europa (1916). Las Tesis de Abril, igualmente, justifican el recurso a la guerra revolucionaria siempre que se cumplieran las siguientes condiciones «a) toma del poder por el proletariado y de las capas pobres del campesinado, cercanas al proletariado b) renuncia efectiva, y no sólo verbal, a toda anexión c) ruptura total y efectiva con todos los intereses del Capital».
¡Ni antes, ni después de la conquista del poder, no
hay la menor traza de pacifismo en el programa de Octubre! En su Informe
sobre la guerra y la paz (Obras, Tomo 27, pag. 23) en marzo 1918, Lenin
proclamará: «Nuestra consigna no puede ser mas que esta: estudiar
en profundidad el arte militar», y, dirigiéndose a los camaradas
impacientes para partir hacia el frente de la guerra revolucionaria mundial:
«Aprovechar la tregua, aunque sea de una hora, ya que está disponible,
para mantener el contacto con la zona alejada de la retaguardia, y formar
allí nuevos ejércitos». En La revolución proletaria y el
renegado Kautsky, definirá, en un magnífico resumen dialéctico,
las dos fases inseparables de la conquista y del ejercicio revolucionario
del poder: «No ha existido ninguna gran revolución que haya evitado
y pueda evitar la "desorganización" del ejército (...) La primera atención
de toda revolución victoriosa – Marx y Engels lo han señalado muchas
veces – ha sido la de destruir el viejo ejército, licenciarlo, remplazándolo
por uno nuevo». ¡Lo cual no quiere decir ni mucho menos que se
trate solamente de la guerra civil interior! ¡Para Lenin, la guerra
civil, al igual que la revolución, es un "hecho internacional", que ni
conoce fronteras ni tolera abandonos, incluso existiendo "treguas"!
Confirmación
de la necesidad de la dictadura del proletariado
Los bolcheviques han ilustrado el inmenso alcance de la Revolución de Octubre quitando el polvo a la doctrina marxista olvidada por los reformistas. Los conmemoradores-sepultureros de hoy no sólo han olvidado enteramente este hecho, sino que también trabajan para borrar de la memoria del proletariado todo vestigio de los grandes textos marxistas y de la lección magistral de las luchas revolucionarias. Los bolcheviques tomaron la misma vía histórica de los communards, la que Marx y Engels habían preconizado siempre, antes, durante y después de la Commune de Paris, la vía maestra, la única vía que los comunistas reconocen cualquiera que sea su país y su generación.
No es por casualidad que las Tesis de Abril asignen al Partido (que debe volver a ser lo que despojándose de su "camisa sucia") la tarea de volver a definir su programa, sobre todo en lo que concierne a «la actitud hacia el Estado y nuestra reivindicación de "Estado-Comuna". Era necesario hacer esto, para que desaparezca el absurdo histórico de la "dualidad de poderes" y para que una vez liberado de la fraseología pequeño-burguesa gracias a la influencia decisiva del Partido, el Soviet encontrara la fuerza para desafiar abiertamente a la clase dominante, y no sólo de proclamar "¡Ningún apoyo al Gobierno provisional!", sino, sobre todo, "¡Abajo la república parlamentaria!"».
Para que el Soviet aceptara convertirse en «el poder único del Estado» era necesario un poder que no se apoyase sobre ninguna ley, sino sobre la «fuerza armada de las masas». Debía por tanto quedar muy claro que no hay que abrigar ni por un momento la esperanza de un paso gradual de la primera etapa a la segunda, que una revolución así estaba excluida, y que se trataba de un salto cualitativo, ya que era necesario destruir la máquina del Estado burgués y construir otra, un Estado tan dictatorial como el antiguo, pero de naturaleza proletaria; un Estado de clase, como el Estado burgués pero sin disimular su naturaleza, contrariamente a este último, un Estado destinado a reprimir a la clase enemiga, como el Estado burgués ha hecho siempre sin importarle nunca lo más mínimo lo que los proletarios harán ó dirán.
Pero – sugieren los portavoces de la "Cultura" – ese salto, la insurrección armada y el ejercicio dictatorial del poder, es decir la supresión de la "democracia pura" de los burgueses ¿no le ha sido impuesto a Rusia por sus particularidades históricas, geográficas y también raciales? Rusia... es Rusia; ¿por qué no puede tomar otra vía diferente en otro lugar? ¡Claro que no! «El éxito de la revolución rusa y de la revolución mundial (¿cuándo hemos encontrado estos dos términos separados en la literatura revolucionaria de Octubre?) depende de dos ó tres días de lucha»,», Lenin, «Consejos de un ausente» 8/21 octubre 1917). En ese mes de intensa lucha, cuando la historia obliga implacablemente al Comité Central bolchevique a tomar sus responsabilidades, El Estado y la Revolucióni responde a esta cuestión de una manera definitiva:
1) «El Estado burgués no puede ceder el puesto al Estado proletario (a la dictadura del proletariado) mediante una "extinción", sino solamente, como regla general por una revolución violenta».La reivindicación de la dictadura del proletariado «para todo un período histórico», lejos de ser una pretensión subjetiva de esta clase, no es más que la traducción de una exigencia objetiva en la medida en que la burguesía y el proletariado son los únicos protagonistas del drama histórico contemporáneo:
2) «La doctrina de lucha de clases aplicada por Marx al Estado y a la revolución socialista conduce necesariamente al reconocimiento del dominio político del proletariado, de su dictadura, es decir de un poder que no comparte con nadie y que se apoya directamente sobre la fuerza armada de las masas (...) "El Estado, es decir el proletariado organizado en clase dominante", esta teoría marxista, está indisolublemente ligada a toda su doctrina sobre la función revolucionaria del proletariado en la historia. El resultado es esta función es la dictadura proletaria, la dominación política del proletariado. Pero si el proletariado tiene necesidad del Estado en tanto que organización especial de la violencia contra la burguesía, se plantea un interrogante: ¿se puede concebir tal organización sin que previamente sea destruida, demolida, la máquina del Estado que la burguesía ha construido para si misma?».
3) «Los únicos que han asimilado la doctrina de Marx sobre el Estado son los que han comprendido que la dictadura de una clase es necesaria no solamente en una sociedad dividida en clases en general, no solamente para el proletariado que habrá derrotado a la burguesía, sino incluso para todo el periodo histórico que separa el capitalismo de la "sociedad sin clases", del comunismo. Las formas del Estado burgués son extremadamente variadas, pero en esencia es una: en último término todos estos Estados son, de una manera u otra, pero necesariamente, una dictadura de la burguesía. El paso del capitalismo al comunismo no puede evidentemente dejar de producir una gran variedad de formas políticas, pero su esencia será necesariamente única: la dictadura del proletariado».
«La dominación de la burguesía no puede ser derrocada más que por el proletariado, clase distinta, a la cual sus condiciones económicas de existencia preparan para este derrocamiento, y a la que ofrecen la posibilidad y la fuerza de llevarlo a cabo. Mientras que la burguesía fracciona y disemina al campesinado y a todas las capas pequeño-burguesas, agrupa, une y organiza al proletariado. Dado el papel económico que juega en la gran producción, sólo el proletariado es capaz de ser el guía de todas las masas trabajadoras y explotadas que, frecuentemente, la burguesía explota y oprime, no ya menos, sino mas que a los proletarios, y que son incapaces de una lucha independiente para su liberación (...) El proletariado necesita el poder estatal, el poder de una organización centralizada de la fuerza, de una organización de la violencia, tanto para reprimir la resistencia de los explotadores como para dirigir a la gran masa de la población (campesinado, pequeña burguesía, semiproletarios) en la "puesta a punto" de la economía socialista».Este párrafo es capital. Toda la experiencia de los meses que preceden a Octubre muestra, en efecto, que la pequeña burguesía frena necesariamente el movimiento ascendente de la revolución. Es por su influencia insidiosa por lo que el Soviet, «única forma posible de gobierno revolucionario», retrocede desde Febrero ante la tarea que le confiaba la Historia: tomar y ejercer todo el poder, sin compartirlo con nadie. Y esta experiencia tiene un valor general, es un dato de "ingeniería social", destinado a esquivar, allí donde haga falta, el peligroso escollo que amenaza a toda revolución comunista. «Después de la experiencia de julio 1917 es precisamente el proletariado revolucionario el que debe tomar el poder: fuera de esto no hay victoria posible para la revolución», había escrito Lenin algunos meses antes (A propósito de las consignas, Obras, Tomo 25, pag. 204‑205), mostrando que si los comunistas eran «partidarios de un Estado basado en los Soviets» no podía tratarse «de los Soviets de hoy, de estos órganos acordes con la burguesía», sino de «órganos de la lucha revolucionaria contra la burguesía» que surgirían de la nueva revolución.
En virtud de esta necesidad de «dirigir» dictatorialmente a las masas, Octubre será la toma totalitaria y violenta del poder por el Partido apoyándose sobre la fuerza armada de la clase obrera: la liquidación de toda ficción democrática y parlamentaria, primero con el boicot al pre‑Parlamento, y a continuación la disolución de la Asamblea Constituyente; la intervención despótica en la economía y la construcción de un nuevo ejército sobre las ruinas del ejército democrático-zarista. También es esto ejemplar, la mano que escribía El Estado y la Revolución dejará inacabado el folleto para coger el timón de la insurrección: hubiera sido algo en vano trazar la vía revolucionaria en los textos históricos, para luego no emprenderla, en el momento oportuno, en la realidad de la lucha de clases. ¡Vencedor ó vencido, es en el combate donde se prepara el futuro!
La redacción del VII capítulo de El Estado y la Revolución ("La experiencia de las revoluciones rusas de 1905 y 1907") no ha ido mas allá del título, pues «es más agradable y más útil tener la experiencia de una revolución que escribir sobre ella», dirá Lenin a manera de justificación. Añadimos que nosotros dejamos a los filisteos la idea de que la obra literaria o de que el jefe revolucionario Lenin pertenecen a un «hombre», a un «individuo excepcional»: para nosotros Lenin, más allá de sus dotes personales, era y es el arma de una clase y de un Partido – y es el mayor homenaje que se le puede hacer.
Enero de 1918: «Es cierto, la victoria definitiva del socialismo es imposible en un solo país» (¡temblad, herederos del estalinismo!), pero veamos lo que sí es posible: «El ejemplo vivo, la acción iniciada en un país cualquiera, es más eficaz que todas las proclamaciones y todas las conferencias; es lo que entusiasma a las masas trabajadoras de todos los países» (Lenin, Informe sobre la actividad del Consejo de Comisarios del Pueblo al III congreso de los Soviets, 24 enero 1918). En julio 1918, cuando el incendio de la guerra civil arroja sus primeras llamaradas: «Accediendo al poder en tanto que partido comunista proletario mientras la burguesía capitalista mantenía todavía su dominación en los demás países, nuestro deber más urgente era, repito, mantener este poder, esta antorcha del socialismo, con el fin de que pueda lanzar la mayor cantidad de chispas posible sobre el incendio creciente de la revolución mundial» (Lenin, Discurso a la Sesión común del C.E.C., 29 julio 1918).
¡Así es la enseñanza de Octubre! ¿Y vosotros pretendéis, conmemoradores-sepultureros, que Octubre no haya significada nada más que el desarrollo del "comercio equitativo", de la "coexistencia pacífica", de "la vía indolora" a lo que llamáis socialismo? ¿Vosotros pretendéis que el «ejemplo viviente» ha quedado para siempre enterrado en el suelo de la Rusia de 1917‑18?
«Dirigir a las masas». Dirigirlas en primer lugar hacia la conquista insurreccional del poder por los Soviets templados y purificados en la lucha; dirigirlas a continuación en la gigantesca lucha contra «la resistencia de los explotadores, que no pueden ser despojados de repente de sus riquezas, de las ventajas de su organización y de su saber, y que en consecuencia, no dejarán de multiplicar durante un período bastante largo las tentativas encaminadas a derrocar el execrado poder de los pobres» (Lenin, Las tareas inmediatas del poder de los Soviets), y contra el peso de las tradiciones, de los hábitos, de la tenaz influencia de la ideología pequeño burguesa que se insinúan en todos los poros de una sociedad que cambia dolorosamente.
¿Cómo dirigirles? No basta con educar, es necesario «neutralizar» y «reprimir» a las fuerzas del pasado que resurgen sin cesar y amenazan el futuro; es necesario saber que «toda gran revolución en general, y toda revolución socialista en particular es impensable sin una guerra interior, es decir, sin una guerra civil, que trae consigo una ruina económica aún mayor que la guerra exterior, que implica millones y millones de ejemplos de vacilación y de paso de un campo al otro, un estado extremo de incertidumbre, de desequilibrio y de caos»; es necesario por lo tanto dirigir dictatorialmente, pues «es evidente que todos los elementos de descomposición de la vieja sociedad desgraciadamente muy numerosos y ligados mayoritariamente a la pequeña burguesía, no pueden dejar de "manifestarse" en una revolución tan profunda (...) Para llevarla a cabo es necesario tiempo y una mano de hierro». Esta es la gran lección del Octubre Rojo: la batalla sin tregua en todos los frentes de la guerra desencadenada por la contrarrevolución interior y exterior, por la burguesía nacional e internacional, debe acompañarse de un control dictatorial por parte de una sola clase sobre los «elementos de descomposición» que nacen y renacen sin cesar en el mismo seno de las clases intermedias, esos desechos de una «historia muerta» que se agarran desesperadamente a la «historia viva» y amenazan con llevarla a pique.
Por todas estas razones, sin que una sola de ellas pueda omitirse, Lenin
dirá en su polémica contra Kautsky que «la dictadura revolucionaria
del proletariado es un poder conquistado y mantenido por la violencia,
que el proletariado ejerce sobre la burguesía, poder que no está ligado
a ninguna ley»; en consecuencia, «el índice necesario, la condición
expresa de la dictadura es la represión violenta de los explotadores
como clase y en consecuencia la violación de la "democracia
pura"» (La revolución proletaria y el renegado Kautsky).
La Revolución de Octubre no solamente privará a los burgueses de todo
derecho político, sino que impondrá a la pequeña burguesía campesina
derechos inferiores a los del proletariado. Por todas estas razones e incluso
sin guerra exterior el necesario Terror rojo es la manifestación política
de la dictadura proletaria, su medio de intervención en las relaciones
económicas y sociales, su instrumento de acción militar. Por todas estas
razones, comunes a todos los países, la dictadura del proletariado implica
la existencia del Partido político.
La dictadura es
del partido comunista
Hegemonía del proletariado, hegemonía del Partido. Los dos términos son inseparables, lo mismo que en el Manifiesto la «organización del proletariado en clase dominante» es inconcebible sin la «organización del proletariado en clase y por lo tanto en Partido».
La historia de Octubre es la de dos procesos inversos en los cuales los puntos de contacto son choques sangrientos. Mientras que las masas se apartan del Gobierno provisional, desertan en el frente, se enfrentan en la calle a las fuerzas del orden, empujan hacia la insurrección, exigen el poder a tiro limpio y no mediante papeletas de voto, los partidos que se reclaman de la clase obrera, pero que reflejan las dudas, la cobardía, el servilismo de la pequeña burguesía, se alinean uno tras otro sobre el frente de la democracia parlamentaria y de la guerra. Inversamente, el Partido que desde Abril proclama la urgencia de destrozar ese frente maldito y trabaja efectivamente para conquistar el poder en nombre «del proletariado y de las capas pobres del campesinado» aparece cada más mas sobre la escena política y social como el Partido único de la revolución y de la dictadura. Después de la demostración de fuerza al disolver la Asamblea Constituyente no le queda a este partido más que un último aliado posible: los socialistas-revolucionarios de izquierda. La paz de Brest-Litovsk romperá este último lazo, y en la guerra civil, hasta Kronstadt y posteriormente, el poder proletario chocará a cada paso con resurgimientos democráticos, populares, centrífugos o anarquistas de los antiguos grupos o partidos, y los barrerá en su marcha hacia delante.
Esta "decantación" de las fuerzas políticas y sociales no era un hecho nuevo. En su estudio de las luchas de clase en Francia y en Alemania, Marx y Engels habían mostrado ya, para la organización del proletariado revolucionario y de su Partido, que era inevitable que los grupos y los partidos que defienden a las clases intermedias y que encarnan sus intereses económicos, sus hábitos y su ideología pasen progresivamente al enemigo. La grandeza de los bolcheviques reside justamente en que, por primera vez en la historia del movimiento obrero, extrajeran de esta dura lección negativa una fuerza activa, un factor de victoria. Dejando que los muertos entierren a los muertos, aceptaron ellos solos la responsabilidad del poder.
Nada podía hacerles dudar, ni siquiera la indecisión y los "escrúpulos democráticos" de algunos de sus camaradas (camaradas con un largo pasado como militantes comunistas) que retrocedieron ante ese "salto hacia lo desconocido" que era la insurrección, ni siquiera las inevitables deserciones. No hicieron en absoluto nada imprevisto, fueron más allá y abrieron conscientemente la era de la dictadura del Partido en nombre de la clase. Las sanas energías proletarias se habían desligado del magma que componían las fuerzas sociales. Fue la necesidad histórica la que hizo de la revolución de una sola clase la revolución de un solo partido: la hegemonía del proletariado no podía traducirse mas que por medio de la hegemonía del Partido que era a la vez la conciencia teórica, la voluntad organizada, el órgano de la conquista y del ejercicio del poder. Y de ahí vino la victoria.
En septiembre 1917, ligando como siempre los «saltos cualitativos» de la revolución rusa a la experiencia de la lucha proletaria mundial, Lenin ya escribía: «El vergonzoso final de los partidos socialista-menchevique y menchevique no es producto de la casualidad; es el resultado, numerosas veces confirmado por la experiencia europea, de la situación económica de los pequeños patronos, de la pequeña burguesía» (Las enseñanzas de la Revolución). En consecuencia, el Partido dirigirá él solo la insurrección, tomará él solo el poder sabiendo muy bien que no se determina el movimiento real de la clase escrutando el alma de los partidos infestados por la inercia pequeño burguesa, ni tampoco por la de los órganos de masas nacidos de la Revolución, en los que las dudas, el «seguidismo», la «fuerza de la costumbre» propios de la vieja sociedad tienen campo abierto para manifestarse. Solamente la teoría basada en un balance de las luchas de clases pasadas permite prever la disposición natural de las fuerzas de clase en el momento decisivo, de saber que esta hora ha sonado y de intervenir por lo tanto, no para "hacer" la revolución, sino para dirigirla, y dirigirla más allá de la toma del poder, ya que esta no es más que el primer acto del drama social, puesto que el enemigo no dejará de levantar nuevamente la cabeza y que el Partido (un único Partido) será más necesario que nunca para ejercer el poder.
En 1920, en La enfermedad infantil del comunismo, Lenin restituirá al proletariado occidental la lección recibida de él y enriquecida por el balance de tres años de guerra civil y de dictadura comunista:
«La dictadura del proletariado es la guerra más heroica y la mas implacable de la nueva clase contra un enemigo más poderoso, contra la burguesía cuya resistencia está decuplicada por el hecho de su caída (esto no ocurrió nada más que en un único país) y cuyo poderío no reside solamente en la fuerza del capital internacional, en la fuerza y la solidez de los lazos internacionales de la burguesía, sino todavía en la fuerza de la costumbre, en la fuerza de la pequeña producción (...) Quien debilite, por poco que sea la disciplina de hierro en el partido del proletariado (sobre todo durante su dictadura), ayuda en realidad a la burguesía contra el proletariado (...) Negar la necesidad del Partido (y para Lenin se trataba evidentemente del Partido comunista) y de la disciplina del Partido (...) esto equivale, precisamente a hacer suyos esos defectos de la pequeña burguesía que son la dispersión, la inestabilidad, su ineptitud a la firmeza, a la unión, a la acción conjunta, defectos que causarán inevitablemente la perdición de todo movimiento revolucionario del proletariado, por poco que se les anime».La dictadura del proletariado es la centralización y la disciplina, y por lo tanto la dictadura del Partido. Trotski expresará la misma idea en una fórmula lapidaria que tiene el mérito de ligar esta «disciplina de hierro» del Partido a los mismos fundamentos de la centralización real, es decir la continuidad del programa y de organización y su unión orgánica con la táctica empleada, que se oponen al eclecticismo doctrinal, completado por la tendencia a la improvisación práctica tan arraigada en los partidos "obreros" influenciados por la pequeña burguesía y su intelligentsia. Es este un aspecto esencial sobre el que nuestra corriente insistirá continuamente en los Congresos de la Internacional comunista, no por lujo académico, sino porque es una exigencia vital del movimiento revolucionario.
«Solamente con la ayuda de un partido que se apoya en su pasado histórico,, que prevé teóricamente el curso del desarrollo y todas sus etapas, y deduce de él que tipo de acción es la correcta en un momento dado, solamente con la ayuda de un Partido así, puede el proletariado liberarse de la necesidad de repetir su propia historia, sus propias oscilaciones, su propia indecisión y sus propios errores» (Las enseñanzas de la Comuna, 1920)¡Léase atentamente: es de la previsión teórica del desarrollo histórico de donde él "deduce" y no de ese tipo de observación pasiva de la historia que conduce a cualquier "descubrimiento" imprevisible!
De esta fuerza que permite a la insurrección de Octubre triunfar y al proletariado vencer en la guerra civil, la revolución del mañana deberá volver a encontrar su secreto, so pena de muerte. Escribiendo las líneas citadas más arriba, Lenin y Trotski pensaban más en el terrible período de la guerra civil que en la breve fase de la insurrección, ó en sus consecuencias inmediatas, como la disolución de la Asamblea Constituyente y la ruptura con los socialistas-revolucionarios de izquierda. Nosotros podríamos resumir así su enseñanza capital: mientras que la clase obrera se presente sobre la escena histórica (o peor, sobre la escena parlamentaria, pero esto le concierne muy poco a la Rusia de 1917) dividida en numerosos partidos, la solución no es el reparto del poder entre estos partidos, sino la liquidación de todos los lacayos del capitalismo disfrazados de partidos obreros, unos tras otros hasta que todo el poder caiga en las manos del único partido de clase.
Este principio de la hegemonía del Partido se encuentra en la obra de Marx y Engels, y mas especialmente en su larga polémica contra los anarquistas que atacaban al Consejo General de la I Internacional, pero la gran fuerza de las revoluciones, incluso aunque sean vencidas finalmente, es la de poner a la luz y en relieve los principios permanentes de la doctrina y del programa. No hay por lo tanto nada nuevo en las Tesis sobre el papel del Partido Comunista en la Revolución proletaria que el II Congreso de la Internacional Comunista adoptó en 1920, al término de la sangrienta guerra civil en Rusia; simplemente la lucha heroica del proletariado bolchevique daba un peso nuevo a los principios de siempre.
«La Internacional Comunista rechaza de la manera más categórica la opinión según la cual el proletariado puede llevar a cabo su revolución sin tener su Partido político. El objetivo de esta lucha, que tiene inevitablemente a transformarse en guerra civil, es la conquista del poder político. Pero el poder político no puede ser tomado, organizado y dirigido nada más que por un Partido político (...)
«La aparición de los Soviets, forma histórica principal de la dictadura del proletariado, no disminuye en absoluto el papel dirigente del Partido Comunista en la revolución proletaria (...)
«La historia de la revolución rusa nos muestra en un cierto momento a los Soviets yendo contra el Partido proletario y sosteniendo a los agentes de la burguesía. Se ha podido observar lo mismo en Alemania y puede producirse también en los demás países. Para que los Soviets puedan llevar a cabo su misión histórica, es necesaria la existencia de un Partido Comunista lo bastante fuerte para ejercer una influencia decisiva sobre los Soviets en lugar de "adaptarse" a ellos, es decir, para constreñirles a "no adaptarse" a la burguesía. El Partido Comunista no es necesario solamente para la clase obrera antes y durante la conquista del poder, sino después de ella (...)
«La necesidad de un Partido político del proletariado no desaparece más que al desaparecer las clases sociales».
Un profundo internacionalismo impregna toda esta Revolución de Octubre en la cual la lucha del Partido para la transformación de la guerra imperialista en guerra civil, en revolución socialista mundial, se funde totalmente con el empuje impetuoso de las masas obreras de los grandes centros industriales de Rusia.
Cuando Trotski y Lenin definían la revolución en marcha como «un eslabón de la cadena de la revolución internacional» las masas rusas defendían con las armas el poder conquistado como un «destacamento del ejército internacional del proletariado», Rusia como «una fortaleza asediada» esperaba que los «demás destacamentos de la Revolución internacional» viniesen en su ayuda, no eran solamente los militantes del Partido, sino todos los proletarios de Rusia quienes sentían la verdad de estas palabras ardientes, porque entonces la «educación política se hacía rápidamente» (algunos días, algunos meses) en las fábricas y en los barrios populares, en medio de mítines y manifestaciones revolucionarias. En el magnífico preámbulo de la Declaración de los derechos del pueblo trabajador y explotado la república de los Soviets se daba por tarea «la victoria del socialismo en todos los países» y en la tribuna del III Congreso pan‑ruso de los Soviets esta era la grandiosa perspectiva que Lenin proponía a su auditorio: «Los acontecimientos (...) nos han conferido el honorable papel de vanguardia de la revolución socialista internacional, y vemos ahora claramente la perspectiva del desarrollo de la revolución: el ruso ha comenzado (y además: aquel que se encuentre en la situación más favorable debe comenzar), el alemán, el francés, el inglés triunfará y el socialismo triunfará» (Obras, Tomo 26 pág. 494).
Se trataba de más que palabras; evitando la retórica, secamente, la revolución expresaba el sentimiento y la pasión que armaban los brazos y movilizaban el cerebro de inmensas masas proletarias. Era el lenguaje impersonal de una lucha de clase en la que los combatientes no habían podido nunca admitir que fuera simplemente "rusa", estrechamente "nacional"; los ojos abiertos sobre el mundo, la voluntad tendida, dispuestos para todos los sacrificios, no conocían ninguna frontera y sus corazones se inflamaban con las noticias de la lucha de sus hermanos de clase por encima de esas fronteras, que la revolución se daba justamente como objetivo de destrucción. «No estamos solos, ante nosotros está Europa entera» gritaba Lenin a los vacilantes, a los conciliadores, a los cobardes, y los proletarios que se habían batido sin tregua durante nueve meses tumultuoso, y que debían aún batirse durante los dos años y medio de la guerra civil, sabían como él, por instinto, sin haber leído nunca seguramente el grito final del Manifiesto, que ellos eran los combatientes de una guerra de clase internacional. Para estos proletarios era evidente que su revolución era el principio de una revolución mundial.
En abril, Lenin había dicho que la Internacional de los «internacionalistas de hecho» actuaba ya, aunque no tuviese todavía una existencia formal: se encarnaba en los proletarios de Petrogrado y de Moscú, en Liebknecht en Berlín, manifestaba un internacionalismo práctico y activo, por una devoción sin límites a la causa universal del socialismo. Durante el episodio dramático de Brest-Litovsk, cuando la causa revolucionaria pudo parecer perdida, Lenin justificó con su coraje y su franqueza habituales el tratado «ignominioso» y (escuchad, conmemoradores-enterradores) lo definió como el «mayor problema histórico de la Revolución rusa», como la «mayor dificultad» que tuvo que vencer, la «necesidad de resolver los problemas internacionales, la necesidad de suscitar una revolución internacional, de llevar a cabo este episodio de nuestra revolución, estrechamente nacional, a la revolución mundial» (Informe sobre la guerra y la paz al VII Congreso del P.C. ruso, 6 y 8 marzo 1918).
Nacida como revolución mundial, Octubre ponía en un primer plano sus tareas internacionales, sus deberes con respecto a la revolución mundial, deberes que no derivaban de ningún código moral, sino que venían impuestos por el carácter internacional de la lucha emancipadora del proletariado y de la expansión capitalista. Una vez más, se le pedirá mucho a quien mucho había dado ya: los magníficos proletarios de Octubre no titubearon en dar lo mejor de sí mismos para que «el alemán, el francés el inglés» pudiesen terminar la obra empezada, porque, si bien les debía ser más fácil llevarla a término, «les era infinitamente más difícil comenzar la revolución».
Antes incluso de que los comunistas de «los diferentes países de Europa, América y Asia» se reunieran en Moscú para fundar la III Internacional, el internacionalismo era la sangre y el oxígeno con el cual se nutrían cotidianamente los combatientes de la gigantesca guerra civil de Rusia. Los "boletines" del frente de la lucha de clases europea se mezclaban con los ardientes comunicados que Trotski expedía desde los mil frentes de la guerra civil, y fue así como los obreros y campesinos rusos en armas aprendieron que su enemigo era la burguesía internacional. «Sabéis – dirá Lenin al VIII Congreso pan‑ruso de los Soviets – hasta que punto el capital es una fuerza internacional, hasta que punto las fábricas, las empresas y los almacenes capitalistas más importantes están ligados entre ellos en el mundo entero y que, por consiguiente, para abatirlo definitivamente es necesaria una acción común de los obreros a escala internacional». Nadie, en verdad, podía saberlo mejor que el heroico destacamento ruso del ejército revolucionario mundial del proletariado, pues nadie en sus filas creía que el choque entre las clases pudiese tener unas causas y un destino diferente según las naciones. Que los proletarios «no tienen patria» se lo había enseñado una ruda experiencia.
En sus Principios del Comunismo, primer esbozo del Manifiesto del Partido Comunista, escrito en 1847, Engels responde a la pregunta: «¿Tendrá lugar la revolución proletaria en un solo país?» con idéntica nitidez: »No (...) Será una revolución mundial y deberá por consiguiente tener un campo mundial».
Los hombres, el Partido, los proletarios, para los que la revolución rusa había nacido como revolución mundial y no tenía «mayor problema histórico» que el de salir de su marco estrechamente nacional para extenderse por el mundo entero ¿podían tener otra perspectiva que la de Lenin? «La salvación no es posible más que en el camino de la revolución socialista internacional en la cual estamos empeñados. Mientras estemos solos nuestra tarea es la de salvar la revolución, de conservar en ella una cierta dosis de socialismo, por débil que sea, hasta que la revolución estalle en los demás países y otros destacamentos vengan en nuestra ayuda» (La tarea principal en nuestros días) ¿Podían concebir "su" revolución de forma diferente a una «repetición general de la revolución proletaria mundial»? (El ABC del comunismo, de Bujarin y Preobazhenski).
Convencidos del estallido de una revolución al menos en Europa, los bolcheviques se habían asegurado un momento de respiro con la paz de Brest-Litovsk y habían vencido a las hordas blancas; «pasados de la guerra a la paz» en 1920, no olvidaban que «mientras coexistan el socialismo y el capitalismo no se podrá vivir en paz; al final, uno u otro debe permanecer: sería necesaria una misa de réquiem, bien para la República de los Soviets, bien para el imperialismo mundial». Sabían que para vencer a la organización mundial del capitalismo no existía más que un solo arma: «la extensión de la revolución, por lo menos, a algunos países avanzados».
Era una condición vital, incluso simplemente para el mantenimiento
del poder político de los bolcheviques. Pero la revolución de Octubre
se dirigía al socialismo, y por ello el internacionalismo no era para
ella una fórmula ritual, sino la condición misma de la victoria.
Sólo las
bases
económicas del Socialismo
Por otra parte era muy cierto que se trataba de una doble revolución, y que el proletariado en el poder tenía que llevar a cabo también las tareas de una revolución burguesa «llevada hasta el final».
En el Manifiesto de 1848, Marx y Engels prestaron a Alemania una atención particular; era un país en el que las estructuras feudales dominaban todavía la economía y la política, y que se encontraba en «la víspera de una revolución burguesa»; en esta revolución ellos veían «el preludio inmediato de una revolución proletaria» que debería tomar unas dimensiones europeas (¿dónde ha podido descubrir el pedantismo socialdemócrata que, para Marx y Engels, la revolución debía estallar necesariamente en un país avanzado?), porque, decían ellos, Alemania «llevará a cabo esta revolución en las condiciones más avanzadas de la civilización europea y con un proletariado infinitamente más desarrollado que Inglaterra y Francia en los siglos XVII y XVIII». Dejemos al filisteo oportunista medir el grado de madurez de la revolución socialista evaluando el "nivel económico y social" alcanzado en tal país considerado aisladamente: para el marxismo, este grado de madurez se evalúa a escala mundial (¡en 1848, el mundo se reducía a Europa!) y en la misma medida la revolución proletaria puede triunfar o perecer.
En Rusia, igualmente, las «condiciones más avanzadas de la civilización europea» (y mundial) y la existencia de un proletariado no solamente más numeroso que en la época de las revoluciones burguesas inglesa y francesa, sino extremadamente concentrado (al igual que el poder político semifeudal del zarismo) habían acelerado el curso revolucionario: partiendo del estancamiento «asiático y bárbaro» habían llegado al poder político proletario después de un breve paréntesis de poder burgués: el «preludio inmediato» había llegado a ser el «desarrollo» de la revolución burguesa en revolución proletaria, haciendo anacrónico el triunfo de la segunda el cumplimiento de las tareas políticas de la primera. Esta revolución no bastaba para liquidar el atraso de Rusia con respecto a una civilización mundial «más avanzada», sino, como Lenin dijo en 1918 y repitió en 1920, sin este atraso, precisamente, el proletariado no habría tomado el poder tan fácilmente «como se levanta una pluma».
El afortunado encuentro de estas dos condiciones (que sólo pueden parecer contradictorias a aquellos que limitan su horizonte con las fronteras nacionales) había colocado a la clase obrera rusa en la vanguardia de la revolución socialista mundial; pero el atraso persistía y «mas atrasado es el país que ha tenido, por los zigzags de la historia, que comenzar la revolución socialista, y mas difícil le es pasar de las antiguas relaciones capitalistas a las relaciones socialistas» (Lenin, Informe al VII Congreso del PCR, 7 marzo 1918). ¿Cómo se resolvía este problema histórico, mucho más complejo que el de la toma del poder, en la perspectiva europea (es decir, mundial de la época) de Marx y Engels? El proletariado alemán de 1848 debía aportar la doctrina y podía llegar a ser el protagonista de la revolución doble en Alemania, en la medida en que las condiciones políticas de la revolución socialista se habían llevado a cabo en Francia, y las condiciones económicas y sociales en Inglaterra: de esta forma podía acelerarse la conquista del poder en Alemania y rellenado el foso secular que separaba las economías de Europa central y de Europa occidental.
Para los bolcheviques, la perspectiva no era diferente. El socialismo supone la gran industria y la agricultura moderna; la primera era manifiestamente insuficiente en Rusia, la segunda estaba casi ausente por completo, pero «si se piensa en una gran industria próspera, susceptible de satisfacer al campesinado abasteciéndole sin demora de todos los productos que necesita, se debe decir que ésta condición existe; considerando esta cuestión a escala mundial, esta gran industria floreciente, capaz de abastecer al mundo de todos los productos, existe sobre la tierra (...) Está en los países dotados de una gran industria evolucionado, suficiente para aprovisionar sobre el terreno a los centenares de millones de campesinos atrasados. Nosotros colocamos esta idea en la base de nuestros cálculos» (Lenin, Informe al IX Congreso de los Soviets).
La condición material para el paso al socialismo es, por lo tanto, la revolución mundial, o, al menos, europea, esperadas por la dictadura proletaria en Rusia. Solamente de esta manera pueden ser establecidas las bases de un gigantesco salto delante de la industria, en primer lugar, y de la agricultura a continuación: como dicen las Tesis sobre la cuestión nacional y colonial adoptadas en 1920 en el II Congreso de la Internacional Comunista, este salto adelante por encima de la fase capitalista (enfocada en este caso a los países coloniales, todavía mas atrasados que la Rusia de entonces) no es posible más que por la «creación de una economía mundial que forme un todo único, sobre la base de un plan universal controlado por el proletariado de todas las naciones».
La extensión de la revolución socialista al menos hacia algunos países avanzados es, por lo tanto, la primera condición de la existencia de una economía socialista en Rusia: «No se puede realizar la revolución socialista en un país en el que la mayoría de la población está formada por pequeños productores agrícolas más que por medio de toda una serie de medidas transitorias especiales, perfectamente inútiles en los países capitalistas evolucionados en donde los obreros asalariados industriales y agrícolas están en aplastante mayoría (...) Hemos subrayado abundantemente en los hechos, en todas nuestras intervenciones, en toda la prensa, que la situación es diferente en Rusia: los obreros industriales están en minoría y los pequeños cultivadores en aplastante mayoría. En este país la revolución socialista no puede vencer definitivamente más que con dos condiciones. En primer lugar, si está sostenida en el momento oportuno por una revolución socialista en un o varios países avanzados...» (Lenin, Informe sobre el impuesto en especie al X Congreso del P.C.R., 15 marzo 1921).
Retomando la gran perspectiva de Marx en 1848, se puede decir que el proletariado ruso aportó a la revolución europea la llama política, así como una completa restauración de la doctrina (papeles adquiridos en otras ocasiones por Francia y Alemania); Alemania, Inglaterra, Francia, o incluso sólo una de ellas, le habrían aportado su base económica. Durante ese tiempo de espera, ya que la revolución internacional no puede explotar ni por encargo, ni siguiendo una "progresión metódica", ni de manera simultánea, el poder comunista debía administrar una economía atrasada con la ayuda de «medidas transitorias, completamente inútiles, en los países capitalistas avanzados», análogas en su esencia a las «intervenciones despóticas» preconizadas por el Manifiesto y cuyos resultados no pueden sobrepasar la construcción de las bases materiales del socialismo.
Lejos de hacer un misterio de esto, los bolcheviques lo habían dicho y repetido, y las Tesis de Abril lo declaran con la mayor franqueza: «Nuestra tarea inmediata no es la de "introducir" el socialismo, sino únicamente la de pasar enseguida al control de la producción social y del reparto de los productos por los Soviets de diputados obreros». Cinco meses más tarde, en septiembre, Lenin definía de esta forma las medidas adoptadas para «conjurar la inminente catástrofe»: «El control, la vigilancia, el reparto racional de la mano de obra en la producción y distribución de los productos, la economía de las fuerzas populares, la supresión de todo derroche de esas fuerzas», lo que, en el campo de la producción industrial y de su aparato financiero suponía «la fusión de todos los bancos en uno sólo; la nacionalización de los sindicatos capitalistas, la supresión del secreto comercial, la cartelización forzosa, el reagrupamiento obligatorio ó el estímulo al reagrupamiento de la población en sociedades de consumo y un control ejercido sobre esta agrupación».
Pero él también explicaba que estas medidas, que sólo el poder dictatorial de los obreros y de los campesinos podía aplicar, representarían un «paso hacia el socialismo, pues el socialismo no es otra cosa que la etapa inmediatamente consecutiva al monopolio capitalista del Estado (...) La guerra imperialista marca la víspera de la revolución socialista. No solamente porque sus horrores engendren la insurrección proletaria – ninguna insurrección creará el socialismo si este no está maduro – sino porque el capitalismo monopolista de Estado es la preparación material más completa del socialismo, la antesala del socialismo, la etapa de la Historia que ninguna otra etapa intermedia separa del socialismo» (Lenin, La catástrofe inmediata y los medios de conjurarla).
Inquietos por encontrar una cobertura de "izquierda" a su colaboración de clase, los mencheviques y los socialistas revolucionarios gritaban que ese programa era demasiado tímido, que no era "socialista", sin comprender que solamente se trataba de «progresar hacia el socialismo (progreso condicionado y determinado por el nivel de la técnica y de la cultura)», que el socialismo era en todo lugar «el fin de todas las vías del capitalismo contemporáneo», que aparece «directa y prácticamente en cada disposición importante, constituyendo un paso adelante sobre la base de este capitalismo moderno». El programa bolchevique era tímido comparado con los objetivos finales del socialismo, pero audaz si se tiene en cuenta el nivel alcanzado por «la técnica y la cultura, poco y mucho a la vez, si bien sin revolución socialista mundial para rellenar el hueco existente entre sus aspiraciones y sus posibilidades, el socialismo no es posible en Rusia».
«Si se afrontan las cosas a escala mundial, es absolutamente cierto que la victoria final de nuestra revolución, si debe quedarse aislada, si no hay ningún movimiento revolucionario en los demás países no tendrá esperanza» (Lenin, VII Congreso del P.C.R.).
«Nosotros no sabemos nada, ni podemos saberlo, sobre cuantas etapas transitorias tendremos que atravesar hacia el socialismo. Esto depende de momento en que la revolución europea comience a gran escala» (Lenin, Informe sobre la revisión del programa y el cambio de denominación del Partido, VII Congreso del P.C.R.). La cuestión de las «etapas hacia el socialismo» no era por tanto administrativa, sino política, y, dependiendo de las condiciones internacionales, no podía ser resuelta a voluntad por los revolucionarios rusos.
Por lo que concierne a la agricultura, las medidas preconizadas sin cesar por los bolcheviques de 1906 a 1907, más radicales si se tiene en cuenta el grado de desarrollo extremadamente débil de las fuerzas productivas agrarias, ¿salían de los límites de una revolución democrático-burguesa?
Ciertamente, sólo un poder revolucionario en manos del proletariado y apoyado por los campesinos pobres podía nacionalizar la tierra, pero esta nacionalización no por eso dejaba de ser «una medida burguesa» (Lenin, Resolución de la VII Conferencia del POSDR sobre la cuestión agraria, mayo 1917). Esto no impide que el Partido del proletariado deba esforzarse en realizarla por todos los medios, pues ella «deja vía libre a la lucha de clases, tal como es posible y concebible en la sociedad capitalista, así como a un disfrute libre del suelo, desembarazo de todas las supervivencias anteriores al régimen burgués». Además, debiera asertar «prácticamente un formidable golpe a la propiedad privada de todos los medios de producción en general».
Por otro lado, el Partido sabía al menos desde 1906 que «cuanto más se hagan con resolución la destrucción y la supresión de la gran propiedad terrateniente, más se procederá con resolución y espíritu, a continuación y de manera general, a la reforma agraria democrática-burguesa en Rusia, y más rápidamente se desarrollará la lucha de clase del proletariado agrícola contra el campesinado rico (la burguesía rural)». Por consiguiente, «dependiendo de que consiga el proletariado urbano unirse al proletariado rural y atraer a la masa de semi‑proletarios del campo, ó bien de que esta masa siga a la burguesía campesina propensa a abrazarse a los capitalistas y a los grandes propietarios terratenientes y, de una manera general, a la contrarrevolución, la suerte y el final de la revolución rusa estarán decididas en un sentido u otro, mientras que la revolución proletaria que empieza en Europa no ejerza directamente, sobre nuestro país, su poderosa influencia».
Palabras proféticas: la revolución europea tardó efectivamente en llegar y si bien sus sobresaltos en Alemania, en Baviera, en Hungría, sus oleadas en Italia o en Bulgaria, sirvieron para aflojar la presión de la contrarrevolución extranjera que amenazaba a la dictadura proletaria, no sirvieron para sacar a Rusia de su «bárbaro» aislamiento. Todo el destino de la Revolución de Octubre después de 1918, fecha en la cual Lenin trazaba ya las grandes líneas de la futura NEP (todavía irrealizable debido a la guerra civil) dependía de la respuesta de los hechos a esta pregunta fundamental: «¿Podremos mantenernos con nuestra pequeña y pequeñísima producción campesina, con el estado de ruina de nuestro país, hasta el día en que los países capitalistas de Europa Occidental hayan concluido su desarrollo hacia el socialismo?.. Nosotros no estamos tan civilizados como para poder pasar directamente al socialismo, aunque tengamos las premisas políticas para ello» (El impuesto en especie, 1921).
La nacionalización integral de la industria, impuesta en 1918 por las necesidades de la guerra civil, y el monopolio del comercio exterior darán a la dictadura proletaria una ventaja más política que económica: un medio de controlar la hidra siempre renaciente de la microproducción, un instrumento para acelerar, con los medios de producción modernos, la evolución hacia la gran producción agrícola empleando el trabajo asociado, y sobre todo un arma contra el enemigo exterior y sobre todo interior. De esta forma será posible «utilizar el capitalismo (sobre todo orientándolo en la vía del capitalismo de Estado) como eslabón intermedio entre la pequeña producción y el socialismo; como medio, vía, procedimiento, modalidad que asegura el incremento de las fuerzas productivas» (Lenin, Tesis sobre la táctica del P.C.R., III Congreso de la I.C. 1921), y de «llegar, mediante una larga serie de transiciones graduales a la gran agricultura colectiva mecanizada» (Lenin, Por el cuarto aniversario de la revolución de Octubre, 1921); será posible colocar «en su sitio los fundamentos económicos del nuevo edificio socialista, en lugar del edificio feudal demolido y del edificio capitalista demolido a la mitad».
Esto no debía realizar el socialismo, pero constituía una lucha radical entre el poder proletario controlando el capitalismo de Estado y utilizándolo como arma política de transformación económica y «los millones y millones de pequeños patronos (que), por su actividad cotidiana, usual, invisible, imperceptible, disolvente, realizan los mismos resultados que le son necesarios a la burguesía, que restauran la burguesía» (Lenin, El izquierdismo, enfermedad infantil del comunismo, 1920).
Esto debía ser la continuación de la guerra civil por otros medios, y la salida de esta nueva fase de la lucha de clase no debía depender solamente de la posesión del poder y del control sobre la gran industria, sino también y sobre todo de las vicisitudes de la lucha internacional entre burguesía y proletariado. En sus Tesis sobre la situación económica y las tareas de la revolución socialista, presentadas al IV Congreso de la Internacional Comunista, Trotski dirá: «Al igual que en la guerra civil nosotros combatimos en gran parte para conquistar políticamente al campesinado, hoy igualmente la lucha tiene como objetivo principal la dominación del mercado campesino. En esta lucha el proletariado posee grandes ventajas: las fuerzas productivas más ampliamente desarrolladas del país y el poder político; la burguesía por su parte dispone de una mayor habilidad, y en una cierta medida, de sus relaciones con el capital extranjero, el capital de la emigración especialmente». El hecho de que el proletariado de los países «más evolucionados» no se haya enfrentado con las armas en la mano a esta fuerza burguesa internacional, constituye el drama de los años 1920 a 1926.
Definiendo la NEP, Lenin había declarado: «La historia (...) ha seguido caminos tan particulares que ha dado nacimiento, en 1918, a dos mitades de socialismo, separadas y próximas como dos futuros polluelos bajo el cascarón común del imperialismo internacional. Alemania y Rusia encarnan en 1918, con una evidencia particular, la realización material de las condiciones del socialismo, de las condiciones económicas, productivas y sociales, por una parte, y condiciones políticas por otra. Una revolución proletaria victoriosa en Alemania rompería al primer empuje, con la mayor facilidad, todos los cascarones del imperialismo (...) y aseguraría plenamente la victoria del socialismo mundial (e igualmente por tanto la victoria del socialismo en Rusia - NDR) sin dificultades o con dificultades insignificantes, a condición de considerar evidentemente las "dificultades" en la escala de la historia mundial, y no en la de cualquier grupo de filisteos» (Lenin, Sobre el infantilismo de izquierda, Obras, Tomo 27 pág 355).
Las dos mitades separadas del socialismo no pudieron ser reunidas. Y si el poder revolucionario ruso pudo colocarse en la escuela del capitalismo de Estado de los alemanes, aplicarse con todas sus fuerzas en asimilarlo, manejando con mayor rapidez los procedimientos dictatoriales de lo que lo hizo Pedro I para implantarlos en la vieja Rusia bárbara, sin retroceder ante el empleo de métodos bárbaros contra la barbarie (¡muy distinto, como puede verse, a la «construcción del socialismo en un solo país», «bárbaro», además!) no pudo impedir, privado como estaba de la ayuda del segundo «polluelo», que a la larga la presión de las clases pequeño burguesas y burguesas imprimiese al «volante» del Estado ruso una dirección opuesta a la querían darle los bolcheviques.
«Es con plena conciencia (...) por lo que avanzamos hacia la revolución socialista (...) sabiendo que sólo la lucha decidirá el avance que conseguiremos tomar (a fin de cuentas), la porción de nuestra tarea infinitamente grande que nosotros ejecutamos (...) El que viva lo verá» (Lenin, En el IV Aniversario de la Revolución de Octubre). La lucha proseguía en las ciudades y en los campos; las fuerzas productivas de un pasado no solamente pre‑socialista sino pre‑capitalista, se encabritaron ante la energía de la dirección central de la economía. Y esta nueva guerra de clase fue tan áspera que en la XIV Conferencia del Partido, a finales de 1925, algunos dirigentes del Partido y del Estado que habían creído hasta ese momento poder disimular la realidad detrás de un optimismo demagógico completamente ajeno al espíritu de Lenin, se vieron forzados a reconocer que una inversión de la relación de fuerzas se fortalecía y se confirmaba en el interior del país.
En 1921, a propósito de la NEP, Lenin había dicho: «Bastan de
diez a veinte años de buenas relaciones con los campesinos y la victoria
está asegurada en el mundo entero, incluso si las relaciones proletarias
que se preparan debieran todavía tardar; de lo contrario tendremos de
veinte a cuarenta años de tormentos bajo el terror blanco». El terror
blanco se instauró mucho antes que los diez o veinte años de Lenin ó
de los cincuenta años de los que habla Trotski, pues las fuerzas que se
oponían al establecimiento de «relaciones racionales» con el
campesinado eran demasiado potentes como para que fuese posible contenerlas
y finalmente vencerlas sólo con los recursos del proletariado ruso. Y
eso fue la contrarrevolución estalinista, en la cual el culto del falso
"socialismo en un solo país" cubría mal la cruel realidad: acumulación
capitalista forzada y masacre de la vieja guardia bolchevique.
La historia de la larga lucha que Lenin condujo hasta su lecho de muerte para convencer al Partido de la necesidad de pasar bajo las horcas caudinas de la NEP, siendo plenamente consciente de que lo que significaba era la construcción del capitalismo, lucha para salvaguardar el carácter rigurosamente clasista e internacionalista del Partido, era más necesaria a medida que los peligros presentados por la NEP eran más grandes. Merecería por su sola un capítulo aparte, y será sin duda objeto de estudio por parte del Partido. Lo mismo hay que decir de la historia de las Oposiciones; mientras que se diluía la intransigencia leninista, las Oposiciones libraron una batalla enérgica aunque tardía y desesperada contra el estalinismo, contra su abdicación política ante el oportunismo y su nefasta teoría del "socialismo en un solo país", por la salvaguarda de la doctrina (pilar de la cual es precisamente el internacionalismo proletario mientras que demuestra lo contrario el trágico desenlace de Octubre) y para su transmisión a las futuras generaciones.
Lenin era demasiado buen marxista como para ignorar que incluso la derrota puede ser fecunda, con la condición de haber luchado hasta el final sin ceder en nada y permanecer en pie, sin haber renegado de nada, y por esto había exclamado un día: «Incluso si mañana el poder bolchevique es derrotado, no lamentaremos ni por un segundo el haberlo tomado». ¿Era inevitable el desenlace final? ¿Era posible impedir que el poder bolchevique, en lugar de controlar al capitalismo que había empezado a construir valientemente esperando la revolución mundial, acabase por estar controlado e incluso derrotado por él? ¿Impedir que las fuerzas burguesas y pequeño burguesas del interior se amparasen progresivamente en la «máquina del Estado» que, contrariamente a la suposición de Lenin en la cita antes señalada, no habían conseguido derrotar los «imperialistas»? ¿Evitar que no solamente el enemigo triunfase sino, peor aún, que se hiciese pasar por "edificación socialista" una acumulación capitalista primitiva a la que el atraso de Rusia con respecto a la civilización mundial debía hacer mil veces mas cruel de lo que fue en la aurora del capitalismo?
Esta es una cuestión inútil para muchos ya que la historia ha decidido, y decidido contra nosotros, se quiera o no. Sin embargo, merece ser planteada no para llorar el pasado, sino para preparar el futuro. Y debe serlo considerando las cosas a escala internacional y buscando la respuesta fuera de las fronteras de Rusia. En 1926‑27, en los debates del Partido ruso y de los VII y VIII Ejecutivos Ampliados de la Internacional consagrados a las cuestiones económicas y sociales de Rusia, la Oposición hablaba en nombre de una clase obrera a la que la guerra civil, el hambre y la reconstrucción económica habían diezmado y agotado a pesar de su ejemplar combatividad. El drama de la Oposición se halla sin duda en que el desarrollo y la victoria del capitalismo en Rusia habían desencadenado una oleada social que arrastraba irremisiblemente a la dirección oficial del Partido, a la que la Oposición intentaba combatir.
Pero este drama se debe sobre todo al hecho de que la Oposición rusa no podía apoyarse en un movimiento comunista internacional, a la altura de sus orígenes, por no decir nada del reflujo general de la revolución. Gracias a un apoyo internacional Octubre habría ofrecido lo esencial de su fuerza. Pero en 1926‑27 el apoyo se había agotado y la Oposición rusa se encontraba sola
En el V Congreso de la Internacional Comunista, la Izquierda Comunista había llamado valientemente al movimiento comunista internacional para restituir al Partido y al poder bolchevique un poco de la formidable contribución teórica y práctica que ellos le habían aportado algunos años antes, pero el llamamiento cayó en el vacío. En el VI Ejecutivo Ampliado, a principios de 1926, la Izquierda Comunista demostró que era necesario invertir urgentemente la «pirámide» de la Internacional que se encontraba en un equilibrio inestable sobre su cúspide, ya que reposaba sobre un Partido bolchevique que había perdido su homogeneidad, y sentar esta pirámide sobre una base mas estable, es decir, sobre un movimiento comunista mundial consciente de sus deberes. Desgraciadamente, esta base también estaba resquebrajada. La Izquierda pidió igualmente al movimiento mundial que se ocupase de la «cuestión rusa» y de discutirla como una cuestión vital para él, puesto que su esencia era internacional.
Pero la Internacional abdicó, ya que ninguna fuerza capaz de llevar a cabo este deber tuvo el coraje de responder al llamamiento. La Internacional no albergaba ya en Moscú más que socialdemócratas, mencheviques y centristas, es decir, toda esa hez política que había anidado en los diversos partidos "nacionales" y que sabían muy bien que llegaba de nuevo su hora. Los Cachin, Sémard, Smeral, Thäelmann, los Martinov (tras los cuales se ocultaban fuerzas sociales y tradiciones políticas muy precisas) no pedían más que llegar a ser los ayudantes de Stalin después de haber sido los verdugos obtusos de los comunistas de la Oposición. La heroica lucha de los proletarios chinos y de los mineros ingleses en esos mismos años no podía más que ser vencida, sin vanguardia que la guiase, pues su Partido había sido hundido por toda esta hez socialdemócrata. Este terrible "vacío histórico" está por explicar, pero es el quien explica la derrota y el drama humano de la vieja guardia (del cual sólo Trotski pudo escapar) que se postraba ante Stalin y su camarilla victoriosa, pisoteando los cadáveres de militantes que lo habían dado todo a la causa, e incluso a los muertos vivientes políticos que habían renegado por completo.
Seria pueril y sobre todo antimarxista invocar un único factor para explicar la horrorosa decadencia del movimiento comunista internacional. Pero sería tan pueril y peor aún, derrotista, achacárselo todo a los "hechos objetivos", como si constituyeran una fatalidad ante la cual, como sucedía entre los Antiguos, sería necesario resignarse, y no poner en evidencia el factor "subjetivo" que es el Partido y, en ese caso, el Partido mundial, la Internacional Comunista, que es la fuente de enseñanzas decisivas. Colocamos los dos adjetivos entre comillas pues ya se sabe que para nosotros, para el marxismo, no hay un factor subjetivo que actúe en la historia, en tanto que factor no individual, como factor objetivo, como factor material.
Sobre este plan, nosotros, la Izquierda comunista, tenemos el derecho a decir que la enseñanza que sacamos de la derrota de 1926, punto de salida de la contrarrevolución mas terrible de la cual haya sido víctima la clase obrera, no es una lección a posteriori, sino la confirmación de nuestras previsiones de 1920, una confirmación válida para todos los países y todas las situaciones, de la cual la futura revolución proletaria sacará provecho.
Si los comunistas de Occidente vieron en el bolchevismo un maestro prestigioso, al que reconocieron el derecho de "dar lecciones" fue debido al hecho de que había predicado tenazmente la intransigencia teórica y se había mostrado capaz de traducirla en la acción. No dudó nunca en cortar de manera irrevocable los lazos no sólo con el revisionismo de derecha, sino también con el revisionismo centrista, más sutil y por tanto más pernicioso: habiendo individualizado los orígenes sociales y políticos de uno y otro, sabía de antemano que se encontrarían al otro lado de la barricada de clase. Esto es lo que había probado la delimitación de la izquierda leninista de la izquierda pacifista en Zimmerwald, las Tesis de Abril y el "golpe de timón" que dieron al Partido. Es de esto de lo que Octubre sacará la fuerza para liquidar las últimas alianzas con otros grupos ó partidos, para ejercer la dictadura y el terror rojo, y para dirigir la guerra civil. Esta es la principal enseñanza que los comunistas y los proletarios revolucionarios del mundo entero hubieran debido extraer de la Revolución rusa, demostrando la catástrofe húngara, primera lección negativa de la post‑guerra, que precio hay que pagar cuando se la olvida, y que la Internacional Comunista considera su observación, en las "21 condiciones de admisión", como un deber de los comunistas.
Los bolcheviques fueron los primeros en olvidar esta lección, ya que perdieron de vista que era todavía más válida en Occidente que en Rusia. Allí, la estructura económica era de un capitalismo desarrollado, pero un siglo de experiencia gubernamental había permitido a la burguesía implantar sólidamente su democracia parlamentaria. Como repitió cien veces Lenin, esas condiciones políticas hacían más difícil el desencadenamiento de la revolución, mientras que las condiciones económicas y sociales habrían permitido, por el contrario, conducirlo fácilmente a término. La intransigencia teórica y organizativa, el arrojo "sectario" de separarse orgánicamente de los elementos dudosos, aunque teñidos de "maximalismo", la conciencia del carácter irrevocable de las fronteras trazadas por la historia entre el comunismo y todas las variantes del oportunismo, comenzando por el centrismo, habrían debido jugar con el máximo de fuerza en la organización política mundial del proletariado revolucionario. Pero no fue así.
Las Condiciones de Admisión fueron adoptadas por el II Congreso de la Internacional en julio 1920. Nuestra corriente propuso, entre otras cosas, que, en lugar de exigir simplemente a los viejos partidos adheridos a la nueva Internacional que modificasen su antiguo programa socialdemócrata, que elaborasen, «en conexión con las condiciones particulares de su país, un nuevo programa comunista acorde con las deliberaciones de la I.C.»., imponiendo la elaboración de «un nuevo programa en el cual los principios de la I.C. estén fijados de manera no equívoca, y enteramente conforme a las resoluciones de los congresos internacionales (...siendo) excluida por este solo hecho la minoría que se declare contra este programa» (Discurso del representante de la Izquierda comunista, sesión del 29 julio 1920).
El Congreso rechazó esta medida radical, dejando la puerta abierta a todas las especulaciones sobre las «condiciones particulares» de tal o cual país, mientras la Izquierda comunista demostró que la falta de severidad en las condiciones de admisión entrañaba el riesgo de permitir al oportunismo «salir por la puerta y volver a entrar por la ventana». La Izquierda lamentó en que no se hubieran definido de manera clara y precisa, desde su origen, las bases teóricas y programáticas del movimiento internacional, para deducir de ellas reglas tácticas definidas, precisas y «obligatorias». Su larga experiencia le permitía poner en evidencia los efectos disolventes de las prácticas electorales y parlamentarias sobre los partidos occidentales y propuso por lo tanto una táctica de abstención electoral, que no tenían nada en común con las posiciones anarquistas, sindicalistas y otras, en lugar de la táctica del «parlamentarismo revolucionario», que quería aplicar la mayoría de la III Internacional.
Propuso que las escisiones se hicieran lo más a la izquierda posible, no por lujo teórico, o por "odio de partido", sino por razones eminentemente prácticas ó, si se quiere, por odiode clase. La Izquierda pidió, en definitiva, que la adhesión al Partido comunista de cada país (habría preferido la existencia de un Partido mundial, único por su programa, su doctrina y la definición anticipada de la táctica y su organización) fuera individual, nunca colectiva. A partir de este momento no dudó en insistir sobre el peligro de una degeneración de derecha.
Los bolcheviques prefirieron adoptar un método "elástico", más "fácil" (pero, ¿cual fue, fuera de la Izquierda comunista, la aportación del movimiento internacional a la defensa tan necesaria de la tradición bolchevique contra el centro de Moscú?), colocando sus esperanzas, con Lenin y Trotski, en las llamas purificadoras de una revolución europea que se creía próxima y en la firmeza de una dirección internacional que tenía una larga tradición de intransigencia teórica y práctica, cayendo finalmente, con Lenin muerto y con Trotski reducido al silencio, en la autoinmunización del "Partido guía", con respecto al veneno oportunista.
Se creyó (de buena fe, pero eso es otra historia) que se alcanzarían más rápido, por el camino más corto, resultados sustanciales difuminando las fronteras políticas que para los militantes, pero sobre todo para la gran masa de proletarios, debían de permanecer netas y definitivas. Esta fue la táctica del "frente único político", lanzado en el III, en el IV y en el V Congreso, y en los correspondiente Ejecutivos Ampliados, siendo nuestra corriente la única que les contestó. Fueron también las fusiones y la mezcolanza con fracciones de partidos centristas, ó casi con partidos enteros. Fue necesario entonces dulcificar la consigna de la dictadura del proletariado diluyéndola en la equívoca reivindicación del "gobierno obrero", y del "gobierno obrero y campesino" después. Fue la consigna de "conquista de la mayoría de la clase obrera", que para Lenin significaba "conquista de la mayor influencia posible", pero que llegará a ser para los epígonos el ideal de la mayoría numérica y en todas las circunstancias, el criterio de la eficacia revolucionaria de los partidos.
No se comprendió, ó no se quiso comprender, a pesar de la mejor tradición bolchevique, que si el Partido es un factor de la historia también es un producto de ella, y que la táctica que emplea no es indiferente, que, por el contrario, es una fuerza que reacciona sobre quien la emplea y pone en movimiento fuerzas objetivas que, según la dirección que se la imprima, pueden obstruir el camino hacia la revolución en lugar de allanarlo. Se olvidó que una consigna, por el mero hecho de lanzarla, llega a ser un hecho objetivo que determina al mismo Partido, sean las que sean sus intenciones y que, por hábil que sea el aprendiz de brujo no podrá dominar los demonios que él mismo ha desencadenado.
La historia de la Internacional Comunista es la una de la usura destructiva, que el "instrumento táctico" y el "instrumento organización", separados arbitrariamente de los principios, ejercen sobre aquellos que los emplean en tales condiciones. Los errores de organización, y después de táctica, trajeron finalmente consigo (¡e inexorablemente, y esto es lo que es necesario entender!) una revisión de los principios teóricos y programáticos: el oportunismo expulsado por la puerta pudo entrar por la ventana... en nombre de la "bolchevización" por decreto.
Cuando luchábamos con esos pasos en falso sucesivos no pretendimos jamás ofrecer a la Internacional la receta de una victoria infalible: se trataba solamente de prevenir la infección socialdemócrata, de proteger de ella al Partido, grande o pequeño, en los límites permitidos por la Historia, de ayudarle a conservar su propia fisonomía intacta a través de las vicisitudes de la lucha de clases, es decir, su capacidad de orientar a las masas proletarias en una dirección determinada, y solamente en esta dirección; de cerrar la puerta automáticamente a los tránsfugas del revisionismo, tanto a su ideología como a su práctica; de hacer de la Internacional, realmente y no sólo formalmente, el Partido mundial único de la revolución; y de permitirle salvaguardar en la derrota, de la cual nada ni nadie puede preservar, las condiciones de la reanudación, en lugar de perderlo todo.
Por el contrario, todo se perdió. En los años 1926 y 1927 la Oposición se encontró sola ante el enemigo que ella misma había contribuido a instalar inconscientemente en el seno del movimiento; se quedó prisionera de las fuerzas contra las cuales no había considerado útil levantar un muro efectivo; debió luchar, en el Partido, contra los peores agentes del conformismo reformista que no habrían debido poder entrar en el. La oposición no fue respaldada por un movimiento internacional capaz de dirigirse como un solo hombre contra el hecho de renegar de todos los principios, pues ya no se trataba de un solo hombre y además ya no estaba.
Esto no disminuye en nada la grandeza de un Trotski reivindicando enérgicamente el internacionalismo contra lo que el llamó «la doctrina Monroe» de la Internacional de Stalin y Bujarin, ni la grandeza de un Zinoviev que, en el VII Ejecutivo Ampliado cavó su tumba demostrando que el «socialismo en un solo país» era la negación de todo el marxismo y por lo tanto también del "leninismo". Pero esto no bastaba; era necesario renunciar a las tácticas y a los métodos de organización "elásticos", era ya muy tarde para hacerlo y no eran ellos quienes podrían hacerlo.
Para nosotros que, en el lúgubre túnel de una contrarrevolución de la cual no se puede hacer más que entrever el final, volvemos nuestras miradas hacia el pasado, con el único fin de volver a encontrar el camino del futuro, todo esto forma parte de las enseñanzas de Octubre. Los acontecimientos no pudieron desarrollarse de otra forma, pero el pasado ha forjado, bajo la forma de lecciones históricas, las únicas armas susceptibles, en los límites en que el factor "subjetivo", la acción del Partido, es determinante, de evitar a la clase que detenta las llaves del futuro el «repetir sus propios errores, sus propias oscilaciones, sus propias incertidumbres», abriéndole de nuevo la vía única de la revolución que los reveses y las derrotas pueden barrer temporalmente, pero que el proletariado debería limpiar de forma ineludible incluso si, como es el caso de hoy, es necesario partir de cero.
La contrarrevolución ha podido aplastar a Octubre, pero no ha podido
ni podrá nunca impedir al capitalismo acumular las cargas explosivas de
un resurgir revolucionario más poderoso que nunca. El desarrollo histórico
reduce las «particularidades nacionales» con las cuales el estalinismo
construyó un andamiaje de cartón-piedra que no puede disimular la profunda
unidad del mundo. En este mundo, la revolución proletaria, la única posible
en la época contemporánea, está objetivamente a la orden del día de
todos los países claves del sistema capitalista mundial. Es sobre esta
base material, esta base de granito, sobre la que (armada tanto con las
enseñanzas de la derrota como de la victoria de Octubre, fortalecido por
la confirmación del marxismo por los acontecimientos de 1926 y las tesis
tácticas y organizativas de la Izquierda comunista de una trágica derrota)
el Partido revolucionario de clase podrá renacer a escala mundial.
Sólo el marxismo extrae las lecciones de la Historia
El siglo XX no ha tenido hasta ahora más que una idea muy imperfecta del sentido y del alcance de la revolución y de la contrarrevolución en Rusia, que se han desarrollado desde 1917 hasta nuestros días, y en las que, cincuenta años después de Octubre, se resume desgraciadamente aún lo esencial de la lucha proletaria de la época imperialista.
Con la excepción de los soviéticos (y de los más obtusos antisoviéticos) no hay partido, corriente o escuelas que no hayan sentido más o menos claramente que los resultados históricos finales de la Revolución rusa no sólo eran diferentes de los fines vislumbrados por el Partido bolchevique de 1917, sino diametralmente opuestos. Son muy raros aquellos que hayan comprendido (o que tengan interés en decirlo) que este retroceso probó que la Revolución de Octubre había sido seguida de una contrarrevolución en vez de progresar victoriosamente en su línea inicial. Pero ¿también a aquellos a los que el camuflaje de esta contrarrevolución, detrás de la aparente permanencia del mismo Partido en el poder en la URSS no les ha engañado totalmente? ¿Incluso a quienes han sabido caracterizar esta contrarrevolución correctamente, tanto en el campo político como económico? Nadie, ya que fuera del pequeño Partido proletario de hoy nadie ha dejado de oponer al "burocratismo nacionalista" del partido de Stalin un pretendido "democratismo" internacionalista del partido de Lenin, y ya que nadie ha rechazado francamente ver en la economía y en la sociedad rusa una forma de "socialismo" o al menos un "post‑capitalismo".
Esta impotencia científica del mundo burgués no le ha impedido "extraer" a su manera las "lecciones" de la contrarrevolución estalinista, es decir, de un proceso histórico que ni había comprendido ni tan siquiera había constatado en muchos casos: tal es el oscurantismo del enemigo de clase del proletariado. Para las corrientes burguesas tradicionales, el contraste entre los resultados y los fines de la revolución de Octubre "probaría" el carácter natural y por lo tanto indestructible de las relaciones capitalistas de producción, de la división de la sociedad en clases, del Estado como institución; en otros términos el carácter utópico del comunismo, su radical imposibilidad. Para los socialdemócratas "probaría" que la Revolución es una locura, y más aún la revolución en un país con un débil desarrollo capitalista. Para los "libertarios" probaría que si no se destruye sobre el terreno toda forma de Estado, sea cual sea, la revolución está condenada al fracaso. Para los obreristas (anarco-sindicalistas, social-barbaristas, socialistas de empresa de todo tipo) "probaría" que la dictadura del proletariado debe ser una democracia política ilimitada para los obreros, y el socialismo una democracia económica ilimitada para los productores en general.
Para los "trotskistas" "probaría" que el comunismo puede degenerar políticamente cuando destierra la democracia, subsistiendo no obstante en la economía, llegando de esta forma a ser justificable una revolución puramente política. El simple enunciado de estas presuntas "lecciones" de la contrarrevolución rusa, con las cuales el mundo burgués no ha dejado de agobiar durante cuarenta años a la clase obrera, basta para mostrar que dicho mundo burgués no ha sacado nunca de la experiencia histórica otras conclusiones que las que había tenido anticipadamente, ya sea en función de un odio de clase muy comprensible, ya sea en función de los daños de la ideología hasta en los cerebros de los "campeones" del proletariado. En efecto, si todas estas "lecciones" no son mas que la repetición de tesis seculares, todas ellas tienen pese a sus diferencias una característica común: todas están dirigidas contra el marxismo o el comunismo revolucionario, ya sea proclamando la bancarrota ó el error, ya sea (peor aún) desfigurándolo bajo el pretexto de "librarse de sus responsabilidades" con la llegada del estalinismo y de "salvar el honor", no dudando, para este fin, en metamorfosear cómo "auténticos demócratas" a título póstumo a grandes comunistas como Lenin y Trotski.
Objetivamente la derrota proletaria de Rusia aparece cómo un nuevo revés de la lucha de emancipación del proletariado, atestiguado en el siglo XIX por las batallas de 1848 y de 1871, y a principios de nuestro siglo por 1905. Si esta derrota es la gran derrota proletaria del siglo XX, la revolución de Octubre fue la primera gran victoria. Y si es al mismo tiempo la mayor derrota en la historia del movimiento obrero es porque en toda esta historia, el Octubre ruso fue la única victoria conseguida a escala de un gran país. Lo único que ha preservado al comunismo de una acusación de "quiebra" doctrinal y práctica en las derrotas proletarias precedentes, es que, en tanto que Partido, no era lo suficientemente fuerte aún para dirigir el movimiento. Pero para que el enemigo burgués pueda intentar hoy aplastarlo bajo esta acusación a propósito del Octubre ruso es necesario primeramente que el comunismo se refuerce hasta el punto de llegar a ser el único Partido de la revolución y de la victoria. Esto no fue una casualidad, pero es precisamente lo que todos los revisionistas olvidan. Cuando la burguesía pretende enterrar así el comunismo bajo las ruinas de la revolución rusa, aplica lógicamente las leyes de guerra: ¡no hay piedad para los vencidos! Pero cuando los presuntos "campeones" de esos mismos vencidos se ponen a "revisar" no sacan más que las mismas "lecciones de la historia" que la burguesía: y únicamente bajan la cabeza ante la invectiva.
Todo el mundo burgués reacciona como si en la historia nadie más que el Partido comunista de Lenin hubiese perseguido unos fines y obtenido unos resultados diametralmente opuestos. Si esto fuera verdad, hablaría en contra nuestra. Pero hay que señalar que en el curso de toda la historia de la sociedad de clases los resultados de las luchas no han respondido a los fines perseguidos más que de forma excepcional, que la contradicción entre unos y otros siempre ha sido la regla. Es el materialismo histórico quien ha tenido el mérito de poner de relieve esta verdad para demostrar que, al igual que sucede en la evolución de la naturaleza, el curso de la historia obedece a leyes objetivas y no a la conciencia y a la voluntad de los hombres, clases y partidos. Si hay necesidad de algún ejemplo piénsese en la reacción nobiliaria anterior a 1789, que aceleró la Revolución, ó en el jacobinismo virtuosos e igualitario, que condujo a la sociedad burguesa de Thermidor y del Imperio. En otros términos, es el materialismo histórico quién ha establecido que, si bien son los hombres los que hacen su historia, no la hacen libremente. Esta verdad es inaccesible no sólo a la burguesía, sino también a todo tipo de revisionismo. Efectivamente, nadie es capaz de comprender que si algo prueba nuestra derrota de Partido en Rusia es simplemente que los comunistas no escapan al determinismo, al igual que los demás hombres.
El estalinismo no ha temido pretender lo contrario, jactándose implícitamente de haber continuado el socialismo en los marcos nacionales de una Rusia que no tenía las premisas materiales para ello ni en 1917 ni tan siquiera diez años más tarde, y jactándose explícitamente, ya que Stalin en sus Problemas económicos del socialismo pretendía "sacar partido", en interés del comunismo, de leyes económicas cuya única persistencia prueba la persistencia de una economía capitalista, y que si las pseudo-tesis del Partido ruso, con ocasión del cincuentenario, afirmaban imperturbablemente que si el socialismo había podido realizarse en Rusia a pesar de las condiciones que los marxistas del período juzgaron desfavorables, esto se explicaba ¡por el «plan científico de Lenin»!
Si se quiere saber como aborda el Partido proletario las derrotas de su propia clase no hay nada mejor que escuchar el luminoso pasaje en el cual Engels definía el método específico del materialismo dialéctico (LudwigFeuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana, 1888):
«La historia del desarrollo de la sociedad se manifiesta, en un punto, esencialmente diferente del de la naturaleza. En la naturaleza (...) son únicamente los factores inconscientes y ciegos los que empujan a unos contra otros, y en su juego cambiante donde se manifiesta la ley general. De todo lo que se produce (...) nada se produce en tanto que fin consciente, o deseado. Por el contrario, en la historia de la sociedad, los que actúan son exclusivamente hombres dotados de conciencia, actuando con reflexión ó con pasión y persiguiendo unos fines determinados; nada se produce entre ellos sin una intención consciente, sin un fin deseado.¡Tampoco los modernos revisionistas!
«Pero esta diferencia, sea cual sea su importancia para la investigación histórica, sobre todo de épocas y acontecimientos tomados aisladamente, no puede cambiar nada el hecho de que el curso de la historia está bajo el dominio de leyes generales internas. Pues también aquí, a pesar de los fines conseguidos conscientemente por todos los individuos, es el azar quien, de una manera general, reina aparentemente en la superficie. Raramente se realizará lo deseado; en la mayoría de los casos, los numerosos fines perseguidos se entrecruzan y se contradicen ó bien son irrealizables a priori, ó bien los medios para realizarlos son insuficientes. De esta forma los conflictos entre innumerables voluntades y acciones individuales crean en el campo histórico una situación análoga a la que reina en la naturaleza inconsciente. Los fines de los actos son deseados, pero los resultados que siguen realmente a estos actos no lo son, y si en un principio parecen corresponderse al fin perseguido, tienen unas consecuencias muy distintas de las deseadas. Así, los acontecimientos históricos aparecen en conjunto dominados igualmente por el azar. Pero allí donde el azar parece jugar en la superficie, siempre está sometido a leyes internas ocultas, y de lo que se trata es de descubrirlas».
Así, «los hombres hacen su historia, tenga el aspecto que tenga, persiguiendo cada uno sus propios fines. Lo que importa es lo que quieren los numerosos individuos. Pero, por una parte, hemos visto que las numerosas voluntades individuales que actúan en la historia traen consigo para la mayoría resultados muy diferentes de lo que se proponía. Por otra parte, puede preguntarse cuales fueron las fuerzas motrices ocultas detrás de estos móviles y cuales son las causas históricas que se transforman en estos móviles dentro de los cerebros de los hombres. Esta cuestión nunca se la planteó el antiguo materialismo».
«Descubrir las leyes internas ocultas» de la contrarrevolución en Rusia; buscar las «fuerzas motrices», las «causas históricas» de los «móviles» que se dan los hombres – masas, partidos y jefes – para actuar y luchar, esto es lo único que el Partido proletario puede proponerse y que realiza aplicando esta otra magnífica definición de Engels en el Anti‑Dühring:
«La concepción materialista de la historia parte de la tesis de que la producción, y después de la producción, el intercambio de sus productos, constituye el fundamento de todo el régimen social, que en cualquier sociedad aparecida en la historia, el reparto de los productos y con ello la articulación social en clases ó en órdenes se basa en lo que se produce y en la manera en que se produce, así como en la manera en que se intercambian las cosas producidas. En consecuencia, no es en la cabeza de los hombres (...) sino en las modificaciones del modo de producción y de intercambio en donde hay que buscar las últimas causas de todas las modificaciones sociales y de todos los trastornos políticos».Esto no está al alcance de todas esas corrientes que, a bandazos entre algunas verdades marxistas y la concepción tradicional, transfieren sin duda la sede de la Conciencia y de la Voluntad de los individuos y de los jefes a las clases y a los partidos, pero los consideran siempre como la instancia soberana, a la manera idealista, sin apercibirse de que así no se resuelve el problema del determinismo, sino que simplemente lo desplaza. Y esto es porque tampoco ven que para comprender la Historia, aunque sea de la derrota momentánea de su propio campo, hay que demostrar la ineluctabilidad de lo que se ha producido, y que sacar las lecciones de esto no es revisar el programa del socialismo científico, sino definir más rigurosamente, a la luz de los hechos, las condiciones de su victoria. No les queda más que buscar en lo abstracto, pero acercándose al arsenal de los prejuicios seculares, para saber que otra Conciencia y que otra Voluntad hubieran podido dar a la historia pasada un curso más conforme a sus deseos (más o menos arbitrarios) y garantizar infaliblemente la victoria en el futuro. Llegados a este punto, el dogma de secta, la fantasía individual, substituyen a la causa secular del proletariado en función de la moda del día, siendo los militantes revolucionarios desplazados por profetas más o menos inspirados por verdades reveladas que no son más que una forma cualquiera de revisión, ¡y así triunfa la burguesía!.
La "lección" de la contrarrevolución rusa según el pensamiento burgués clásico sería sin duda difícil de describir hoy, cuando la burguesía simula ser "socialista", pero es fácil reconstruirla. Tiene dos formas – una grosera, una sabia – que siempre han coexistido más o menos, pero la primera responde mejor a la fase "estalinista" de la contrarrevolución, y la segunda a su fase "krutchevista" y "post‑krutchevista".
La "lección" grosera consiste en decir que el comunismo es peor que el capitalismo. La masa de miseria, de oscurantismo, de opresión, de mentira y de lo que Trotski llamó un día la lúgubre irracionalidad de la era estalinista han asegurado a esta tesis un éxito que no merecía su grosería, pero está claro que no es para defender el comunismo por lo que el movimiento mundial de Stalin ha realizado durante decenas de años la más extraordinaria de las falsificaciones con la esperanza de que la verdad permanecería ignorada por los obreros de Occidente.
A esta versión, el Partido proletario da dos respuestas. La primera, evidente, es que la Rusia estalinista, y con más razón krutchevista, no ha tenido nunca nada que ver con el comunismo, ni con ninguna forma que se encaminase hacia esta forma económica y social. El desarrollo de este punto excedería el marco de este capítulo y el lector lo hallará en el que dedicamos más adelántela desarrollo de la economía rusa en la fase post‑revolucionaria.
Esta conclusión no pertenece con propiedad al Partido proletario, pero la segunda es más original. Esta demuestra efectivamente que la fase de la historia rusa que no solamente el estalinismo, sino también la burguesía e incluso el "trotskismo" han hecho pasar por comunista, siendo la menos comunista del mundo, no ha sido la absurda e inútil agonía de todo un pueblo, la serie de convulsiones inútiles provocadas por la "arbitrariedad" del déspota Stalin que la estúpida propaganda occidental ha pintado, sino una enorme revolución social de naturaleza opuesta a aquella que hubieran querido los comunistas contemporáneos de Lenin, y por lo tanto, en absoluto históricamente estéril, sino que por el contrario muy rica en explosivos desarrollos para el futuro lejano: la misma revolución capitalista que también todos los países avanzados han sufrido, pero de la cual se han olvidado después de los horrores y de los inconmensurables tormentos.
La "lección" sabia de la contrarrevolución rusa no habría podido ser formulada por la burguesía sin la ayuda de los pedantes socialdemócratas de Alemania o de Austria, contemporáneos de Stalin, mientras que hoy le basta con repetir lo que los "comunistas" del Este sugieren. Se la puede reconstruir diciendo que si Rusia (y el bloque del Este) no ha conseguido escapar a las leyes capitalistas (ley del valor – ley general de la acumulación capitalista – ley de la reproducción del capital), si no ha conseguido encontrar otro mecanismo que el intercambio para reunir la producción con el consumo, y que si, al mismo tiempo que el comercio entre la ciudad y el campo ha conservado la venta y la compra de la fuerza de trabajo, es decir, el salario que el comunismo se proponía abolir, es que estas leyes y esta organización social son tan naturales y también tan inmutables como el orden de los planetas, por ejemplo. En otras palabras, la contrarrevolución en Rusia no habría sido una contrarrevolución, sino el retorno a un orden que los bolcheviques habrían intentado vana y locamente modificar, y al mismo tiempo la prueba histórica del carácter utópico e irreal de lo que nosotros llamamos socialismo científico.
Pretendiendo así extraer de nuestra derrota de clase una confirmación de sus tesis conservadoras y antiproletarias, la burguesía usa sin escrúpulos vanos el derecho del vencedor, pero como "lección de historia", su conclusión es doblemente nula. La primera razón de ello es que el Partido bolchevique y Lenin no han pretendido nunca poder destruir, a breve plazo, la forma económica y social del capitalismo en Rusia, como habían hecho con la dominación política zaristo-burguesa (¿no ha tenido de verdad el mundo burgués ninguna referencia sobre este hecho durante medio siglo?). Ellos proclamaron, por el contrario, que comenzaban una revolución proletaria internacional cuyo triunfo permitiría, no por cierto "decretar" un buen día, el socialismo en la atrasada Rusia, sino albergar al mínimo la fase necesaria de desarrollo capitalista bajo el control político del proletariado. La "lección" burguesa prueba únicamente que las "libertades democráticas" de Occidente no le han permitido de ninguna manera hacerse de la revolución bolchevique una idea menos estúpida que la que ha sido impuesta como dogma de Estado durante decenas de años a Rusia por la desacreditada dictadura estalinista.
Esta lección ha sido inútil por el motivo primordial de que el socialismo científico constituye toda una concepción de la historia y del mundo, que los ideólogos de la burguesía han sido incapaces (ni después ni antes de Octubre 1917) de refutar teóricamente, y por el contrario se ven obligados a plagiar algunas verdades. No habría nada mejor que oponer a la ligera acusación burguesa de "utopía" que el comunismo real. La cuestión no aspira evidentemente a "convencer" al enemigo de clase, sino a combatir el derrotismo en el proletariado, y sobre todo a establecer claramente la base teórica de la refutación de las "lecciones" revisionistas que haremos más adelante, ya que, sin haber presentado nunca la misma audacia oscurantista de las "lecciones" burguesas, traducen el mismo derecho acerca del socialismo científico, ó la misma impotencia para comprenderlo.
Para este objetivo resumiremos la exposición clásica, insuperable
pero desconocida, que Engels hizo en el II Capítulo de la Tercera Parte
del
Anti‑Dühring, Socialismo, ordenándolo de manera diferente
para poner en evidencia los momentos de una forma de economía y de sociedad
que, muy lejos de haber existido en cualquier momento, ha nacido de condiciones
históricas muy definidas, y que, muy lejos de estar adaptada a una
"razón" inmutable está, desde su aparición, afectada de la irracionalidad
que implica este origen y que ella intenta vanamente sobrepasar y que a
fin de cuentas, muy lejos de ser eterna, está llamada por el desarrollo
de sus propias contradicciones internas a desaparecer en la mayor revolución
social de la historia.
La economía mercantil, cuna del capitalismo
Antes de la producción capitalista se daba por todas partes la pequeña
producción, que se fundaba en la propiedad privada de los trabajadores
sobre los medios de producción. Los medios de trabajo (tierra, arados,
talleres, los útiles del artesano) eran medios de trabajo, calculados
solamente para el uso individual; eran por lo tanto, necesariamente, mezquinos,
minúsculos, limitados. Pero allí en donde la división natural del trabajo
en el interior de la sociedad es la forma fundamental de la producción,
esta imprime a los productos la forma de mercancías, cuyo intercambio
recíproco pone a los productos individuales en situación de satisfacer
sus múltiples necesidades. En la producción mercantil no puede plantearse
la cuestión de saber a quién debe pertenecer el producto del trabajo.
En líneas generales, el productor individual lo había fabricado con materias
primas que le pertenecían y que el mismo frecuentemente producía, con
ayuda de sus propios medios de trabajo, y de su trabajo personal ó el
de su familia. El producto no tenía ninguna necesidad de ser apropiado
por el, le pertenecía. La propiedad de los productos descansaba pues sobre
el trabajo personal. Pero toda sociedad basada en la producción mercantil
tiene de particular el que los productores han perdido en ella la dominación
sobre sus propias relaciones sociales. Cada uno produce para sí con medios
de producción debidos al azar y para su necesidad individual de intercambio.
Nada puede saber acerca de si su producto individual encontrará a su llegada
una necesidad real, si compensará sus gastos o incluso si los podrá vender.
Es el reino de la anarquía de la producción social. Pero la producción
mercantil, como cualquier otra forma de producción, tiene sus leyes originales,
inmanentes, inseparables de ella, y estas leyes se imponen a pesar de la
anarquía, en ella, por ella. Se manifiestan en la única forma que subsiste
el lazo social, en el intercambio, y ellas prevalecen sobre los productores
individuales, como leyes coercitivas de la concurrencia. Son por lo tanto,
al principio, desconocidas para estos productores y es necesario en primer
lugar que las descubran poco a poco por una larga experiencia. Se imponen
por lo tanto sobre los productores y contra los productores como leyes
naturales de su forma de producción, leyes de una acción ciega. El producto
domina a los productos.
La revolución capitalista no es más que una revolución a medias
Concentrar, ensanchar estos medios de producción dispersos y reducidos, hacer de ellos las potentes palancas de la producción actual, esta fue precisamente la función histórica del modo de producción capitalista. La burguesía no podía transformar estos medios de producción limitados en poderosas fuerzas productivas sin transformar los medios de producción del individuo en medios de producción social, utilizables solamente por un conjunto de hombres. Y al igual que los medios de producción, la misma producción se transforma de una serie de actos individuales en una serie de actos sociales. Ya no hay un individuo que pueda decir "soy yo quien ha hecho esto, es mi producto". Es en la sociedad de productores individuales, de productores de mercancías, en donde se ha infiltrado el nuevo modo de producción. Se ha introducido en medio de la división natural del trabajo, en la que no existía método, y la cual reinaba en toda la sociedad, la división metódica del trabajo tal y como estaba organizada en la fábrica individual; junto a la producción individual apareció la producción social. La producción individual sucumbió en un campo tras otro, revolucionando la producción social todo el antiguo método de producción.
Pero este carácter revolucionario que le es propio fue tan poco
identificado que se le introdujo como medio de aumentar y de favorecer
la producción mercantil. La producción social nació ligándose directamente
a algunas palancas ya existentes de la producción mercantil y del intercambio
de mercancías: capital comercial, artesanado, trabajo asalariado. Debido
al hecho de que se presentaba como una nueva forma de producción mercantil,
las formas de apropiación de la producción mercantil permanecieron también
para ella con pleno vigor... Los medios de producción y los productos
sociales fueron tratados como si todavía fuesen medios de producción
y productos individuales. Si hasta ahora el poseedor de los medios
de trabajo se había apropiado el producto porque, a nivel general, era
su propio producto, este mismo poseedor de los medios de trabajo continuó
apropiándose del producto, si bien ya no era su producto, sino el producto
del trabajo de otros. Los medios de producción y la producción llegaron
a ser esencialmente sociales, pero se les sujetó a una forma de apropiación
que presupone la producción privada de los individuos, en la cual
cada uno posee y lleva al mercado su propio producto; se fijó el modo
de producción a esta forma de apropiación, si bien se suprimió la condición
previa.
La incompatibilidad de la producción social y de la apropiación capitalista, secreto del trágico curso de la dominación burguesa
En esta contradicción, que confiere al nuevo modo de producción un carácter capitalista, se halla en germen la gran colisión actual. A medida que el nuevo modo de producción llegaba a dominar en todos los sectores decisivos de la producción y en todos los países económicamente decisivos, se veía forzosamente aparecer tanto más crudamente la incompatibilidad de la producción social y de la apropiación capitalista.
Con la aparición del modo de producción capitalista, las leyes de la producción mercantil, que dormitaban hasta ese momento, entraron en acción de una manera más abierta y más potente. La anarquía de la producción social se puso a la orden del día y cada más cerca de su límite. Pero el principal medio con el cual el modo de producción capitalista acrecentó esta anarquía en la producción social era precisamente lo contrario de la anarquía: la creciente organización de la producción en tanto que organización social en cada factoría aislada. Allá en donde fue introducida en una rama de la industria no tuvo que soportar junto a ella ningún método de explotación más antiguo. El campo del trabajo llegó a ser un campo de batalla. La lucha no estalló solamente entre productores locales individuales; las luchas locales aumentaron de tal forma que llegaron a ser luchas nacionales, universalizando la gran industria y el establecimiento del mercado mundial esa lucha y confiriéndole una violencia inaudita. Entre capitalistas aislados, al igual que entre industrias y países enteros, el vencido es eliminado sin contemplaciones. Es la lucha darwiniana por la existencia traspasada de la naturaleza a la sociedad con una furia decuplicada. La condición del animal en la naturaleza aparece como el apogeo del desarrollo humano. La contradicción entre producción social y apropiación capitalista se reproduce como antagonismo entre la organización de la producción en la fábrica individual y la anarquía de la producción en la sociedad.
La perfección llevada al máximo del maquinismo moderno se transforma,
por efecto de la anarquía de la producción, en una ley imperativa para
el capitalista aislado, obligándole a mejorar sin cesar la maquinaria,
a acrecentar sin cesar su fuerza de producción. La simple posibilidad
efectiva de aumentar el campo de su producción se transforma, para él,
en otra ley igual de imperativa. La enorme fuerza de expansión de la gran
industria se manifiesta como una necesidad de expansión cualitativa y
cuantitativa que se ríe de toda presión en su contra. Esta presión a
la contra está constituida por el consumo, las salidas, los mercados para
los productos de la gran industria. Pero la posibilidad de expansión de
los mercados, tanto extensiva como intensiva, está dominada en primer
lugar por leyes muy distintas, en las cuales la acción es mucho menos
enérgica. La expansión de los mercados no puede ir a la par con la expansión
de la producción. La colisión es inevitable (y esa es la crisis). En
las crisis se ve la contradicción entre producción social y apropiación
capitalista llegar a la explosión violenta. La circulación de las mercancías
está destruida momentáneamente: el medio de circulación, el dinero,
llega a ser un obstáculo para la circulación; todas las leyes de la producción
y de la circulación de mercancías son puestas patas arriba. La colisión
económica alcanza su máximo nivel: el modo de producción se rebela contra
el modo de intercambio, las fuerzas productivas se rebelan contra el modo
de producción, para el cual han llegado a ser demasiado grandes.
Las vanas tentativas burguesas de armonización
Es esta reacción de las fuerzas productivas en creciente potencial contra su cualidad de capital, y la creciente necesidad de reconocer su carácter social las que obligan a la clase de los capitalistas a tratarlas cada vez más, en la medida en que esto es posible dentro de la relación capitalista, como fuerzas de producción sociales. Es esta forma de socialización la que se presenta ante nosotros en los distintos tipos de sociedad por acciones; son los trusts, uniones cuyo objetivo es reglamentar la producción (determinación de la cantidad a producir, reparto entre ellos). Pero como estos trusts se vienen abajo generalmente en el primer período de malos negocios, empujan a una socialización todavía más concentrada: toda la rama industrial se transforma en una única gran sociedad por acciones, la concurrencia deja paso al monopolio interior de esta sociedad única. La producción sin plan de la sociedad capitalista capitula ante la producción planificada de la sociedad socialista que se acerca.
Si las crisis han hecho aparecer la incapacidad de la burguesía para continuar rigiendo las fuerzas productivas modernas, la transformación de grandes organismos de producción y comunicaciones, en una sociedad por acciones y en propiedades estatales muestra como se puede pasar por alto dicho fin pasando por alto a la burguesía. Todas las funciones sociales del capitalismo están ahora aseguradas por empleados remunerados. Pero ni la transformación en sociedades por acciones, ni la transformación en propiedades estatales suprimen la calidad de capital de las fuerzas productivas.
En lo que respecta a las sociedades por acciones, es evidente. Y el
Estado moderno a su vez no es más que la organización que la sociedad
burguesa se da para mantener las condiciones generales exteriores del modo
de producción capitalista contra las usurpaciones provenientes tanto de
los obreros como de capitalistas aislados. El Estado moderno, cualquiera
que sea su forma, es una máquina esencialmente capitalista, es el Estado
de los capitalistas, es el capitalista colectivo ideal. A medida que pasan
a su propiedad más fuerzas productivas y se convierte en el capitalista
colectivo de hecho, más ciudadanos explota. Los obreros siguen siendo
asalariados, proletarios. La relación capitalista no se suprime, sino
que por el contrario es empujada a su cúspide.
La contradicción fundamental del capitalismo llama a una solución revolucionaria
Pero al llegar a este punto máximo, se invierte. La propiedad del Estado sobre las fuerzas productivas no es la solución del conflicto, pero contiene en sí el medio formal, la manera de encontrar la solución.
Lenin no lo olvidó nunca, él que siempre tuvo necesidad de distinguir no solamente el capitalismo de Estado bajo la dominación de la burguesía y del capitalismo de Estado bajo la dictadura del proletariado, sino también esta última forma del socialismo. En el XIV Congreso del P.C. de la URSS, en abril de 1925, la lucha entre los leningradenses por un lado y los partidarios del «socialismo en un solo país» por otro, reagrupados alrededor de Bujarin y de Stalin, gira en torno a esta distinción: mientras que Stalin-Bujarin revisan a Lenin sosteniendo que sería «derrotista» considerar que el capitalismo de Estado es la forma económica dominante en la industria rusa de 1925 y el socialismo, Zinoviev-Kamenev demuestran que la liquidación de la posición de Lenin equivalía a un embellecimiento de la NEP, a disimular el conflicto real de clase, y a una transformación del Partido proletario en Partido nacional, no teniendo otro fin que el de obtener un aumento del rendimiento en el trabajo de los obreros, por medio de una demagogia de la cual no pudieron demostrar toda su falsedad.
Trotski (que no intervino en este Congreso, porque la ruptura entre los leningradenses y Stalin, que hasta entonces se habían unido contra él, le pilló de improviso) no hizo nunca una distinción tajante entre las formas económicas en tanto que tales, haciendo intervenir siempre el factor político, no solamente cuando éste era legítimo, como durante los primeros años de la revolución rusa, sino también más tarde, mientras que denunciaba la degeneración del poder, no hablando de capitalismo de Estado, sino de un socialismo «que utiliza» los métodos de la contabilidad capitalista, posición teóricamente insostenible.
La propiedad del Estado sobre las fuerzas productivas puede ser la solución solamente al hecho de que la naturaleza social de las fuerzas productivas modernas está reconocido efectivamente, que por lo tanto el modo de producción, de apropiación y de intercambio está en armonía con el carácter social de los medios de producción. Y esto no puede producirse más que si la sociedad toma posesión abiertamente y sin rodeos de las fuerzas productivas que han llegado a ser demasiado grandes para cualquier otra dirección que no sea la suya. Está muy claro que este no era el caso en la Rusia de Octubre, que sufría no de una plétora, sino de una insuficiencia del desarrollo capitalista, expresándose no sólo por el débil peso específico de los islotes de industria urbana en la economía nacional, sino por el predominio de la pequeña explotación en la agricultura. Por ello es por lo que la gestión estatal de toda la industria no fue querida por Lenin, pero impuesta por las expropiaciones masivas realizadas por los obreros por un lado, y la huida de los empresarios por otro.
Mientras que nos negamos obstinadamente a comprender la naturaleza y
el carácter de las enormes fuerzas productivas desarrolladas por el capitalismo
(y es contra esta comprensión contra la que se resisten el modo de producción
capitalista y sus defensores) estas fuerzas producen todas sus consecuencias
a pesar nuestro, contra nosotros. Pero una vez que son captadas en su naturaleza,
pueden convertirse, de fuerzas demoníacas en dóciles sirvientes.
La misión histórica del proletariado
No basta con que la necesidad de una solución revolucionaria de la contradicción se haga sentir objetivamente para que se produzca realmente en la historia: es necesario que exista una fuerza social susceptible de traducirla en los actos. Esta fuerza social es el mismo capitalismo quien la produce: transformando cada vez más a la gran mayoría de la población en proletarios, el capitalismo ha creado al mismo tiempo la fuerza que, so pena de perecer, está obligada a llevar a cabo este derrocamiento. En todo el curso de la historia burguesa, la contradicción entre producción social y apropiación capitalista se manifiesta como antagonismo del proletariado y de la burguesía, es decir, de la clase de productores a los cuales la revolución capitalista ha separado de los medios de producción, y que han sido reducidos a no poseer nada más que su fuerza de trabajo por un lado, y por otro, la clase que concentra en sus manos (o en las de su Estado) estos medios de producción.
Esta contradicción, a medida que aumenta el antagonismo de clase que resulta de ella, está destinada a profundizarse. En el punto culminante de su lucha el proletariado se apodera del poder político, destruye el aparto estatal de la burguesía y edifica su propio Estado de clase. Transforma gradualmente todos los medios de producción en propiedad de este Estado, a medida que los arranca de las clases que los detentaban hasta entonces.
Pero, haciendo esto, las suprime en tanto que clases y, al mismo tiempo, se suprime el también en tanto que proletariado. De Estado de clase, el Estado proletario llega a ser efectivamente el representante de toda la sociedad, en la medida en que todas las diferencias y oposiciones de clase han desaparecido en su seno. Pero entonces él mismo se vuelve superfluo. Desde el momento en que no hay ninguna clase a la que oprimir, desde el momento en que, con la dominación de clase y la lucha por la existencia individual motivada por la anterior anarquía de la producción, son eliminadas igualmente las colisiones y los excesos que resultan de ella, no hay nadie a quien reprimir para que sea necesario un poder de opresión, un Estado. Su intervención en las relaciones sociales llega a ser superflua en todos los campos y entonces, naturalmente, queda adormecido. El gobierno de las personas deja su puesto a la dominación de las cosas y a la gestión de las operaciones de producción. El Estado no es "abolido", sino que se extingue.
Con la toma de posesión de todos los medios de producción por la sociedad, la producción mercantil se elimina y, en consecuencia, se elimina la dominación del producto sobre el productor. La anarquía en el interior de la producción social queda reemplazada por la organización planificada consciente. La lucha por la existencia individual cesa. De ahí, por vez primera, el hombre se separa, en cierto sentido, definitivamente del reino animal, y pasa de condiciones animales de existencia a condiciones realmente humanas.
Llevar a cabo este acto liberador es la misión histórica del proletariado moderno. Profundizar en las condiciones históricas y en la naturaleza, y así dar a la clase que tiene la misión de actuar (clase hoy oprimida) la conciencia de las condiciones y de la naturaleza de su propia acción, esta es la tarea histórica del socialismo científico, expresión teórica del movimiento proletario.
Tal es la formidable construcción que el Comunismo opone a las siniestras
fantasías burguesas acerca del reinado eterno del Capital, de su opresión
de clase, de sus crisis y genocidios repetidos por sus reaccionarios conflictos
imperialistas. Construcción que no solamente la derrota final de Octubre,
sino incluso toda una serie de nuevas derrotas eventuales serían incapaces
de perturbar, pues desde su origen descansa sobre una anticipación prodigiosa
sobre el futuro, sobre esta última fase del capitalismo que vivimos, de
la cual los cincuenta años transcurridos desde Octubre no son, aunque
parecen interminables, más que el principio.
Al igual que la "lección" burguesa, la "lección" socialdemócrata de la contrarrevolución estalinista no se presenta bajo una forma pura, pero igualmente no es difícil reconstruirla, siendo útil en la medida en que las sedicentes "revisiones" modernas no inventan nada y se contentan con retomar, bajo una u otra forma, las conclusiones de las grandes corrientes del pasado.
Históricamente, la socialdemocracia es esta desviación del movimiento obrero que, a fuerza de luchar por las reformas en el ambiente relativamente idílico del capitalismo anterior a 1914, había renunciado a preparar a la clase obrera en su tarea revolucionaria y que, en las condiciones modificadas creadas por la primera gran guerra imperialista, cumplió la función exactamente opuesta, estrangulando la energía revolucionaria, oponiéndose al movimiento proletario (como hicieron los Noske-Scheidemann en Alemania). En la época de Lenin y de la revolución rusa, esta desviación estaba encarnada, mucho más que por la derecha pasada abiertamente al enemigo, por el centro conciliador del cual el alemán Kautsky fue el teórico "internacional".
Esta se distinguía de las corrientes burguesas tradicionales en la medida en que no llegaba a afirmar que el capitalismo es eterno y que la sociedad sin clases y sin Estado es una utopía. Pero prácticamente, es decir, en la lucha de clases real, la socialdemocracia reunió a los partidos burgueses rehusando admitir que se pudiera llegar al socialismo por una dictadura de clase y de partido que violase los derechos electoralistas y parlamentarios de la democracia.
La socialdemocracia no negaba necesariamente, al menos en abstracto, el «derecho a la revolución», incluso el revisionista anterior a 1914. Eduardo Bernstein, no había osado negar formalmente este «derecho», escribiendo en Socialismo teórico y socialdemocracia práctica (1899): «Es necesario que la socialdemocracia tenga el coraje de querer parecer lo que es actualmente en realidad: un partido de reformas democráticas y socialistas. No se trata de abjurar del llamado derecho a la revolución, ese derecho puramente especulativo, que ninguna Constitución podría parafrasear y que ningún código podría prohibir, y que existirá en tanto que la ley natural nos fuerce a morir si renunciamos al derecho a respirar. Este derecho no escrito e imprescriptible no es más ansiado, si se le lleva al terreno de la reforma, que el derecho de legítima defensa que no se suprime por el hecho de que nos hayamos dado unas leyes que reglamentan nuestras diferencias personales o de propiedades». Es exactamente con los mismos pases de prestidigitación como la socialdemocracia anterior a 1914 eludía el problema central de la revolución violenta, como el antiguo adversario de Bernstein, Kautsky, se convirtió en su heredero espiritual.
La socialdemocracia se alineó con los partidos burgueses de toda laya en la misma medida en que no se dignó jamás reconocer que las condiciones de esta revolución estaban maduras: en Rusia, porque el desarrollo económico del país no era suficiente como para permitir una socialización de los medios de producción; en Occidente, por el contrario, porque una revolución habría hecho disminuir el nivel económico alcanzado a consecuencia de la lucha armada que supone, de la pretendida falta de preparación de la clase obrera en las funciones de la clase dirigentes, etc.; para la derecha, porque la revolución no se justificaba ya en un siglo en que, a la inversa de lo que había ocurrido en el siglo precedente, la clase obrera habría tenido que defender "conquistas" en el seno de la sociedad burguesa. En resumen, si en la época todavía se podía hablar de movimiento obrero (que no es el caso de hoy) el socialdemocratismo no puede definirse mejor que como la negación de este movimiento que, como señalaba Marx, o es revolucionario o no es nada.
La "lección" socialdemócrata de la contrarrevolución rusa deriva naturalmente de las características que hemos señalado. Combatiendo a la revolución bolchevique bajo el pretexto de que Rusia no estaba aún madura para el socialismo, la socialdemocracia presentó toda la evolución económica de la URSS hacia el capitalismo a partir de la NEP como una prueba de sus motivos fundados de su oposición a la Revolución. Esto implica evidentemente que haya reconocido como evolución capitalista lo que Stalin llamaba edificación del socialismo nacional; pero esta superioridad de orden "científico" no debe ocultarnos el vacío de esta presunta "lección" y todavía menos su infamia. Nosotros también caracterizamos a la evolución económica de Rusia desde el fin de la guerra civil hasta hoy como capitalista, y consideramos que era históricamente inevitable; pero lo hemos deplorado como un efecto y una manifestación de la derrota de clase del proletariado en la primera postguerra, mientras que la socialdemocracia, que se había vuelto conservadora, ha podido regocijarse con ello. Sobre todo lo hemos considerado inevitable si el proletariado europeo no conseguía llegar a hacer su propia revolución, y nosotros hemos combatido con todas nuestras fuerzas para tal fin; mientras que la socialdemocracia, por una parte, dio por vencida a la revolución rusa en tanto que revolución socialista, por la otra combatió a la revolución en Occidente.
Los viejos socialdemócratas de la escuela anterior a 1914 se burlaban justamente de las pretensiones de Stalin de construir un capitalismo nacional. Esto prueba simplemente que hace una cuarentena de años, se era menos ignaro, incluso en el terreno de los liquidadores en materia de doctrina, sabiéndose que socialismo y economía de mercado son incompatibles; lo que no sólo los post‑estalinistas, sino incluso los "trostquistas" han olvidado; pero esto no cambia nada absolutamente con respecto al derrotismo y a la función abiertamente contrarrevolucionaria de la socialdemocracia en la primera postguerra.
Pero la falsedad sin límites de la "lección" socialdemócrata de la contrarrevolución rusa descansa en el hecho de que, a pesar de sus pretensiones científicas, hace una "abstracción" del factor capital: la influencia paralizante que la socialdemocracia ha ejercido sobre el proletariado occidental y que, impidiendo la extensión de la revolución, ha entregado Rusia al capitalismo; pero hacer "abstracción" del hecho de que, sin el mantenimiento de la dominación burguesa en Europa, una corriente nacionalista como el estalinismo no habría podido triunfar en Rusia, presentar ese estalinismo odioso como un castigo a los pecados revolucionarios del proletariado ruso mientras que ha sido el hijo legítimo de la reacción burguesa favorecida por el reformismo, es reducir las lecciones de la historia a este miserable truísmo: sin revoluciones, no hay jamás contrarrevoluciones. Esto es lo que da la medida exacta de esta "superioridad teórica" de la cual se jactaba el reformismo europeo de cara al bolchevismo, mientras este existía aún como partido "obrero".
Para ser pausible, a la vulgar "lección" socialdemócrata le falta el haber demostrado, en primer lugar, que la revolución de Octubre no respondía a ninguna necesidad histórica y que no fue más que un accidente de la historia imputable al "voluntarismo" bolchevique y, en segundo lugar, que el mantenimiento del capitalismo en el mundo, después de Octubre, ha sido históricamente beneficioso al proletariado y, en general, a la especie humana, y que ha confirmado perfectamente todas las previsiones socialdemócratas sobre una marcha pacífica ininterrumpida hacia el socialismo.
No solamente ha hecho nunca la socialdemocracia la primera demostración sino que (por lo menos en su corriente centrista, la llamada II Internacional y Media, que se hacía ver como independiente a la vez tanto del socialismo de derecha como del comunismo) no osó, en la época de la revolución de Octubre, condenar abiertamente a Octubre.
Como ilustración citaremos el artículo característico de un admirador declarado del centrista alemán Kautsky, H. Weber, publicado bajo el título de Los bolcheviques y nosotros en la revista de la socialdemocracia austríaca, Der Kampf, en marzo 1918 (Hojeando esta revista, de la cual se puede encontrar una colección en la Feltrinelli de Milán, se constata con estupor que hasta esa fecha la revista teórica de la orgullosa socialdemocracia austríaca publicada en Viena no dice ni una sola palabra acerca de la revolución de Octubre, apareciendo con una perfecta regularidad. Y cuando lo hizo por primera vez lo será para proclamar de buenas a primeras... la derrota de esta revolución, que debía superar por el contrario victoriosamente la prueba de la guerra civil. Lenin, que apreciaba en su justo valor a los oportunistas occidentales, no daba crédito al preguntar un día a Trotski sobre lo que opinaba de Octubre la socialdemocracia oficial, escuchando que esta prefería no hablar del tema...):
«La teoría y la práctica de los bolcheviques – dice el viejo artículo centrista – es la adaptación del socialismo a un país en donde el capitalismo es aún joven y está poco desarrollado, y el proletariado en minoría». ¿En que sentido? «El Soviet ruso (como la Commune en Francia en 1871) es fatalmente el ideal estatal del proletariado revolucionario en los países en los cuales es aún una minoría dentro de la población. Además, el mantenimiento del orden económico capitalista es incompatible con los intereses del proletariado. Una vez en el poder, el proletariado debe poner la producción industrial bajo su control. Desgraciadamente, la revolución destruye el antiguo aparato burocrático sin crear otro nuevo de carácter democrático. Es por esto por lo que los bolcheviques no pueden someter a la industria bajo el control de los órganos de una comunidad democrática; están obligados por lo tanto a someter cada empresa al control de los obreros que están empleados en ellas (...) Haciendo esto, ellos abandonan el principio socialista que quiere que cada rama de la industria estésometida al conjunto de la sociedad y se aproximan al ideal social del sindicalismo. El origen de esta concepción, nacida en el proletariado francés, reside en el hecho de que siendo una minoría social, no podía desear la sumisión de la economía a un Estado democrático que habría representado fatalmente a una mayoría pequeño-burguesa y campesina; en consecuencia, desea la sumisión de las empresas ante los sindicatos correspondientes y los trabajadores rusos buscan realizar hoy este ideal del sindicalismo francés. Los decretos bolcheviques sobre el control obrero son el principio de la organización industrial, que se convierte en el fin de la clase obrera allí en donde no puede esperar a dominar democráticamente la industria. El socialismo alemán debe su superioridad teórica al hecho de que el proletariado es la mayoría, y puede por lo tanto esperar a conquistar el poder sobre la base de la democracia, y dominar la industria por medio del Estado democrático. Pero allí en donde el proletariado estéen minoría, combate fatalmente por la Commune o por el Soviet contra la democracia, por el control sindicalista de los obreros sobre la fábrica, contra la subordinación socialista de la industria a la comunidad democrática. La tentativa del proletariado ruso de destruir la dominación del capitalismo y realizar el socialismo era inevitable, pero su caída también lo era, y sus causas son las mismas que en 1848 y 1871: "El desarrollo del proletariado está condicionado por el desarrollo de la burguesía industrial. Es bajo su dominación como adquiere una existencia a escala nacional, que hace de su revolución una revolución nacional; allí donde la industria capitalista no es más que un fenómeno esporádico, la abolición de la dominación capitalista no puede llegar a ser el contenido de la revolución nacional" (Marx, Las luchas de clase en Francia)».
¿Qué conclusión política se puede extraer de todo esto, cuando se es un pedante imbuido de la superioridad del "socialismo alemán", pero que no quiere caer no obstante en los excesos de la derecha, para la cual la revolución de Octubre no ha sido más que una loca aventura? Una conclusión que traiciona cruelmente la molestia de su autor:
«La ventaja de los mencheviques era haber visto que la revolución social no es posible más que llegando aun cierto grado de desarrollo capitalista (sic) que Rusia no había alcanzado aún. Pero convencido de que la revolución rusa debiera ser burguesa, habían renunciado al poder, abdicado a favor de la burguesía. Su miedo a la contrarrevolución que podría suscitar la intervención del proletariado les habría empujado a renunciar a toda política proletaria enérgica en el marco de la revolución burguesa, y así ellos habrían arrojado al proletariado en los brazos de los bolcheviques.En la engañosa realidad, el buen socialdemócrata "ilustrado" de 1918 veía un halo de esperanza, en el "medio justo" bien entendido:
«Los bolcheviques se han puesto a la cabeza del proletariado en la lucha de clases que la revolución burguesa debía engendrar inevitablemente y han dado una expresión fiel a los sentimientos, a las voluntades y al ideal del proletariado ruso. Pero ellos han compartido sus ilusiones dejándose absorber por él, y de tal forma han dirigido experiencias que no pueden terminar más que con la derrota del proletariado».
«No obstante, existen en Rusia socialdemócratas libres de prejuicios tanto de derecha como de izquierda: los mencheviques internacionalistas como Martov, los internacionalistas de la Nowaï Jizn y la minoría bolchevique que, bajo la dirección de Riazanov (¡sic!), combate la dictadura de Lenin y Trotski, en resumen todos los grupos internacionalistas no bolcheviques de Rusia. Ellos han cumplido la tarea de incumbe a los marxistas: no oponerse al proletariado (¡sic!) pero no caer ante sus ilusiones (¡sic!), y por el contrario defender contra estas ilusiones la concepción superior que el marxismo nos da de la lucha y del desarrollo. En tiempos de revolución, el éxito pertenece a los extremos y el centro está condenado a la impotencia (sic), pero sólo los adoradores del éxito creen que esto le es perjudicial (sic). El futuro dará la razón al centro tanto en el mundo como en Rusia».PPero entonces, ¿qué tareas se reconocían los homólogos austríacos e internacionales de los mencheviques a lo Martov en los países avanzados? El artículo concluye prudentemente:
«La revolución rusa es una victoria del proletariado ruso y el destino del proletariado ruso está ligado al de los bolcheviques. Nosotros les debemos nuestra simpatía y nuestra ayuda, al igual que se la debemos al proletariado en lucha de todos los países. Los ataques contra los bolcheviques son una grosera violación de los deberes de la solidaridad proletaria internacional; debemos ser solidarios con los bolcheviques en la guerra civil contra la burguesía, pero no debemos compartir sus ilusiones (...) El marxismo tiene que defender las lecciones de la experiencia histórica contra las ilusiones proletarias del momento, sean de derecha o de izquierda. Es preciso combatir a la derecha, pero igualmente al radicalismo de izquierda, según la cual el proletariado no tendría para abolir el mundo capitalista más que desearlo, sin tener en cuenta las condiciones objetivas de su lucha».¡Que triste cuadro evoca ante nuestros ojos, cincuenta años después, este viejo artículo polvoriento! Seguros de comenzar una revolución europea que será el castigo histórico de la burguesía por la guerra imperialista que ha desencadenado, el proletariado ruso y los bolcheviques se han batido y se preparan para batirse como leones. Ellos han detenido de forma revolucionaria la guerra imperialista en su país y gritan al proletariado internacional para que imite su ejemplo. Han edificado un Estado totalmente nuevo que, superando las insuficiencias de la Commune de Paris da cuerpo y sangre a la fórmula marxista de la «dictadura del proletariado», mostrando a la clase obrera como «se puede y se debe» gobernar sin parlamentarismo un gran país, como se puede y se debe privar de todo poder político a la gran burguesía, como se puede y se debe resistir a las oscilaciones de la pequeña, y, como un proletariado decidido y disciplinado gana la guerra civil. Y, mientras tanto, los "jefes socialistas" occidentales creen haber cumplido con sus deberes revolucionarios al "excusar" al proletariado ruso por no haberse inclinado ante la mayoría pequeño-burguesa y por haber violado los principios de la democracia; ¡cuando ellos han reconocido (¿se podía hacer de otro modo?) a los bolcheviques su amplio y entusiasta apoyo proletario y popular y cuando, mediante cumplidos, han criticado a los mencheviques! ¡Esto quiere decir que ellos sólo tienen prisa por arrojar el anatema sobre la voluntad revolucionaria de abolir el mundo capitalista y, subsidiariamente, de juzgar a los bolcheviques en base a la diferencia existente entre los «principios de organización industrial» característicos del sindicalismo revolucionario y del socialismo y de enseñarles gravemente que el socialismo es centralizador! Todo lo que saben decir acerca de las tareas de un partido marxista en una época de lucha de clases agudizada, es que no deben oponerse al proletariado, y rechazan reconocerle sus funciones de dirección, de encuadramiento de la lucha, sin la cual la revolución no puede tener lugar, erigiendo la eterna oscilación, la eterna indecisión de los «internacionalistas no bolcheviques» de Rusia como modelo universal.
Pero lo peor de todo es que habiendo condenado de esa manera tan hipócrita la revolución rusa (¡después de reconocerla como inevitable!) «porque las condiciones objetivas» de la economía rusa no permitían llegar al socialismo, se guardan muy bien de explicar porqué las del Occidente industrial y avanzado impedirían también toda esperanza de extirpar el capitalismo de la economía después de haberlo vencido sobre el terreno político. Por toda respuesta a esta cuestión crucial, ellos, los campeones de la lucha contra las «ilusiones», no tienen nada más que una esperanza para proponer: que en la lejana época en la que el proletariado llegue a ser la mayoría social absoluta, pueda «conquistar el poder sobre la base de la democracia y dominar la industria (¡sic!) por medio del Estado democrático». Tal es la «concepción superior» que según ellos «nos da el marxismo acerca de la lucha y del desarrollo», la irónica concepción realista. No hay que buscar muy lejos el secreto de la reacción burguesa mundial que siguió a la revolución rusa y la débil oleada de agitación social de la postguerra en Occidente, y de la cual el estalinismo no fue más que la manifestación local en Rusia: ¡cuando la hora de la lucha a muerte llegó, es a este tipo de "jefes" a los que el proletariado siguió en su mayor parte!
Dicho esto, si los cincuenta años que siguieron hubiesen confirmado las previsiones socialdemócratas, según las cuales «el futuro pertenecía al centro», es decir, según las cuales el proletariado llegaría democráticamente al poder y realizaría la transformación socialista sin revolución previa, sirviéndose del aparato del Estado existente bajo la batuta de los Kautsky, los Bauer y los Martov, y sin la menor tentativa de defenderse por parte de la burguesía, el Comunismo no habría tenido más remedio que bajar la cabeza, reconociendo su error, y, al mismo tiempo, encajar la acusación socialdemócrata según la cual es él quien tiene la responsabilidad histórica de la terrible fase estalinista. Como dijimos más arriba, es con ésta única condición con la que la "lección" socialdemócrata se situaría al nivel de una lección de la historia, en lugar de ser una simple repetición del típico slogan: Para no ser vencido, el único medio seguro es no combatir.
Esta acusación ha sido formulada con toda la trivialidad que le convenía por el viejo pontífice socialdemócrata Rudolf Hilferding de la siguiente manera: «Lenin y Trotski, con la ayuda de un grupo de partidarios de élite, un partido que nunca se había encontrado en el estado de tomar decisiones independientes, que siempre fue un instrumento en manos de los jefes, como más tarde lo fueron el "partido" fascista y el "partido" nacional-socialista (¡que el lector saboree esta comparación de Lenin-Trotski con Mussolini-Hitler como merece! NdR) se han apoderado del poder mientras que el antiguo aparato del Estado se encontraba en plena descomposición». La nota merece ser analizada. Está destinada a disminuir el mérito de los bolcheviques (¡sugiriendo que es "fácil" hacer una revolución allí en donde el aparato del Estado está descompuesto!) y a justificar la inercia de la socialdemocracia occidental que tenía ante ella un poder de Estado burgués terriblemente vigoroso y armado. ¡Lamentable subterfugio! Es muy evidente que una de las características de la situación revolucionaria es precisamente «la descomposición del poder» del Estado, y que en ninguna parte de Europa excepto en Rusia la situación ha sido revolucionaria. ¿Quién lo ha negado? De esto se deduce: 1) Que esta situación revolucionaria habría sido abortada inmediatamente incluso en Rusia, si en el lugar de los bolcheviques del tipo de Lenin y Trotski no hubiera habido más que... «internacionalistas no bolcheviques» como Riazanov ó Martov; 2) ¡que la ausencia de una situación revolucionaria agudizada en Occidente no es de ninguna manera una excusa de la cobardía política del centrismo socialdemócrata y aún menos de su traición! «Ellos han transformado este Estado según las necesidades de su hegemonía: han abolido toda democracia y establecido su propia dictadura... De tal forma, han fundado el primer Estado totalitario antes incluso de que este término hubiese sido creado. Stalin no ha hecho nada más que proseguir la obra empezada» (Rudolf Hilferding, The Modern Review, 1947). La esencia socialdemócrata de la acusación aparece en el hecho de que ya no es la lucha de clases la que, como en el marxismo, es el principio de la explicación histórica, sino la oposición de las formas de Dictadura y Democracia. Es triste constatar que las numerosas oposiciones que, bajo diversas formas, han reprochado también al bolchevismo haber incubado en su seno al estalinismo y haber permitido su nacimiento (¡!) no se han percatado de que razonan exactamente igual que la vieja e innoble socialdemocracia.
Basta con evocar los últimos cincuenta años para demostrar que estos han arruinado totalmente las perspectivas socialdemócratas de reabsorción progresiva de todo tipo de antagonismos, de triunfo de los métodos pacíficos, del idílico progreso social. Basta con evocar los inauditos tormentos de las crisis, de la segunda guerra imperialista, de las guerras coloniales, de la brutal opresión desencadenada no solamente en la Rusia sacudida «por la revolución comunista», como insinúan los socialdemócratas, sino en Italia y en Alemania, países predilectos del socialdemocratismo, en resumen, todo el clima de tragedia y de embotamiento que caracteriza nuestro hermoso siglo y que la victoria militar de las potencias democráticas sobre las potencias fascistas no ha hecho en absoluto menos penoso, para sentir el total fiasco del socialdemocratismo.
Porque, muy lejos de poder demostrar el avance histórico de la supervivencia del capitalismo y la ausencia de la revolución europea después de 1917, ha sido obligado por la historia a liquidarse a sí mismo, no solamente como partido de una clase, sino como partido a secas, simple aparato sin ninguna consideración, simple sombra de lo que fue para desgracia del proletariado, simple fantasma del pasado condenado a una existencia lánguida que su hermano menor, el nacional-comunismo, está condenado en todo lugar a compartir con el.
SiSi, casualmente, la observación de la realidad contemporánea no había convencido al lector de este hecho, para convencerlo bastaría con prestar atención por un instante a la manera con la cual los socialdemócratas narran su propia historia por la pluma del señor Karl Schmid, miembro del Comité director del Partido Socialdemócrata alemán; el sugestivo cuadro está tomado del Centenario del Partido Socialdemócrata (1863‑63) de este autor, que, una vez perdido todo pudor, muestra de la manera mas cruda este proceso de liquidación debido más que nada al contraste abierto entre las previsiones socialdemócratas y la realidad histórica.
«La revolución de 1918 (NdR: se trata en realidad no de una "revolución" sino de la agitación que desembocó en noviembre 1918 en la abdicación del Kaiser, en la proclamación de la República de Alemania y en la formación del gobierno socialdemócrata de Ebert-Noske, en el cual participaron los independientes, es decir, los centristas de la época) no fue deseada por la dirección del Partido. Pero una vez declarada, Friedrich Ebert y otros la tomaron en sus manos y salvaron la democracia oponiéndose a cualquier experiencia que pudiese conducir a la dictadura del proletariado». En la época no se podía decir nada mejor que lo dicho por Lenin y los comunistas, sin hacer ninguna injusticia contra la socialdemocracia alemana denunciando su función contrarrevolucionaria. Veamos ahora los frutos que el proletariado extrajo de esta renuncia a la revolución que, en teoría, debía permitirle alcanzar el socialismo, ahorrándose la violencia y la guerra civil, es decir «de forma mas segura»: «Durante el período de catorce años que duró la República de Weimar, los socialistas fueron miembros del gobierno del Reich durante dos años y medio solamente, con intervalos. No se les dio el poder mas que en situaciones precarias». Y prevé nuestro austro-marxista que «el futuro es de aquellos que no caen ni en las ilusiones de derecha, ni en las de izquierda», sobre todo hace hincapiéen la esperanza de conquista del poder sobre la base de la democracia y el control de la economía por medio del Estado existente para el numeroso proletariado de los países avanzados. En lo que respecta a las razones por la cuales «se» (es decir, la burguesía) «da» el poder a los socialistas nada más que en «situaciones precarias», estas son claras: es en estas situaciones en las que, presentándose amenazas de experiencias que puedan conducir a la dictadura del proletariado», la burguesía siente la necesidad de solicitar la ayuda del partido "obrero" que «rechace esas experiencias». No se sabría confesar mas claramente que es la clase dominante, y no el cuerpo electoral propuesto, quien decide.
Veamos ahora la verificación de la «teoría superior del socialismo alemán» acerca del carácter pacífico del desarrollo histórico en la época contemporánea: «Durante toda la época de Weimar el Partido permanece, oficialmente y en teoría, como marxista, pero su política se hace cada vez mas reformista. Finalmente, el programa de 1931 declaró sin ambages que el partido socialdemócrata alemán era un partido reformista y democrático para el cual la democracia es desde ahora y ya un valor en sí misma». Confesión tardía, que significa la renuncia expresa a la posición tradicional bien y mal conservada en palabras, según la cual la democracia era un simple medio (¡Lenin demostró que esto era inadecuado en la época imperialista!) para realizar el socialismo y se convierte teóricamente en el fin supremo del partido. «Llega 1933. Desde el primer momento, el régimen nazi llena los campos de concentración de socialistas y comunistas. Miles de ellos fueron asesinados desde las primeras semanas. El grupo parlamentario socialista fue el único que votó contra la ley de plenos poderes que otorgaba carta blanca a Hitler. El discurso pronunciado en tales circunstancias (...) salvó el honor de la democracia en Alemania». Sin comentarios...
«Después de la guerra había que replantear todo a nivel ideológico». ¡Está claro que «el honor» salvado por un... discurso no constituía una base suficiente para el mantenimiento puro y simple de la antigua ideología! «El partido retomó esta tarea inmensa con una energía y una audacia notables. El resultado de sus trabajos está recogido en el programa de Godesberg de 1959. El partido ya no es marxista (...) Considera que la historia es obra de hombres con voluntad, y no del automatismo de la dialéctica marxista». Audacia nada desdeñable, en efecto: pero ¿Quiénes, después de la primera guerra, combatían a los «hombres que querían» abolir el capitalismo mediante la revolución, sino aquellos que proclamaban el automatismo de la marcha hacia el socialismo, es decir, los antecesores, los padres espirituales de la gente de Godesberg?
«La democracia es el valor primordial en política». Primordial en el sentido de que si no se la puede salvar, es necesario siempre salvar su honor. «Pero el partido la quiere real y no solamente formal: el trabajador no debe ser elevado a la dignidad de ciudadano únicamente en el orden político; debe convertirse en ciudadano en el orden económico y social, de ahí la reivindicación de la co‑gestión. La propiedad privada no es un mal, es un bien indispensable en una sociedad libre. Es necesario crear tantas fortunas individuales como sea posible. Es preciso que el hombre pueda decir "no" sin arriesgar a cada momento su existencia social, pero hay que impedir que los trusts y los cartels se conviertan en instrumentos de dominación en manos de una minoría incontrolada». Llegado a este punto, la socialdemocracia, que no era más que una negación del marxismo proletario, llega a negarse a sí misma: «el partido socialdemócrata alemán quiere ser un partido nacional, europeo y popular; ya no es el partido de una clase determinada. Nosotros no queremos socializar al hombre, sino humanizar la sociedad».
En resumen, en el momento de la revolución rusa, el socialdemocratismo
alemán proclamaba abiertamente su «superioridad teórica» y por
lo tanto práctica sobre el comunismo. De la contrarrevolución estalinista
ha pretendido extraer la prueba de que no se llega al socialismo
mediante la revolución violenta y la dictadura, la prueba de que
violando los principios intangibles de la democracia se le vuelve infaliblemente
la espalda al socialismo. Con el propio testimonio de uno de sus representantes
actuales, la socialdemocracia ha anunciado públicamente por lo menos en
dos ocasiones, 1931 y 1959, su propia liquidación, reconociendo lo que
la realidad le había infligido, pues de lo contrario, no habría tenido
ninguna razón para modificar mínimamente sin perspectivas y sus principios.
¿Sería necesario creer que la "lección" socialdemócrata de la contrarrevolución
rusa era la lección de la misma Historia? ¿Podría considerarse como
posible y lícito hacerle el menor préstamo, incluso parcial? ¿Tolerar
en las filas comunistas la menor crítica democrática del bolchevismo?
Esto es lo que nosotros negamos siendo los únicos en hacerlo.
En la época de la II Internacional, y después de la victoria del estalinismo en la III Internacional, el anarquismo (también llamado comunismo libertario) ha podido pasar por un movimiento radical, más revolucionario que el socialismo científico. La razón es simple: el anarquismo nunca ha repudiado el uso de la violencia y la insurrección; por el contrario, la desviación socialdemócrata y mas tarde estalinista del marxismo no se han contentado con poner el acento sobre la acción parlamentaria y legal a favor de reformas sociales, ó, peor aún, en defensa de la democracia parlamentaria contra la derecha burguesa: han estigmatizado toda acción violenta del proletariado como una manifestación de aventurerismo. Es por estas razones históricas por lo que, en nuestros días, el prejuicio según el cual el anarquismo sería mucho más extremista que el marxismo está sólidamente enraizado. En realidad, la relación entre anarquismo y marxismo es exactamente inversa. En sus orígenes, es decir, en la época de la polémica de Marx contra Proudhon (1847) es el socialismo científico quien denuncia al anarquismo como un «socialismo burgués» y estigmatiza la oposición de su dirigente a la lucha de clases y a la revolución. Más tarde, ya en la Primera Internacional (1864‑72), cuando Marx y Engels y sus discípulos combaten al discípulo de Proudhon, Bakunin, no lo hacen porque éste sea "demasiado" revolucionario, sino porque su revolucionarismo (que él definía como «un proudhonismo más desarrollado y llevado hasta sus últimas consecuencias») no es consecuente. Lo mismo cabe decir de Lenin con respecto a los anarquistas y anarcosindicalistas de su época. En estos períodos en los cuales no se puede especular sobre vergonzosas desviaciones del marxismo, todo lo que el anarquismo puede encontrar para reprochárselo al socialismo científico es ser un socialismo "autoritario".
Resultó fatal que la involución de la República proletaria y bolchevique de 1917 en Estado nacional policíaco practicante del culto al gran Stalin le haya servido al anarquismo como una formidable confirmación histórica de su crítica secular del marxismo y de la justeza de su propia concepción del socialismo. Hay pocas "lecciones" de la revolución rusa que tengan un poder de sugestión tan fuerte. Incluso sobre quienes no quieren renunciar a la revolución. La principal desgracia para esta versión es que no ha esperado a la contrarrevolución para expresarse, puesto que, en plena guerra civil del proletariado ruso contra la burguesía internacional coaligada contra él, los anarquistas rusos no han dudado en aprovecharse de las terribles dificultades en las cuales se debatía el poder rojo, el poder bolchevique, para que triunfase lo que ellos llamaban la "tercera revolución".
Es un hecho histórico que no hay que olvidar, incluso sí (dígase en su favor), todos los anarquistas rusos y europeos (en particular italianos) no se comprometieron en este apoyo insensato e inconsciente al esfuerzo de todos los enemigos del Comunismo para restaurar el orden burgués. De las dos cosas sólo una: o bien la "lección" según la cual el estalinismo habría venido a "probar" que las fatalidades reaccionarias implicadas desde siempre en el socialismo "autoritario" de Marx y Lenin no significa absolutamente nada; ó bien significa que si las masas rusas hubiesen escuchado las advertencias de los libertarios, habrían evitado la contrarrevolución estalinista e instaurado el socialismo. Para que esto fuera plausible hubiese sido necesario que los libertarios enfrentados contra el poder proletario y comunista, contra el poder no parlamentario de la Rusia de los años 1917‑21 hubiese, en la acción, abierto realmente una tercera vía distinta a la vez de la de los partidarios de la Constituyente burguesa y de la de los partidarios de la dictadura del proletariado, pero al menos tan capaz como esta última de impedir la restauración. Esto es lo que no hicieron ni pudieron hacer, contentándose con desorganizar las defensas de uno de los adversarios en lucha – ¡el proletariado comunista! – y probando al mismo tiempo que después del Octubre Rojo no habría lugar para una tercera revolución.
Dirigida en apariencia contra un principio del socialismo científico – el principio político de la dictadura del proletariado – la crítica anarquista se dirige en realidad contra toda la nueva concepción defendida desde su nacimiento por ese socialismo, que es la concepción materialista de la historia. Cien años después, los discípulos más o menos declarados, más o menos fieles a Bakunin no han asimilado aún esta "novedad", arrojándose de nuevo sobre sus antiguallas libertarias como consecuencia de la derrota de la revolución proletaria en Rusia.
Marx dio un día una definición lapidaria del socialismo científico que nos servirá para mostrar que, caracterizándole como socialismo "autoritario", los anarquistas no han hecho más que desplazar el verdadero problema, que no es de ninguna forma saber si se debe, en lo absoluto y en lo abstracto, proclamarse partidario de la Autoridad ó por el contrario de la Libertad, sino si el socialismo es un ideal, ó si es una necesidad y una ineluctabilidad histórica. «Lo que yo hecho nuevo es haber demostrado 1. que la existencia de las clases no se relaciona más que con ciertas fases históricas de desarrollo de la producción, 2. que la lucha de clases conduce necesariamente a la dictadura del proletariado, 3. que esta dictadura no es más que la transición para la supresión de todas las clases y para la sociedad sin clases». (Carta a Weydemeyer, 5 marzo 1852). Cada uno tiene, claro está, el "derecho" a estar en desacuerdo con estas tres tesis fundamentales, pero nadie tiene el derecho de ignorar que para Marx y todos los marxistas dignos de ese nombre son el resultado del descubrimiento científico de un proceso objetivo, y que si estos las han adaptado como programa del Partido no es porque respondieran a no se sabe bien que presencia subjetiva por la Autoridad, sino porque parecen resumir todo el sentido de la Historia. Reprochar a esta concepción el ser "autoritaria" es algo sin sentido: lo único lícito sería demostrar que la misma Historia no es "autoritaria", sino que se conforma según el ideal de Libertad nacido con la Gran Revolución francesa, tesis particularmente insostenible en nuestro siglo imperialista y totalitario.
O una cosa ó la otra: o bien no tiene ningún sentido decir que la contrarrevolución rusa ha confirmado la crítica anarquista del marxismo, ó esto significa que ha probado que el materialismo histórico era científicamente falso, no conforme a las leyes reales del desarrollo humano. No solamente el anarquismo no ha hecho nunca una demostración semejante, sino que ni siquiera lo ha intentado, precisamente porque siempre está situado sobre el terreno abstracto del Ideal, y nunca sobre el terreno de la realidad de la sociedad de clases. Basta con plantear la cuestión en sus términos correctos para percibir que la contrarrevolución rusa no podía probar nada de eso: ¿cuándo ha dicho el socialismo científico que con la condición de tomar el poder e instaurar su dictadura el proletariado se dirigiría infaliblemente al socialismo, fuesen las que fuesen las condiciones económicas y políticas, nacionales e internacionales en las cuales se hubiese producido el acontecimiento?
QQue la oposición entre marxismo y anarquismo sea algo muy distinto a una oposición entre amantes de la Autoridad por una parte y de la Libertad por otra, es algo que se comprueba citando a los propios anarquistas y confrontando sus tesis con la cita anterior de Marx. Comencemos por Proudhon, padre del anarquismo, aunque desde Bakunin y después con el anarcosindicalismo su autoridad ha disminuido mucho, incluso entre los libertarios. ¿Por qué combate él al «sistema comunista, gubernamental, dictatorial, autoritario, doctrinario»? Porque su actitud sería la eterna actitud del «esclavo que siempre ha remedado al amo», porque «como un ejército que se ha apoderado de los cañones del enemigo» entiende que «al volver contra el ejército de los propietarios su propia artillería» – es decir, el poder del Estado – la dictadura del proletariado «tomaría prestadas sus fórmulas del antiguo absolutismo: indivisión del poder – centralización absorbente – destrucción sistemática de todo pensamiento individual, corporativa y local, escisionista, policía inquisitorial» y no sería más que una «democracia compacta, fundada en apariencia sobre la dictadura de masas, pero en la cual las masas no tienen poder, lo cual es necesario para asegurar la esclavitud universal». Claro está, nuestros adversarios anarquistas siempre podrían sacrificar a Proudhon, cien años después de que Marx demostrase que su socialismo era un socialismo burgués, pero ¿podrían hacer lo mismo con el insurreccionalista Bakunin, el héroe incontestable de todo libertario? El tono de las campanadas de Bakunin es exactamente el mismo que el del desgraciado Proudhon, que nunca intentó refutar la crítica de su Filosofía de la Miseria hecha por Marx, y con motivo, pero así se lamentaba un día Bakunin sin ningún tipo de ambigüedad: «Yo detesto el comunismo, porque es la negación de la libertad y yo no puedo concebir nada humano sin libertad. Yo no soy comunista en absoluto porque el comunismo concentra y hace absorber todas las energías de la sociedad por el Estado, mientras que yo quiero la abolición del Estado, la extirpación radical de este principio de la autoridad y de la tutela del Estado que, con el pretexto de moralizar y civilizar a los hombres, los ha sometido hasta hoy a servidumbre, oprimido, explotado y depravado. Yo quiero la organización de la sociedad y de la propiedad colectiva ó social de abajo a arriba, mediante la libre asociación, y no de arriba abajo, mediante cualquier tipo de autoridad. En este sentido soy colectivista y no comunista» (Las negritas son nuestras).
Para Proudhon pues, el poder estatal es el arma específica de los "propietarios", es decir de la burguesía, y por lo tanto no serviría los oprimidos; para Bakunin es un "principio" depravador. Pero el Estado no es ni una cosa ni la otra: todas las sociedades divididas en clases han conocido el Estado, y como la sociedad que nace de la caída de la dominación burguesa no puede, de la noche al día, ignorar toda división de clase, no puede prescindir del Estado. Si esta institución es común a todas las sociedades de clase esto no es debido a que hasta la aparición de los doctrinarios Proudhon y Bakunin la humanidad haya sufrido la aberración de unos principios de los cuales ellos, nuevos redentores, vendrían a librarla; desde hace mucho tiempo las clases existen, y ante la lucha velada o abierta que están obligadas a librar, el Estado es necesario para la supervivencia de la sociedad. Basta con leer a este respecto las luminosas líneas escritas por Engels en el Anti‑Dühring y en El origen de la familia... para darse cuenta de la superioridad de la explicación materialista de la historia sobre los vaticinios de los profetas libertarios:
«La sociedad que se movía en los antagonismos de clase tenía necesidad del Estado, es decir, de una organización de la clase explotadora de cada época, a fin de mantener las condiciones exteriores de la producción; a fin, en particular, de mantener por la fuerza a la clase explotada en las condiciones de explotación exigida por la forma de producción existente (esclavitud, servidumbre, asalariado). El Estado era el representante oficial de toda la sociedad, su síntesis en un cuerpo visible, pero sólo en la medida en que era el Estado de la clase que representaba en su tiempo toda la sociedad: Estado de los ciudadanos propietarios de esclavos en la antigüedad; Estado de la nobleza feudal en la Edad Media y Estado de la burguesía en nuestros días».Esta necesidad impuesta a las clases explotadas del pasado se impone de igual forma al proletariado, por lo menos durante una cierta fase de la Historia: ser revolucionario no es ni mas ni menos que reconocerlo, aceptarlo, ponerlo en práctica, como hicieron Lenin y los bolcheviques en Rusia. Es necesario, como Proudhon, rechazar expresamente «la acción revolucionaria como medio de reformas sociales» para negar al proletariado el derecho de volver contra el enemigo de clase la "artillería" que constituye el aparato del Estado y para no ver en la reivindicación poderosamente original de la dictadura del proletariado nada más que una simple imitación del pasado, un retroceso en relación a la democracia parlamentaria ¡un retorno al antiguo absolutismo! Para el proletariado, instaurar su propio Estado es usar la violencia organizada para romper la resistencia de la burguesía, antes que deponer las armas y dejar que el antiguo orden se reconstituya, proclamando la "abolición del Estado". Esto no es una aberración debida a la influencia de ideas prescritas: es una cuestión de vida o muerte en la lucha real.
«El Estado no es de ningún modo un poder exteriormente impuesto a la sociedad; tampoco es la realización de la "la imagen y la realidad de la razón" como pretendía Hegel. Es más bien un producto de la sociedad cuando llega a un grado de desarrollo determinado; es la confesión de que esa sociedad se pone en una irremediable contradicción consigo misma, y está dividida por antagonismos irreconciliables, que es impotente para conjurar. Pero a fin de que las clases antagónicas, de intereses económicos opuestos, no se consuman a sí mismas y a la sociedad en luchas estériles, hácese necesario un poder que domine ostensiblemente a la sociedad y se encargue de dirimir el conflicto o mantenerlo dentro de los límites del orden».
Pero la ceguera doctrinaria de los anarquistas es tal que Volin, combatiente de la pretendida «tercera revolución» contra los bolcheviques rusos y autor de una Revolución desconocida que presenta la versión libertaria de los grandes acontecimientos acaecidos en Rusia desde 1917 a 1920 ha creído poder sacar precisamente de estos acontecimientos «la prueba formal» de que «si la revolución social no destruye (de manera que el capital, el suelo, el subsuelo, las fábricas, los medios de comunicación, el dinero pasen al pueblo y el ejército haga causa común con éste último) no hay porque preocuparse del "poder político"». ¿Si las clases derrocadas intentan, por tradición, formar uno, que importancia puede tener esto?». ¿No hay porque "preocuparse" de arrancar a la burguesía el control de la administración, de la policía, del ejército? No, responde en sustancia, en medio del fuego de los acontecimientos, el anarquista ruso Volin. ¿No tiene importancia la tentativa de contrarrevolución política zaristo-burguesa, apoyada por el imperialismo extranjero en los años 1918‑21? ¿Era un simple asunto de viejas clases caducadas y trasnochadas? Sí, responde él. Y añade: «el poder político no es una fuerza en sí; es fuerte en tanto que puede apoyarse sobre el Capital, sobre el armazón del Estado, sobre el ejército, sobre la policía. Sin estos apoyos queda "suspendido en el vacío", impotente e inoperante. La revolución rusa nos suministra la prueba formal de esto». ¡No es un loco ó un partidario de la burguesía quien habla así: es un anarquista ruso convencido de ser "revolucionario"!
De lo que la revolución rusa ha dado la «prueba formal» es
de que, incluso en el transcurso de una poderosa revolución social, la
burguesía y sus partidos no quedan ni pueden quedar de modo alguno
sin
apoyos, y de manera definitiva entre la masa de la población; también
se debe señalar que, incluso una vez conseguida la victoria militar sobre
el enemigo principal, la necesidad de un poder que «impida a la sociedad
consumirse en una lucha estéril», «manteniéndola dentro de los
límites del orden» se siga haciendo sentir: es todo el secreto de
la NEP, es decir de la política destinada a mantener la alianza del proletariado
con los campesinos dentro de los límites de una industrialización de
Rusia bajo el control del partido proletario. Por desastrosa que haya sido
la evolución ulterior, por razones que no tienen nada que ver con la «centralización
de la propiedad en manos del Estado» ya que precisamente todo
el enorme sector de la agricultura rusa escapaba prácticamente al Estado
obrero, lo que la revolución rusa ha probado al mismo tiempo de manera
formal y definitiva, es la impotencia del anarquismo para comprender la
realidad y para ponerse al nivel de las exigencias de la lucha proletaria
radical, y es sobre todo su función contrarrevolucionaria en cuanto intenta
manifestarse de forma independiente al comunismo, y hacer triunfar las
extravagancias de sus doctrinarios entre las masas y de forzar su realización
en la historia.
Notas
1.
Es significativo del comportamiento
de los anarquistas enfrentados a la revolución el hecho de que en
marzo 1921 Umanità Nuova, órgano de los anarquistas de Italia,
tras once días de digresiones publicaba un informe de la tercera Conferencia
de los anarquistas ucranianos del Nabat, que se había celebrado ilegalmente
en Rusia del 3 al 8 septiembre 1920, y que concluyó con la necesidad de
proseguir la lucha «contra la oscura reacción del Estado socialista»
(es decir, contra el poder bolchevique) y, con motivo de los sucesos de
Kronstadt, un artículo llamaba a la solidaridad pese a todo con la Rusia
revolucionaria. Umanità Nuova, si bien no se atrevió a denunciar
la acción de los anarquistas ucranianos no se solidarizó con la revolución
que nosotros publicamos a continuación y que se encuentra en un viejo
número del 11 marzo 1921 de este periódico. Igualmente, colocado ante
un hecho que, en consecuencia,
cuando el movimiento comunista había
perdido todas sus características revolucionarias, fue aprovechado
sin escrúpulos por los anticomunistas de todo pelaje (se trata de la represión
que los bolcheviques dirigieron contra la insurrección de Kronstatdt en
marzo 1921),
Umanità Nuova supo mantener una actitud que hoy parece
sorprendentemente comedida. ¿Que es lo que demuestra esto, sino que mientras
el movimiento comunista todavía merecía ese nombre, su irradiación y
su prestigio entre el proletariado eran lo suficientemente grandes como
para contener dentro de ciertos límites las dudas y la indisciplina "libertarias"
y llevar incluso a los anarquistas a considerar con sangre fría las duras
necesidades de la lucha de clase? Pero, al igual que es la desviación
socialdemócrata la que favorece el desarrollo de la desviación anarquista,
a finales del siglo XIX y principios del XX, es la desviación estalinista
quien, después de 1926 le da nuevos bríos, empujándola hacia posiciones
cada vez más inconscientes, destruyendo toda la obra de Lenin y del comunismo
auténtico: la unificación tendencial de todas las fuerzas verdaderamente
revolucionarias sobre la plataforma del socialismo científico.
Veamos lo que decía el informe de la tercera Conferencia del Nabat (Umanita Nuova, 11 de marzo 1921):
«En lucha inexorable contra toda forma de Estado los anarquistas del Nabat no se someten a ningún compromiso. Por lo que respecta a los Soviets, estos se han comportado de forma diferente durante cierto tiempo» (NdR: hasta el comienzo de la guerra civil que, exigiendo por naturaleza la mayor disciplina y la centralización más decidida, desvaneció la embriaguez revolucionaria de los anarquistas – o, por lo menos, de una parte de ellos – empujándoles a retomar la oposición). «El maravilloso impulso de Octubre, los esfuerzos de emancipación por parte de las clases trabajadoras por encima de todo poder, la fraseología anarquizante de los dirigentes bolcheviques» (NdR: Aquí los libertarios caen en el mismo error que los socialdemócratas conservadores para los cuales era "anarquista" o "anarquizante" todo lo que no era vil reformista y vulgar colaboración de clase) «y particularmente la lucha contra el imperialismo mundial que intenta ahogar la revolución, todo esto obliga a los anarquistas a guardar una cierta reserva y casi una condescendencia» (NdR: sic) «con respecto al poder bolchevique. Ellos harán un llamamiento a las masas obreras y campesinas para que conserven la independencia revolucionaria, prodiguen sus advertencias a los nuevos amos,los aconsejen y los sometan a una crítica de camaradas. Pero tras tres años de dictadura, el poder de los Soviets nacido de la revolución se ha convertido en una poderosa máquina estatal. Ha reemplazado a la burguesía por la dictadura de un partido y de una minoría del proletariado sobre la masa del pueblo trabajador. Esta dictadura aplasta la voluntad de las masas trabajadoras que pierden su espíritu creador, único capaz de afrontar las diversas tareas de la revolución. Todo esto es una lección para los obreros de todos los países y es por esto por lo que los anarquistas se encuentran todavía en la necesidad de permanecer en el frente de lucha:Veamos ahora, frente a esta declaración de "amarillos" convencidos de la guerra civil, el embrollado artículo de Umanità Nuova de fecha 23 marzo 1921, ante la grave crisis de Kronstadt:
1) El poder de los Soviets como consecuencia de su resistencia ante el espiritu revolucionario de las masas trabajadoras se ha transformado en una dictadura feroz, convirtiéndose así en el verdugo de la revolución (NdR: el texto data de finales de 1920; ¡sin comentarios!).
2) La guerra de los Soviets contra la burguesía no puede actuar como circunstancia atenuante, ya que el poder soviético ha estrangulado la revolución y ha ayudado así indirectamente a sus enemigos.
3) La actitud revolucionaria tomada por el poder de los Soviets en el movimiento internacional debe de ser considerada como ambigua, puesto que si por un lado llama a la lucha contra la burguesía, por otro amenaza a la revolución por el nefasto medio de la dictadura.
«Pro todas estas razones, la conferencia actual hace un llamamiento a todos los anarquistas y a todos los revolucionarios sinceros para que luchen contra el poder de los Soviets que no es menos peligrosos que los enemigos abiertos de la revolución como Wrangel y la Entente. Los anarquistas se oponen al ejército rojo como a todo ejército estatal. No pueden reconocerlo como revolucionario puesto que está en manos de sus enemigos... Por esto, la entrada de los anarquistas en el Ejército rojo para defender la revolución es un error, y no puede tener otra justificación que el deseo de revolucionarlo por medio de la palabra y los escritos, con el fin de que una vez llegado el momento de la insurrección de los obreros y campesinos contra los nuevos opresores, los soldados fraternicen con ellos por el bien común» (Septiembre 1920)
«Kronstatdt, Ucrania... Estamos perplejos ante estos hechos que son la consecuencia lógica del error dictatorial de los bolcheviques (NdR: sic) y que por lo tanto eran inevitables, pero de los cuales podría surgir ó un gran mal ó un gran bien para la revolución. Comprendemos que, asfixiado, el espíritu de libertad explote y si la burguesía internacional no estuviese al acecho, esto no nos preocuparía y pensaríamos que a lo mejor (NdR: Somos nosotros los que lo subrayamos) la caída del gobierno de Moscú daría un elemento nuevo a la revolución. Pero en las fronteras de Rusia acecha la reacción militar burguesa que espera la aparición de luchas intestinas dentro de la revolución para echarse encima de ella y exterminar tanto a los bolcheviques como a los insurgentes de hoy a los que alaba desde lejos (NdR: Señalemos que esto es algo que un anarquista actual es incapaz de comprender). De estas insurrecciones puede surgir también una oleada revolucionaria lo mismo que un inicio de reacción. (NdR:Esta incertidumbre es el fruto del conflicto entre el doctrinarismo libertario y la realidad del conflicto de clase). Todo depende de la conclusión de la lucha interna antes que las hienas imperialistas tengan tiempo y medios para intervenir. Está prevista una nueva intervención contra Rusia en primavera, y por esto, tanto si Rusia permanece bajo el régimen bolchevique, como si consigue instaurar uno más libertario (lo cual deseamos) lo que importa es que estéen medida de rechazar la nueva invasión y de hacer morder el polvo al innoble militarismo occidental (NdR: Remarquemos esto, pues muestra que un anarquista de 1921 no era, ni mucho menos, tan estúpido como un anarquista de 1968). Nosotros, anarquistas de Occidente, no podemos influir sobre la revolución interior de Rusia y nunca podremos estar a la altura de una tarea tan seria (NDR: Confesión honesta). Estamos muy lejos como para tener un juicio definitivo, pero hay algo que debemos hacer y que para nosotros es un deber de honor: impedir por todos los medios que los gobiernos capitalistas envíen armas y tropas contra Rusia. Una vez mas, camaradas, proletarios, mientras nos quede un poco de aliento y de energía, estemos dispuestos a luchar por la Rusia proletaria y comunista. Defendiéndola habremos llevado a cabo una buena lucha, incluso por nuestra propia libertad».Que mejor refutación de la reivindicación de la libertad y del rechazo del centralismo que esta terrible discordancia entre las consignas de una misma corriente, llamando al mismo tiempo a «la lucha contra el poder de los Soviets, considerados tan peligrosos como Wrangel y la Entente» en Rusia, y en Italia a «la defensa de la Rusia proletaria y comunista».
2.
Así se expresaba Proudhon sobre la revolución, en una
carta de 1847 dirigida a K. Marx, es decir, en la época en la que preparaba
su
Filosofía de la Miseria:
«Puede que usted mantenga la opinión de que ninguna reforma es posible sin un golpe de mano, sin lo que en otra época se llamaba una revolución (...) Esta opinión que yo concibo, que excuso, que discutiría voluntariamente, la he compartido durante mucho tiempo, pero le confieso que mis últimos estudios me han hecho cambiar completamente de opinión. Creo que no tenemos necesidad de esto para vencer, y en consecuencia no debemos plantear de ningún modo como un medio de reforma social la acción revolucionaria, porque este presunto medio sería simplemente un llamamiento a la fuerza, al arbitrio; en resumen, una contradicción. Yo me planteo así el problema: reintegrar a la sociedad mediante una combinación económica las riquezas que han salido de la sociedad mediante otra combinación económica.» Ante el ofrecimiento de Marx de formar parte de una oficina internacional de información, el mismo hombre que había rechazado la idea de la revolución respondía: «Busquemos juntos si usted quiere las leyes de la sociedad(...) pero ¡por Dios! Después de haber demolido todos los dogmatismos a priori no soñemos por nuestra parte con adoctrinar al pueblo (...) Precisamente porque estamos a la cabeza de un movimiento, no nos convirtamos en jefes de una nueva intolerancia. Aceptemos y fomentemos todas las protestas... No consideremos nunca una cuestión como acabada y cuando hayamos terminado nuestro último argumento, empecemos de nuevo si es necesario con elocuencia e ironía».Con respecto al contenido económico de su «doctrina» que no nos interesa tratar aquí (a la que volveremos en el capítulo siguiente) veamos ahora lo que bajo el título El socialismo conservador ó burgués dice esta caracterización hecha por el Manifiesto Comunista de 1848:
«Una parte de la burguesía busca el remedio de los males sociales con el fin de consolidar la sociedad burguesa. A esta categoría pertenecen (...) los reformadores domésticos de toda laya. Citemos como ejemplo la «Filosofía de la Miseria» de Proudhon. Los socialistas burgueses quieren las condiciones de vida de la sociedad moderna sin las luchas y los peligros que surgen fatalmente de ellas. Quieren la sociedad actual, pero sin los elementos que la revolucionan y la disuelven. Quieren la burguesía sin el proletariado. Otra forma de socialismo (...) intenta apartar a los obreros de todo movimiento revolucionario, demostrándoles que no es tal ó cual transformación política, sino solamente una transformación de las condiciones materiales de vida, de las relaciones económicas, la que podrá beneficiarles. Pero, por transformación de las condiciones materiales de vida este socialismo no entiende en modo alguno la abolición del régimen de producción burgués, lo cual no es posible más que por vía revolucionaria, sino únicamente la realización de reformas administrativas realizadas sobre la base de las mismas relaciones de producción burguesas, reformas que por consiguiente no afectan a las relaciones entre el Capital y el trabajo asalariado... »
La "lección" del socialismo de empresa
Hemos visto anteriormente como el anarquista Bakunin definía su "socialismo" como «la organización de la sociedad y de la propiedad colectiva de abajo a arriba mediante la asociación», y cómo rechazaba la «centralización de la propiedad en manos del Estado». De la misma forma, apareció dentro del Partido bolchevique en los años 1920‑21 una Oposición obrera (Kolontai, Miasnikov y Chliapnikov, de los cuales se reclaman grupos más recientes) para negar que el Partido y el Estado tengan que ejercer su autoridad en el campo económico y asumir la gestión de la industria, y para afirmar que, en esta materia, la decisión debía pertenecer a «los mismos productores», al «Congreso de los productores», campesinos por un lado y por otro a los consejos de fábrica de las diferentes empresas. Lo que Bakunin reivindicaba en nombre de la Libertad, la Oposición obrera lo reivindicaba bajo el nombre de los intereses proletarios y como la única garantía para que la dictadura del proletariado no se transformase en dictadura sobre el proletariado, pero la visión económica es la misma, y se encuentra de nuevo en el ordinovismo italiano. Es evidente que lo mismo sirve para la concepción soreliana de gestión sindical de la economía futura. Esto es lo que decíamos en Los Fundamentos del Comunismo revolucionario marxista en la doctrina y en la historia de la lucha proletaria internacional (1957).
Lo malo es que el fracaso de la revolución de 1917, en tanto que revolución socialista al menos, es decir, el hecho de que la gestión estatal de la industria (no de toda la economía) instaurada por los bolcheviques no haya conducido al socialismo, sino al capitalismo nacional ruso moderno, le ha servido a un montón de gente como prueba histórica de la "justedad profética" de los planteamientos de Bakunin, un montón de gente que, en política, no se reclamaban del anarquismo. Por ello, en lo que se refiere al socialismo, nuestra época ha recaído bestialmente en el proudhonismo (Proudhon es el gran maestro reconocido de Bakunin y no reconocido por otros muchos). Su gran fórmula es «socialismo si, pero en libertad», acompañado – en el mejor de los casos – de otra fórmula: la «dictadura del proletariado si, pero no sobre el proletariado». La gran "lección" que este socialismo liberal, asociativo, que nosotros llamamos «socialismo de empresa» ha "extraído" de la contrarrevolución estalinista es que el "estatalismo" marxista no puede conducir a la liquidación del capitalismo, sino solamente al reino feroz de una burocracia omnipotente Que el partido de clase no tiene ninguna función que jugar en la transformación económica, que debe de ser realizada «por la propia clase obrera» y por los productores en general. Ninguna "lección" es sin duda tan difícil de destruir, dada la fuerza de sugestión de la contrarrevolución y de la caricatura voluntarista que el estalinismo ha hecho de la doctrina marxista de la función del Partido, otorgándole el poder de realizar el socialismo a voluntad con tal de que se le obedezca; por lo tanto esta "lección" es tan lamentable teóricamente y prácticamente tan desastrosa como todas las "lecciones" que estamos examinando.
De hecho, la oposición suspirada por los libertarios y sus discípulos conscientes ó no entre su «economía de libre asociación» y «la economía de Estado» del comunismo marxista es puramente imaginaria. No se puede hablar de «asociación» (libre o no libre) más que si se parte de un postulado acerca de la existencia de unidades productivas gestionadas de forma autónoma. No es difícil imaginar en lo que se convertirían tras el derrocamiento de la clase patronal: serían simplemente las empresas heredadas de la época capitalista, pero liberadas, debido a la revolución, de una dirección tradicional y puestas en las manos de los obreros por una parte, y por otra, las múltiples pequeñas explotaciones agrícolas ó industriales que el desarrollo capitalista hubiese dejado sobrevivir en contra de la concentración de las fuerzas productivas que realiza. Decir que tales unidades productivas no deben de convertirse en «propiedad del Estado» » significa simplemente que deben conservar su autonomía de gestión, es decir que no deben de estar sometidas a ninguna reglamentación general, a ninguna autoridad central, sino únicamente a la voluntad de su personal, democráticamente expresada por la mayoría, probablemente, y, en el mejor de los casos, a la autoridad local de un comité de gestión ó de un gestor debidamente "elegido", lo cual hace suponer que algún tipo de autoridad sea reconocida como necesaria para el funcionamiento de un organismo tan complejo como es una gran fábrica moderna, cosa aún dudosa por parte de los "libertarios".
Admitamos que, en la euforia de la revolución, una organización semejante tenga por efecto dar a los obreros el sentimiento de ser "libres", ya que se verán liberados de los perros de la patronal, de los esbirros, no obedeciendo nada más que a las exigencias técnicas, y no a las de la producción del beneficio. Admitámoslo provisionalmente. Quedará en pie el principal problema: ¿cómo se pondrán en contacto todas estas empresas autónomas? ¿cómo podrá el conjunto de la producción, que escapa a toda decisión y control centralizados bajo el pretexto de evitar la "burocratización", adaptarse al conjunto de las necesidades? En el capitalismo esto se hacía por mediación del mercado, sin ninguna reglamentación formal. En una economía post‑revolucionaria que, por absurda hipótesis, se conformaría según los caprichos de los doctrinarios del comunismo "liberal" o "libertario" no podría ocurrir de otra forma. Es necesaria una dosis considerable de ignorancia para imaginarse que las relaciones de mercado que subsistan entre las empresas y entre los dos grandes sectores de la economía (agricultura e industria) puedan ser abolidas dentro de las empresas y de cada uno de estos sectores; que el montante del salario, la duración y la intensidad del trabajo y hasta el peso de la autoridad en vigor en el seno de la unidad de producción puedan determinarse "libremente", es decir, exclusivamente en función de la voluntad de los trabajadores de "no ser explotados" en tales condiciones.
La explotación capitalista que se realiza bajo la forma de una extracción de plusvalía sobre el proletariado está ligada indisolublemente a la naturaleza mercantil de esta economía. Los productos son mercancías siéndolo igualmente el trabajo, y por lo tanto el proletario es un asalariado. Es un absurdo creer que podría abolir el salariado (es decir, el régimen que hace corresponder el trato material del proletario al valor de su mercancía fuerza de trabajo y a las exigencias de la puesta en valor del capital) sin abolir la producción mercantil, y un absurdo no menos es creer que se podría abolir esta producción conservando las condiciones de las cuales se deriva, y que son particularmente la existencia de empresas autónomas.
La sustitución del patrón y de la patronal burguesa por un "consejo de fábrica" cualquiera, elegido tan democráticamente como se quiera, ó, en otros términos, reemplazar la empresa capitalista por una empresa de tipo cooperativo no haría avanzar ni un solo paso hacia la necesaria transformación de la economía social. Ya se sabe que las tentativas de cooperativas obreras de producción del siglo XIX tuvieron el mérito de mostrar que se podía prescindir del personaje social del capitalista, pero obtuvieron sonoros fracasos, debido al hecho de que no pudieron resistir a la competencia burguesa. Lo mismo ocurriría si la concurrencia se ejerciese no ya entre empresas patronales y cooperativas obreras, sino entre cooperativas obreras que actuarían como empresas. Una de dos: o bien pretender funcionar de manera distinta a las empresas capitalistas, y todas las condiciones restantes siguen siendo burguesas (unión con el mercado como intermediario), por lo cual serían barridas; ó bien, si quieren sobrevivir, no podrían funcionar más que como empresas capitalistas con un capital monetario, salarios, beneficios, un fondo de amortización e inversiones de capital, crédito e interés, etc... La concurrencia entre ellas no sería abolida de la misma forma que no lo sería el sistema de contratos, el derecho civil, y la institución estatal necesaria para defenderlos.
Cabe pues preguntarse en que serían mas "libres" tales "asociaciones" que las empresas burguesas y cómo el proceso de concentración en unidades productivas cada vez mayores, que se ha manifestado en el curso de la fase capitalista y que no ha tenido nada de "libre y voluntario", ya que estuvo precisamente determinado por las exigencias de la concurrencia, podría ceder el puesto – subsistiendo esta concurrencia – a un «proceso voluntario de libre asociación desde abajo hasta arriba», inspirado por no se sabe bien que ética social superior. Toda la socialización de la economía (en el sentido del empleo del trabajo asociado y de la producción en masa) que podría realizarse «por la vía de la libre asociación» ya se ha hecho bajo el capitalismo, con las debidas reservas en torno al ambiguo término "libertad", aplicado a un proceso sometido a un rígido determinismo.
UnUna "revolución social" que se propusiera simplemente continuar sobre la misma vía y con los mismos medios para alcanzar finalmente la vagamente soñada economía, contentándose con cambiar los actores del drama social y con reemplazar a los empresarios o a los trusts burgueses por los comités de fábrica o las asociaciones cooperativas obreras tendría tan poco de revolución social que desembocaría en poco tiempo en la restauración de todas las antiguas relaciones de producción, acompañada de convulsiones acerca de las cuales la "revolución" española puede darnos una idea. No solamente una tal "revolución" no aboliría el Estado, sino que crearía todas las condiciones que hacen indispensable precisamente la defensa de la libertad y de la autonomía de las asociaciones, es decir, otra fuente de conflictos y de choques internos, y para reglamentarlos surgiría la necesidad de una autoridad general y central que acabaría imponiéndose, algo que incluso un anarquista individualista como Stirner fue capaz de comprender.
En conclusión, la marcha hacia una economía colectivista por la vía de la libre asociación es una visión de doctrinario envenenado por las teorías que la burguesía dirigió contra el antiguo dirigismo absolutista en la época de su revolución, e incapaz de darse cuenta de que si, como Marx señaló a Proudhon, la concurrencia burguesa había surgido del monopolio feudal, aquella había conducido al monopolio burgués moderno, y que era un absurdo creer que se podría salir del ciclo capitalista y entrar en el reino de la libertad volviendo hacia atrás, como si el retorno a la concurrencia, modificando las condiciones, pudiese conducir a otra cosa que a ese mismo monopolio, y en absoluto al socialismo. Tal visión está fuera de toda realidad histórica, y no constituye en absoluto la feliz posibilidad histórica que, según los socialistas de empresa, habría faltado en Rusia «por culpa de Lenin» y de los bolcheviques y, además... por culpa del marxismo y de sus «concepciones estatales y autoritarias». Una de dos: ó bien existía realmente una alternativa y no se entiende entonces como un Stalin y un partido tan "totalitario" hayan podido imponer la peor solución – la solución capitalista – a menos que el materialismo histórico no sea más que un amasijo de tonterías; ó bien el materialismo histórico acertó afirmando que las formas sociales dependen del grado de desarrollo de las fuerzas productivas, y si la contrarrevolución lo ha demostrado, es que la alternativa es puramente imaginaria, y no había otra salida histórica posible. No es este el lugar para reconstruir toda la historia de Octubre: baste con recordar para hacer comprender la afirmación anterior los desastrosos resultados que tuvieron las ingenuas tentativas de gestión autónoma de los obreros rusos, que el partido bolchevique debió combatir no solamente para detener la catástrofe económica, sino también para impedir que ésta no trajese consigo la derrota en la guerra civil contra los Blancos, zaristas ó partidarios de la Constituyente.
Si el primer término de la oposición establecida por Bakunin es pues del todo imaginario, el segundo – que pretende definir el comunismo como una «economía de Estado» – no es menos falso. El movimiento comunista da, es verdad, al Estado obrero y al partido revolucionario que lo anima un papel de primer orden en la transformación socialista de la economía. Asigna, es cierto, a la dictadura del proletariado la misión de llevar a cabo esta transformación que juzga imposible sin ella. Pero no por esto se puede definir al comunismo como «una economía de Estado», una economía en la cual el Estado «absorbería todas las energías de la sociedad», retomando la expresión de Bakunin y en la cual el Estado se opondría ad aeternum a la sociedad como propietario de los medios de producción. Esta es una concepción filistea incapaz de entender el lazo real entre relaciones de producción, forma de sociedad y de Estado, y aquellos que creen en ella llevan cuarenta años repitiéndonos machaconamente que "la experiencia rusa" no ha hecho más que confirmar el fundamento de los temores de Bakunin ante las tesis comunistas y mostrar el carácter profético de su crítica.
El comunismo no puede ser una «economía de Estado» por una simple razón: si la necesidad de instaurar su propio poder y su propio Estado se impone al proletariado como a todas las clases que le han precedido, se distingue esencialmente de ellas por una característica primordial: el proletariado no es ni puede ser una clase explotadora, sino todo lo contrario, es la primera clase llamada a abolir toda división de la sociedad en clases, y al mismo tiempo, toda opresión de clase. En la cuestión de Estado, esta característica tiene una consecuencia capital: el Estado del proletariado no puede ser más que un Estado transitorio, ya que en la medida que realice sus tareas, es decir, que haga desaparecer progresivamente las clases y su oposición, hará desaparecer al mismo tiempo las condiciones que sirven de base a la existencia del Estado político y que son una necesidad para que la clase dominante pueda tener a las otras clases sometidas. En el comunismo por lo tanto, el Estado y con el la autoridad política desaparecerán, es decir, las funciones públicas perderán su carácter político y se transformarán en simples funciones administrativas que velarán por los intereses de la sociedad (Engels, Polémica contra los anarquistas, citada por Lenin en El Estado y la Revolución).
De este Estado que «languidece», Lenin señala justamente que en un cierto grado de su languidez puede ser llamado un Estado no político. Esto significa que la sociedad comunista no será desprovista de toda administración, sino que la administración no tendrá ya un carácter opresivo, el carácter de clase que siempre ha revestido durante el pasado, siendo por el contrario una administración social en dos sentidos, pues por una parte ya no será el monopolio de un grupo social particular en el marco de una división entre trabajo manual y trabajo intelectual, pues esta división será superada, y por otra porque, sobre todo, se establecerá en función de las necesidades del conjunto de la sociedad, y no de una fracción de la misma. En estas condiciones, caracterizar al comunismo por la «propiedad del Estado» es algo sin sentido, porque la misma noción de «propiedad social» también lo es: en el momento en que toda la sociedad es dueña de sus condiciones de existencia y deja de estar desgarrada por antagonismos internos, de ningún modo aparece la «propiedad social», sino la abolición de la propiedad como hecho y por lo tanto como noción. ¿Cómo se define pues la propiedad, sino no es por la exclusión de otros del uso y del disfrute del objeto que se posee? En el momento en que nadie es excluido, ya no hay más propiedad ni propietario posible, y la "sociedad" menos que cualquier otro.
Todo esto trae consigo una consecuencia capital: allí donde el Estado es o por lo menos dice ser el propietario de lo que sea, se puede estar seguro de que no hay comunismo. Puede haber dos razones para esto: si dentro del camino que conduce al comunismo, todavía se está muy lejos del objetivo final, es decir que existe todavía un proletariado en lucha contra otras clases para franquear el paso a la economía social integral, que es su finalidad, y en este caso existe un Estado proletario animado por un partido revolucionario fácilmente reconocible por las medidas económicas que es susceptible de tomar, gracias a su doctrina y a la dirección de su acción tanto nacional como internacional. Tal es el caso del partido de Lenin nada más tomar el poder en Octubre, durante la guerra civil, e incluso en los primeros años de la NEP. La segunda razón, completamente opuesta, es que el Estado nacido proletario puede cambiar de función bajo la presión de clases enemigas y volver la espalda al objetivo comunista final: en este caso la propiedad estatal puede perpetuarse todavía durante mucho tiempo en tanto que propiedad capitalista, es decir, en tanto que potencia hostil no solamente al proletariado sino, en cierta medida, a la mayor parte de la sociedad. Tal es el caso del Estado estalinista y parcialmente post‑estalinista, pero entonces aparece toda la estupidez de la "lección" socialista de empresa de la contrarrevolución rusa, que define al comunismo por lo que no es – el Estado propietario – y que, contemplando al Estado propietario tal como ha existido y existe aún parcialmente en Rusia, exclama: ¡mirad a que monstruosidad ha conducido el comunismo! ¡pensad en lo que nos podríamos haber evitado si se hubiese seguido la vía de la libre asociación!
Todo lo que evoca de siniestro la palabra "estalinismo" en el espíritu
de la mayoría de nuestros contemporáneos, la espantosa miseria de Rusia
después de 1920, la draconiana legislación del trabajo que le fue impuesta,
el reino de la policía y la práctica del asesinato político erigidos
en principios, la revolución agraria «desde arriba» de los años
1927 y 1928 y sus terribles consecuencias, el «hambre de Stalin»
en 1932, las represiones en masa, la siniestra farsa de los procesos y
de las autoacusaciones delirantes de las víctimas, y, sobre todo, la odiosa
e inmutable letanía acerca de la marcha victoriosa de la URSS hacia el
comunismo liberador bajo la dirección de un gran partido y de su bien
amado jefe... Todo esto, absolutamente todo, tendría una explicación
de una simplicidad, de una comodidad verdaderamente mágica: la gestión
estatal, ó lo que viene a ser lo mismo: el reino incontrolado de
la burocracia. Pero entonces ¿la revolución que surge de la guerra,
el peso del campesinado ruso, la debilidad numérica del proletariado agravada
por la sangría de la guerra civil y de su incultura técnica, el bajo
nivel de cultura general, el peso de las tradiciones feudales de inercia
y de grosera brutalidad, el aislamiento del partido marxista proletario,
las condiciones internacionales, la tradición estatal bárbara del despotismo
asiático, las exigencias de la contrarrevolución política? Todo esto
no es más que hojarasca ante los ojos de los socialistas de empresa, hojarasca
que no les explica en lo más mínimo el significado de las dos palabras
mágicas, "gestión estatal" ó "burocracia incontrolada", debido a la
influencia insidiosa que ejercen sobre ellos las pamplinadas seculares
de Proudhon-Bakunin. ¿Dónde han creído percibir que allí en donde el
monstruo de la "gestión estatal" no reina como patrón los oprimidos puedan
controlar la marcha del terrible rodillo compresor de la acumulación capitalista
y de la dominación burguesa?
Contrariamente a todas las corrientes estudiadas con anterioridad, la que lleva el nombre de "trotskismo" tiene un origen comunista lejano en la Oposición de Izquierda que a partir de 1923 conduce contra el oportunismo surgido en el partido bolchevique, una lucha desigual que terminaría en su derrota política y su destrucción física en los años 1927 a 1938. Hoy, es decir, treinta o mas bien cuarenta años después de esta terrible derrota, este origen se ha hecho irreconocible en el movimiento que continuaría llevando el nombre del dirigente de la Oposición, Leon Trotski, teórico de la Revolución permanente, fundador del Ejército Rojo, combatiente vencido tras luchas por el «enderezamiento» de la Internacional Comunista, del poder soviético y del partido bolchevique y, finalmente, fundador equivocado de lo que el creyó la IV Internacional. Sin doctrina y sin lazos con la clase obrera, el "trotskismo" de hoy se reduce a un amasijo de pequeñas sectas en las que sus posiciones se contradicen entre sí en mil puntos (y además algunas se preocupan muy poco de cuestiones teóricas), pero que poco o mucho comparten esta curiosa posición, que se engloba dentro de los mas extraños productos de la ausencia de principios y del empirismo, según la cual la URSS y su bloque serían socialistas, pero necesitarían una revolución política destinada a restablecer la democracia obrera.
La "lección" que surgiría de esta incómoda plataforma, si al menos el "trotskismo" se atreviese a formular generalizaciones teóricas, podría formularse así: la nacionalización de los medios de producción por el Partido del proletariado al poder definitivo conduce a un régimen socialista en tanto que dicha nacionalización queda en vigor. Pero este socialismo no es completo en tanto no viene acompañado de la democracia política y de la «participación obrera» en los «asuntos económicos» del poder. Todo lo que subsiste del comunismo aquí es la idea la necesidad de la Revolución violenta, pero por lo demás es un retorno a las dos desviaciones estudiadas con anterioridad: el socialdemocratismo y el «socialismo de empresa». Esta idea permanece tan nebulosa que, con sus cuarenta años de existencia, el "trotskismo" no ha sabido trazar la más mínima línea de conducta no sólo firme, sino simplemente sensata para reorganizar a las fuerzas revolucionarias.
No puede negarse que existe dentro de este monstruo doctrinal por una parte esta curiosidad de la historia que causará asombro a las futuras generaciones si llegan a conocerlo, y por otra parte que existe cierto lazo entre aquella y las posiciones adoptadas sucesivamente por Trotski y la Oposición, lazo constituido por la adhesión de los "trotskistas" actuales no a sus auténticas enseñanzas revolucionarias, sino a sus errores ó a sus posiciones más débiles. Esto significa que, si bien Trotski no está exento de responsabilidad en la formación de la "doctrina" desigual que lleva su nombre, estuvo, en tanto que comunista auténtico, muy lejos y muy por encima de ella.
Es un hecho que, al igual que se hacía todavía en su generación, Trotski y Lenin no consideraron evitar el antiguo término de «democracia obrera». No es este el lugar para examinar las razones históricas de este hecho. Nos contentaremos con recordar que los marxistas de la izquierda italiana, más jóvenes que los bolcheviques y los espartaquistas, pusieron en guardia a la Internacional Comunista contra esta terminología equívoca, en particular en un artículo clásico de Rassegna Comunista (febrero 1922): «El uso de ciertos términos en la exposición de los principios del comunismo engendra muy frecuentemente equívocos como consecuencia de los diferentes sentidos que se les puede dar. Tal es el caso de la palabras Democracia y Democrático. En sus afirmaciones de principio el comunismo marxista se presenta como una crítica y una negación de la democracia. No obstante, los comunistas defienden frecuentemente el carácter democrático de las organizaciones proletarias y la aplicación de la democracia en su seno. Evidentemente no hay ninguna contradicción: no se puede objetar nada al dilema democracia burguesa ó democracia proletaria en tanto que equivalente de democracia burguesa ó dictadura del proletariado (...pero) sería deseable el uso de un término distinto con el fin de evitar los equívocos y de no revalorizar el concepto de democracia. Incluso si se renuncia a él será útil profundizar el contenido mismo del principio democrático, no solamente en su acepción general, sino en su aplicación particular en organizaciones homogéneas según el punto de vista de clase. Esto nos evitará erigir la democracia obrera en principio absoluto de verdad y justicia, y por lo tanto caer en un apriorismo a toda nuestra doctrina en el preciso momento en que nos esforzamos con nuestra crítica en despejar el terreno de la mentira y del arbitrio de las teorías liberales». Esta era la introducción de este artículo verdaderamente profético en lo que respecta a todo lo que el trotskismo ha hecho de las enseñanzas de Trotski. La conclusión no lo era menos, pues decía: «Los comunistas no tienen constituciones codificadas que proponer. Tienen un mundo de mentiras y de constituciones cristalizadas en el derecho y en la fuerza de la clase dominante a abatir. Saben que sólo un aparato revolucionario y totalitario de fuerza y de poder, sin exclusión de ningún medio, podrá impedir que los infames residuos de una época de barbarie resurjan y que, ávido de venganza y de servidumbre, el monstruo del privilegio social levante la cabeza, lanzando por milésima vez el mentiroso grito de ¡Libertad!».
DeDe la misma forma que es un hecho que el partido bolchevique ha hecho un cierto uso del mecanismo democrático formal en su vida interna, y las dramáticas sesiones del Comité Central, en las cuales las grandes decisiones de la Revolución (cuestión de la insurrección, de las negociaciones de Brest-Litovsk y de la prosecución ó final de la guerra, de la NEP) fueron tomadas "por mayoría de voces", están en la memoria de todos. Deducir de esto como hacen los "trotskistas" que Trotski y Lenin eran "demócratas" (es el caso de Pierre Broue, autor de una historia del partido bolchevique que no parece haber sido escrita más que con ese objetivo), contrariamente a Stalin que no fue más que un "tirano", es hacer un contrasentido grosero sobre su obra, y en cualquier caso hacen gala de un celo más que sospechoso a la hora de defenderles contra la acusación de los peores burgueses y oportunistas, según la cual ellos habrían abierto el paso al estalinismo usando la dictadura. Los verdaderos comunistas desdeñan estas afirmaciones del enemigo de clase, y no se prestan a edulcorar la figura de los grandes revolucionarios del pasado para hacerla más simpática ó más tolerable al diletantismo "progresista".
Igualmente, es dejar realmente de lado lo esencial, o peor, callarlo por consideración oportunista, pretender caracterizar el cruel contraste que opone al partido de Lenin y al de Stalin (los dos nombres vienen a designar dos fases históricas) diciendo que el primero funcionaba "democráticamente", y el segundo no. La oposición es una oposición de sustancia, en la cual el famoso «modo de funcionamiento» que tanto preocupa a los filisteos no es más que su expresión. Según esto, esta oposición es tal que, si hay funcionamiento democrático en el sentido propio del término en algún sitio, lo es claramente en el partido de la degeneración estalinista, y no en el partido bolchevique en tiempos de Lenin. Este último es efectivamente un partido de clase, un partido revolucionario que obedece a un cuerpo de doctrina definido – el marxismo – que su núcleo dirigente ha restaurado y defendido contra el oportunismo. Naturalmente un partido así resiste a las fluctuaciones de opinión, a las cuales, al menos teóricamente, deben obedecer los partidos democráticos; naturalmente lo que dirige la acción de un partido así es su programa y nunca la "opinión" de sus miembros. La función capital del núcleo dirigente le viene de la historia real del partido y de las selecciones sucesivas que se llevan cabo en él (eliminación progresiva de los dirigentes impropios para las tareas del partido o simplemente inciertos, o por el contrario reunión de elementos en un tiempo descarriados, como por ejemplo el caso de Trotski).
Esta función no viene delegada por "libre elección" individual, como quiere la mitología democrática, ni por los medios que esta última usa invariablemente, y que son la propaganda a favor o contra los individuos, llegando hasta la apología embustera por una parte y la difamación por otra. Lo que un partido así busca es una continuidad de acción que no se da sin una cierta estabilidad de la dirección, que no viene dada en absoluto por la libertad individual de sus miembros, como sucede en los partidos democráticos con una conducta fluctuante ya que no se obedece a ningún principio, y con una dirección cambiante, porque la función dirigente está sometida al favor electoral. No sólo no puede ser llamado "democrático", sino que además todas sus características positivas prueban la mentira de los postulados democráticos y su inadecuación para cumplir las tareas revolucionarias. En estas condiciones la práctica del voto y del recuento de voces no es más que un simple uso de un mecanismo cómodo, nada más.
Muy lejos de ser una "garantía", el recurso a tales formas no se explica más que por una relativa inmadurez. Un partido dotado con un máximo de experiencia histórica y con una máxima cohesión no es tan susceptible de presentar – incluso en las cuestiones prácticas – esas violentas oposiciones que el partido bolchevique conoció y que no podía dejar de conocer, a caballo como estaba de la última revolución democrática y la primera revolución socialista de Europa. Es cierto que nunca una decisión importante (la firma de la paz en 1919, por ejemplo, ó el cese de la guerra contra Polonia) ha dependido en realidad del plácido recuento de las opiniones de los miembros del C.C.: una vez concedido a las exigencias de unidad y armonía internas del partido lo que le debía ser concedido por medio de lo que Lenin llamaba «la legalidad del partido», nunca se vio a ningún jefe bolchevique – en especial Lenin – renunciar a la luchas más enérgica contra sus propios camaradas cuando la suerte de la revolución estaba en juego. Que esta lucha haya sido leal y abierta, que haya dado el visto bueno a las soluciones y posiciones propuestas, y no a las personas, que su puesto en el partido haya sido asegurado a todos los militantes que querían continuar militando en sus filas incluso después de las crisis más graves (por ejemplo Zinoviev y Kamenev, que habían roto la disciplina de partido sobre la cuestión crucial de la insurrección), que no se haya tenido ninguna duda en aceptar en el partido a revolucionarios probados como Trotski y a algunos de sus camaradas cuando renunciaron a errores pasados y que, durante el período que la Revolución mantuvo su impulso inicial, no pensó nunca en utilizar contra los miembros del Partido la sanción de Estado, ó peor, la fuerza policial, es cierto, y son otros tantos aspectos que distinguen al partido de Lenin y al de Stalin. Ver en esto una característica democrática es abusar de los términos, conceder a la democracia unas virtudes que no posee en lo más mínimo, haciendo gala de una buena dosis de estupidez.
Toda esta práctica de partido es muy superior a la página corriente de los partidos electoralistas precisamente porque para ser lo que es, no ha tenido más que ser comunista, y no conformarse nunca con el respeto al individuo que el democratismo burgués pregona como uno de sus principios más queridos y por el cual los "trotskistas" alaban al partido bolchevique en tiempos de Lenin, de igual forma que denuncian el régimen de maniobras, de terror y de violencia en tiempos de Stalin. La práctica bolchevique por una parte y la práctica estalinista por otra prueban todo lo contrario de lo que pretende el trotskismo degenerado y de lo que ve el democratismo vulgar. La primera muestra de manera clara que la proclamación de fines colectivos y de clase y la negación de principio de la ideología burguesa de libertad no traen consigo ese famoso «aplastamiento del individuo» que los burgueses han reprochado siempre al marxismo con su estupidez habitual. La razón de esto es simple: como todas las relaciones dignas de consideración, la relación entre el individuo y la colectividad de la cual forma parte no depende de las ficciones del derecho, sino de la naturaleza misma de esta colectividad.
Por lo que concierne al partido revolucionario, éste no se opone ni puede oponerse como un todo a cada uno de sus miembros considerado individualmente: por el contrario, el partido no existe más que si existen militantes que han conseguido coordinar sus esfuerzos con el máximo de eficacia para alcanzar un fin común; inversamente, cada uno de esos militantes no existe como tal más que en tanto es un elemento del todo. Muy lejos de oprimir, ó peor, de aplastar al individuo, el partido no es finalmente más que el uso racional de una serie de esfuerzos individuales que fuera de él no solamente se perderían, sino que incluso no habrían nacido; si por lo tanto (para responder a los demócratas y no porque esto nos importe a nosotros) hay que definir la relación entre el individuo y la colectividad en un partido que niega por principio el individualismo burgués y las garantías democráticas, es necesario decir que es precisamente en él y por él como el individuo se desembaraza de la soberanía puramente ficticia a la cual le condena el democratismo para convertirse en una fuerza real, en los límites del determinismo, claro está.
¿Qué sucede por el contrario en el partido estalinista? El trotskismo degenerado, a remolque del democratismo vulgar, deplora que se hayan suprimido para los militantes las famosas "garantías" del habeas corpus y que en lugar de asegurarles la libertad de expresión se les haya sometido a una dictadura. ¡Claro que se trata de esto! El partido llamado "estalinista" es el partido bolchevique en un cierto momento de su existencia histórica que puede caracterizarse así: tiene tras de sí una gran victoria revolucionaria, pero ha perdido su élite obrera en la guerra civil y se encuentra situado ante tareas para las cuales no solamente no está preparado, sino que a decir verdad, tampoco está hecho para ellas, ya que se trataba de administrar según sanos principios burgueses una economía desorganizada por el sabotaje y la fuga de los burgueses, ya que en este caso los principios diferentes y opuestos de la gestión socialista eran inaplicables. En el marco de Rusia lo que está en juego, aparte de la continuidad política revolucionaria, es el levantamiento económico ó la muerte, la reconstrucción ó la caída en las peores convulsiones sociales con la amenaza del peor terror blanco.
De todo esto resulta un cambio completo de la composición del partido al mismo tiempo que de su mentalidad, el practicismo inmediatista tiende fatalmente a llevarlo por encima de la preocupación por el rigor teórico y la fidelidad a los principios en el momento en que semejantes condiciones ejercen su presión. Entiéndase bien, fue el practicismo inmediatista quien debía llevarle finalmente, puesto que no le vino ninguna ayuda desde fuera (es decir, de la Internacional) al partido ruso. Pero el no podía hacerlo simplemente arrojando por la borda todas las tradiciones y los recuerdos del pasado; pero, como era por naturaleza su viva negación, sólo le quedaba una salida: por una parte, hacer alarde de una continuidad política y teórica que no habría resistido el menor examen por poco serio que fuese, si hubiese sido posible, y por otra parte librarse de la resistencia de los revolucionarios a este «nuevo curso», haciendo precisamente un llamamiento a la opinión, a la conciencia, a los sentimientos de este partido en una cierta medida nuevo en que se había convertido el partido bolchevique. Resumiendo, oponiendo la autoridad soberana de la mayoría democrática a la única autoridad que tanto Lenin y los bolcheviques reconocían hacía poco: la de los principios comunistas, de la doctrina comunista, del programa comunista.
Lo que, en esta fase, aparecía ante los ojos de los verdaderos marxistas como mil veces mas innoble que las sanciones (destitución, exclusión, prisión, deportación y mas tarde masacre a secas), es precisamente esta explotación hecha por el estalinismo de la legalidad democrática, de la regla puramente formal, mentirosa, mixtificadora de la soberanía de la mayoría, es decir de esta odiosa ficción que, a escala de toda la sociedad, sirve desde hace más de cien años a la burguesía no para «asegurar la libertad del individuo», como ella pretende, sino para aplastar al proletariado y a la revolución. El hecho de que la alteración del partido no haya con frecuencia bastado para procurarle esa mayoría a la fracción de Stalin, que esta haya debido "prepararla" mediante manipulaciones, campañas, maniobras adecuadas, no prueba en lo más mínimo que el partido estalinista no haya sido «verdaderamente democrático», sino que el abandono de la práctica comunista que se basa enteramente en el esfuerzo colectivo para conformar la acción colectiva con los fines revolucionarios y por lo tanto con la doctrina común, y el paso a la práctica democrática, que no aspira más que a obtener mayorías, trae consigo necesariamente el retorno de todas las taras de la vida política burguesa. El partido estalinista fue realmente democrático, no solamente por su recurso a la ficción democrática desenmascarada desde hace más de un siglo por el marxismo, sino por la infamia de toda su vida interior.
En 1923 Trotski escribía su Nuevo Curso, haciendo un llamamiento a sanear el régimen interior, no ignorando nada de esto, y lo que el exigía, como veremos mas adelante, no eran «garantías democráticas», sino el retorno a la vida normal de un partido revolucionario. Independientemente de las posiciones que en la época de su declive personal y del lenguaje que tanto él, como el Partido, como la Internacional emplearon – hemos visto anteriormente que nuestra corriente intenta depurar este lenguaje de sus términos equívocos – Trotski estaba absolutamente limpio de ilusiones y de formalismos democráticos, no menos que Lenin. Evidentemente no se puede citar todo, y bastarán tres referencias.
En Las enseñanzas de la Comuna de París muestra, haciendo un paralelo entre la Comuna y la Revolución rusa, toda la superioridad de la organización de Partido, y la insuficiencia del principio electivo para dotar al proletariado de una dirección política y militar capaz de alcanzar la victoria. Citemos: «ElEl Comité Central de la Guardia Nacional – ya sabemos que papel jugó en la Comuna – era de hecho un consejo de los delegados de los obreros armados y de los pequeños burgueses (...) Dicho consejo, elegido inmediatamente por las masas revolucionarias, puede ser un brillante aparato de acción. Pero al mismo tiempo refleja tanto los lados débiles como los lados fuertes de las masas, y mucho más refleja los lados débiles que los fuertes». Después de haber mostrado «que en el mismo momento en que su responsabilidad era inmensa» – el Gobierno había huido a Versalles – la Guardia Nacional, democráticamente constituida «se declaró desligada de toda responsabilidad», y en lugar de actuar revolucionariamente «inventó elecciones legales a la Comuna», mostrando Trotski que «esta pasividad y esta falta de decisión se apoyaron sobre el principio sagrado de la federación y de la autonomía», que reflejaban bien «el lado incontestablemente débil de una fracción del proletariado francés de entonces, la actitud hostil respecto a la organización central, herencia del ideal pequeño-burgués de autonomía». Es pues partiendo de los hechos como Trotski demuestra la superioridad de una organización «qque se apoya en un pasado histórico y prevé teóricamente la vía del desarrollo», una organización que no sea «un aparato para uso de las prácticas parlamentarias, sino el proletariado organizado y templado por la experiencia», es decir, la superioridad del partido obrero sobre toda forma electiva de organización obrera que, precisamente a causa de su ligazón directa con las masas, no puede dejar de reflejar todos los lados débiles.
Pasando de la cuestión política a la cuestión militar, la crítica de Trotski a la concepción democrática de la lucha proletaria se endurece aún más: para librar, decía, «a la Guardia nacional del mando contrarrevolucionario, la elegibilidad era el mejor medio, pues la mayor parte de la Guardia nacional se componía de obreros y de pequeños burgueses revolucionarios». Y, añadía, esta «reivindicación de la elegibilidad no estaba destinada a dotar de un buen mando al ejército, sino (solamente) a librarlo de oficiales al servicio de la burguesía», y explicaba sobre la base de su propia experiencia revolucionaria como fundador del Ejército Rojo: «La elegibilidad del mando es bastante débil la mayoría de las veces a nivel técnico. Una vez que el ejército se ha librado del antiguo mando es necesario darle un mando revolucionario capaz de cumplir con su deber. Por lo tanto, esta tarea no puede ser llevada a cabo con el simple mecanismo de la elegibilidad. La elegibilidad es un fetiche, no es una panacea universal, una poderosa dirección por parte del partido es indispensable». He aquí una lección de la experiencia revolucionaria, un principio comunista que, para un "trotskista" actual se ha convertido en letra muerta.
En Terrorismo y Comunismo encontramos igualmente esta brillante refutación de las críticas que los defensores trasnochados de la «democracia obrera» dirigían ya a la «dictadura del partido bolchevique»:
«Se nos ha acusado muchas veces de haber sustituido la dictadura de los Soviets por la del Partido. Y sin embargo se puede afirmar sin riesgo a equivocarse que la dictadura de los Soviets no ha sido posible más que gracias a la dictadura del Partido. Gracias a la claridad de sus ideas técnicas, gracias a su fuerte organización revolucionaria, el Partido ha asegurado a los Soviets la posibilidad de transformarse de informes parlamentos obreros en un aparato de dominio en manos de los trabajadores. En esta sustitución del poder de la clase obrera por el poder del partido no hay nada de fortuito y, en el fondo, en realidad no hay ninguna sustitución. Los comunistas expresan los intereses fundamentales de la clase obrera. Es del todo natural que en una época que pone esos intereses en el orden del día en toda su extensión, los comunistas lleguen a ser los representantes declarados de la clase obrera en su totalidad ¿Pero quien os garantiza, nos preguntan algunos con malicia, que sea precisamente vuestro Partido el que expresa las exigencias del desarrollo histórico? Suprimiendo arrojando a las sombras a los demás partidos os habéis librado de su rivalidad política, emulativa, y por lo tanto habéis prescindido de la posibilidad de verificar vuestra línea de conducta. Esta consideración está dictada por una idea puramente liberal de la marcha de la revolución. En una época en la cual todos los antagonismos se declaran abiertamente, donde la lucha política se transforma rápidamente en guerra civil, el Partido dirigente tiene para verificar su línea de conducta muchos materiales en la mano y criterios, independientemente de la posible tirada de periódicos (de sus adversarios). En cualquier caso, nuestra tarea no consiste en evaluar a cada minuto mediante una estadística la importancia de los grupos que representan cada tendencia, sino en asegurar la victoria de... la tendencia de la dictadura proletaria, y en hallar durante la marcha de esta dictadura, en los diversos roces que se oponen al buen funcionamiento de su mecanismo interior, un criterio que sirva para verificar el valor de nuestros actos».Aunque en 1936, en la Revolución Traicionada, Trotski volverá a su vez a reivindicar desgraciadamente la «democracia soviética» contra la «dictadura estalinista», justificando su resbalón con una banalidad indigna de él y del marxismo: «Todo es relativo en este mundo en el cual lo único permanente es el cambio». Pero treinta años después, los discípulos de su declive aún no se han percatado de esto.
El tercer escrito, «¿Es verosímil la conversión de los Soviets a la democracia?» (1929), presenta el interés de ser posterior a la derrota de la Oposición rusa. Entonces, la lucha de Trotski contra el estalinismo ya se había salido de los raíles de los principios e incluso de la realidad histórica, pero el gran revolucionario no había olvidado aún, como se verá, nada de la crítica marxista al democratismo.
«Si el poder soviético lucha con enormes dificultades, si la crisis (...) de la dictadura se acentúa cada vez más, si el peligro bonapartista no ha sido descartado ¿no es mejor orientarse hacia la democracia? Esta cuestión abierta o sobreentendida en una cantidad de artículos dedicados a los últimos acontecimientos acaecidos en la URSS. Yo no juzgo aquí que es mejor y que no. Intento poner claro lo que dimana de la lógica objetiva del desarrollo. Y llego a la deducción de que no hay nada menos creíble que la conversión de los Soviets en democracia parlamentaria ó, más exactamente, esta conversión es absolutamente imposible».En 1929, Trotski responde a sus adversarios socialdemócratas que, aunque se pudiese desear, el retorno de la URSS a la democracia parlamentaria está históricamente excluido. En 1936 hará de ese retorno la reivindicación política central de la Oposición para la URSS. Nuestra tesis de Partido es que, haciendo esto, Trotski ha resbalado desde el terreno del comunismo hacia el de la socialdemocracia. Por lo tanto es capital mostrar que la justa crítica que hacía en 1929 a sus adversarios socialdemócratas es válida completamente contra él desde 1936, y contra sus "discípulos" de 1968.
Las razones invocadas por Trotski son de dos órdenes: razones internacionales y generales, razones específicamente rusas, naturalmente ligadas entre ellas. Veamos primero las razones internacionales:
«Para expresar más claramente mi idea debo descartar los límites geográficos y bastará con recordar algunas tendencias del desarrollo político de Europa desde la guerra, que ha sido no un episodio, sino el prólogo sangriento de la nueva época. Casi todos los dirigentes de la guerra están aún vivos. La mayoría de ellos han dicho... que ésta era la última guerra y que después de ella vendría el reino de la democracia y de la paz... Ahora, ni uno sólo de entre ellos se atrevería a pronunciar estas palabras ¿Por qué? Porque la guerra nos ha conducido a una época de grandes tensiones, de grandes luchas, con la perspectiva de nuevas guerras. Por los raíles de la dominación universal, en el momento actual, se precipitan, uno sobre otro, poderosos trenes. No se puede medir nuestra época a la sombra del siglo XIX, que fue el siglo de la extensión de la democracia por excelencia [subrayado por nosotros]. El siglo XX, bajo numerosas perspectivas, se distinguirá mucho más del siglo XIX que lo que se distingue la historia moderna de la Edad Media (...) Por analogía con la electrotécnica, la democracia puede ser definida como un sistema de conmutadores y aislantes contra las corrientes demasiado fuertes de la lucha nacional ó social. No hay en la historia humana una época tan saturada de antagonismos como la nuestra (...) Bajo la alta tensión de las contradicciones de clase e internacionales, los conmutadores de la democracia se funden y saltan en pedazos. Tales son los cortocircuitos de la dictadura. Los interruptores más débiles son los primeros en saltar evidentemente. Pero la fuerza de las contradicciones interiores y mundiales no disminuye, aumenta. Difícilmente tranquilizaría la constatación de que el proceso sólo afecta a la periferia del mundo capitalista. La gota empieza por el dedo pequeño de la mano ó por el dedo gordo del pie; pero una vez en marcha llega hasta el corazón».Bien visto y dicho. Nuestra tesis de partido es que el movimiento comunista debía extraer todas las consecuencias de esta realidad del siglo XX: no tenía ningún sentido implorar a la burguesía la conservación de los «conmutadores» de la democracia instalados contra nosotros desde siempre, pero que eran ya inútiles para ella; era necesario que la hiciésemos saltar nosotros mismos, con la corriente de alta tensión de la Revolución proletaria. El centro moscovita de la Internacional comunista no supo extraer todas estas consecuencias, incluyendo a Trotski. Y es una de las razones que arruinaron esta Internacional. Pero es el mismo error aplicado esta vez a la lucha contra Stalin, y no contra Mussolini ó Hitler, lo que hizo de la IV Internacional de Trotski un organismo nacido muerto.
Veamos ahora las razones mas específicamente rusas por las cuales Trotski considera imposible en 1929 el restablecimiento de una democracia parlamentaria en Rusia:
«Cuando se opone la democracia parlamentaria a los Soviets, se observa un sistema parlamentario particular, olvidando otro aspecto – por lo demás esencial – de la cuestión, que la revolución de Octubre de 1917 se ha revelado como la más grande revolución democrática de la historia humana. La confiscación de la propiedad de la tierra, la completa liquidación de las distinciones y privilegios de clase, la destrucción del aparato burocrático y militar zarista, la introducción de un igualitarismo nacional y del derecho de los pueblos a disponer de sí mismos, he aquí un trabajo esencialmente democrático que la Revolución de Febrero apenas ha tocado, dejándoselo casi en su totalidad a la Revolución de Octubre. Sólo la inconsistencia de la coalición liberal-socialista ha hecho posible la dictadura soviética, basada en la unión de los obreros, de los campesinos y de las nacionalidades oprimidas. Las razones que han impedido a nuestra débil y atrasada democracia cumplir su tarea histórica no le permitirán, incluso en el futuro, colocarse a la cabeza del país, pues en estos últimos tiempos los problemas y las dificultades se han hecho más grandes y la democracia más pequeña (...)El razonamiento marxista de Trotski está muy por encima de los razonamientos formales y abstractos de sus adversario socialdemócratas de 1929, pero también (conclusión que nos importa mucho más aquí) de sus "discípulos" de 1968 que no han hecho más que llevar hasta el absurdo su propio razonamiento abstracto y formal de 1936.
«El sistema soviético no es una simple forma de gobierno que se pueda comparar abstractamente con la democracia parlamentaria: esencialmente es la cuestión de la propiedad de tierra, de los bancos, de las minas, de las fábricas y de los ferrocarriles. No hay que olvidar estas "cosillas" embriagándose con lugares comunes sobre la democracia. Contra el retorno del terrateniente, el campesino, hoy como hace diez años, luchará hasta la última gota de su sangre (...) A decir verdad, el campesino toleraría más fácilmente el retorno del capitalista, pues la industria de Estado no ofrece hasta el presente a los campesinos más que productos manufacturados con unas condiciones menos ventajosas que las del comerciante de antaño (...) Pero el campesino recuerda que el propietario y el capitalista eran los dos hermanos gemelos del antiguo régimen (...) ¡El campesino comprende que el capitalista no volvería sólo, sino en compañía del propietario. Por esto no quiere ni a uno ni a otro; es la razón poderosa, si bien negativa, de la fuerza del régimen soviético. Es necesario llamar a las cosas por su nombre. No se trata de la introducción de una democracia incorpórea, sino del retorno de Rusia a la vía del capitalismo. ¿Pero, que sería la segunda edición del capitalismo ruso? Durante estos últimos quince años la imagen del mundo se ha transformado profundamente. Los fuertes se han hecho infinitamente más fuertes, los débiles son incomparablemente más débiles. La lucha por la supremacía mundial ha adquirido unas proporciones gigantescas. Las etapas de esta lucha se han desarrollado sobre los huesos de las naciones débiles y atrasadas. La Rusia capitalista no podría en el momento actual ocupar en el sistema mundial ni siquiera la situación de tercer orden a la cual había predestinado la marcha de la última guerra a la Rusia zarista. El capitalismo ruso sería ahora un capitalismo sojuzgado, un capitalismo medio colonizado, sin futuro. La Rusia Número Dos ocuparía hoy algún lugar situado entre la Rusia Número Uno y la India. El sistema soviético de industria nacionalizada y de monopolio del comercio exterior, a pesar de todas sus contradicciones y sus dificultades, es un sistema de protección para la independencia de la cultura y de la economía del país. Esto ha sido comprendido por numerosos demócratas que han sido atraídos junto al poder soviético no por el socialismo, sino por un patriotismo que había asimilado las lecciones elementales de la historia» (...)
«Un puñado de doctrinarios impotentes habría deseado una democracia sin capitalismo. Pero las fuerzas sociales serias, enemigas del régimen soviético, quieren un capitalismo sin democracia».
La lucha, dice Trotski justamente, es una lucha social y del desenlace de esta lucha social depende la forma política destinada a triunfar. La democracia parlamentaria ha sucumbido bajo los golpes de la Revolución democrática. Sus partidarios – aquellos que razonan en términos políticos y no sociales – no comprenden que desear su restablecimiento equivale a desear la liquidación de las conquistas de esta revolución democrática. «Las fuerzas sociales serias», es decir, las clases sociales desposeídas por la Revolución de Octubre, desearían, sin ninguna duda, liquidar esas conquistas para retornar al antiguo orden, pero está históricamente excluido que lo puedan hacer por medios democráticos. Incluso en 1929, el campesinado ruso no se dejaría despojar de la tierra sin una segunda guerra civil. ¿Dónde encontrarían las fuerzas desposeídas la fuerza necesaria para combatir a la casi totalidad de la población rusa? Trotski no lo dice aquí, pero lo sabe, pues es evidente: en los ejércitos de las potencias imperialistas que intervendrían otra vez contra Rusia derrotándola (igual que intervino la coalición europea contra la Francia napoleónica en la cual los Borbones nunca habrían podido reinstalarse sin su victoria sobre todo el pueblo francés). Pero entonces la forma política destinada a triunfar no sería el Parlamento nacional soñado por los «doctrinarios impotentes», sino, como diríamos hoy, una república fantoche del tipo de las que los EE.UU. mantienen en las regiones de Asia que controlan.
Las mismas razones que oponen a Trotski frente a los socialdemócratas le impiden aún, en 1929, poner su lucha contra Stalin bajo la bandera de la democracia soviética: Trotski sabe muy bien que sobre el terreno soviético se colocan tanto partidarios del socialismo como él, al igual que fuerzas que, sin ser en nada socialistas, no quieren el retorno de Rusia a un Estado de dependencia semi‑colonial ante la mirada del capitalismo occidental, y por lo tanto no quieren una restauración. Estas fuerzas son todas las capas no proletarias y enemigas del internacionalismo revolucionario, que fuera del Partido ó dentro de él aprueban la dirección estalinista por «patriotismo democrático que ha asimilado las lecciones elementales de la historia». Es este «ustrialovismo» – término que se deriva del nombre del emigrado Ustrialov, que fue el primero que predijo la conversión del Estado soviético en un Estado burgués ordinario, al que habría que apoyar – que Lenin fue el primero en denunciar y que, nacido en los medios más atentos de la emigración, se ha infiltrado en el Partido en el poder – Trotski no deja de denunciar este hecho – bajo la bandera del "socialismo en un solo país". Por lo que respecta a la democracia soviética, ese «conmutador», ese «aislante» previsto por los bolcheviques para impedir que la revolución se hundiese en una lucha estéril entre el proletariado socialista y el campesinado sub‑burgués, Trotski sabe bien que es la corriente de alta tensión de la guerra civil la que ha hecho que salte en pedazos, imponiendo la pura dictadura proletaria del comunismo de guerra, con sus requisas forzadas y su encuadramiento «autoritario» de los campesinos revolucionarios en el Ejército Rojo. ¡Al defensor de la dictadura bolchevique del proletariado, al autor del pasaje anteriormente citado de Terrorismo y Comunismo, que quedarán todavía largos años antes de que piense en invocarla contra el partido estalinista!
Hay de hecho tres fases en la larga lucha de Trotski como jefe de la Oposición. En la primera – bien ilustrada por el escrito de 1923 Nuevo Curso – – denuncia enérgicamente las anomalías del régimen interior del Partido y la política del Comité Central, intenta alertar al Partido sobre el peligro de degeneración que la política (internacional e interior) hace correr a la dictadura proletaria de la cual es el único garante. Pero lejos de presentarse como candidato a la dirección del partido, se mantiene un poco al margen, contentándose con rechazar las invenciones de la campaña que desde 1924 orquesta contra él el Comité Central, y al tiempo que escribe Nuevo Cursoi ignora aún la situación real que no le será revelada hasta 1925, cuando Kamenev y Zinoviev rompan con Stalin.
Aprovechando la enfermedad de Lenin un «Buro político secreto» había sido creado, del cual formaban parte todos los miembros del Buro Político oficial salvo Trotski. La finalidad de este complot era la de impedir que éste dirigiese el Partido. «Todas las cuestiones eran previamente decididas en este Buro Político clandestino cuyos miembros estaban unidos por una responsabilidad colectiva. Tomaron el compromiso de no polemizar entre ellos y, al mismo tiempo, de buscar todos los pretextos para intervenir» contra Trotski. «ExExistían en las organizaciones locales centros secretos análogos ligados al septumvirato de Moscú que mantenían una severa disciplina. La correspondencia se hacía mediante un lenguaje cifrado especial. Los funcionarios responsables del Partido y del Estado habían sido seleccionados sistemáticamente con este único criterio: contra Trotski (...) Los miembros del partido que hacían oír sus quejas contra esta política caían víctimas de ataques pérfidos originados por motivos que no tenían nada que ver con esto y frecuentemente inventados. Por el contrario, los elementos (...) que, en el curso del primer lustro del poder de los Soviets habían sido despiadadamente eliminados del Partido aseguraban su situación por una simple hostilidad contra Trotski. Desde finales de 1923 la misma tarea fue llevada a cabo en todos los partidos de la I.C. (...) Se seleccionó artificialmente no a los mejores, sino a aquellos que se adaptaban más fácilmente. Los dirigentes se convirtieron en deudores de su situación únicamente ante el aparato. Hacia finales de 1923, el Aparato estaba ganado en sus tres cuartas partes: era posible traspasar la lucha dentro de la masa. En otoño de 1923 y en otoño de 1924 la campaña contra Trotski comenzó: sus antiguas divergencias con Lenin, que databan no sólo de antes de la Revolución, sino también de antes de la guerra (...) fueron bruscamente presentadas, desfiguradas, exageradas y presentadas a la masa como una cuestión de ardiente actualidad. La masa fue atontada, desconcertada, intimidada. Mientras tanto el procedimiento de selección descendió a un grado todavía mas bajo. No fue posible ejercer el cargo de director de fábrica, de secretario de célula de taller, de presidente de Comité ejecutivo de distrito, de contable, de dactilógrafo sin presentar como referencia su antitrotskismo». Todas estas precisiones se encuentran en el artículo de L.Trotski ¿Cómo ha podido suceder esto?, Constantinopla, febrero 1929.
Dicho de otra forma, en la primera fase, responde como militante a la campaña parlamentaria lanzada contra él y que tenía el mismo objetivo que todas las campañas de este género: impedirle el camino al poder. A este respecto es necesario señalar que allí en donde la imbecilidad burguesa ha visto la prueba de las fechorías del "totalitarismo comunista" nuestra corriente ha reconocido las fechorías del principio electivo y de la democracia aplicada al órgano del Partido. El hecho de que la campaña haya estallado en el partido que autodenomina "comunista" se explica fácilmente por el hecho de que en la URSS no había Parlamento; ¿pero que es una lucha por el poder fundada sobre la concurrencia de los individuos y el desprecio hacia todos los principios, sino una lucha de tipo parlamentario?
En la segunda fase, Trotski no se limita sólo a defender las posiciones marxistas contra el revisionismo en el poder. Entra en la «vía de la reforma del régimen soviético», como él mismo dirá en la Revolución Traicionada para caracterizar la fase anterior a 1936. Debido a la ausencia de un Parlamento, esta lucha reformista no podía tomar la forma de una lucha para reemplazar legalmente a un gobierno, al que se juzgaba incapaz de mantener a la URSS en la vía del socialismo, por el mejor gobierno de la Oposición. En sustancia, se trata de esto. Para el socialista reformista, el «obstáculo» para la transformación socialista son las mayorías parlamentarias sostenedoras de los gobiernos burgueses. En la Oposición trotskista de entonces, este «obstáculo» » parece ser la mayoría que sostiene al Comité Central estalinista, ó mas bien el régimen interior del Partido que impide a la Oposición arrancar la mayoría al estalinismo. En realidad, en el primer caso, el obstáculo no es tal ó cual gobierno, sino la existencia del Estado burgués que debe ser destruido y no «reformadoi»; en el segundo caso, el obstáculo estaba en el Estado, en el poder de un partido en el cual la degeneración era irreversible y que muy lejos de ser la consecuencia del régimen interior era ella misma la causa de este régimen. Lo que impide al socialista vulgar señalar el verdadero obstáculo es que el no es revolucionario; lo que empuja al revolucionario Trotski a caer en un error reformista de cara al Estado soviético es su impotencia para delimitarse de forma completa del partido del «socialismo en un solo país». En esta fase, no obstante, sus posiciones guardan un último lazo con la tradición marxista: del Partido y sólo del Partido depende la suerte de la dictadura del proletariado. En la tercera fase, este último lazo se romperá. Del parlamentarismo revolucionario en el partido que había caracterizado a la fase precedente, Trotski pasará al parlamentarismo puro en la sociedad, es decir, a la reivindicación del restablecimiento de la libertad electoral en la URSS.
Para ilustrar la primera fase, nos referiremos al texto de 1923 citado anteriormente, Nuevo Curso. Si la terminología presenta ya la ambigüedad denunciada anteriormente – ver lo dicho más arriba respecto a la crítica de la Izquierda italiana sobre el uso de los términos «democracia» y «centralismo democrático» – al igual que la usada por el partido bolchevique, incluso en su buena época, el método no tiene nada de formal, pues Trotski ha estudiado el determinismo que, en las condiciones del poder, corre el riesgo de hacer perder al partido su naturaleza de fracción revolucionaria del proletariado y por consiguiente su función de partido de clase: «cuestión de las generaciones en el Partido, composición social», y sobre todo tareas estatales y administrativas. La alerta lanzada no concierne a la ausencia de libertad de los miembros del Partido, como sucede en la crítica socialdemócrata vulgar, sino a la alteración de las relaciones orgánicas entre centro y periferia, cúspide y base en el interior del partido, la alteración de las relaciones entre Partido y Estado y, para rematarlo todo, la alteración de la tradición real del partido al igual que su invocación puramente formal. Júzguese:
«Hay una cosa sobre la cual es necesario darse cuenta: la esencia de las disensiones y de las dificultades actuales no reside en el hecho de que los "secretarios" han forzado la situación en algunos aspectos y que es necesario llamarlos al orden, sino en el hecho de que el conjunto del partido se dispone a pasar a un estadio histórico más elevado (...) No se trata de romper los principios de organización del bolchevismo como algunos intentan hacer creer, sino de aplicarlos a las condiciones de la nueva etapa del partido». Se trata de la «etapa» definida por el desvanecimiento de las esperanzas puestas en la revolución alemana en octubre 1923, debido a la previsible prolongación del aislamiento de la URSS en el mundo, por una parte, y por la crisis económica interior a pesar de la sujeción aportada por la NEP, por otra parte. «Se trata ante todo de instaurar relaciones más sanas entre los antiguos cuadros y la mayoría de los miembros que han venido al Partido después de Octubre». «La preparación teórica, el temple revolucionario, la experiencia política representan nuestro capital fundamental cuyos principales detentadores son los antiguos cuadros del partido. Por otra parte, el partido es esencialmente una colectividad en la cual la orientación depende del pensamiento y de la voluntad de todos. Está claro que en el partido, en la complicada situación inmediatamente posterior a Octubre, el partido se abría camino mejor a medida que más utilizaba la experiencia acumulada por la antigua generación a cuyos representantes eran confiados los puestos más importantes de la organización. El resultado ha sido que, jugando el papel de director del partido y absorbida por las cuestiones administrativas la antigua generación (...) instaura preferentemente para la masa comunista métodos puramente escolares de participación en la vida política: cursos de instrucción política elemental, verificación de los conocimientos, escuelas del partido (...) De ahí el burocratismo del aparato, su aislamiento con relación a la masa, sus existencia aparte (...) El hecho de que el partido viva en dos pisos distintos trae consigo numerosos peligros (...) El principal peligro del "viejo curso", resultado de causas históricas generales al igual que de nuestras faltas particulares, es que el aparato manifiesta una tendencia progresiva a oponer a algunos millares de camaradas que forman los cuadros dirigentes al resto de la masa, la cual no es para ellos más que un medio de acción. Si este régimen persiste, corre el riesgo de provocar a la larga una degeneración del partido en sus dos polos, es decir, entre los jóvenes y entre los cuadros (...) En su desarrollo gradual, el burocratismo amenaza con separar a los dirigentes de la masa, con llevarles a concentrar su atención únicamente sobre las cuestiones administrativas, de nombramientos, amenaza también con estrechar su horizonte, con debilitar su sentido revolucionario, es decir, con provocar una degeneración más o menos oportunista de la vieja guardia, ó al menos de una parte considerable de la misma».Considerando a continuación la composición social del partido, Trotski señala:
«El proletariado realiza su dictadura por el Estado soviético. El partido comunista es el partido dirigente del proletariado y, en consecuencia, de su Estado. Toda la cuestión está en llevar a cabo este poder en la acción sin fundirlo en el aparato burocrático del Estado (...) Los comunistas se encuentran agrupados de una manera diferente según estén en el partido ó en el aparato del Estado. En este último están colocados jerárquicamente unos en relación a otros y a los sin‑partido. En el partido, todos son iguales en lo que concierne e la determinación de las tareas y de los métodos de trabajo fundamentales. En la dirección que ejerce sobre la economía, el partido debe tener en cuenta la experiencia, las observaciones, la opinión de todos sus miembros instalados en los diferentes grados de la administración económica. La ventaja esencial e incomparable de nuestro partido consiste en que puede, a cada instante, mirar la industria con los ojos del tornero comunista, del especialista comunista, del director comunista, del comerciante comunista, reunir la experiencia de estos trabajadores que se complementan los unos a los otros, en extraer los resultados y determinar así la línea de dirección de la economía en general y de cada empresa en particular. Está claro que esta dirección no puede realizarse más que sobre la base de la democracia viva y activa en el interior del partido».El término sirve aquí para designar relaciones opuestas a las que, en la sociedad, se derivan de la división social del trabajo y del antagonismo de clase; sujeción burocrática por una parte, pasividad o sorda resistencia por otra; mando y obediencia; «ciencia administrativa» e ignorancia, etc... todas esas cosas que, en el partido de clase, tienden a desaparecer en la medida en que, si bien no puede abstraerse completamente de las condiciones burguesas ambientales, es no obstante una asociación voluntaria de individuos que tienden a un objetivo común, y ese objetivo es precisamente la sociedad sin clases, sin división social del trabajo, y por lo tanto sin choque político ó incluso administrativo.
«Cuando, por el contrario, los métodos del aparato prevalecen, la dirección por el partido cede el puesto a la administración por los órganos ejecutivos (comité, buró, secretario, etc.). En esta concepción de la dirección, la principal superioridad del partido, su experiencia colectiva múltiple pasa al último lugar. La dirección toma un carácter de organización pura y degenera frecuentemente en mandato y en capricho. El aparato del partido entra cada vez más en los pormenores de las tareas del aparato soviético, vive de sus inquietudes cotidianas, se deja influenciar por él cada vez más y, ante los detalles pierde de vista las grandes líneas. Toda la práctica burocrática diaria del Estado soviético se infiltra así en el aparato del partido e introduce en él el burocratismo. El partido, en tanto que colectividad, no siente son poder, pues no lo realiza (...) De esto se derivan el descontento y la incomprensión,incluso en los casos en los que, justamente, este poder se ejerce. Pero este poder no puede mantener en línea recta más que no cayendo en detalles mezquinos y revistiendo un carácter sistemático, racional y colectivo. El burocratismo no sólo destruye la cohesión interna del partido, sino que debilita la acción necesaria de este último sobre el aparato estatal. Esto es lo que no distinguen en la mayoría de los casos aquellos que son los más ardientes a la hora de reclamar para el partido la función de dirigente en el Estado soviético».Por lo que respecta a los grupos y formaciones fraccionales, Trotski no reivindica en lo más mínimo el ridículo «derecho democrático» de formarlos. Pero considerándolos desde el punto de vista marxista como «anomalías amenazadoras», niega que sea posible prevenir su nacimiento ó favorecer su resurgimiento «mediante procesos puramente formales», haciendo notar que el régimen burocrático del partido era por el contrario una de las principales fuentes de fraccionalismo, acusando con razón a los defensores de la unidad puramente formal del partido de constituir ellos mismos la peor fracción, la «fracción burocrática conservadora» y terminaba diciendo de forma perfectamente correcta que la única manera de prevenir las fracciones era «una política justa adoptada a la situación real». De la misma forma, la Izquierda italiana había opuesto al «terrorismo ideológico» del estalinismo no los «derechos democrático» de los miembros del partido, sino la fidelidad del centro al patrimonio común de los principios que, de cumplirse, permite dirigir el partido con el mínimo de sobresaltos.
En todo esto no se observa ninguna elección democrática. Las anomalías de la vida del partido (comprendidas, en el último capítulo, las continuas referencias a Lenin y al leninismo, jalonando las peores manifestaciones de oportunismo) se presentan justamente caracterizadas, así como sus causas históricas: no «el ejercicio del poder» en general como pretenden los anarquistas, sino el ejercicio del poder en una sociedad profundamente heterogénea, puesto que entre el proletariado (demasiado débil y aún debilitado por la guerra civil) y el enorme campesinado no existía en absoluto esta identidad de intereses cotidianos y fundamentales en la cual parece creer la dirección del partido. La desviación auténticamente democrática que Trotski combate como marxista es la de «subestimar» el contraste de clase existente entre proletariado y campesinado y ahogado en la apología de la «nueva democracia», la democracia soviética. En una sociedad afligida entre otras cosas por un nivel cultural muy bajo y aislada del resto del mundo por la conjura capitalista. Nunca Trotski llegará ya, desgraciadamente, a esta altura crítica. Pero hasta el fatal deslizamiento de 1936, a pesar de todos sus errores, permanecerá fiel a la magnífica conclusión del Capítulo IV de Nuevo Curso:
«El instrumento histórico más importante para realizar nuestras tareas es el partido. Evidentemente, el Partido no puede desligarse de las condiciones sociales y culturales del país. Pero, como organización voluntaria de la vanguardia, de los elementos mejores, de los más activos, de los más conscientes de la clase obrera, puede mucho más que el aparato del Estado preservarse de los peligros del burocratismo. Por esto, debe ver claramente el peligro y combatirlo sin tregua».Cuando en la segunda fase Trotski pasa a la lucha por la «democratización del Partido» la socialdemocracia vio en ello, y no sin cierta razón, un paso de su adversario en su dirección. Indignado, Trotski replica estas alegaciones:
«Es un gran malentendido que no es muy difícil de aclarar. La socialdemocracia está por la restauración del capitalismo en Rusia. Pero no puede realizarse un cambio de vías semejante más que colocando en último término a la vanguardia proletaria. Para que la socialdemocracia apruebe la política económica de Stalin deberá reconciliarse con sus métodos políticos. Un verdadero pasaje al capitalismo no podría asegurarse más que con un poder dictatorial. Es ridículo exigir la restauración del capitalismo en Rusia y suspirar inmediatamente después por la democracia».El golpe era muy merecido, pero del hecho de que es ridículo anhelar después la democracia cuando se desea la restauración del capitalismo, no resultaba en lo más mínimo que dejase de serlo con la condición de luchar por el socialismo. Si un marxista del calibre de Trotski no se percató de esta objeción es porque a él le parecía muy evidente que el curso hacia el capitalismo pasaba por el aplastamiento de la vanguardia proletaria en el seno del mismo partido, la resistencia (igualmente dentro del partido) de esta vanguardia a su aplastamiento era la única expresión política posible de la resistencia a ese curso. A este razonamiento no le faltaba más que una "pequeña" condición para ser justo: que el curso hacia el capitalismo se quedase en una simple amenaza más o menos lejana, y que el adversario afrontado en el seno del partido no fuese precisamente la encarnación política del enemigo de clase, puesto que en ningún caso se puede combatir al enemigo de clase de forma pacífica, implorándole que respete la "legalidad", sea la que sea.
Estas son las razones por las cuales nuestra corriente siempre ha rechazado la táctica antifascista. Aunque sean accesibles a la inteligencia más mediana no fueron comprendidas por la Internacional que perseveró en esta vía absurda. En tanto que «táctica», a la lucha por la «democratización del partido» en la URSS merece exactamente la misma crítica que el pretendido «antifascismo proletario» practicado por la Internacional, como hemos visto anteriormente.
A diferencia de los infelices que pretender ser sus discípulos, Trotski percibía esto tan bien que en su Defensa de la URSS (1929) escribía:
«Sería donquijotismo – por no decir estúpido – luchar por la democracia en un partido que realiza el poder del enemigo (...) Para la Oposición, la lucha emprendida por la democracia dentro del partido no tiene sentido más que sobre la base de un reconocimiento de la dictadura del proletariado».Formulación ambigua quizás debida a una mala traducción, pero el sentido no tiene equívoco posible en el contexto: más que si se reconoce que la dictadura del proletariado existe en la URSS. Cosa que Trotski afirmaba con obstinación, contra toda evidencia.
El apasionado rechazo a reconocer que el proletariado está derrotado, que el partido nunca más conseguirá ser revolucionario es lo que caracteriza el "trotskismo" de la segunda fase. Las citas que se verán a continuación mostrarán con que carácter peligrosamente seductor (que no abandonará nunca más) ve la luz del día el oportunismo "trotskista". Veamos por ejemplo un extracto del discurso de Trotski ante la Comisión Central de Control, a la que compareció en junio 1927 bajo la acusación de haber infringido la disciplina del Partido «pronunciando discursos fraccionalistas» en la reciente sesión del Comité ejecutivo de la Internacional y de haber tomado parte en las manifestaciones a favor de Smilga, oposicionista exiliado en Siberia:
«¿Qué habéis hecho del bolchevismo? ¿De su autoridad, de la experiencia de la teoría de Marx y de Lenin? ¿Qué habéis hecho de todo esto en unos pocos años? (...) En las reuniones, sobre todo en las células obreras y campesinas se dice quien sabe que sobre la Oposición, se pregunta con que "recursos" cumple su "tarea" la oposición; los obreros, por ignorantes,por inconscientes ó bien atizados por vosotros (proceder auténticamente democrático puesto que especula acerca de la inconsciencia del proletario de filas) plantean estas preguntas ultra-reaccionarias. Y se encuentran oradores lo bastante flojos como para responder a estas cuestiones de una manera evasiva. Esta campaña inmunda, miserable, asquerosa, estalinista para abreviar, ¡es la que tendríais el deber de terminar – si fueseis realmente una Comisión central de Control!».Al estalinista Soltz quien, reprochándole la declaración oposicionista de los 83 le habría dicho: «¿Adonde conduce pues? ¿Conocéis la historia de la Revolución francesa, y en que desembocó esto? En los arrestos y en la guillotina», Trotski le responde en este discurso:
«Es necesario refrescar a toda costa nuestros conocimientos sobre la Revolución francesa. Durante la revolución francesa se guillotinó a un montón de gente. Nosotros también hemos fusilado a muchos. Pero la revolución francesa comprendió dos grandes capítulos, de los cuales uno se desarrolla así (curva ascendente) y el otro así (curva descendente) (...) Mientras que el capítulo se inserta en la curva ascendente, los jacobinos franceses, los bolcheviques de entonces, guillotinaban a los realistas y a los girondinos. Nosotros hemos conocido este episodio ya que nosotros, oposicionistas, hemos fusilado con vosotros a los guardias blancos y a los girondinos. Después un nuevo capítulo se abrió en Francia cuando (...) los termidorianos y los bonapartistas, los jacobinos de derechas, se dedicaban a perseguir y a fusilar a los jacobinos de izquierda, los bolcheviques de entonces (...) No hay ni uno sólo de nosotros a quien le asusten los fusilamientos. Todos nosotros somos viejos revolucionarios. Pero es necesario saber a quien fusilar y en que contexto. Cuando hemos fusilado, sabíamos pertinentemente en que contexto nos encontrábamos. ¿Pero hoy, comprendéis claramente dentro de que contexto os disponéis a fusilarnos? Me temo que os disponéis a fusilarnos (...) en el contexto de Thermidor (...) Es ciertamente necesario instruirse con las enseñanzas de la revolución francesa. ¿Pero es entonces necesario repetirla?».Lo que se refleja, claro como el día, en estos pasajes es la contrarrevolución «ustrialovista» en curso, pero Trotski continúa hablando a agentes estalinistas, a pesar de la violencia de su lucha, con el lenguaje de un camarada de partido. La violencia no debe disimular que la reivindicación de «democratización del partido» no es más que una aplicación particular de la táctica del frente único tan querida por los bolcheviques (Trotski incluido). Sin frente único político con los «ustrialovistas» del Partido, la ruptura organizativa habría sido inevitable; pero, desde el momento en que Trotski rechazaba esta ruptura, precisamente porque él juzgaba al frente único como no solamente posible, sino necesario este frente político se traducía fatalmente en términos de organización, las dos corrientes pertenecían formalmente al mismo partido.
EEl porqué es otra cuestión que veremos más adelante. La cuestión no es solamente táctica como en el frente único con la socialdemocracia, sobre la cual todos los comunistas reconocían su función contrarrevolucionaria; para el estalinismo, su función contrarrevolucionaria es también evidente, si se plantea la cuestión en términos de lucha internacional de clase. Pero en el cuadro nacional ruso (del cual ningún revolucionario ruso se podría abstraer puesto que es este marco es donde el proletariado ruso había tomado el poder y debía momentáneamente disputárselo al enemigo) no era tan fácil de descifrar, puesto que el régimen estalinista era indudablemente el heredero de la revolución democrática contenida en la revolución doble de 1917 y, al mismo tiempo, un baluarte contra la eventual restauración del régimen de la Constituyente, es decir, de la Rusia anterior a la revolución democrática. Pero esto no cambia estrictamente para nada el hecho de que, en tanto que táctica, el frente único político con el «ustrialovismo» estalinista implicado en la lucha por la «democratización del partido» era tan oportunista como lo era a escala internacional el frente único político con la socialdemocracia, y debía conducir a los mismos efectos desastrosos.
Si el lector tiene necesidad de convencerse de la realidad de este frentismo (acompañado además de una fatal obcecación de Trotski sobre la frontera de clase que separaba desde 1927 su corriente de la del nacional-comunismo) bastará con leer este pasaje del mismo discurso de junio 1927 citado anteriormente que, después de cuarenta años, no puede más que provocar cólera y desesperación a cualquier revolucionario marxista, mientras que, en su inconsciencia infinita, el "trotskismo" contemporáneo admira beatíficamente:
«Si viviésemos en las condiciones de antes de la guerra imperialista, de antes de la revolución, en las condiciones de una acumulación relativamente lenta de los antagonismos, yo creo que la escisión sería infinitamente más probable que el mantenimiento de la unidad. Pero hoy la situación es diferente. Nuestras divergencias de puntos de vista se han agravado singularmente, los antagonismos han aumentado enormemente (...) Pero al mismo tiempo, tenemos, en primer lugar, un inmenso potencial revolucionario concentrado en el partido, una inmensa riqueza de experiencia concentrada en los trabajos de Lenin, en el programa y en las tradiciones del partido. Hemos desperdiciado una buena parte de ese capital (...) pero aún nos queda mucho oro puro. En segundo lugar, el período actual es un período histórico de giros bruscos, de acontecimientos gigantescos, de lecciones colosales por las cuales es necesario y posible instruirse. Hechos grandiosos se han producido permitiendo verificar las dos líneas políticas que se enfrentan. El partido puede facilitar ó estorbar el conocimiento de estas lecciones y su asimilación. Vosotros lo estorbáis» (NdR: Somos nosotros los que subrayamos este trágico eufemismo con el cual Trotski pretende definir la obra de liquidación del partido de clase que el nacional-comunismo estaba realizando).Esta extraña conclusión tiene al menos el mérito de explicarnos el secreto del frentismo político de Trotski: frente a la amenaza de restauración del régimen anterior a la revolución de 1917, históricamente realizable (como hemos visto anteriormente) mediante la intervención imperialista extranjera, amenaza que persigue tanto a los nacional-comunistas como a los internacionalistas proletarios y que les perseguirá hasta el final, los «ustrialovistas» del Partido (en otros términos, el nacional-comunismo estalinista) no pueden, cree él, prescindir de los internacionalistas proletarios al igual que estos no pueden prescindir de los «ustrialovistas». Esta es la loca ilusión que se encuentra en la base de la política de «democratización del partido».
«Pero nosotros luchamos y lucharemos por la línea política de la revolución de Octubre. Estamos tan profundamente convencidos de la justicia de nuestra línea que no dudamos que acabe implantándose en la conciencia de la mayoría proletaria de nuestro partido ¿Cuál es pues, en estas condiciones, el deber de la comisión central de control? Pienso que este deber debería consistir en crear en este período de giros bruscos un régimen más flexible y más sano en el partido con el fin de permitir a los acontecimientos gigantescos que verifiquen sin sacudidas las líneas políticas enfrentadas. Es necesario dar al partido la posibilidad de realizar una autocrítica (...) apoyándose sobre los grandes acontecimientos. Si tal cosa se decidiese yo digo que antes de un año ó dos el curso del partido podrá ser enderezado. No es necesario ir de prisa, no hay que tomar decisiones que luego sería difícil reparar. Estad atentos para que no estéis obligados a decir: "Nos hemos separado de aquellos que habríamos debido conservar y hemos conservado a aquellos con los que habríamos debido separarnos"».
No hay ninguna otra explicación a esta otra forma de «frentismo» que son las trágicas declaraciones de todos los miembros de la vieja guardia en los famosos proceso de Moscú ¿Qué otro lazo hubiera podido apretar tan estrechamente a los perseguidos y a los perseguidores, a los bolcheviques y a los «ustrialovistas» tan opuestos violentamente sobre el terreno de clase, sino ese mismo alineamiento objetivo contra la restauración? La única diferencia es que en los procesos de Moscú es Stalin quien implícitamente conduce el «chantaje de la restauración»; mientras que en el discurso aquí citado es ¡¡Trotski!!
Se observa que aquí el frentismo es también una forma de esta unión sagrada que en otras condiciones Trotski habría combatido con toda la fogosidad revolucionaria de la cual era capaz, unión sagrada en la cual sólo el lazo orgánico que le ligaba a la revolución no sólo socialista sino democrática de Octubre podía hacerle recaer. La unión sagrada bajo la amenaza real o supuesta de la contrarrevolución democrática-burguesa¿qué otra explicación se puede dar a los esfuerzos desesperados de Trotski, cuyo siguiente pasaje testimonia con elocuencia, para mantener en el marco de la legalidad democrática del mismo partido, la réplica necesaria a la guerra que la fracción «ustrialovista» ha desencadenado contra la corriente proletaria?
«EEl régimen del partido se deriva de toda la política de la dirección. Detrás de los extremistas del aparato se halla la burguesía interior renaciente. Detrás de ella se encuentra la burguesía mundial. Todas estas fuerzas pesan sobre la vanguardia proletaria y la impiden que levante la cabeza, que abra la boca. Cuanto más se aleja la política del Comité Central de la línea de clase, más se ve obligada a imponer desde arriba esta política a la vanguardia proletaria mediante medidas de coerción. Este es el origen del indignante régimen que reina en el partido (...) El fin inmediato de Stalin: escindir al partido, escindir a la oposición, habituar al partido a los métodos de aniquilamiento físico, formar equipos de abucheadores fascistas, de hombres que trabajan a puñetazos, a librazos, a pedradas, encerrando a la gente, sobre esto se ha detenido el curso estalinista momentáneamente, antes de ir más lejos. El estalinismo encuentra su expresión desenfrenada dejándose llevar a verdaderos actos de granujas. Lo repetimos, esos métodos fascistas no son más que la realización ciega, inconsciente de un orden social emanante de las otras clases (no del proletariado). El objetivo: amputar la oposición del partido y aniquilarla físicamente. Ya se dejan escuchar voces: "Excluyamos a un millar, fusilemos a un centenar, y el partido volverá a la calma". Así hablan estos infelices ciegos temerosos y desencadenados al mismo tiempo. Es la voz de Thermidor. Veamos la otra parte del díptico: "La violencia se estrellará contra una línea política justa que tiene a su servicio el coraje revolucionario de los cuadros de la oposición". Stalin no creará dos partidos. Nosotros decimos abiertamente al partido: la dictadura del proletariado está en peligro. Y nosotros creemos firmemente que el partido, su núcleo proletario escuchará, comprenderá, rectificará. El partido está ya profundamente sacudido. Mañana será atacado hasta sus cimientos (...) Tenemos la canastilla del bolchevismo. No nos la arrebatéis. La haremos andar. No nos separareis del partido, ni de la clase obrera. Conocemos las represiones, estamos acostumbrados a los golpes. No cederemos la revolución de Octubre a la política de Stalin cuya esencia se puede expresar en pocas palabras: amordazamiento del núcleo proletario, fraternización con los conciliadores de todos los países, capitulación ante la burguesía mundial (...) ¡La oposición es invencible! Excluidnos hoy del Comité Central, lo mismo que habéis detenido a tantos otros: nuestra plataforma continuará su camino (...) Las persecuciones, las exclusiones, los arrestos harán de nuestra plataforma el documento más popular, el más cercano al corazón, el más querido por el movimiento obrero internacional. Expulsadnos, no detendréis las victorias de la oposición: éstas serán las victorias de la unidad revolucionaria de nuestro partido y de la Internacional comunista».Podrían llenarse páginas enteras con citas que prueban que, hasta 1936, Trotski no cree en la contrarrevolución sobrevenida. Septiembre 1929: «Considerar al partido comunista (de la URSS), no a su aparato de funcionarios, sino a su núcleo proletario y a las masas que lo siguen como a una organización acabada, muerta, enterrada, es caer en el sectarismo» (La Defensa de la URSS). Febrero 1930: «Considero que no hay ninguna probabilidad para preveer los interiores de la Revolución de Octubre y que no hay ninguna razón para extraer la conclusión de que están agotadas y que no es necesario impedir a Stalin que haga lo que está haciendo. Nadie nos ha designado como inspectores del desarrollo histórico. Somos los representantes de una tendencia particular del bolchevismo, y nosotros lo defendemos ante todos los giros en todas las condiciones» (Los bolcheviques-leninistas en la URSS). Octubre de 1932: exiliado en Prinkipo, Trotski concluye así su crítica del segundo plan quinquenal: «Afrontar la economía es algo propio de un político. El arma de la política es el partido. La principal de todas las tareas: regenerar el partido y, a continuación, los Soviets y los sindicatos. La reparación capital de todas las organizaciones soviéticas es la más importante y la más actual de las tareas para el año 1933».
Frente a la lucha de la Oposición por la democratización y el enderezamiento del Partido, Stalin y sus acólitos habían respondido desde 1926 (Trotski lo recuerda en La revolución traicionada): «¡Estos cuadros no podréis expulsarles más que mediante la guerra civil!». Los gobiernos democráticos emplean hipócritamente el recurso a las elecciones y es el Partido proletario quien advierte a la clase obrera que sin guerra civil, nunca se librará de la dominación política y de la administración burguesa. El error no fue, claro está, el haber desencadenado la guerra civil contra el Estado estalinista, sino el no haber dado esa misma advertencia anterior al proletariado ruso y al proletariado mundial; el haber renunciado a la reforma democrática del partido y del Estado en el momento mismo en que el enemigo le declaraba su propia guerra, hizo que la oposición trotskista perdiese la oportunidad histórica de contribuir a la reconstitución a largo plazo histórico de contribuir a la reconstitución a largo plazo histórico del movimiento comunista mundial, disperso y derrotado. Dicho esto, es necesario una ceguera total para no ver que esto no era aún el paso con armas y bagajes al campo de la «democracia en general». Sólo la imbecilidad "trotskista" contemporánea puede negar que en 1936 fue, al igual que la consecuencia lógica de una serie de errores, una negación de Trotski por sí mismo: tal es la dialéctica fatal del oportunismo.
En efecto, 1936 abre la tercera fase del "trotskismo", cuyas desastrosas posiciones vienen formuladas en La revolución traicionada. Esta vez, Trotski se inclina al fin ante la evidencia histórica:
«El viejo partido bolchevique ha muerto. Ninguna fuerza lo resucitará. Una nueva revolución es ineluctable (...) No se trata de la amenaza de un segundo partido, como sucedía hace doce o trece años, sino de la necesidad de ese partido, única fuerza capaz de continuar la revolución de Octubre».Atención, pues la precisión es capital: el programa "revolucionario" que vamos a leer no es (ni nunca lo ha sido en el ánimo de Trotski) el programa internacional de la revolución socialista, una especie de corrección impuesta por las "lecciones de la historia" al programa inmutable de esta Revolución; esto sólo ha podido ser imaginado por la irreflexión de "discípulos" que han leído a Trotski exactamente igual que los estalinistas leen a Lenin. Es simplemente el programa de una revolución todavía hipotética que vendría providencialmente a volver a atar el hilo roto por el estalinismo con la revolución a la vez democrática y socialista de Octubre, corrigiendo la desviación entre las esperanzas de 1917 y la realidad histórica de 1936, en definitiva, vengar a los revolucionarios aboliendo de golpe un presente odioso para conducirles al radiante punto de partida. La Historia ha demostrado que esta revolución, concebida así, no ha sido más que un sueño enfebrecido, puesto que no ha tenido lugar, y si su programa ha sido realizado en cierta medida, no lo ha sido por una revolución, sino por una reforma; en absoluto por un Partido revolucionario, sino por fuerzas políticas que Trotski habría rechazado si hubiese podido verlas en acción, al igual que rechazó a los socialdemócratas de su tiempo, o sea, los herederos "desestalinizadores" de Stalin. Lo que nos interesa aquí no es por lo tanto la irrealidad de la previsión, sino la ruptura con los principios anteriores.
El programa de la revolución «antiburocrática» dice así:
«El restablecimiento del derecho de crítica y de una libertad electoral verdadera son las condiciones necesarias para el desarrollo del país. El restablecimiento de la libertad de los partidos soviéticos, comenzando por el partido bolchevique, y el renacimiento de los sindicatos vienen incluidos. La democracia traerá consigo, en economía, la revisión radical de los planes en interés de los trabajadores. La libre discusión de las cuestiones económicas disminuirá los costes generales impuestos por los errores y el zig‑zag de la burocracia. Las empresas suntuarias... para deslumbres cederán el sitio a las viviendas obreras. Las normas burguesas de reparto volverán antes que nada a las proporciones que ordena la estricta necesidad, para retroceder, a medida que crezca la riqueza, ante la igualdad socialista. Las graduaciones serán abolidas inmediatamente, las condecoraciones limitadas a lo accesorio. La juventud podrá respirar libremente, criticar, equivocarse y madurar. La ciencia y el arte sacudirán sus cadenas. La política exterior volverá a la tradición del internacionalismo revolucionario».Una de dos: o bien el comunismo no es otra cosa que la negación de toda posibilidad de abolir no solamente las clases, sino hasta las menores taras de la civilización burguesa mediante la democracia política, y entonces un programa similar abandona el comunismo para arrojarse de brazos en el socialdemocratismo, o bien ese programa no es socialdemócrata, y por lo tanto será necesario que se nos explique lo que es el comunismo.
Ante este dilema, la "diplomacia teórica" del trotskismo degenerado ha encontrado una salida que se parece mucho a esos remedios que resultan ser peores que la enfermedad. De esta forma, Isaac Deutscher (trotskista polaco que se ha convertido en experto en cuestiones de Estado junto a la burguesía anglosajona ilustrada) escribe en su Revolución Inacabada: «En una sociedad postcapitalista (como la de la URSS, NdR) la libertad de expresión y de asociación debe cumplir una función radicalmente diferente a la que cumple en el régimen capitalista ¿Por qué? Porque en una sociedad postcapitalista no existen mecanismo económicos que puedan mantener a las masas sojuzgadas. Sólo la fuerza política puede llegar a hacerlo». No sólo no se evita el socialdemocratismo, sino que además se cae de lleno en el idiotismo anarquista incapaz de concebir que nunca ha existido en la historia una «fuerza política», es decir, de coerción organizada, que no haya surgido de la existencia de «mecanismos económicos de sometimiento» dentro de la sociedad. Pobre Trotski, gran marxista desafortunado, tus discípulos ni siquiera se han percatado del hecho de que tú habrías pasado lo más lúcido de tu vida de oposicionista descubriendo los «mecanismos económicos de sometimiento» existentes en la sociedad rusa posterior a Octubre.
Dentro de su terrible perplejidad de cara a la sociedad y la economía rusa, dentro de su inquietud expresamente formulada de «separar las categorías sociales acabadas como capitalismo (incluido el capitalismo de Estado) y socialismo» (La Revolución traicionada), Trotski no renegaría del término «post‑capitalismo»: dos generaciones de "militantes" que, en materia de fe revolucionaria e incluso de marxismo, no eran mas que pigmeos comparados con él, se han visto ridiculizados con sus "contradicciones lógicas". Pero la cuestión no es esa. Es preciso dejar al oportunismo (con el "derecho de crítica") la ruindad consistente en arrojar sobre las debilidades, incluso reales, de los "jefes" la responsabilidad de su propia ausencia de principios. Supongamos, para hacerlo más claro, que Trotski haya llevado su "debilidad" hasta el grado de decir: la URSS es socialista al 50% pero burguesa e incluso sub‑burguesa también al 50%. La cuestión agitada por la justificación imbécil que Deutscher (tomado como simple muestra del "trotskismo" contemporáneo) da de la reintroducción del democratismo en el comunismo sería exactamente igual que decir: ¿esta "revolución" democrática soñada por Trotski tendría una "mitad socialista" ó por el contrario la "mitad capitalista" de la sociedad posterior a Octubre? Esta cuestión puede parecer extravagante, pero se encuentra desde 1929, en que Trotski en persona la ha respondido en una polémica con un tal camarada Urbhans que quería en esta época conducir a Rusia por la vía del socialismo mediante una lucha democrática contra Stalin:
«La libertad de coalición significa la "libertad" (¡ya sabemos cual!) de conducir la lucha de clase en una sociedad cuya economía está fundada en la anarquía capitalista, mientras que la política está situada dentro de los límites de lo que se llama democracia. Según esto el socialismo no es inconcebible (...) sin una sistematización de todas las relaciones sociales (...) La función de los sindicatos no tiene por tanto (...) nada en común con la de los sindicatos en los Estados burgueses, en los cuales la libertad de coalición no es solamente un reflejo, sino un elemento activo de la anarquía capitalista (...) Urbhans lanza la consigna de "libertad de coalición" precisamente en el sentido general de la palabra democracia (...) Es completamente justo (poco importa aquí nuestro desacuerdo con la «táctica» de las consignas democráticas aquí planteada para los países capitalistas: lo que nos importa es mostrar que la democracia no tiene sentido más que en el capitalismo) con una pequeña condición: que se reconozca que el Thermidor ya está realizado (o sea, que la revolución de Octubre está derrotada, que se está en un capitalismo puro, aunque poco evolucionado). Pero en este caso Urbhans no llega muy lejos. Poner delante la libertad de coalición como una reivindicación aislada, es la caricatura de una política. La libertad de coalición es inconcebible sin las otras "libertades". Pero estas libertades son inconcebibles fuera de un régimen de democracia, es decir, fuera del capitalismo. Es necesario aprender a juntar los cabos» (La Defensa de la URSS).Pasaje capital. En el tema que nos ocupa «juntar los cabos» significa comprender que el programa de revolución neo‑liberal concebido por el comunista Trotski para la URSS de 1936 no tiene nada que ver con lo que él ha podido decir o incluso pensar acerca de la existencia de un post‑capitalismo en Rusia, sino que por el contrario es perfectamente coherente con su negación obstinada del socialismo ruso, si bien no lo es en absoluto con su propia caracterización del siglo XX y con la crítica marxista de la democracia política. La afirmación escandalizará tanto a los "discípulos" como a multitud de adversarios, en particular a aquellos que no han sabido reaccionar ante la desviación neo‑socialdemócrata de Trotski más que mediante una desviación neo‑anarcosindicalista. Estos desgraciados creen en efecto a pies juntillas, unos y otros, en la realidad de la "nueva sociedad" caracterizada por la dominación de clase de la burocracia, esta famosa burocracia a la vez proletaria, en la medida en que defiende la propiedad del Estado, y burguesa en la medida en que oprime al proletariado y corre el riesgo de llevar al país a la derrota en la guerra imperialista, y por lo tanto a la restauración del régimen de la Constituyente burguesa con todas las amenazas de retorno al antiguo régimen que esto comportaba. Y su desgracia consiste en no haberse apercibido nunca de que esta «burocracia» no ha sido nunca más que una mala tentativa de personificación social del papel histórico del estalinismo, dicho de otra forma, que la tentativa insensata de hacer salir las contradicciones que el estalinismo presentaba ante los ojos de todos, de la matriz de un solo grupo social, mientras que a todas luces todo el complejo de las condiciones nacionales e internacionales del cual había surgido no era suficiente para explicarlo.
Aplicación simplista del determinismo marxista: ¿Cuál es la clase representada? No es la burguesía nacional la que ha sido derrotada en Octubre. No es el proletariado, económicamente oprimido y políticamente desposeído. No es el campesinado, aunque el estalinismo ha enfrentado a los pequeños campesinos contra los kulaks primero y después ha hecho pagar a estos pequeños campesinos, reagrupados autoritariamente en koljozes, una gran parte de la industrialización capitalista del país. Todo lo que queda es la «burocracia»... Pero Trotski era tan plenamente consciente de la debilidad de una solución familiar que negó simultánea y enérgicamente que la burocracia fuera una clase. En nuestra humilde opinión estuvo mejor inspirado hablando de poder bonapartista.
Si se hubiesen apercibido de esto en lugar de tomar las perplejidad de Trotski con respecto al misterio objetivo de una sociedad nueva, habrían comprendido también que el «post‑capitalismo», en tanto que pseudo-dualidad del papel de la burocracia en lo que atañe al socialismo, no ha sido nunca otra cosa que la justificación ideológica del frente único político (tan particular como se quiera) en el cual Trotski ha intentado mantener contra viento y marea a lo que quedaba del partido de clase en Rusia unido al partido «ustrialovista» ¡Es necesario «aprender a unir los cabos» y también a distinguir la causa del efecto! Si se pregunta por que ese frente único, el «post‑capitalismo» no nos dará la más mínima respuesta. El «post‑capitalismo» no existe, para Trotski, más que en la medida en que subsiste para la sociedad rusa una posibilidad histórica de ir hacia el socialismo, posibilidad definida en el interior, por la ausencia de restauración del régimen de la Constituyente con todo lo que esto habría supuesto para las conquistas de la Revolución democrática efectuada en Octubre, y en el exterior, por la revolución proletaria. El «post‑capitalismo» no es un grado cualquiera de «socialismo», sino simplemente una especie de no man’s land en la cual las tendencias hacia el socialismo continúan su lucha contra las tendencias hacia el capitalismo encarnadas en el estalinismo.
Para realizar un frente único evidentemente es necesario ser dos. Pero el hecho de ser dos no explica para nada el frente único. Aborrecible en tanto que sepulturero de la tradición proletaria y marxista del bolchevismo, en tanto que punto de apoyo de todas las desviaciones oportunistas de la Internacional, en tanto que fuerza de choque contra todas sus corrientes proletarias, el estalinismo, innoble desviación nacionalista desde el punto de vista del proletariado, no ha sido, desde el punto de vista de la Revolución democrática en Rusia, más que una variante del ustrialovismo, es decir, de una corriente que no pone en duda las conquistas de esta revolución, que renuncia a la restauración del régimen de la Constituyente, y por lo tanto, al mismo tiempo, impide que Rusia vuelva a su posición anterior de capitalismo «sometido, semi‑colonial, sin futuro». En resumen, lleva a cabo la «misión histórica progresiva» que consiste en desarrollar las fuerzas productivas, en liquidar las relaciones preburguesas en las cuales Rusia habría permanecido anclada sin la Revolución de Octubre.
Las consideraciones de clase en el sentido amplio – es decir, en el sentido de los intereses del movimiento comunista internacional – empujan a Trotski a combatir violentamente al estalinismo en tanto que oportunismo político; las consideraciones de clase en el sentido estrecho – es decir, en el sentido de los intereses inmediatos de los obreros rusos sometidos por parte de ese «cuerpo de controladores» que constituyen el nuevo Estado, a la más terrible presión que la clase obrera haya sufrido jamás – le empujan igualmente a combatir violentamente al estalinismo, en tanto que «socialismo en un solo país», es decir, camuflaje ideológico de una auténtica opresión social. Pero ni en el sentido amplio, ni incluso en el sentido estrecho ninguna consideración de clase convencerá a Trotski – por lo menos hasta 1936 – de romper radicalmente con el estalinismo en tanto que ustrialovismo ruso, es decir, en tanto que agente histórico de una auténtica revolución económica y social que sus escrúpulos podían desear controlar y disciplinar, pero no impedir, puesto que creaba evidentemente las famosas «bases materiales» sin las cuales es inconcebible el socialismo.
Este fue el error fatal, el reconocimiento del papel progresivo del capitalismo por el marxismo viene siempre y en todo lugar acompañado no solamente de una total intransigencia del partido de clase sobre sus propios postulados sociales, sino del máximo de independencia política frente al partido adversario, al menos cuando el partido de clase no está gangrenado por el oportunismo. En la naturaleza de un error político de principio está el no poder encontrar un fundamento teórico seguro. El error político de principio viene condenado, por el contrario, por las justificaciones deficientes de la ideología, y cualquiera sabe si las que Trotski da de las suyas lo fueron. Pero para verlo sería necesario ser al menos tan marxista como él; seria necesario comprender que el socialismo no es posible sin un desarrollo anterior de sus bases materiales, lo que los discípulos de Trotski que han vuelto a caer en el socialismo de empresa, reduciéndolo todo a la sustitución de la gestión patronal por la gestión obrera, se han mostrado incapaces de comprender, aunque hayan tenido el mérito de rechazar seguirle sobre el terreno de la democracia política. Pero sería necesario también comprender lo que Trotski ha afirmado siempre justamente, o sea, que ¡la democracia es inconcebible fuera del capitalismo (lo que no trae consigo en absoluto que el capitalismo no pueda concebirse sin democracia)! Incapaces de acceder a esta verdad marxista elemental, los "discípulos" no han visto que a pesar de que Trotski no había escrito nunca ni una sola línea para demostrar la inexistencia del más mínimo socialismo en Rusia, su programa de revolución neo‑liberal de 1936 constituiría por sí mismo una demostración implícita de esta inexistencia.
En realidad, Trotski NUNCA HA CREIDO EN EL SOCIALISMO RUSO, nunca ha confundido LAS CARACTERISTICAS DEL SOCIALISMO Y LAS DEL CAPITALISMO, contrariamente a sus discípulos degenerados que no nos hablan más que de socialismo democrático en la medida en que ellos creen en un socialismo mercantil, y creen en el socialismo mercantil porque una vez más no han comprendido nada acerca de la polémica de Trotski contra el estalinismo. Mientras que en la época de los dos primeros planes quinquenales ridiculizaba la pretensión de éste último de «arrojar la NEP por la borda», es decir, de abolir las relaciones de mercado solamente con la virtud de la voluntad administrativa, dicho de otra forma, de eliminar la anarquía burguesa sólo con la virtud de la autoridad política, Trotski señalaba la utopia voluntarista del socialismo en un solo país, y no hacía más que defender fielmente la política de capitalismo controlado que Lenin había considerado con razón como la única posible en espera de la revolución mundial. Pero sus benditos discípulos, siempre tan informados y tan penetrantes, dicen que él defendía «la verdadera política económica del socialismo» con la «falsa política» de Stalin, y de esto han deducido – exactamente como los estalinistas de la época siguiente – que el socialismo no existe sin mercado y sin trabajo asalariado. Esto se aplica igualmente bien a los "discípulos" neo‑socialdemócratas de Trotski tanto como a los "discípulos" neo‑anarcosindicalistas como el difunto grupo Socialisme ou Barbarie. Dejando de lado esta enojosa cascada de equivocaciones, es necesario dejar a Trotski para que demuestre lo que afirmamos:
«La propiedad estatal de los medios de producción domina casi exclusivamente en la industria. En la agricultura sólo está representada por los sovjoses que no ocupan más del 10% de la superficie cultivada. En los koljoses, la propiedad cooperativa se combina en distintas proporciones con las del Estado y las individuales. El suelo, jurídicamente del Estado pero dado en "usufructo perpetuo" a los koljoses, se distingue muy poco de la propiedad cooperativa (...) La nueva constitución (...) dice: "La propiedad del Estado, en otros términos, la del todo el pueblo". Sofisma fundamental de la doctrina oficial. Es innegable que los marxistas – comenzando por el mismo Marx – han empleado en lo que concierne al Estado obrero los términos de "propiedad estatal", "nacional" ó "socialista". A gran escala histórica, esta manera de hablar no presentaba grandes inconvenientes. Pero se convierte en la fuente de grandes errores y de engaños desde el momento en que se trata de las primeras etapas aún no aseguradas de la evolución de la nueva sociedad, aislada y atrasada desde el punto de vista económico con respecto a los países capitalistas. La propiedad privada, para llegar a ser social, debe pasar por la estatalización, al igual que la oruga, para convertirse en mariposa, debe pasar antes por el estadio de crisálida. Pero la crisálida no es la mariposa. Miles de crisálidas mueren antes de convertirse en mariposas. La propiedad del Estado no llega a ser la de "todo el pueblo" más que en la medida en que desaparecen los privilegios y las distinciones sociales y por consiguiente el Estado pierde su razón de ser. Dicho de otra forma, la propiedad del Estado se convierte en socialista a medida que deja de ser propiedad estatal. Pero por el contrario, cuanto más se eleva el Estado soviético por encima del pueblo, más duramente se opone como el guardián de la propiedad ante el pueblo que la dilapida, y más claramente testifica contra el carácter socialista de la propiedad estatal» (...)Si esto era cierto en 1936, con mayor razón lo es treinta años más tarde. Es el desencadenamiento de estos «apetitos pequeño-burgueses» incluso en el «sector socialista» (es decir, no koljosiano) al que corresponde la «liberalización política» comenzada bajo Krutchov con su acompañamiento obligado de glorificación del capitalismo en materia económica. Es el genuino producto del dinamismo del empuje económico posterior a la segunda guerra mundial, pero en absoluto es un «retorno a Lenin» como se han imaginado los trotskistas. Estos trotskistas han leído a Trotski de la misma forma que los estalinistas han «leído» a Lenin.
«La enorme superioridad de las formas estatales y colectivas de la economía, por muy importante que sea para el futuro, no descarta otro problema no menos serio: el del peso de las tendencias burguesas en el mismo seno del "sector socialista", no solamente en la agricultura, sino también en la industria. El dinamismo del empuje económico trae consigo un cierto despertar de los apetitos pequeño-burgueses no solo entre los campesinos "intelectuales", sino también entre los obreros privilegiados».
«La simple oposición de los cultivadores individuales a los koljoses y de los artesanos a la industria estatalizada no da la menor idea acerca de la potencia explosiva de esos apetitos que penetran en toda la economía del país y se expresan, para hablar sumariamente, en la tendencia de todos y de cada uno de dar lo menos posible a la sociedad y extraer de ella lo más posible (...) Mientras que el Estado lucha sin cesar contra la acción molecular de las fuerzas centrífugas, los medios dirigentes forman el núcleo principal de la acumulación privada lícita e ilícita. Enmascarados por las nuevas normas jurídicas, las tendencias pequeño-burguesas no se dejan coger fácilmente por la estadística. Pero la burocracia "socialista", esta monstruosa excrecencia social que sigue creciendo (...) es el testimonio de su predominio neto en la vida económica» (...) «El obrero no es en nuestro país un esclavo asalariado, un vendedor de trabajo-mercancía. Es un trabajador libre, afirma la "Pravda". Fanfarronada inadmisible. El paso de las fábricas al Estado no ha cambiado más que la situación jurídica del obrero; de hecho, vive bajo la necesidad de trabajar un cierto número de horas por un salario dado. Las esperanzas que el obrero tenía antes en el partido y los sindicatos, las ha trasladado desde la Revolución al Estado que él ha creado. Pero el trabajo útil de este Estado se ha encontrado limitado por la insuficiencia de la técnica y de la cultura. Todo un cuerpo de controladores se ha formado (...) Trabajando por piezas, viviendo en una profunda tortura, privado de libertad para desplazarse, sufriendo en la misma fábrica un terrible régimen policíaco, el obrero difícilmente puede considerarse un trabajador libre. El funcionario es para el un jefe, el Estado un patrón» (...)La vuelta al trabajo por piezas que sucede a la rehabilitación del rublo ha representado, dice Trotski, no una renuncia a un socialismo que era puramente imaginario, sino «el abandono de ilusiones groseras». «La forma del salario está simplemente mejor adaptada a los recursos del país, "nunca el derecho puede situarse por encima del régimen económico"» (cita de Marx).
«La lucha por el aumento del rendimiento laboral, unida a la preocupación por la defensa nacional, constituye el contenido esencial de la actividad del gobierno soviético. En sus diversas etapas, esta lucha ha revestido diversas formas (...) brigadas de choque durante el primer plan quinquenal y a comienzos del segundo (...) tentativas para establecer una especie de trabajo por piezas (que tropezaban con una moneda fantasma y con la diversidad de precios), sistema de reparto estatal que sustituye a la diferenciación flexible de las "primas", significando en realidad el arbitrio burocrático (...) Sólo la supresión de las cartillas de racionamiento, el inicio de estabilización del rublo y la unificación de los precios permiten (el retorno al) trabajo por piezas o por tareas. El secreto de... este sistema de sobreexplotación no lo han inventado los administradores soviéticos: Marx lo consideraba como el mejor dentro del modo capitalista de producción».
«Pero los medios dirigentes de la URSS no pueden prescindir del camuflaje social. (Para ellos) el rublo se ha convertido en el único y verdadero medio de llevar a cabo el principio socialista (¡) de la remuneración del trabajo. ¡Si todo era de la realeza en las viejas monarquías, incluso los urinarios, no hay que deducir de esto que todo se convierte en socialista por la fuerza de las cosas en el Estado obrero! (...) El rublo es el único y verdadero medio de aplicar el principio capitalista(subrayado por Trotski) de la remuneración del trabajo (...) Cuando el ritmo del trabajo está determinado por la caza del rublo, las personas no trabajan según sus capacidades(alusión a la fórmula comunista: «De cada uno según sus capacidades, a cada uno según sus necesidades» revisada y corregida así por los estalinistas: «de cada uno según sus capacidades, a cada uno según su trabajo» que, en su primera parte, es una mentira en la sociedad mercantil, y, en su segunda parte, puramente burguesa), o sea, según el estado de sus músculos y de sus nervios, están sometidos. Este método no puede ser justificado con rigor más que invocando la dura necesidad: hacer de esto el "principio fundamental del socialismo" es pisar los pies a los ideales de una cultura nueva y superior, hundiéndolos en el fango habitual del capitalismo (...) La fase inferior del comunismo exige sin duda el mantenimiento de un control riguroso de las medidas del trabajo y del consumo, pero supone en todo caso formas más humanas de control que las que inventa el genio explotador del Capital (...) la propiedad estatal de los medios de producción no transforma la basura en oro y no rodea con una aureola de santidad al sweating system, el sistema del sudor (...)Sólo la realidad capitalista descrita anteriormente ha podido conducir a Trotski a la convicción de que una nueva revolución era necesaria; sólo esta realidad capitalista ha podido sugerirle esta analogía sugestiva: «La historia ha conocido además revoluciones sociales que han sustituido el régimen burgués por el feudalismo, revoluciones políticas que, sin tocar los fundamentos económicos de la sociedad, derrocaron las viejas formaciones dirigentes (1830 y 1848 en Francia, Febrero 1917 en Rusia). La subversión de la casta bonapartista (se trata del partido estalinista y del aparato del Estado) tendrá naturalmente profundas consecuencias sociales; pero se mantendrá dentro de los límites de una transformación política».
«La compresión estatal y la compresión monetaria pertenece a la herencia de la sociedad dividida en clases (...) En la sociedad comunista, el Estado y el dinero habrán desaparecido. Su desaparición progresiva debe comenzar por lo tanto bajo el régimen socialista. No podrá hablarse de victoria real del socialismo más que a partir del momento histórico en que el Estado no sea más que un medio Estado y en el que el dinero empiece a perder su poder mágico. Esto significará que el socialismo, liberándose de los fetiches capitalistas, empieza a establecer relaciones más puras, más libres y más dignas entre los hombres (...) La nacionalización de los medios de producción y del crédito, la manumisión de las cooperativas y del Estado sobre el comercio interior, el monopolio del comercio exterior, la colectivización de la agricultura, la legislación sobre la herencia suponen estrechos límites para la cumulación personal de dinero y estorban la transformación del dinero en capital privado (usurario, comercial e industrial). Esta función del dinero por lo tanto no ha sido liquidada (...) sino simplemente transferida al Estado comerciante, banquero e industrial universal (...) La función del dinero en la economía soviética, lejos de haberse acabado, todavía debe desarrollarse a fondo» (...)
Cuando se admite, como hace el trotskismo degenerado de hoy, que esta revolución política se lleva a cabo sobre la base del socialismo, ó, para expresarse en términos menos estáticos, en un momento dado de la transformación socialista de la sociedad, la incoherencia se hace patente, y las preguntas se plantean en gran cantidad. ¿No es necesaria por tanto la dictadura del proletariado en la transformación socialista? ¿La transformación socialista puede proseguirse una vez que el poder ha escapado de las manos del proletariado, que debe por lo tanto recobrarlo revolucionariamente, pero que no tiene más que hacer que continuar en la misma vía sobre el plan económico-social?
Cuando se admite la base capitalista todo se hace claro, cuando no exacto: el proletariado ha perdido el poder; por lo tanto, la transformación capitalista de la Rusia pequeño-burguesa no se inscribe ya en una marcha al socialismo, sino en una fase de reacción mundial. Para reabrir el camino hacia el socialismo el proletariado debe reconquistar el poder. Pero si lo consigue no puede, en el marco nacional, pasar a la fase del socialismo inferior antes de veinte años después de Octubre. No puede abolir el mercado, el salario, las relaciones burguesas de producción. No puede más que subir algunos escalones suplementarios en la sucesión de los modos históricos de producción: la revolución es política, no social.
La enorme incoherencia es imaginar que, como en 1917, el proletariado podría ser llevado (ó mejor, restablecido) en el poder por una revolución popular. La alianza original del proletariado socialista y del campesinado democrático tenía su razón de ser en 1917: la necesidad de la revolución democrática, es decir, la liquidación de la gran propiedad de la tierra. En 1936, esta revolución no está por hacer: está terminada. Incluso en caso de restauración es dudoso que el régimen de la Constituyente pudiera hacer mucho más por la abolición de los resultados sociales de la revolución democrática que lo que hicieron los Borbones que volvieron a Francia después de la caída del Imperio. Bajo estas nuevas condiciones, la alianza del proletariado con todas las clases populares no puede tener el sentido revolucionario de 1917. Incluso concebida dentro del marco de un movimiento insurreccional no puede tener más que un sentido democrático y socialdemócrata vulgar; la unión de todo el pueblo por la libertad, innoble enseña del antifascismo, que nunca ha conseguido llegar a una revolución, ni siquiera «puramente política». Así, inspirado por una nostalgia de Octubre, por una generosa indignación contra la opresión social que va creciendo bajo el marco del «socialismo en un solo país», la posición de Trotski en 1936 constituye la liquidación de su marxismo y de sus principios comunistas.
El paso de la política de «frente único» con el estalinismo a la política de revolución antiburocrática no impidió a Trotski permanecer fiel a la política de defensa nacional de la URSS en caso de guerra, política que pretendía imponer no sólo a los soviéticos sino al proletariado internacional. Era renegar del principio de los principios: ¡el internacionalismo revolucionario del proletariado!
Es cierto que las «contradicciones lógicas» del jefe de la
Oposición han contribuido enormemente para impedir a sus discípulos descifrar
el sentido del giro de 1936. Pero armado de su doctrina y de su método
crítico, el Partido de clase prescinde de la coherencia de los individuos;
aferrado a los principios que son las conquistas de la experiencia viva,
de la lucha del proletariado, no corre el riesgo, como el oportunismo,
de confundir las debilidades humanamente inevitables de los revolucionarios
vencidos con las «lecciones de la historia».
TERCERA PARTE
La economía soviética
desde Octubre hasta nuestros días
Introducción
Nuestras tesis de partido sobre la economía soviética tienen una importancia que sobrepasa ampliamente su objetivo; son en efecto parte integrante de la defensa del programa comunista, del cual unos piensan que el "ejemplo ruso" ha probado su utopismo y los otros lo han falsificado totalmente de tres maneras: en primer lugar, presentando como tareas socialistas las tareas del partido proletario en la Rusia de 1917, tal como las han formulado los bolcheviques; después pretendiendo que las «realizaciones» de la era estalinista estaban en perfecta continuidad con los objetivos del programa inicial; finalmente haciendo pasar esas «realizaciones» como la «construcción del socialismo». Así, de un nuevo modo de producción mundial destinado a suceder al capitalismo tras una revolución y la instauración de una dictadura de clase que venza sucesivamente en todos los países y los continentes, tal y como está en la concepción de Marx y Lenin, el socialismo se habría convertido en un asunto de los Estados nacionales animados por un partido único, pero hablando un lenguaje democrático y populista y viviendo en coexistencia pacífica con la guardia blanca del orden burgués, el superimperialismo de los USA.
Conscientes ó inconscientes, interesados o ciegos, esas deformaciones no tienen más que un efecto: no el de destruir la fe del proletariado en el socialismo, ya que ésta ha sido gravemente debilitada por la contrarrevolución estalinista, sino el de paralizar la reanudación de clase, es decir, la reorganización sobre un programa comunista auténtico, de las fuerzas proletarias que la crisis burguesa ya abierta empuja a la revuelta y a la lucha, después de tantos años de apatía; en resumen, obstaculizar la reconstitución de la Internacional proletaria sobre las ruinas del antiguo movimiento comunista, empantanado en la vergüenza y la abjuración. Si esto es cierto para el proletariado occidental, que decir entonces del proletariado alemán y de Europa central que, teniendo directamente ante sus ojos ó ante su carne el «socialismo» estalinista, no pueden hoy escapar más que difícilmente a todas las sugestiones burguesas y democráticas de los «desestalinizadores», y tanto menos lo pueden pues si sus tesis están todavía más lejos de las tesis socialistas que las del viejo «déspota», estas tesis también son el producto del progreso económico puramente burgués que se ha realizado bajo su garrote. Es este progreso burgués al cual las masas oprimidas no pueden ser insensibles, el único que permite a los herederos de Stalin alardear del prestigio de una sabiduría superior, mientras que ellos se hunde cada vez más profundamente que nunca en el lodazal de la ideología burguesa.
En radical oposición a todas estas deformaciones, las tesis del Partido de clase sobre la cuestión rusa son brevemente las siguientes:
1 - El programa económico inicial del bolchevismo y algunas de las formulaciones políticas que se corresponde a él (democracia soviética) no son ni el programa ni las formulaciones de la transformación de una economía capitalista desarrollada en una economía socialista, puesto que en Rusia sólo existían núcleos de la economía capitalista, ahogados en el mar de la pequeña producción mercantil en la agricultura. No pueden por lo tanto ser transportados en ningún caso tal cual son, es decir desmarcados del contexto ruso y mundial de 1917‑26, en el programa inmediato de la futura revolución socialista de Europa y de América. No se podría ser tan afirmativo para Asia ó África si la dinámica de la lucha social empujase en un primer plano a un partido de tipo bolchevique; pero es precisamente una hipótesis que la ausencia de tradiciones revolucionarias proletarias tan poco comparables a las que vieron surgir el bolchevismo en el marco de la Europa anterior a 1914 y de la Segunda Internacional hacen muy improbable, si no absurda, sobre todo si se añade la cristalización de una corriente antiimperialista puramente burguesa, y de formar parte del imperialismo al pasar (salvo China y Vietnam) de la política del bloque económico a la de la exportación de capital.
2 - El programa económico inicial del bolchevismo no es nada más que el programa para el paso de la Rusia preburguesa al capitalismo pleno. Si Lenin y los bolcheviques nunca han creído posible «saltar» totalmente la fase capitalista, si han excluido de igual forma radicalmente la posibilidad de abreviarla sin la ayuda de la Revolución mundial, nunca aceptaron convertirse en los gerentes puros y simples de un capitalismo nacional, aunque fuese todo lo «progresivo» que se quiera dentro del marco estrictamente ruso: por el contrario habían previsto la caída de la dictadura del proletariado si esta revolución llegaba a faltar. En realidad, su programa es un conjunto de medidas destinadas a dos fines contradictorios. Por una parte reanimar la vida económica dentro de los límites impuestos por el pasado; a continuación, en espera de la Revolución, implantar el progreso capitalista (aumento de la productividad del trabajo y de la producción por la mecanización de la agricultura y la nacionalización de la industria) en un país todavía bárbaro. Por otra parte, combatir los efectos políticos y sociales de tal reanimación y de tal progreso, o sea, la corrupción oportunista del partido, la diferenciación social, la opresión de la clase obrera. Solamente cuando cese esta lucha para controlar en el interés de clase del proletariado el capitalismo renaciente aparecerán al mismo tiempo, la teoría del socialismo en un solo país y... el capitalismo incontrolado.
3 - Ya bajo la NEP, y en vida de Lenin, el desarrollo económico real no responde al programa leninista de «capitalismo controlado», porque viene acompañado de fenómenos que el ala marxista del partido intenta combatir en vano, y que, bajo las apariencias de la burocratización (para retomar de Lenin y Trotski el término con el que ellos lo designan) significan por el contrario la victoria de la anarquía mercantil y burguesa sobre la voluntad revolucionaria. La primera manifestación del nuevo oportunismo en Rusia ha consistido en negar estos fenómenos, en idealizar la NEP, en rechazar como una amenaza dirigida contra la alianza democrática de los obreros y los campesinos toda tentativa por combatir dichos fenómenos. La segunda – mucho más grave – ha consistido en pretender que, incluso sin las bases técnicas del capitalismo avanzado, era posible acabar con la anarquía resultante del predominio de la pequeña producción mercantil por la sola virtud de la autoridad soberana del Estado y de proceder a lo que Trotski, con una ironía cruel pero muy justificada llamara la «liquidación administrativa de la NEP». Aquí, la desviación nacionalista viene acompañada de una desviación voluntarista. A nivel interior, la oposición del «socialismo en un solo país» al programa inicial del bolchevismo es doble: consagra como «socialistas» todas las categorías (valor, precio, salario, capital) y las relaciones (intercambio, despotismo de fábrica, opresión del Estado, hinchamiento del aparato administrativo) que Lenin y los verdaderos bolcheviques no habían defendido nunca de otra forma que no fuese la de capitalistas; abandona toda preocupación por la defensa de clase del proletariado contra los efectos del «capitalismo necesario», llegando a restablecer, en nombre del socialismo, las formas de explotación del trabajo propias del feroz período inicial de la era burguesa. A nivel internacional, esto viene acompañado de la «capitulación ante el capitalismo mundial, de la conciliación con el oportunismo socialdemócrata y el aplastamiento de la corriente proletaria en la Internacional».
En conclusión, si del «capitalismo controlado» de Lenin ha
surgido el capitalismo incontrolado de Stalin bajo un disfraz socialista,
esto se deriva por una parte de leyes económicas más fuertes que la voluntad
del mejor partido revolucionario, y por otra de la derrota del proletariado
europeo y mundial que no ha respondido a la llamada auténticamente comunista
de la Revolución doble en Rusia. Es por lo tanto un proceso irreversible.
Es imposible retomarlo desde el principio para corregir en un sentido
que nos sea más favorable el curso histórico que ha surgido de Octubre:
es esto lo que condena el programa de la «revolución antiburocrática»
puramente política nacida de la nostalgia de Trotski de los primeros años
gloriosos de la Revolución bolchevique. Los caminos de la historia no
se recorren dos veces. Además, el doloroso camino recorrido no ha sido
más que un tormento inútil. Hoy, después de cincuenta y un años de
desarrollo capitalista ruso y mundial, se puede afirmar tranquilamente
que una vez libre de todas las «tareas transitorias», la futura
Internacional podrá abordar directamente la gran tarea, la única que
siempre ha interesado al proletariado y a su partido: la transformación
socialista del infame mundo burgués.
Programa económico inicial
de los bolcheviques y socialismo
Incluido en el artículo programático La catástrofe inminente y los medios para conjurarla (septiembre 1917), este programa es a la vez inferior al programa social de una república burguesa avanzada y de una extrema audacia para la Rusia de aquella época. El programa preconiza simplemente una intervención del Estado en la vida económica para evitar la crisis a la cual conduce infaliblemente la inercia del poder salido de la revolución de Febrero, crisis que claramente recaerá cruelmente sobre el proletariado y los campesinos pobres. Esta «intervención» se limita a: una fusión de los bancos en un banco único bajo el control del Estado, lo cual permitirá conocer el movimiento de los capitales «sin quitarle ni un solo kopek a ningún depositante»; una nacionalización de los sindicatos capitalistas controlando la producción y el consumo en algunos sectores, medida que facilitará al Estado la reglamentación de los industriales sin expropiarlos ni sus capitales, ni sus beneficios; una abolición del secreto comercial, sin la cual el control del Estado sobre la fuga de beneficios y extra-beneficios es imposible; la cartelización forzada, es decir, la obligación de los patronos para sindicarse; la reglamentación del consumo, dicho de otra forma, la lucha contra el "mercado negro" a favor de los ricos; en fin, contra la bancarrota financiera un impuesto fuertemente progresivo sobre los capitales.
Lenin dice tres cosas esenciales acerca de todas estas medidas: ninguna de ellas tiene ningún carácter socialista, puesto que los Estados beligerantes han tomado medidas análogas en países menos atrasados que Rusia; nunca serán adoptadas por los eseristas (socialistas revolucionarios) y los mencheviques a pesar de su modestia intrínseca, y será necesaria nada menos que la Revolución proletaria apoyada en los campesinos para aplicarlas. Si en los países avanzados el paso (que se ha llevado a cabo desde el principio de la guerra) del capitalismo privado al capitalismo monopolista de Estado ha abierto a la Revolución proletaria la antecámara económica del socialismo, en Rusia, donde predominan formas mucho más atrasadas, no pueden darse más que algunos pasos en esta dirección. Pero «el socialismo se perfila directa y prácticamente detrás de toda medida importante que constituya un paso adelante sobre la base del capitalismo moderno». Para comprender esta posición son necesarias dos cosas: comprender que para Lenin esta apreciación está ligada a la perspectiva de una victoria de la revolución proletaria al menos en Europa; saber lo que es el socialismo en la doctrina marxista real y no en las versiones falsificadas actualmente en curso. Esto es lo que definiremos brevemente para evitar todo equívoco, antes de abordar la fase ulterior.
El socialismo puede caracterizarse como un nuevo y original modo de reparto de los productos entre los miembros de la sociedad, derivado de una distribución totalmente nueva y original de las condiciones de la producción. Esta distribución se caracteriza por la desaparición del intercambio entre equivalente (ó ley del valor) y su sustitución por una asignación primero limitada, después ilimitada, del producto social a los miembros de la sociedad, en función exclusiva de la productividad social del trabajo. La función de la dictadura proletaria, en todos los estadios del desarrollo, es precisamente la de romper las trabas que se oponen a la distribución nueva de las condiciones de producción sin la cual el nuevo modo de distribución no puede aparecer, y la de introducirlas, sector por sector, desde el momento en que esas condiciones existen. Pero el programa de esta dictadura cambia necesariamente, según estéconstituida la traba, como en Rusia, por la existencia de un enorme sector de pequeña producción mercantil, ó por el contrario, como era el caso de Occidente, por el dominio de una poderosa clase capitalista imponiendo a toda la sociedad unas finalidades económicas y sociales en contradicción con el desarrollo de sus fuerzas productivas y los intereses de clase del proletariado.
En la pequeña producción mercantil, el reparto del producto según el principio del intercambio de equivalentes resulta del carácter privado del trabajo: no produciendo todos los valores de uso necesarios para la existencia, los productores independientes no pueden procurárselos más que mediante otros productores independientes; pero, sin una medida del tiempo de trabajo contenido en su producto y sin una comparación con el que está contenido en el producto de otro, correrían el riesgo con cada uno de estos actos de verse expoliados de una parte más o menos grande de su esfuerzo, si por casualidad el producto que ellos ceden necesitase más trabajo que el producto que reciben. Tales condiciones de producción imponen de forma rigurosa el carácter de mercancías a los productos y por lo tanto su intercambio; es pues imposible injertar sobre ellos un modo de reparto diferente y superior.
En la producción capitalista, en la cual el trabajo ya es asociado y la producción social, el obstáculo reside menos en la propiedad privada de los medios de producción y en la independencia de las empresas herederas de la producción mercantil simple que en los fines de clase que persigue. Aquí, el intercambio de los productos resulta esencialmente de la reducción de la fuerza de trabajo al estado de mercancía y de su intercambio por el salario (mientras que al principio del capitalismo, es el intercambio de la fuerza de trabajo la que, por el contrario, ha resultado del intercambio de los productos). Es efectivamente este acto el que permite definir los objetivos capitalistas como la persecución del valor creciente, ó plusvalía, el uso de la fuerza de trabajo que da más valor al capitalista que lo que recibe el trabajador como pago de esta mercancía, la única que puede llevar al mercado.
En este segundo caso, la destrucción del Estado burgués, la abolición jurídica de la propiedad de las empresas y de los trusts y su toma de posesión por el Estado del proletariado son las condiciones suficientes de una organización que tiende a coordinar en un todo armonioso las unidades económicas, hasta entonces enfrentadas y competidoras. La razón de esto está en que ya la producción tienen un carácter social; que la economía ya ha sufrido una concentración; y sobre todo que la productividad del trabajo ya alcanzada hace del todo inútiles y superadas: la odiosa limitación de la parte del producto social que revierte sobre los productores y que impone el hábito burgués de considerar la fuerza de trabajo como una mercancía que no puede venderse más que "a su precio justo" (y más frecuentemente por debajo que por encima); la excesiva duración de las jornadas de trabajo; el régimen carcelario de las fábricas, en resumen todas las taras que surgen de las exigencias de la producción de valor y plusvalía, y que caracterizan al trabajo asalariado como una nueva esclavitud.
En el primer caso, por el contrario, ni la dictadura política ni las
medidas jurídicas pueden paliar los inconvenientes que se derivan del
desparramamiento de los medios de producción, de la técnica rudimentaria,
de la débil productividad del trabajo y por lo tanto de la escasez del
remanente económico susceptible de volver a la sociedad una vez que las
exigencias del productor estén satisfechas. Aquí, el «obstáculo»
se convierte en una montaña. Toda una fase de mecanización, de racionalización,
de progreso técnico y de concentración se hace necesaria,
toda una
fase de progreso burgués que hace retroceder otro tanto, incluso para
los núcleos de la economía moderna existente en el país, el momento
en que cesará la carrera capitalista por el rendimiento y acrecentamiento
cuantitativo de la producción y de la subordinación de los intereses
inmediatos de la clase obrera a esta finalidad. Entonces, el principio
del intercambio de los productos y de la fuerza de trabajo tiene todavía
ante sí un largo futuro, y la pretensión de abolirlo rápidamente no
es más que una utopía voluntarista. Y sin embargo, sin esta abolición,
ninguna emancipación del proletariado es posible.
Las medidas económicas
después de la insurrección
Las medidas tomadas por el gobierno soviético – decretos sobre el control obrero, sobre la nacionalización de los bancos, sobre la organización de cooperativas de consumo, sobre la suspensión de pago de los dividendos a los accionistas de las sociedades anónimas, sobre la anulación de los empréstitos del Estado y sobre el monopolio del Estado en el comercio exterior – constituyen otras tantas etapas en la realización del programa formulado antes de la insurrección: no a la expropiación de los capitalistas sino la organización de un capitalismo de Estado bajo el régimen soviético y con la ayuda del control obrero. Este control, al cual daba Lenin máxima importancia, estaba orientado a impedir todo sabotaje patronal en las industrias de importancia nacional. Propietarios y delegados obreros son responsables ante el Estado soviético del orden y de la disciplina en la producción. Pero las comisiones de control no tienen responsabilidades en la gestión de las empresas, ni el derecho a dar órdenes ni a ocuparse de cuestiones financieras. La mayor preocupación es la de asegurar el mejor funcionamiento posible de una economía fuertemente trastornada, dejando las empresas en manos de aquellos que tenían la práctica de la gestión y de los negocios, y sometiéndolos a la vigilancia de los obreros sin renunciar por esto a la centralización y a la unidad, bestias negras del «socialismo de empresa». Esto es lo que da un verdadero sentido a la lejana perspectiva de una «reglamentación de producción por los trabajadores»: ¡en ningún caso habría podido obedecer a los principios autonomistas! Los anarcosindicalistas no tienen ningún derecho para reclamarse al «Lenin de los orígenes» lo mismo que no lo tienen los partidarios del «socialismo en un solo país».
En el terreno agrario, las medidas tomadas son la abolición de la propiedad privada del suelo y la nacionalización de toda la tierra: estas no son medidas socialistas ni de capitalismo de Estado, en la medida en que su alcance es puramente jurídico y no económico; en efecto, las tierras confiscadas sin indemnización son entregadas a las comunidades locales, a las cuales se concede la labor de repartirlas según el principio del «disfrute igualitario». Utopía pequeño-burguesa de los socialistas-revolucionarios, el disfrute igualitario no podía más que seguir manteniendo a la agricultura rusa en su atraso secular y, dejando al pequeño campesino el producto integral de su trabajo (del cual el noble, el orden religioso y el Estado descontaban antes la mayor parte), exponer los centros proletarios al hambre. Los bolcheviques no podían dejar de desear la formación de unidades más amplias que las parcelas familiares y la introducción del trabajo asociado y de la mecanización; pero no podían dejar de hacer un compromiso con las reivindicaciones de los socialistas-revolucionarios, que eran las reivindicaciones de las enormes masas campesinas y que sólo podía conseguirlas el proletariado. Este compromiso no tenía nada de "oportunista" en la medida en que, haciéndolo, el bolchevismo no renunciaba a ninguna medida más avanzada inmediatamente realizable, y renunciaba todavía menos a servirse de la nacionalización progresiva de la gran agricultura moderna.
El «capitalismo de Estado bajo el régimen de los Soviets obreros
y campesinos» establecido por estas primeras medidas no debía tardar
en hundirse bajo la presión de sus contradicciones internas, el agravamiento
de la situación económica y la guerra civil, a la que puso fin. Por una
parte, los propietarios de las empresas se resistían al control obrero,
saboteaban o huían. Por otra, los obreros, con el poder político en sus
manos, expropiaban más de lo que podían administrar, a pesar de los consejos
de moderación de los bolcheviques. Así el poder comunista se ve obligado
a pasar, antes incluso del estallido de la guerra civil, a una transformación
de todas las sociedades por acciones en propiedad del Estado. Esto no es
todavía una estatalización general de toda la economía, sino que al
no haber sido previsto viene justificado únicamente como «medida extraordinaria».
El equilibrio roto por el desencadenamiento de la lucha de clases no va
a tardar en ser sacudido más profundamente aún por la guerra civil y
la intervención extranjera que ponen fin al régimen de transición y
abren la fase del «comunismo de guerra».
Lapidariamente ha sido definido como «una reglamentación del consumo en una fortaleza sitiada». Se trata efectivamente de utilizar mejor los escasos recursos existentes, de salvar del hambre los centros proletarios, y de sostener la industria de guerra para asegurar la victoria del proletariado en la guerra civil. Estos objetivos no fueron alcanzados y no podían serlo más que por un reforzamiento de la dictadura del proletariado en el marco de la alianza democrática con el campesinado. Mientras dure la guerra civil, esta alianza se mantendrá a pesar de todo, y el campesinado soportará «a la Commune» por odio y miedo a la restauración.
El comercio está prohibido; el Estado se apropia directamente de la producción y reparte directamente los productos. Los géneros que escasean atrozmente son requisados en los campos por los destacamentos armados de obreros que no dan a cambio a los campesinos más que «papeletas coloreadas llamadas dinero como consecuencia de una vieja costumbre». Se lo podría denominar como una especie de «socialismo en la distribución». Con una cierta eficacia revolucionaria, pero que no tiene ninguna relación con la primera fase del socialismo, la base técnico-económica falta por completo. Es cierto que en terreno de la producción el comunismo de guerra se ha caracterizado por la expropiación completa de la gran industria y de una gran parte de las pequeñas y medias empresas industriales, por la sustitución de la gestión obrera por el control obrero y por la tentativa heroica de reorganizar ramas enteras de la producción industrial por una coordinación directa, y no mercantil. Pero nada de todo esto podía paliar la extrema penuria de reservas, el deterioro del aparato productivo y la ausencia de experiencia en materia de gestión.
Trotski indica que «el gobierno de los Soviets espera e intenta
sacar de las reglamentaciones una economía dirigida en lo que respecta
tanto al consumo como a la producción» y recuerda que el programa
de 1919 decía: «En lo que respecta al reparto, el poder de los Soviets
persevera inflexiblemente en la sustitución del comercio por un reparto
de los productos organizada a escala nacional sobre un plan de conjunto».
¿Cómo explicar tal contradicción con el programa anterior, y sobre todo
con un error teórico que contrasta claramente con todo lo que hemos dicho
en nuestro primer capítulo? Trotski responde: «Este error teórico
sería completamente inexplicable si se perdiese de vista el hecho de que
en esa época, todos los cálculos se basaban en la espera de una victoria
cercana de la Revolución internacional». ¡Muchísimo más respetable
este error de los internacionalistas bolcheviques que la de los renegados
que no sólo dejarán de esperar después la revolución internacional,
sino que la torpedearán teniendo la impudicia de afirmar que el socialismo
es compatible con el intercambio, el comercio y el mercado!
La Nueva Política Económica
(Primavera de 1921 hasta 1928)
Si en el corto período anterior a la guerra civil, Lenin y los bolcheviques consideraban que en la atrasada Rusia todas las tareas económicas del partido proletario se limitaban a «conjurar la catástrofe inminente» que amenaza a las clases pobres de la sociedad, en 1921, después de tres años de lucha encarnizada, toda la «novedad» consiste en constatar que la catástrofe ya se ha producido y que es necesario salir de ella a toda costa. Lo que se llama «nueva política económica» no es más que una vuelta de los bolcheviques al modesto – pero difícil – programa inicial en las nuevas condiciones creadas por la exasperación de la lucha de clases hasta la guerra civil. Estas condiciones son la ruina total de las fuerzas productivas, tanto industriales como agrícolas; la disminución y la dispersión del pequeño núcleo del proletariado urbano sobre el cual había recaído todo el peso de la revolución y el deterioro de las relaciones entre el poder bolchevique (la «Commune» proletaria) y el enorme campesinado.
En tales condiciones, pretender que una vez ganada la guerra civil la tarea era la de «extirpar el capitalismo» en Rusia no era simplemente un error ultraizquierdista, sino un puro absurdo. No se puede extirpar lo que no existe. Un "capitalismo" en el cual la producción ha caído un 69% (el índice de la producción industrial siendo igual a 100 en 1913, no supera el 31% en 1921:la producción es pues inferior durante este año de lo que era antes de la guerra) – la caída más espectacular de la historia – no es un "capitalismo". Un "capitalismo" que no suministra más que un kilogramo de fundición – producto clave de la industria – por persona (3% del total anterior a la guerra, menos de los necesario simplemente para la producción anual de clavos, agujas y estilográficas) no es un "capitalismo". A este nivel, la caída cuantitativa equivale a una regresión cualitativa de la economía a un nivel preburgués.
Llegados a este punto, la cuestión capital de saber quien dispone de los medios de producción, quien los pone en funcionamiento ya no se plantea: cuando las empresas no tienen ni máquinas utilizables, ni aprovisionamiento de combustibles y materias primas, ni obreros, ni técnicos, quien disponga de ellos – aunque sea el poder más revolucionario – no dispone de ninguna realidad material, su "derecho" no tienen en donde ejercerse. La única cuestión que se plantea entonces es la de movilizar las pocas fuerzas de producción que subsisten, coordinarlas y asociarlas no importa mediante que medios (tanto la coerción administrativa como el llamamiento al entusiasmo revolucionario, tanto el interés material como el trabajo comunista gratuito) con el fin de reanimar la producción, base de toda la vida en sociedad. Pero entonces, poco importa momentáneamente el agente de esta reanimación, lo importante es que ésta tenga lugar: el capitalismo extranjero, si éste acepta las ofertas de concesión, los capitalistas rusos otro tanto, los comunistas si son capaces de ello y si la defección de los primeros les obliga a ello. Poco importan las formas que tomará la nueva vida, con tal de que se escape de la muerte.
Cuando se combate para salir de una ruina total, no es cuestión de realizar de golpe un modelo superior de economía y de sociedad: aunque estémuy alejado del socialismo, incluso bajo el régimen político de la dictadura del proletariado, el capitalismo de Estado sería un formidable éxito, un éxito envidiable para los comunistas en el poder en un país de pequeña burguesía campesina, combatidos por la burguesía mundial y privados de la ayuda del proletariado internacional por un tiempo indeterminado. Tal es el sentido general de los violentos ataques de Lenin en el Congreso de la NEP – el X Congreso, celebrado en marzo 1921, ocho días antes del estallido de la revuelta de Kronstadt y bajo la amenaza de una revolución campesina – contra aquellos que, en nombre de la «pureza del comunismo» no querían renunciar a los métodos del comunismo de guerra.
Sobre el plan económico general, es cierto que toda la cuestión se centraba en desarrollar las fuerzas productivas, formas capitalistas, bajo el control del proletariado, y Lenin subrayaba justamente que la NEP, lejos de tener nada nuevo, encuadraba perfectamente en el marco de la teoría del «capitalismo de Estado» que siempre había sostenido. Pero Lenin sabía muy bien que la cuestión económica planteada en el marco de una sociedad dividida en clases, no podía ser resuelta más que por una lucha de clase. La misma NEP asignaba unos límites tan estrechos a esta lucha planteando como principal objetivo la restauración de la alianza entre las dos clases fundamentales de la sociedad soviética – el proletariado y el campesinado – que además Lenin la calificaba igualmente (y con razón) como un retroceso del proletariado y de su partido. Es necesario que mostremos ahora que no hay ninguna inconsecuencia en el hecho de hacer estas dos afirmaciones en apariencia contradictorias, ó más bien que la contradicción no estaba en la cabeza de Lenin, sino en la terrible situación en la que el atraso de la revolución mundial había colocado al proletariado ruso y al partido comunista de Rusia.
Planteando las cuestiones que resultan del final de la guerra civil y del aislamiento persistente de la revolución, no en términos económicos generales, sino en términos de clase, ¿qué dice Lenin al respecto? «El comunismo de guerra (...) no era una política que se correspondiese a las tareas económicas del proletariado. No podía serlo. Era una medida provisional. La justa política del proletariado, que realiza su dictadura en un país de pequeños campesinos, descansa en el intercambio de cereales por productos industriales que el campesino necesita. Esto no es más que una política alimentaria que se corresponde con las tareas del proletariado, sólo ella es susceptible de fortalecer las bases del socialismo y conseguir una victoria total». El sentido está claro: la base social del partido que lucha por el socialismo. La «victoria total» de la que se habla es claramente una victoria política de este partido, y no... el triunfo de la forma económico-social del socialismo... sólo en Rusia, pues esto chocaría con todas las afirmaciones de Lenin acerca de la necesidad de una larga lucha por el capitalismo de Estado.
La definición es capital y merece detenerse sobre ella. Durante el comunismo de guerra, no había «intercambio» entre industria y agricultura, sino requisa por la fuerza a los campesinos del mínimo de géneros alimenticios necesarios para permitir a las ciudades no morir de hambre, y que el ejército rojo combatiese. Los campesinos habían tolerado mejor ó peor estas requisas por temor a la restauración zarista, pero también habían actuado económicamente y el resultado había sido una caída de la producción cerealista de una media de 770 millones de quintales a una media de 404 millones. Manteniendo esta coerción, incluso después de la victoria militar sobre los Blancos, la caída de la producción agrícola sólo podía agravarse, y se corría el riesgo además de insurrecciones campesinas que podían hacer caer el poder bolchevique. Tal es el sentido preciso y limitado de la definición de Lenin: «La política (...) que lleva a cabo la dictadura del proletariado en un país de pequeños campesinos descansa sobre el intercambio de cereales por los productos industriales que el campesino necesita».
¿Quiere esto decir que este intercambio asegura automáticamente la supremacía política y la ventaja económica al proletariado? ¿A condición de ofrecer a los campesinos la posibilidad de comerciar con sus productos y de ofrecerles en el mercado los artículos manufacturados necesarios a precios convenientes, el proletariado habría asegurado no sólo su permanencia en el poder, sino el triunfo de su propia política interior e internacional de clase? Este es el problema. Es cierto que el campesinado ruso era hostil a la Internacional Comunista y a los lazos del poder soviético con esta organización "extranjera". La única excepción podía estar formada por los campesinos más pobres (el reparto de tierras no había abolido para nada la diferencia social en el campo), pero en 1921 e incluso mucho más tarde, el Partido reconocerá que carece de partidarios directos en el campo e incluso de un periódico comunista legible para los campesinos. Pero aunque el campesinado no fuese idealista, y se mostrase siempre poco inclinado a razonar en términos de principio, esta circunstancia no debía ser un obstáculo para el mantenimiento de la dictadura proletaria, a condición de no manifestarse sobre el terreno económico.
Después de haber debido aceptar su derrota sobre los campos de la guerra civil en Rusia, la burguesía internacional sometió a la Rusia bolchevique a un terrible bloqueo económico que repercutía evidentemente sobre el campesinado. Para poder ofrecer al campesinado artículos manufacturados con unas condiciones tan ventajosas como lo hacía la burguesía rusa antes de la guerra, o que habría hecho si hubiera mantenido el poder y al mismo tiempo los lazos de Rusia con el mercado mundial, habría sido necesario un enorme esfuerzo productivo por parte del proletariado; pero para ofrecerle además todos los medios de producción necesarios para pasar de la miserable agricultura parcelaria entonces predominante a la gran agricultura asociada, el proletariado debería renunciar todavía por mucho tiempo a una mejora sensible en sus condiciones de vida y de trabajo. El intercambio de los productos industriales por los productos agrícolas era una condición necesaria para el mantenimiento del poder bolchevique y, si se quiere, «la política que lleva a cabo la dictadura del proletariado» en la medida en que esto probaba que el proletariado era capaz de tomar sobre sí los intereses generales de la sociedad y no solamente de defender intereses corporativos, como habrían querido algunos obreristas.
Pero este era también el cuchillo que la enorme pequeña burguesía de Rusia colocaba en el cuello del proletariado, el peso pesado que le obligaba a tirar de una pequeña producción mercantil con un rendimiento irrisorio, la despiadada sujeción que ejercía sobre él la ligadura de la pequeña burguesía rural a la pequeña propiedad y a la gestión parcelaria. Resumiendo, el intercambio con el campesinado, muy lejos de expresar la igualdad democrática de las dos clases, contrariamente a cuanto afirmarán más tarde los renegados, y con mayor abastecer con un fundamento sólido la supremacía política del proletariado, hacía de él la clase condenada a hacer todos los sacrificios de la revolución, no dejando a su dictadura más que un fundamento frágil y minado.
Lenin tenía fe en el Partido Comunista de Rusia y en la Revolución internacional que, tarde ó temprano, vendría en socorro del proletariado ruso. Pero no ignoraba en absoluto el desequilibrio de la relación de fuerzas, cuando denunciaba «el error de aquellos que no ven que el principal enemigo del socialismo en nuestro país es el carácter pequeño burgués de la economía y el elemento pequeño-burgués», cuando definía la lucha entablada como sigue: «No es el capitalismo de Estado quien se enfrenta al socialismo; es la pequeña burguesía más el capitalismo privado los que luchan conjuntamente, de mutuo acuerdo, contra el capitalismo de Estado y el socialismo. La pequeña burguesía se opone a toda intromisión, a todo registro ó control por parte del Estado, ya sean de naturaleza capitalista ó socialista». El, Lenin, que concluía completamente al revés de cuanto hace el oportunismo actual, plenamente orientado hacia las clases medias y vilipendiando a los monopolios: «lo que necesitamos es un bloque ó una alianza del Estado proletario y del capitalismo de Estado contra el elemento pequeño burgués».
Toda la precariedad de la posición del proletariado aparece claramente
en esta otra definición que Lenin da de la NEP y que resume toda la cuestión:
«No la demolición del antiguo régimen de la economía social, el
comercio, la pequeña agricultura, la pequeña industria, el capitalismo;
sino animar el comercio, la pequeña agricultura, la pequeña industria,
el capitalismo, esforzándose para tomar posesión de ellos con prudencia
y gradualmente, o reglamentándolos por mediación del Estado solamente
en la medida en que pueden revivir». Esto no impedirá, menos de diez
años después, que las fuerzas que habían constituido durante largo tiempo
la corriente centrista del bolchevismo, proclamen que ya era hora de «liquidar
la NEP», de pasar al ataque y de entrar en la vía real de la transformación
socialista de la Rusia pequeño burguesa y rural. Es cierto que antes de
llegar a eso, estas fuerzas ha habían realizado la contrarrevolución
política.
Dicho esto, la cuestión histórica que se plantea es evidentemente la de saber si la NEP ha alcanzado ó no sus objetivos y porqué. Desde el punto de vista económico, el objetivo de la NEP no es ni un socialismo nacional imposible (¡!), ni (tesis menos grosera pero igualmente falsa y peligrosa) una simple «escalada» de la pequeña producción mercantil hacia el capitalismo de Estado. En otros términos, no es ni tan siquiera el capitalismo de Estado en general, como forma más avanzada del capitalismo a secas y, por este hecho, la más próxima, en el tiempo, al socialismo: «El capitalismo de Estado del que hablamos, dice Lenin, es un capitalismo que sabremos limitar, un capitalismo al cual sabremos fijar los límites», según los intereses inmediatos y lejanos del proletariado, claro está.
Para responder a la pregunta planteada, no obstante, no son solamente los objetivos económicos, sino los objetivos políticos de la NEP los que deben ser comprendidos claramente. Al igual que sucede con la revolución de 1917, este objetivo es en el fondo doble: asegurar unas condiciones económicas tales que el poder soviético considerado globalmente no pueda derrumbarse, arrastrando en su caída las conquistas democráticas de la revolución y ofreciendo el país al terror blanco, pero luchar también, a la vez política y económicamente (si es posible) para que este poder soviético en general siga siendo proletario y por lo tanto internacionalista, empresa infinitamente más difícil que la de evitar una restauración pura y simple, pero que es la característica y la función por excelencia del Partido comunista de Rusia, sin la cual no hay ni bolchevismo ni leninismo y por lo tanto, en consecuencia, es imposible hacer abstracción incluso momentáneamente si se quiere comprender algo de la NEP y de los debates que ha suscitado.
Nuestra tesis de partido, avalada por una multitud de textos programáticos y sobre la cual no reincidiremos aquí, es que la contrarrevolución política se ha producido ANTES incluso de que la fase económica de la NEP haya concluido, y si bien la temida restauración no tuvo lugar, y el poder siguió siendo «soviético» y comunista, es imposible admitir que la NEP haya alcanzado su objetivo. Pero por otra parte es más cierto que si la caída de la dictadura del proletariado (ó más bien la liquidación de lo que el poder soviético mantenía de proletario en tanto que permanecían verdaderos comunistas revolucionarios en el partido dirigente) no vino acompañada del hundimiento del Estado soviético en cuanto tal, no fue del todo gracias a la NEP, sino gracias a su liquidación en 1928. Los actuales herederos de la contrarrevolución estalinista hacen el ridículo doblemente cuando, en sus tesis sobre el cincuentenario, presentan a la NEP no solamente como el «plan científico» imaginado por Lenin para hacer el socialismo allí donde un puñado de marxistas «doctrinarios» lo habían juzgado imposible, sino como la verdadera fuente de todas las maravillas que se pueden contemplar en Rusia, y si bien la primera afirmación es una monstruosidad teórica, la segunda es una grosera falsificación histórica.
Abordada la cuestión política, queda por estudiar el determinismo económico que no sólo ha socavado y liquidado la dictadura del proletariado en los años 1923‑27, sino que ha empujado la economía rusa por las vías que ha tomado irresistiblemente desde la liquidación de la NEP en 1928 hasta su presunto «restablecimiento» en 1956.
La supresión de las requisas forzadas de los productos agrícolas y su sustitución por un impuesto en especie (entrega al Estado por parte de los campesinos de una cierta cantidad de cereales fijada distrito por distrito y año por año según criterios uniformes), el restablecimiento de la libertad de comercio de los excedentes agrícolas, para la agricultura; para la economía urbana, el restablecimiento de la libertad de comercio de los productos manufacturados, resumiendo las medidas prácticas simples y sin ningún misterio adoptadas por el Partido en 1921, tuvieron por efecto una rápida reanimación indudable de la vida económica:
|
|
No obstante, estas cifras no bastan para aclarar la crucial cuestión del abastecimiento de las ciudades en estos duros años. A este respecto es el porcentaje de trigo efectivamente comercializado el que nos interesa en primer lugar. Así, la progresión se transforma en regresión, ya que tenemos en 1913: 25%, en 1925‑26: 15,4 % y en 1927‑28: 11%, es decir, 200 millones de quintales en 1913, 106 en 1926 y 81 en 1928. El choque entre las dos series prueba una cosa: el campesinado ruso, crónicamente infra-alimentado bajo el zarismo ha sacado de la revolución de Octubre la ventaja de poder alimentarse mejor. En este sentido, el fantasma de la contrarrevolución campesina que planeaba sobre el país en 1921 da marcha atrás a lo largo de la NEP, y en este sentido todavía, el poder soviético se afianza.
Sin embargo, el poder soviético es una dictadura democrática del proletariado y los campesinos, lo que implica que la mejoría, incluso inmediata y elemental de las condiciones de vida material en las ciudades y entre los obreros no se retrasa demasiado respecto a la que se manifiesta en los campos y entre los campesinos. Sin el restablecimiento de relaciones económicas más normales que las atestiguadas por las dos series indicadas con anterioridad, el poder soviético, aunque se reforzara, descansa sobre un desequilibrio que actúa en detrimento de la clase de los obreros urbanos, lo que a la larga hace hipotético su carácter proletario y el predominio efectivo del proletariado en la dictadura común, incluso si, evidentemente, ni este carácter ni este predominio pueden ser reducidos a una cuestión de consumo relativo de calorías por el obrero y el campesino, y si por el contrario, dependen de cuestiones infinitamente más complejas y de mayor talla, tales como la orientación del Estado en la lucha de clases internacional y la subordinación de su política inmediata a los objetivos socialistas finales, incluida la cuestión interior.
Por muy anodinos que puedan parecer a primera vista, estas dos tablas bastan ellas solas para tirar por tierra la idealización oportunista de la «democracia soviética» y para revelar el antagonismo latente entre las dos clases momentáneamente aliadas, incluso sobre el humilde plan inmediato y con mayor razón sobre las finalidades históricas. Además, la cuestión de su interpretación plantea poco después todas las cuestiones mas cruciales del «periodo de transición», las mismas que, no habiendo podido la NEP resolverlas debido por una parte al deterioro de la industria y por otra al bloqueo económico de los países burgueses contra la URSS, causarán definitivamente la caída de la dictadura comunista y proletaria.
Si nos preguntamos por que si la producción ha aumentado, los cereales disponibles para la clase obrera han disminuido, creando una situación peligrosa para el poder obrero, descubrimos tres causas cuya importancia relativa es muy difícil de establecer en ausencia de informaciones estadísticas suficientes: 1) la extensión de la pequeña economía campesina con un escaso sobrante económico y con un amplio autoconsumo relativo debido a que el reparto de las tierras constituye la revolución agraria democrática; 2) la persistencia de un sector económico agrícola capitalista susceptibles de producir dicho sobrante, pero no produciéndolo realmente más que en condiciones favorables de mercado; 3) la necesidad para el poder soviético de exportar una fracción de su producción agrícola a costa de la sub‑alimentación obrera, único medio, en las condiciones capitalistas existentes – en vigor en todo el mundo – de procurarse algunos medios de producción indispensables, no fue hecho más que para reanimar a la industria. Pero esto lleva de nuevo, poniendo un ejemplo simple y concreto accesible a los menos advertidos, a señalar la triple presión ejercida sobre la clase obrera de Rusia, su partido y su poder por toda la pequeña burguesía rural, por la clase capitalista agraria residual de los kulaks, y, last but not least, por la gran burguesía imperialista mundial.
Lamentamos ignorar las cantidades absolutas de grano que en estos crueles años de hambre el proletariado debió quitarse de la boca para pagar las máquinas que se pudieron importar, pero la simple yuxtaposición de la disminución del trigo comercializado por una parte y por otra del crecimiento de las exportaciones de ese mismo trigo, condición para el aumento de las importaciones tan necesarias de productos manufacturados, ilustra con bastante elocuencia las terribles contracciones en las cuales el aislamiento de la Revolución rodeaba al proletariado soviético y a su partido. No obstante, señalemos que, si este crecimiento no siguió después de la NEP (detenido brutalmente en 1930‑31), la disminución ulterior, que corresponde a la autarquía concertada de la época del «socialismo en un solo país», no ilustra ningún alivio en la situación económica de los obreros, por el contrario, y constituye la continuación lógica de la contrarrevolución política dentro del campo soviético.
Año | Exporta- ciones |
Importa- ciones |
1913 | 1.192 | 1.078 |
1924 | 264 | 204 |
1925 | 477 | 648 |
1928 | 630 | 747 |
La progresión de las exportaciones viene limitada por la producción de grano que, desde 1926, oscila en torno a una media de 730 millones de quintales. De esta forma, no sólo es el abastecimiento de las ciudades lo que está en juego, sino el desarrollo industrial que, en los límites de la NEP, y en ausencia de capitales extranjeros, depende esencialmente del intercambio de trigo ruso por máquinas-herramientas extranjeras.
Es necesario señalar aquí un punto que no ha tenido ninguna importancia práctica, pero que entraña una gran significación de principio. En 1921‑22 Lenin contaba esencialmente para levantar la industria con las concesiones, es decir la puesta en marcha de empresas soviéticas por el capital extranjero bajo el control bolchevique. Fue imposible obtener «concesiones adecuadas» como debió constatar Lenin, pero es significativo que el cuidado por la «independencia nacional» y el proteccionismo «socialista» (terminología muy posterior y completamente estalinista) era del todo extraña no sólo a Lenin, sino a todo el partido al comienzo de la NEP, ya que nadie pensó en combatir esta audaz posición de Lenin.
En los límites de la NEP siempre, la cuestión clave es por lo tanto la del aumento de la producción agrícola. Con relación a la preguerra, subsiste efectivamente un déficit de más de 40 millones de quintales mientras que de 1918 a 1926 la población crece en 10 millones de habitantes y continúa creciendo a razón de 3 millones de habitantes por año. El aumento de la producción agrícola y además el aumento en la disponibilidad de granos (que depende de la primera pero no se identifica con ella, como hemos visto) es una cuestión no sólo económica sino social: el aumento de la productividad depende evidentemente de una revolución técnica cuyos medios sólo puede suministrarlos el desarrollo industrial, y, más precisamente, una producción masiva de máquinas agrícolas y abonos. Pero por una parte este desarrollo industrial está limitado precisamente por la baja producción agrícola y, por otra parte, la utilización racional de los hipotéticos nuevos medios de producción supone la superación de la estructura parcelaria de la agricultura. La gran empresa kulak es evidentemente superior a la pequeña economía parcelaria tanto desde el punto de vista de su capacidad para aprovechar los progresos técnicos ulteriores como desde el punto de vista de su productividad inmediata, pero esta ventaja no repercute directamente en la disponibilidad social de los granos, debido a que se trata de una producción privada, que se dilata o se contrae no en función exclusivamente de las posibilidades técnicas y naturales, sino en función del mercado y por lo tanto no puede regular a su voluntad el poder revolucionario.
Todo el secreto de la contrarrevolución que se lleva a cabo en el campo soviético antes incluso del fin de la NEP debe buscarse en la estructura social de la agricultura rusa, pero por desgracia es muy difícil hacerse una imagen completa de esto, debido a la falta de estadísticas. Si nos fiamos del discurso del estalinista Molotov en el XV Congreso (Congreso de liquidación de la izquierda unificada de Trotski-Zinoviev-Kamenev en diciembre 1927) se puede admitir que la extensión de la pequeña producción parcelaria, que antes de la revolución era de 60 millones de hectáreas, ha pasado debido al reparto de las tierras de la nobleza, de la Iglesia y del Estado zarista a 100 millones de hectáreas, a las cuales habría que añadir 40 millones de «tierras ociosas» antes de 1917 y recuperadas para el cultivo, y otros 36 millones si es cierto que de 40 millones de hectáreas que pertenecían a los campesinos ricos antes de Octubre no les quedaban mas de 4 millones en 1927, habiendo ido a parar la diferencia a manos de los campesinos medios y pobres.
Después de este discurso, al final de la NEP había 24 millones de pequeñas explotaciones, de las cuales 8 millones eran tan pequeñas que «incluso el empleo de un caballo sería demasiado oneroso» y que por lo tanto no debían proporcionar ningún excedente, suponiendo que pudiesen alimentar a sus detentadores. De esta forma, casi el 98% del suelo se encontraba sometido a la pequeña explotación con un débil excedente, mientras que el resto, que contribuía con más de un 50% de la producción comercializable (según la plataforma de la oposición de izquierda en el XV Congreso – que se celebrará después de la exclusión de Trotski y de Zinoviev, en diciembre 1927, y que, como es lógico, no examinará ni tan siquiera esta plataforma – la proporción está cifrada exactamente en un 53% para el año 1926) estaba en manos de una clase capitalista que no tenía ningún interés en el éxito de la NEP y que, sin alimentar una «oposición de principio» al poder soviético, no debía producir y destinar su producción al mercado nada más que en la medida en que esto le interesaba, con la fuerza suficiente como para retener sus excedentes cuando los precios no le interesaban, con el fin de provocar su caída.
A la vista de esta situación en la agricultura, «todo dependía
de la industrialización», pero, con el bajo nivel al cual habían
caído las fuerzas productivas y en el marco del intercambio entre ciudad
y ampo, la debilidad de la agricultura sólo podía frenar el desarrollo
industrial ya que no era capaz de proporcionara la industria ni capitales
ni mercado, ni excedentes alimentarios para una clase obrera en crecimiento.
Así, aunque partiendo de un nivel muy inferior al de la transformación
socialista, la exigencia del desarrollo industrial planteaba cuestiones
insolubles en el marco del liberalismo económico que era el de la NEP.
En la industria, el nivel de la producción de 1913 parece haber sido alcanzado
en 1926, al precio de una extremada tensión de fuerzas. Para algunas industrias,
se alcanzaría en 1927‑28. No es casualidad que la crisis estalle precisamente
entonces y que se produzca el gran giro que, con la «deskulakización»
y la entrada forzosa de los pequeños y medios campesinos en las cooperativas
koljosianas de una parte, la industrialización a marchas forzadas por
otra, va a abrir la era estalinista propiamente dicha, situada bajo la
bandera absurda y mentirosa del «socialismo en un solo país».
Pero si este giro obedece a un determinismo independiente de las "ideas"
de los dirigentes y establecido en las relaciones económicas reales, no
es menos cierto que también estuvo condicionado por la contrarrevolución
política de 1926‑27.
El debate económico y la lucha
por los principios en el Partido bolchevique
desde 1923 hasta 1928
Las contradicciones explosivas de la economía y de la sociedad rusa sometidas al criminal bloqueo de la burguesía mundial no podían dejar de reflejarse en la vida interna del partido. A cada crisis económica (1923 primero, después 1925 y 1927 y 1928) corresponde una crisis en el partido. La lucha es muy viva en cada fase y no resulta siempre fácil distinguir las divergencias que atañen a los mismos principios de las que sólo poseen una significación secundaria. Hasta 1928 la lucha parece circunscrita entre una derecha liberal, cuyo teórico es Bujarin y una izquierda dirigista cuyos teóricos son Trotski y Preobrazensky, entre las cuales anda un centro representado por Stalin. Desde 1925, esta izquierda y esta derecha no solamente se oponen en las cuestiones de la política económica práctica, sino en una cuestión de principio, la cuestión de la posibilidad o no del socialismo en un solo país, de la cual depende de hecho toda la orientación del partido, y por lo tanto del Estado ruso, en la lucha de clase internacional y (en la medida en que la sección rusa ejerce una influencia preponderante en la Internacional) del mismo modo en la orientación completa de ésta última.
Hasta 1928, la derecha liberal se encuentra en el terreno de los partidarios del «socialismo en un solo país» mientras que los dirigistas se encuentran en el terreno internacionalista, puede parecer que la misma frontera de clase que separa el nacional-socialismo y el internacionalismo separa igualmente el dirigismo de Preobrazensky-Trotski del liberalismo bujarinista. Los militantes rusos están de tal forma penetrados por esta falsa convicción que mientras Stalin lleva a cabo su «giro a la izquierda» de 1928 en política económica práctica, sin renunciar, muy por el contrario, a su nacional-comunismo a nivel de principios, el desconcierto será tal entre aquellos que habían creído reconocer en el liberalismo bujarinista el principal peligro y el oportunismo antiproletario por excelencia, que la mayoría de los militantes de la oposición unificada se unieron a los estalinistas llegado el momento, Preobrazensky el primero, y será Stalin quien aplique a fondo su programa. Pero también es necesario decir en honor a Trotski que él no capitulará.
La crisis de 1923 es, a diferencia de la de 1928, una «crisis de crecimiento». Se asiste a un renacimiento de las ciudades y de la producción industrial, que todavía no representa más que un cuarto de lo que era en 1913, pero que no obstante ha aumentado un 46% en relación al pasado año. En este aumento, la parte de la industria estatal es muy inferior a la del artesanado y a la de las empresas privadas que dominan en la industria ligera y que son empresas arrendadas por el Estado obrero a particulares, pues aquel es incapaz de gestionar todo lo que ha sido nacionalizado. La consecuencia de esto es el atraso de la industria pesada que ha permanecido en manos del Estado y ha sido organizada por empresas que funcionan en relación al mercado de materias primas, del trabajo y de los productos como empresas aisladas con su balance propio y obteniendo un beneficio, es decir, como empresas organizadas de manera capitalista, con la diferencia respecto al sector privado de que sus beneficios van a parar al Estado obrero, el cual dispone de esta manera de unos ingresos económicos que puede, teóricamente al menos, utilizar en objetivos de clase, lo cual explica que los bolcheviques las designen como «empresas socialistas» a pesar de sus características económicas.
El reforzamiento de la industria privada en régimen de arrendamiento con relación a la industria estatal no debe considerar como un reforzamiento del capitalismo en relación a un socialismo inexistente, a pesar de la ambigua terminología de los comunistas rusos; pero esto no era menos peligroso, en la medida en que marcaba la extensión de un sector económico incontrolable en relación al único susceptible de algún control.
Dicho esto, tanto el sector privado como el estatal se encuentran situados, debido al aumento de los precios industriales, ante la necesidad de una reducción de sus gastos generales, lo cual se traduce en el cierre de las empresas poco rentables con objeto de reorganizarlas y por una congelación salarial. De 500.000 parados a finales de 1922 se pasa a 1.250.000 en verano de 1923, mientras que «industriales rojos» y directivos de la industria estatal ejercen sobre los obreros una presión tal para aumentar su esfuerzo productivo que los sindicatos se inquietan.
Comparada con la curva de los precios agrícolas que se quedan en un 50% de su nivel de antes de la guerra, la subida de los precios industriales que alcanzan un 180% y un 190% del nivel prebélico, define lo que Trotski denuncia en el XII Congreso del partido como la «crisis de las tijeras», amenaza directa al desarrollo de la agricultura, en la medida en que arrebata a los campesinos una parte del fruto de su trabajo, y por lo tanto amenaza la alianza política entre la clase obrera y campesinado. Para conseguir que las «tijeras» se cierren, Trotski propone una corrección de la NEP mediante una ayuda a la industria y una planificación destinada a favorecer el desarrollo de la industria pesada. La mayoría de la dirección política cree por el contrario que hay que mantener la NEP integralmente, es decir, la política de conciliación con los campesinos, recurriendo a una bajada autoritaria de los precios industriales por una parte y a una disminución de las cargas fiscales de los campesinos por otra. No prevé más que un crecimiento de las exportaciones para mejorar el equipamiento de la industria, posponiendo el desarrollo de la industria pesada.
De hecho, en el XII Congreso no se da todavía un conflicto en el partido bolchevique sobre la cuestión económica. No es la adopción del status quo en esta materia la que va a empujar a Trotski a la oposición. Es la cuestión igualmente crucial de la amenaza de degeneración del partido que tanto Bujarin, futuro «derechista» en materia económica, como Preobrazensky y tantos otros, considerados a este respecto como elementos de izquierda, denuncian desde febrero 1923, tal como hacía Lenin antes de su enfermedad. Este alineamiento de 1923 no es ocasional: todo lo que de sano y vivo queda en el partido se vuelve contra el cuerpo extraño representado por Stalin y sus métodos, al cual se han aliado para su desgracia viejos compañeros de Lenin como Kamenev y Zinoviev. No hay que olvidar que, pese a las luchas intestinas entre «derecha» e «izquierda» y las apariencias provocadas por las debilidades individuales después del gran giro de 1928, se trata del mismo alineamiento del partido marxista contra el nacional-comunismo estalinista que se vuelve a encontrar en la tentativa, desgraciadamente sin futuro, de alianza entre Bujarin y Trotski después de la «liquidación de la NEP».
Trotski entrará en la oposición en octubre 1923 redactando en diciembre el famoso Nuevo Curso que, sin estar dedicado a la política económica, contiene las posiciones que en ausencia de Trotski, sostendrá la oposición en la XIII Conferencia de enero 1924 por boca de Preobrazansky, chocando con la oposición de los estalinistas (se trata de Molotov y de Mikoyan, que ironizan torpemente acerca de los proyectos de planificación de la industria durante varios años y reprochan a la oposición el querer hacer prevalecer unas concepciones burocráticas en economía y sacrificar al campesinado para desarrollar la industria) y de Kamenev, cuyo origen evidentemente está fuera de la cuestión económica. En Nuevo Curso, como si predijera en ese momento el desencadenamiento de la demagogia que se produciría más tarde, Trotski comienza recordando que él ha sido el primero en preconizar la NEP para el campo y que unida a esta proposición había
«otra que concernía a la nueva organización de la industria, proposición mucho menos detallada y mucho mas circunspecta, pero dirigida en general contra el régimen de los glavs que suprimían cualquier coordinación entre la industria y la agricultura». Estos «glavs» eran las direcciones económicas centrales creadas durante el comunismo de guerra y que dirigían autoritariamente la industria estatal en ausencia de todo intercambio y de todo mercado. Fueron disueltos en 1921 al tiempo que se restablecía la libertad de comercio. No se trata por tanto de «subestimar al proletariado», ni de imponer a la industria un retorno al régimen del comunismo de guerra: «la tarea económica capital del presente consiste en establecer entre la industria y la agricultura, y por consiguiente en el interior de la industria, una correlación que permita a la industria desarrollarse con un mínimo de crisis, de choques y de quiebras y que asegure a la industria y al comercio estatales una preponderancia creciente sobre el comercio privado (...) ¿Cuáles son los métodos a seguir para establecer una armonía racional entre la ciudad y el campo? ¿Entre la industria y el comercio? ¿Cuáles son las instituciones llamadas a aplicar éstos métodos? ¿Cuáles son los datos estadísticos concretos que permiten en cada momento establecer los planes y los cálculos económicos? La respuesta a estas cuestiones no estaría predeterminada por una fórmula política general. ¿Estas cuestiones tienen un carácter de principio, de programa? No, pues ni el programa, ni la tradición teórica del partido nos ha unido y no puede unirnos a este respecto, ya que carecemos de la experiencia a partir de la cual, podríamos generalizar ¿Es grande la importancia política de estas cuestiones? Inconmensurable. De su solución depende la suerte de la revolución (...) Es necesario dejar de cuchichear acerca de la subestimación del campesinado. Lo que hay que hacer es rebajar los precios de las mercancías destinadas a los campesinos».Lo importante, desde el punto de vista de los principios es que, contrariamente a cuanto tendrá lugar más tarde, cuando se deje llevar por su lucha contra la derecha bujarinista, Trotski, que ha combatido enérgicamente en Nuevo Curso para defender al partido, reconoce que en política económica no hay principios sobre los cuales apoyarse por una parte, y por la otra, que todas las cuestiones planteadas conciernen a las condiciones de la supervivencia del poder soviético, y no a la transformación socialista de la economía y de la sociedad rusas.
En lo que respecta a la industrialización, Trotski insiste sobre el hecho de que «es absurdo afirmar que la cuestión se reduce al comportamiento del desarrollo y que está casi enteramente determinada por el factor de la rapidez», y que en realidad se trata ante todo de la dirección del desarrollo. A este respecto, sus reivindicaciones son de lo mas moderadas: acabar con las improvisaciones, esforzarse por precisar un plan de producción de la industria estatal conforme a las condiciones y recursos materiales, teniendo en cuenta que «es imposible seguir exactamente el avance del mercado campesino y del mercado mundial» y que «los errores de apreciación son inevitables, como consecuencia de la variabilidad de la cosecha». No pretender extraer beneficios de las diferentes ramas de la industria estatal y de los transportes al principio del tercer año de la NEP (en el periodo de preparación del XII Congreso Rykov, futuro representante de la derecha, constatando que el capital de fundación y de rodaje de la industria estatal seguía disminuyendo en 1922‑23, creía que en 1923 la industria estatal debía producir beneficios, «esperanza optimista» que Trotski dijo no compartir), sino limitar las pérdidas sufridas, aunque esto no sucedió durante el segundo año debido a una racionalización de las actividades de la industria del Estado.
En resumen, actuar de tal forma que se conjure el peligro de una «soldadura» entre la economía campesina anárquica por una parte, y el capital privado que «reinicia el proceso de acumulación primitiva, primero en el terreno comercial, después en el industrial» y tiende así a interponerse entre el Estado obrero y el campesinado, y a conquistar una influencia económica y por lo tanto política sobre este último, síntoma grave de la posibilidad de triunfo de la contrarrevolución.
Dando una gran importancia a «la buena organización del trabajo de nuestro Gosplan» (plan estatal) para resolver todas las cuestiones de la soldadura no suprimiendo el mercado, sino sobre la base del mercado, Trotski admite que «la cuestión no depende únicamente del Gosplan y que los factores y condiciones de los cuales depende la marcha de la industria se cuentan por docenas», pero «solamente con un sólido Gosplan (...) será posible apreciar convenientemente esos factores y condiciones y ajustar toda nuestra acción».
En conclusión, Trotski desea que el partido se preocupe en primer lugar de la industria y menos de la ayuda estatal para restablecer la agricultura:
«El Estado obrero debe ayudar a los campesinos mediante el crédito agrícola y la ayuda agronómica de manera que le permita exportar sus productos sobre el mercado mundial. Sin embargo, es principalmente gracias a la industria como se puede influir sobre la agricultura: es necesario proveer al campo de los instrumentos y de las máquinas agrícolas con precios asequibles, abonos artificiales y objetos de uso doméstico en buenas condiciones. Por otra parte, para organizar y desarrollar el crédito agrícola, el Estado necesita elevados fondos destinados a gastos corrientes y, para esto, es preciso que su industria le proporcione beneficios, lo cual es imposible si las partes que la constituyen no están coordinadas racionalmente». Trotski liga, al igual que Lenin, estas prudentes consideraciones económicas a la cuestión internacional: «Si el peligro contrarrevolucionario surge de ciertas relaciones sociales, esto no quiere decir en lo más mínimo que mediante una política racional no se pueda detener este peligro, aminorarlo, alejarlo, posponerlo. Este alejamiento es capaz a su vez de salvar la revolución asegurando tanto una reanimación económica favorable en el interior, como el contacto con la revolución victoriosa en Europa».La única debilidad de la posición de Trotski reside en el hecho de que, al juzgar que «los kulaks, los intermediarios, los revendedores, los concesionarios» son « mucho más capaces de controlar el aparato del Estado que el mismo partido», parece pensar que, sobre la base de una industria estatal reanimada, pero funcionando en un último análisis a la manera capitalista, el partido podría disputar victoriosamente el aparato del Estado a todas estas capas burguesas y, reclutando nuevas fuerzas en el proletariado sobre la base de los éxitos de la industria estatal, conservar gracias a esto su amenazado carácter proletario. Cuando se pregunta sobre las vías de la contrarrevolución, lo hace sobre las vías políticas que podría tomar si se verificase la hipótesis económica de una victoria del capitalismo privado sobre el capitalismo de Estado. Entonces, «podría haber varias vías: el derrocamiento del partido obrero, su degeneración progresiva, una degeneración parcial acompañada de escisiones y de desórdenes contrarrevolucionarios».
Cuando cita el peligro que resulta de la fusión del partido y del aparato del Estado y de la penetración de los métodos administrativos en la vida del partido cuyo funcionamiento altera gravemente, señala que en época en la que escribe «este peligro es el mas evidente, el mas directo y la lucha contra los demás peligros debe, en las condiciones actuales, comenzar por la lucha contra el burocratismo», no parece advertir que en caso de desarrollo de la industria estatal, este peligro no disminuiría, sino que aumentaría; por el contrario, concluye diciendo que «la lucha contra el burocratismo del aparato del Estado es una tarea excepcionalmente importante, pero exige mucho tiempo, más ó menos paralelo a nuestras tareas fundamentales: reconstrucción económica y elevación del nivel cultural de las masas». Pero si el coraje del militante que define las dificultades y advierte de los peligros para combatirlos mejor es grande, el carácter insoluble de las contradicciones entre las cuales la defección del proletariado europeo ahoga la revolución rusa no aparece de forma menos cruel en el texto.
Síntoma alarmante que dice mucho acerca del estado de agotamiento de las fuerzas sanas del partido, sobre todo después de la derrota precedente de Octubre de 1923 en Alemania. Esta derrota provoca el suicidio de viejos militantes, como Lutovimov y Eugenia Bosch, de uno de los secretarios de Trotski Glatzmann, y de otros muchos militantes de la oposición. Numerosos opositores sufren destierro por defender sus posiciones, lo cual intimida a los menos templados, que deciden ser de ahora en adelante mucho más prudentes.
En la XII Conferencia de enero 1924, la izquierda, que por boca de Preobrazensky defiende estas tesis económicas, reclamando sobre todo un saneamiento del régimen interno del partido, sufre una total derrota. De hecho, el verdadero objetivo del debate no es en absoluto la cuestión de la política económica, sobre la cual los estalinistas no intervienen mas que para ironizar toscamente y sin gracia, denunciando el peligro de «burocratización» que la planificación haría correr a la URSS (¡!) si se seguía a Trotski, sino la cuestión del partido, a la cual estaba dedicado el principal informe, el de Stalin. La oposición es acusado de haber lanzado la consigna de «la destrucción del aparato del partido buscando la forma de volver a llevar el centro de gravedad de la lucha contra la burocracia del Estado al mismo partido», siendo condenada como culpable de «un abandono del leninismo que refleja objetivamente la presión ejercida por la pequeña burguesía». No hay por lo tanto una lucha de dos corrientes del partido que defienden una política económica distinta: no se da más que la movilización de fuerzas oscuras (que no van a tardar mucho en descubrir su verdadera naturaleza) no para defender principios, sino contra ciertas personas (Trotski en primer lugar). La fracción dirigente se impone no por la fuerza de la argumentación, sino por las amenazas de represión y la invocación vacía del nombre de Lenin, cuya enfermedad les anima a asestar esos golpes a las tradiciones del partido que ellos pisotean.
La victoria de los adversarios de la izquierda en 1923, completada en 1925 con la eliminación de Trotski del comisariado de guerra y por lo tanto del gobierno, y que aceptó con una perfecta disciplina y sin caer nunca en una polémica personal, evidentemente no podía impedir el estallido de las contradicciones objetivas de la NEP, que, lejos de atenuarse, se agravaban por el desarrollo económico. Así, en 1925 una nueva crisis vuelve a plantear todos los problemas de 1923 y provoca en el partido una nueva polémica, más violenta ya que no sólo afectará a las cuestiones de la política económica práctica, sino a una cuestión de principio y de programa mucho mayor, de la cual depende el destino del poder soviético en tanto que poder proletario, sus relaciones con la lucha proletaria internacional y el sentido en el cual se ejercerá su influencia sobre la Internacional Comunista. Se trata de hecho de dos polémicas con naturalezas bien distintas, pero que se imbrican fatalmente la una en la otra, la primera enfrentando a la derecha y a la izquierda en la cuestión de la industrialización y de las relaciones con el campesinado ruso, la segunda (la famosa cuestión del socialismo en un solo país) dirige contra la izquierda una coalición engañosa de la derecha y de un centro cuya verdadera naturaleza e importancia no se presentarían hasta más tarde a todos los actores de este drama. Cuarenta años después, es necesario que hagamos una distinción cuidadosa de la una y de la otra, y sobre todo limpiar el debate de los prejuicios ofrecidos por los militantes de entonces y que la historia ha anulado.
De 1923 a 1925, la producción agrícola e industrial ha aumentado, los transportes han sido reorganizados, los intercambios y el comercio se han intensificado. Sin embargo, una revuelta campesina en Georgia, desde el verano de 1924, y, en 1925, una nueva disminución de las entregas de trigo (tan grave que provoca una crisis de abastecimiento en las ciudades y la supresión de peticiones para la industria que el Estado pensaba financiar con las exportaciones de productos agrícolas) indican el problema central de la NEP, el de las relaciones entre el poder proletario y el campesinado. Este no está muy satisfecho con las concesiones que se le han hecho mediante la renuncia al comunismo de guerra y al restablecimiento de la libertad de comercio. El campesinado presiona al Estado para disminuir los impuestos y el aumento de los precios agrícolas, cosas ambas que el poder comunista no había querido consentir hasta ese momento, por una parte para proteger a la industria, y por otra para proteger el nivel de vida (inferior al de 1913) de los obreros industriales. Peor aún, el campesinado acomodado reclama la abolición de las prohibiciones constitucionales de emplear mano de obra asalariada en la agricultura y de arrendar las tierras y, en general, de todas las medidas que golpean a los campesinos más ricos con un impuesto más fuerte y les privan del derecho de voto, desanimando a los campesinos medios para mejorar sus explotaciones agrarias por temor a verse incluidos dentro de esta categoría.
Según la izquierda, en 1925 los verdaderos beneficiarios de la NEP habían sido alrededor de un 3‑4% de los campesinos; estos, los kulaks, habrían obtenido de forma ilícita en esta época la mitad de las tierras sembradas (cedidas por los campesinos pobres ó medios que no tenían medios para trabajarlas, ó de sacar de ellas un sustento) y el 60% de las máquinas; un 2% de los kulaks más ricos habrían proporcionado el 60% de los productos arrojados al mercado; dispondrían de ¾ de las tierras adquiridas ilegalmente, en las cuales emplearían, siempre ilegalmente, 3 millones y medio de asalariados agrícolas y más de un millón y medio de jornaleros percibirían un salario inferior en un 40% al de la pre‑guerra. Estas cifras citadas por Victor Serge en Hacia la industrialización y retomadas por P. Broue en su Partido bolchevique son imposibles de verificar.
La primera reacción del partido ante esta situación viene dada por las decisiones de la XIV Conferencia de abril de 1925, en la cual todo el mundo estaba de acuerdo acerca de la necesidad de una nueva retirada en el marco de la NEP: disminución de las tasas agrícolas, relajamiento de las restricciones referentes al empleo de mano de obra asalariada y el arrendamiento y por lo tanto el desarrollo de un capital privado en el campo. Incluso Trotski admitirá que eran concesiones inevitables, al afirmar que se había llegado a ellas por culpa de la «dirección» que había desatendido los esfuerzos indispensables para una industrialización más rápida.
Después de esto – y de cara a los desarrollos de las implicaciones de esta retirada – se producirá la ruptura entre los adversarios ayer unidos todavía de la izquierda de 1923, que se dividirán en una derecha (Bujarin, Rykov,Tomsky), una nueva izquierda (Zinoviev, Kamenev y el conjunto de la sección petrogradense del partido) y un centro (Stalin-Molotov-Kalinin). Por lo tanto es imposible comprender el sentido de estas oposiciones sin referirse a las posiciones anteriores del partido de cara al campesinado. En la fase de la guerra civil, el problema militar y político estaba por encima del problema económico, el partido se había apoyado en los campesinos pobres, aliados naturales de los proletarios de las ciudades, cuyos comités habían jugado un papel importante en la puesta en piédel ejército rojo. El paso a la NEP había llevado a Lenin a poner el acento sobre el campesino medio, cuya economía era un poco menos deficitaria que la del campesino pobre por una parte y que, por otra, no siendo ni un explotador de mano de obra ni un especulador como el campesino rico, no era a priori un adversario del poder proletario. En un período de reconstrucción económica era natural que, sin disimular su naturaleza y sus defectos de pequeño-burgués, Lenin haya sido obligado a una «defensa impresionante» del campesino medio, mostrando al partido que el abastecimiento de las ciudades dependía completamente de esta categoría social.
Todavía no se planteaba en absoluto la cuestión de renunciar a la lucha contra el kulak como usurero y especulador, y otro partidario potencial de la restauración del régimen de la Constituyente. Pese a todo su calidad de productor de géneros indispensables para la ciudad le servía, según Lenin, para ser tratado menos rigurosamente que la burguesía urbana.
En 1925, después de cuatro años de tolerancia ante el campesino medio y de limitación de la economía kulak, es este esquema el que es puesto en duda, no por una tendencia, sino por los mismos hechos, la «cooperación burguesa» sobre la cual Lenin había fundado grandes esperanzas, no de socialismo sino de modernización de la agricultura, no había avanzado un solo paso, debido al débil desarrollo de la industria. Por «cooperación» los bolcheviques entienden todas las formas de trabajo asociado desde el «tovarichtchestvo» (ó sociedad de cultivo en común) al artel ó a la comuna. Esta cooperación no alcanzaba el estadio del capitalismo de Estado más que en el sovjov. En el «tovarischtchestvo» la tierra es cultivada en común, pero el ganado y otras cosas son propiedad privada. En el artel no sólo la tierra es cultivada en común, sino que todos los animales de explotación y el ganado destinado al consumo son propiedad de la asociación, y no de sus miembros (en este sentido, el futuro koljós está por debajo del nivel del artel). En la comuna, las casas, los huertos y los animales de corral son propiedad de la asociación. El reparto del producto es igualitario y no se deriva de la prestación individual real de trabajo: es por tanto una verdadera asociación comunista desde el punto de vista interno, pero sus relaciones con el exterior son mercantiles y burguesas. En el sovjós la propiedad del capital de explotación pasa en tu totalidad al Estado y los cooperativistas son puros asalariados.
La derecha es la corriente que, extrayendo las conclusiones de los hechos, pasa resueltamente de la política de apoyo al campesino medio a una política que favorezca el desarrollo capitalista privado en el campo; la izquierda resiste violentamente este giro, considerando como intangible la anterior política de limitación de la economía kulak, la defensa por el poder proletario de las capas más pobres del campo contra la explotación y la usura de los kulaks y su asistencia económica a aquellas.
Por lo que respecta al centro, no es sobre esta cuestión por lo que está destinado a distinguirse: aceptando la política de la derecha como intento de salvar el Estado, desaprueba los estímulos demasiado estridentes a la burguesía rural por anti‑capitalismo pequeño-burgués y reclamo a una ortodoxia formal de partido; centrando todo el debate en fórmulas eclécticas, apoyando la política de la derecha en nombre de los principios de la fase anterior (la alianza con el campesino medio), figura como «conciliador» ante los ojos de todos, mientras que en realidad prepara la «depuración» del partido de sus dos alas marxistas, y por tanto su destrucción. Es necesario señalar no obstante que en su oportunismo agrario Stalin había llegado, ante los disturbios en Georgia, a proponer la desnacionalización del suelo, lo que habría significado la renuncia del poder proletario a todo tipo de control o tentativa de control de la economía agraria y de sus desarrollos. Ante la unánime oposición de la derecha y de la izquierda ante tal posición, Stalin se bate prudentemente en retirada, afirmando que sólo los enemigos del poder soviético habían podido proponer tales medidas.
Dejando por un momento a un lado al centro, es preciso que veamos si la oposición entre derecha e izquierda es realmente la oposición entre la corriente «pro‑kulak» y la corriente puramente proletaria que la izquierda ha creído y dicho, al igual que entre «anti industrialistas» e «industrialistas». En realidad, nadie en el partido bolchevique era contrario a la industrialización, todo el mundo sabía perfectamente que esta era indispensable para el relanzamiento y la concentración de la agricultura y, en diversos grados, peligrosa para la dictadura del proletariado en la medida en que no podía hacerse mas que sobre la base del trabajo asalariado y de la acumulación de capital. La divergencia no gira en torno a la industrialización, sino como llevarla a acabo. Para la izquierda trotskista de 1923, la industrialización depende esencialmente de la voluntad del Estado y de la elección deliberada de una política de industrialización. No es casualidad si, en 1925, Zinoviev y Kamenev asumen esta posición, en perfecta lógica con su resistencia a un giro que ellos juzgan «a favor del kulak».
Para la derecha, por el contrario, la industrialización es ante todo el resultado más que la condición del restablecimiento de la economía rural. Al constatar que el primer desarrollo industrial sirve para aumentar la propia producción industrial, y por otra sirve para enriquecer a las capas sociales ligadas al comercio en vez de servir para desarrollar la agricultura (es sabido que en 1925 los 900 millones de rublos colocados en el comercio privado generaban anualmente 400 millones de intereses, evidentemente perdidos para el desarrollo de las fuerzas productivas, de lo cual los nepmen no se preocupaban en absoluto.), Bujarin deduce de ello que el poder obrero debe dejar a la pequeña burguesía rural que acumule el capital de ejercicio indispensable para aumentar el rendimiento, cosa imposible si el empleo de mano de obra asalariada es ilegal en el campo y si el partido persiste en una política de asistencia a las capas pobres que, sin liberarlas de la miseria, hace de ellas capas económicamente parasitarias. El compromiso de Bujarin es de hecho un «compromiso a la Lenin»: el paso directo de la pequeña economía parcelaria al capitalismo de Estado es imposible en el campo, es necesario, según él, aceptar un paso indirecto a través del capitalismo privado. Todo el desarrollo – incluido el de la industria estatal – está condenado a realizarse bajo formas mercantiles y trabajo asalariado, no siendo una renuncia al socialismo como no lo era la NEP de 1921.
Indignada la izquierda por la provocadora consigna de Bujarin «campesinos, enriqueceos» (que no significa «comed sobre las espaldas del proletariado», sino acumulad el capital agrícola que necesita la economía para salir del marasmo, ya que nosotros no lo podemos hacer), acusa a la derecha bujarinista de «defender al kulak». En realidad, la derecha no ha propuesto nunca la abolición de la nacionalización del suelo, no favorece la formación de una clase de capitalistas agrarios ricos en tierras, sino solamente de una clase de grandes propietarios del Estado, empleando bajo su control a trabajadores asalariados, esperando el momento de expropiarles una vez que se haya alcanzado el grado necesario de concentración del capital rural.
La acusación de la izquierda es pues insostenible científicamente, incluso si permaneciendo en la tradición marxista se apoya en Engels, objetando a Bujarin que, aún siendo adversario de la pequeña propiedad, el proletariado debe practicar en la cuestión campesina una política distinta de la política capitalista que conduce a la pura y simple ruina a los pequeños agricultores, abandonándoles en la miseria y en la desesperación. Se refiere a Engels en efecto, el cual atacando vivamente a los socialistas franceses que querían «defender la pequeña propiedad», había señalado que el partido proletario no tenía que favorecer la ruina del pequeño campesino. También lo cita Lenin en Informe sobre la actitud del proletariado ante le democracia pequeño-burguesa, con fecha 27 noviembre 1918. No le habría sido difícil responder teóricamente a la derecha esta objeción válida, señalando que el poder proletario defiende al campesino pobre convertido en asalariado agrícola, al igual que a los asalariados industriales, pero no podía responder a esto prácticamente protegiéndole realmente contra las exacciones del kulak, y esta es la razón por la cual la izquierda nunca aceptó estos puntos de vista ni reconoció su validez desde el punto de vista marxista.
Si hoy nos es imposible identificar la política de la derecha con una política de «restauración del capitalismo» y de «degeneración socialdemócrata» del Estado como hacía la izquierda en los años 1925‑27, y al mismo tiempo identificar la política de la izquierda con una política que, sin la derrota política, habría marchado sin desviarse en dirección hacia el socialismo, esto no es solamente porque históricamente no es la derecha quien ha presidido la transformación de la revolución en revolución puramente capitalista, sino porque en cierta medida había previsto e intentado con anterioridad conjurar el tipo particular de «restauración capitalista» que se ha llevado a cabo bajo la forma de un giro a la izquierda y que ha demostrado ser peor para el movimiento comunista mundial de lo que habría sido la de los mencheviques y socialistas-revolucionarios. Nada de esto aparece tan claramente como en el debate que en 1925, opone al líder de la derecha, Bujarin, y a un miembro de la oposición de 1923, el «trotskista» Preobrazensky, mientras que Trotski se calla.
La tesis «de izquierda» del «industrialista» Preobrazensky es la siguiente (ha sido expuesta en una obra en dos volúmenes, La Nueva Economía, de las cuales sólo apareció el primero antes de que la izquierda fuera puesta al margen de la ley, y que sólo tardíamente ha sido traducida del ruso y conocida en Occidente.): la economía de un país atrasado y aislado (ó incluso de un grupo de países que no hayan alcanzado el desarrollo capitalista máximo) en el cual un poder proletario dirige una industria nacionalizada esforzándose en crear las bases materiales del socialismo, obedece a leyes objetivas que, mejor ó peor, acabarán por imponerse a ese poder y que son las de la «acumulación socialista primitiva». Lejos de intentar resistir a estas leyes, el partido proletario debe favorecer su manifestación mediante su acción política. Debe servirse de su «monopolio socialista» (es decir de la autoridad estatal ejercida sobre la industria y el comercio exterior) para llevar a cabo una política de precios que asegure el saneamiento de los fondos destinados normalmente a las rentas del campesinado hacia el fondo de la industrialización estatal, único medio de poner fin al «chantaje que los kulaks ejercen sobre él» por una pare, y a la sobrepoblación rural por otra.
Por otra parte, este saneamiento no permite pasar rápidamente el punto crítico en el cual el país de la revolución ha perdido las ventajas del régimen capitalista sin tener todavía las del régimen socialista, el «monopolio socialista» no debe dudar en llevar a cabo con esos fines una intervención análoga sobre los fondos salariales y las rentas del sector industrial privado. Preobrazensky admitía que en caso de victoria revolucionaria en Europa, esta fase de «acumulación socialista primitiva» no podría durar menos de veinte años (y por lo tanto mucho más sin victoria revolucionaria) y que no podría tener lugar sin efectos claramente antisocialistas: la explotación (en el sentido económico y no moralizante del término) del campesinado cuyas rentas según él debían crecer más lentamente que las del proletariado en un régimen de dictadura obrera; el desarrollo de un enorme aparato monopolista con tendencias parasitarias, foco de privilegios sociales. Convencido de que «la acción obrera ejercida desde el punto de vista del consumidor» bastaría para corregir las tendencias parasitarias del monopolio «ejercida desde el punto de vista del productor». Preobrazensky invitaba no obstante al Partido a abandonar todas las tergiversaciones de la derecha para lanzarse resueltamente por esta vía. Lo que no habría previsto era que un «monopolismo socialista» así concebido era inconciliable con todo tipo de «acción obrera», si bien para tomar una vía como esa, el partido habría debido dejar ante todo de ser el partido proletario.
Bujarin califica antes que nada como «monstruosa» la pretendida «ley de la acumulación socialista primitiva», que justifica no solamente la explotación del campesinado, sino la del proletariado, y el renacimiento de una nueva clase explotadora disimulada tras los pliegues de un aparato d Estado con etiqueta socialista. Si no se tratase más que de repartir de una vez por todas una producción dada entre el obrero y el campesino, la «política verdaderamente obrera», según él, consistiría en obtener para la clase obrera la máxima parte. «Pero entonces no sería cuestión de relanzar la producción, ni de progresar hacia el comunismo, ni de defender la alianza de los obreros y de los campesinos. Es a la clase obrera a quien incumbe el velar por la economía nacional, y debe asegurar la dirección correcta este proceso, es decir, no caer en un corporativismo estrecho velando únicamente por sus propios intereses inmediatos y traicionando los intereses generales; esto por una parte, y por otra comprender la interdependencia de las partes que constituyen la economía nacional». «No es arrancando cada año el máximo de recursos al campesinado para colocarlos en la industria como se asegura el ritmo máximo de desarrollo industrial. El ritmo permanente mayor se obtendrá mediante una combinación en la cual la industria aumentará sobre la base de una economía con un crecimiento rápido».
Es la industria la palanca de la transformación radical de la agricultura, pero el mantenimiento autoritario de bajos precios agrícolas, las medidas que impiden a la capa acomodada del campesinado acumular y a los campesinos pobres convertirse en asalariados alquilándose, no solamente provocan el descontento de todas las capas campesinas, no solamente crean al Estado unas cargas asistenciales enormes, sino que frenan la propia industrialización. El proletariado debe mantener su hegemonía en el Estado soviético, pero la lección del comunismo de guerra y el sentido de la NEP son que debe ejercer esta hegemonía con otros métodos que los de la guerra civil. El proletariado no puede dirigir toda la economía: «Si se encarga de esta tarea, está obligado a construir un aparato administrativo colosal (...) La tentativa de reemplazar a todos los pequeños productores, los pequeños campesinos por burócratas crea un aparato tan colosal que la despensa para mantenerlo es incomparablemente más importante que las despensas improductivas que resultan de las condiciones anárquicas de la pequeña producción; en definitiva, el conjunto del aparato económico del Estado proletario no sólo no facilita sino que no hace más que frenar el desarrollo de las fuerzas productivas. Conduce directamente a lo contrario de lo que había establecido hacer». La conclusión de Bujarin era que las tesis de Preobrazensky no eran más que una idealización de los métodos del comunismo de guerra, una «necesidad imperiosa empujaba al proletariado a destruir el conjunto del aparato económico heredado de esta época, y que si no lo hacía, otras fuerzas derrocarían su denominación».
Fueron precisos veinticinco años antes de que esas «otras fuerzas» – mas ajenas y hostiles al proletariado y al socialismo de lo que Bujarin temía – se manifestasen denunciando a su vez, con Kruchtchev y el resto de la banda de «desestalinizadores», el «freno» opuesto al «desarrollo de las fuerzas productivas» por «el aparato económico del Estado» nacido de la irresistible revolución anti‑burguesa de Octubre, pero que, en tanto que aparato de Estado no tuvo nunca nada ni podía tener nada «proletario», la fuerza de la clase obrera se encarna en su partido y no en cualquier «aparato» y la marcha hacia el socialismo no viene acompañada del reforzamiento de un dudoso «aparato», sino de su desaparición. El sólo hecho de que estas «otras fuerzas» se hayan manifestado prueba, no obstante lo justo del pensamiento marxista de Bujarin, que no tuvo mas que el infortunio de «prever» exactamente lo que debía producirse un cuarto de siglo más tarde, pero no comprendió más que en el último minuto lo que se producía ante sus ojos.
Pero no fueron necesarios más que dos años para que la izquierda fuera liquidada políticamente; no mas de cuatro para que la derecha sufriera igual suerte, es decir, para que se terminara la destrucción del partido bolchevique, realizándose al mismo tiempo la caída del dominio político del proletariado que Bujarin temía tanto como la izquierda, pero que no había visto prepararse en el debate de principio sobre el «socialismo en un solo país», que causó estragos desde el XIV Congreso de diciembre 1925 hasta el XV Congreso de diciembre 1927, pasando por el Ejecutivo ampliado de 1926, y en el cual Bujarin se llenó de oprobio haciendo bloque con el centro contra la izquierda, y lo que es peor, prestando al vulgar empirismo de Stalin sus recursos como teórico.
Fue algo fatal el hecho de que la justa condena marxista del socialismo en un solo país resbalara sobre la política económica defendida por la derecha, que no hizo la distinción que debía entre la doctrina renegada y la política «derechista». Esto era falso, sin embargo, y es uno de los grandes méritos de la izquierda italiana haberlo demostrado. Fue la única en hacerlo. Los discípulos degenerados de Trotski, tan extraviados en esto como en todas las cosas, sólo han rehabilitado a Bujarin en tanto que supuesto partidario de la «democracia proletaria». Sabiendo por una parte el papel que Bujarin jugó frente a la izquierda, para quien «democracia proletaria» significaba «defensa del partido», el rechazo ofrecido a Trotski en 1927 de formar un bloque derecha-izquierda para asegurar esta defensa contra el centro, y sabiendo por otra parte que Bujarin fue, muy probablemente, el autor de la Constitución de 1936, justamente denunciada por Trotski, no se puede menos que admirar la potencia deslumbradora del prejuicio democrático.
La izquierda esperaba de la derecha la contrarrevolución, aunque no la tenía muy prevista. La derecha identificaba con la izquierda los peligros que amenazaban a la revolución. Pero es el centro al cual nadie había considerado como una corriente distinta, el centro desdeñado por todos quien, tomando de repente autonomía, golpeando a la izquierda en 1927 y a la derecha en 1929 antes de masacrarlos diez años después, el verdadero agente de la contrarrevolución. Llevada a cabo, por lo menos en su fase inicial, con menos alboroto que las contrarrevoluciones que en el pasado habían puesto término a otras grandes revoluciones históricas, viene disimulada además tras la fachada del mismo partido. En realidad, la autonomización del centro en relación tanto a la derecha como a la izquierda marxistas significaba la aparición de un nuevo partido, y la destrucción del partido de Octubre.
En el terrero internacional, esto viene avalado por el desmantelamiento de la Internacional Comunista bien enferma ya de oportunismo y por su reducción al papel de «guardia fronteriza» de la URSS.
En las cuestiones interiores, todo cambia de igual manera. No se puede hablar de una regresión económica del socialismo al capitalismo en la medida en que, como viene confirmado por toda la obra de Lenin, no había en la URSS ni un solo átomo de socialismo económico en 1927‑29. Pero el régimen estalinista se distingue no menos claramente del régimen bolchevique en que, de conquista política siempre amenazada y apasionadamente defendida, si bien ya destruida y confundida con la democracia soviética, se convierte en un credo constitucional intangible: en la URSS el Estado es «obrero» como en otras partes es monárquico o republicano. De la misma forma el socialismo, deja de ser un fin aún lejano, pero al mismo tiempo una realidad definida y por lo tanto demostrable desde el momento en que aparece en la historia, para convertirse en una especie de principio constitucional: la URSS se convierte en la «patria del socialismo» lo que significa que su economía es socialista como la de Francia es francesa o la de Alemania es alemana. Toda duda a este respecto lleva a la policía; cuando las apariencias demuestran lo contrario, es obra del sabotaje y de la conspiración.
Esta burda palinodia es servilmente difundida bajo el nombre de «marxismo-leninismo»
por los partidos comunistas oficiales del mundo entero, pero es mediante
procesos concebidos de esta manera como los viejos bolcheviques más célebres
aparecen «sin lugar a dudas» como saboteadores, conspiradores
y espías del imperialismo extranjero, y menos de diez años después el
Estado soviético lleva a cabo la tarea de demostrar de una vez por todas
la «verdad» a las masas obreras de Rusia y del mundo. La destrucción
del bolchevismo ha abierto la fase de reacción más negra que jamás haya
afectado al movimiento proletario internacional.
Notas
1.
En el XII Congreso del Partido
ruso Trotski prestaba tal importancia a la cuestión económica
que centra todo su esfuerzo sobre ella, renunciando a intervenir en la
cuestión georgiana en la cual estaban comprometidos Stalin, Odjonikidze
y Dzerzinsky, mientras que, en vísperas del segundo ataque de su enfermedad,
Lenin, el 5 marzo, le había encargado expresamente que «defendiera
la causa georgiana». Asimismo, mientras que Lenin había anunciado
su intención de «lanzar una bomba» contra Stalin en el congreso,
si pudiera participar en él, Trotski callaba ante las denuncias del aparato
y la troika Stalin-Kamenev-Zinoviev, denuncias en las cuales participa
también Bujarin (que califica como chauvinista la política de Stalin
con respecto a las nacionalidades) como Preobrazensky (refiriéndose al
régimen interior del partido) o a Rakovski, denunciando la «rusificación»
en nombre de la delegación ucraniana. Contra el deseo de Lenin que, en
la noche del 5 al 16 marzo, había enviado una carta de ruptura a Stalin,
que dice mucho acerca del juicio político que tenía sobre él, Trotski
no se opondrá en absoluto a la reeleción de Stalin como secretario político,
proclamando la solidaridad del buró político y del comité central y
llamando al pueblo a la disciplina. Queda pues claro
que, para Trotski, la cuestión de la política económica es la
cuestión capital en 1923; pero no prevé en lo más mínimo todavía la
campaña que se desencadenará en otoño por su presunta «infravaloración
del campesinado», y que es una campaña puramente política
con
pretextos sociales.
La entrada de Trotski en la oposición
en el mes de octubre, mientras que en marzo hace desesperados esfuerzos
para disminuir la tensión provocada en el partido por la lucha parlamentaria
de la troika por el poder, se explica por los graves acontecimientos del
verano. La situación económica se había agravado. Los salarios no se
habían pagado; estallan huelgas salvajes, en las cuales los miembros del
Partido que no han aceptado la NEP intervienen para ponerse a la cabeza.
Se trata de Miasnikov y de una treintena de miembros de su grupo, El
Grupo Obrero, y del viejo Bogdanov y de su grupo,
Verdad Obrera.
Estos militantes serán expulsados pero – y esto es mucho mas grave –
primero serán detenidos por la GPU y encarcelados, lo que ofrecerá la
ocasión al jefe de la GPU Dzerzinsky de pedir al buro político que «todo
miembro del partido debe denunciar a la GPU cualquier actividad de la oposición».
A Trotski, que había mantenido una actitud muy reservada ante los llamamientos
de la oposición (y sobre todo de Preobrazensky y Bujarin) «por la
restauración de la democracia en el partido», este requerimiento
le revelará un «deterioro tal de la situación en el interior del
partido desde el XII Congreso» que romperá la alianza que había
mantenido con Zinoviev-Kamenev-Stalin.
2.
La distribución
del campesinado es algo muy difícil
de establecer, ya que las dos corrientes en lucha dentro del partido dicen
a este respecto las cosas mas contradictorias. Los observadores extranjeros
por su parte están tan confundidos por el terrible atraso del conjunto
de la agricultura rusa que la distinción entre campesinos pobres, medios
y ricos (biedniaks, seredniaks y kulaks) no les parece
que tenga una gran significación económica, llegando a afirmar que los
«kulaks» son una invención de los administradores locales dispuestos
a aplicar las directivas del partido (que, por razones políticas, otorga
la mayor importancia a la diferenciación social dentro del campesinado),
falsificando los datos acerca de los efectivos de las diversas categorías
en este sector.
Esta suposición no habría sorprendido
a Lenin, el cual lo indicaba al final de su vida: «Nuestro aparato
estatal no vale absolutamente nada» y que, desde marzo 1919, en el
VIII Congreso del Partido señalaba: «Los elementos honestos entre
los funcionarios no han venido a trabajar con nosotros a causa de sus ideas
retardatarias, mientras que los arribistas desprovistos de ideas, de honestidad,
vienen hacia nosotros porque los comunistas están ahora en el poder».
La crisis de 1927‑28 y la liquidación
de la N.E.P.
La eliminación de la izquierda unificada del partido bolchevique en 1927 y la de la derecha bujarinista en noviembre 1929 señala sin discusión posible el fin del breve ciclo proletario de la revolución, pero no del ciclo revolucionario. La razón es simple: no bastaba con encerrar y deportar a los revolucionarios o mantenerlos como rehenes en el nuevo partido tras espectaculares «abjuraciones» para solucionar el problema campesino, en primer lugar; en segundo lugar, la eliminación de los marxistas no implicaba de ninguna forma la renuncia a los métodos revolucionarios, es decir, no pacíficos, en la medida en que el marxismo no tiene de ningún modo el padrinazgo de la violencia.
Sin duda alguna, «depurando» el partido», la contrarrevolución ha querido librarse del yugo de los principios y del programa comunista que, al término de la reconstrucción se había convertido en un freno no solamente para el desarrollo capitalista del país, sino también para la conquista de la independencia en relación al capitalismo occidental del cual la Rusia zarista no había sido más que una simi‑colonia, un freno que consideraba odioso.
Pero tal «emancipación» no tenía ninguna razón para actuar en el sentido exclusivo de la liberación de tendencias conciliadoras. En el terreno de la lucha de clase internacional, en el cual el partido en un principio era intransigente, en este sentido y únicamente en este sentido, la contrarrevolución debía actuar. No es casual si, de todos los opositores, Trotski fue el más odiado por los estalinistas: fue el único en combatir la tendencia a la conciliación con la burguesía y la socialdemocracia mundiales, en la cual se acomodaba muy bien el oportunismo de Zinoviev y Bujarin. Pero en el terreno económico es todo lo contrario, pues la posición inicial del partido sobre este tema era una posición de compromiso.
Compromiso con el campesinado, pero también con el mercado mundial, en un sentido, y siendo muy consciente de que la presión de este último impondría a Rusia la aplicación de métodos capitalistas estrictos, Lenin advertía del peligro que habría de sortear en el intento, es decir, replegarse en la autarquía. En 1925, Bujarin continúa defendiendo exactamente la posición de Lenin al combatir las tendencias autárquicas que ya habían surgido claramente (los directivos de empresa exigían tarifas «verdaderamente protectoras» para la industria rusa, y no puramente fiscales) al tiempo que se efectuaba el giro así llamado «pro‑kulak». Por lo que respecta a la presunta radicalización estalinista, romperá con el mercado mundial en la medida de lo posible, al tiempo que aplastará a los kulaks.
En resumen, la lógica de la contrarrevolución estalinista no traía consigo en absoluto el paso a la conciliación universal, sino solamente la inversión de las posiciones bolcheviques auténticas: conciliación en política internacional, pero método "revolucionario" en el terreno interior en la medida en que la conservación del Estado y la independencia nacional lo exigían. Hoy es fácilmente comprensible esta lógica, pero no dejó de crear confusión entre los comunistas formados en la lucha contra la desviación reformista (y también sindicalista-revolucionaria) que obedecía a una lógica distinta. Esta inversión les colocó además en una posición ambigua, pues les condujo a hacer al partido estalinista, del que habían denunciado hasta entonces su conciliacionismo, el reproche aparentemente contradictorio de querer solucionar mediante la violencia la cuestión campesina. De esta forma, la oposición presentó todas las apariencias de actuar de mala fe, mientras que el partido estalinista, volviendo enérgicamente a los métodos de la guerra civil en los años 1929‑30, daba la impresión de «tener mas derechos que la oposición de izquierda (y con mayor razón que de la de la derecha) en proclamarse como campeón del comunismo intransigente» (juicio de un observador americano de la colectivización forzada, Calvin Hoover, autor de una obra sobre La vida económica en la Rusia Soviética (1932) que responde perfectamente al «sentido común estrecho» denunciado justamente por Trotski en Su moral y la nuestra a propósito de la misma cuestión, pero que por desgracia no fue el atributo de adversarios del comunismo como C. Hoover, ya que finalmente es él quien explica la terrible epidemia de «abjuraciones» que se daba entre los comunistas rusos en los años 1927‑30).
Sin una contrarrevolución política previa, la «deskulakización» y la presunta «colectivización» forzada no habrían sido posibles, y esto es precisamente porque nunca un partido realmente marxista y proletario habría podido llevar a cabo dicha obra, ya que su derrota era inevitable, pues es cierto que esta derrota «respondía a una necesidad histórica» y que todo el complejo de condiciones de todo tipo existente en 1929‑30 y heredado de la época precedente no permitía ninguna otra política.
No hay ninguna contradicción entre afirmar esto y el hecho, para una corriente proletaria, de rechazar ó apoyar tal política. Una de las infamias del oportunismo es la de creer necesario inclinarse ante toda «necesidad histórica», una vez que esta ha sido reconocida. Rosa Luxemburgo indicaba justamente que haciendo esto siempre había dos necesidades históricas en lucha, la del capitalismo y la del socialismo y que si «la suya» era frecuentemente la más fuerte, sin embargo tenía «mucho menos aliento» que «la nuestra», que acabaría imponiéndose. Se puede desdeñar tranquilamente el argumento según el cual si se declara que el partido marxista no habría podido aplicar los «métodos revolucionarios» allí donde Stalin los ha aplicado, el marxismo queda comprometido, pues se le reconoce una "inferioridad" de la cual se ha desembarazado Stalin. Pero el marxismo es la doctrina de la revolución socialista, no la de mejorar los países atrasados, obra histórica de la cual nos importa muy poco que otras corrientes políticas y sociales puedan vanagloriarse de cualquier "superioridad". La única y verdadera traición al marxismo es precisamente conceder una significación socialista cualquiera a dicha obra, ya se trate de la modernización de Rusia ó de China, del estalinismo ó del maoísmo.
Dicho esto, es falso que esta «deskulakizacion» y esta «colectivización» forzada hayan sido previstas desde siempre en el programa bolchevique para el día en que finalizase la reconstrucción. Esto es simplemente una justificación a posteriori de la destrucción del partido que tiende precisamente a negar su carácter contrarrevolucionario: sugiere que, siguiendo la vía de la «segunda revolución» del «nuevo Octubre» (¡estos canallas osarán hablar de un «Octubre campesino»!) complementos armoniosos de la «primera revolución», del Octubre de 1917, el partido se había tropezado con la resistencia de «oportunistas», de «pacifistas», de «enemigos de los mujiks» y de «amigos de los kulaks» que habían retardado su llegada hasta 1929‑30. Era una versión muy eficaz ya que colocaba a trotskistas y bujarinistas en el lugar de los neo‑mencheviques y de los neo‑socialistas revolucionarios, y a Stalin cumpliendo el papel de un nuevo Lenin, pero esta bonita simetría se derrumba desde el momento en que se expone exactamente el desarrollo de la presunta «segunda revolución de Octubre» y sobre todo sus efectos económico-sociales.
La realidad de la revolución agraria de 1929‑30 subsiste, pero todo el resplandor no sólo «socialista» sino simplemente «progresista», con la que se han querido rodear los enterradores del partido bolchevique, se apaga lastimosamente; la naturaleza de la causa a la cual ha servido realmente se presenta a la vista, y al mismo tiempo el carácter odiosamente derrotista de la comparación entre el universal Octubre proletario y comunista y las convulsiones confusas y dolorosas de las cuales ha surgido la Rusia capitalista Número Dos.
Una semana después del XV Congreso, que había condenado las posiciones de la izquierda y rechazado la petición de reintegración formulada por cierto número de sus miembros, las ciudades rusas de nuevo se ven amenazadas por el hambre y estallan incidentes entre los recolectores de trigo y los campesinos que reclaman nuevos aumentos de precios. En Enero 1928 la cantidad de trigo puesta en circulación en el mercado demuestra ser inferior en un 25% con respecto a la del año precedente, el déficit en relación al mínimo necesario para la alimentación urbana era de dos millones de toneladas. En el Congreso, Stalin se había burlado de los «miedosos» de la izquierda, «que piden socorro cada vez que los kulaks asoman su nariz por una esquina», pero, cuando se reúne el Buró político el 6 enero para examinar la situación, se culpa de la crisis al stock realizado por los kulaks. Son adoptadas en secreto medidas de urgencia: se da la orden de aplicar a los kulaks el artículo 107 del código criminal que prevé la confiscación de los stocks de los especuladores y, para estimular a los campesinos pobres en su detección, un cuarto de los granos recogidos serían para ellos. Los resultados son flojos, lo que parece demostrar que se trata más de una escasez real que de un stock especulativo.
De febrero a julio es organizada una verdadera movilización de la ciudad contra el campo, de los campesinos pobres contra los «kulaks»; comandos de jóvenes obreros encuadrados por una docena de miles de militantes del partido son enviados contra los rústicos, y los campesinos pobres son invitados a «conducir la lucha de clase» contra los ricos y a participar en las requisas bajo la promesa de una distribución de parte del botín. Son adoptadas públicamente nuevas medidas de excepción: préstamos forzosos, prohibición de la venta y de la compra directa en el campo. La prensa denuncia no sólo «el resurgir de los kulaks» sino la invasión del partido y del aparato del Estado por elementos «que no ven las clases en el campo» y que «buscan la manera de vivir en paz con el kulak», es decir, la derecha cuya política había sido reafirmada algunos meses antes. Mientras que el miedo al hambre reina en las ciudades, la atmósfera del comunismo de guerra revive en el campo; el campesinado resiste: según Bujarin, el Estado habría tenido que reprimir más de ciento cincuenta revueltas campesinas en los seis primeros meses de 1928.
EEn abril, gracias a las requisas que han afectado a todas las categorías de campesinos los stocks de las ciudades son suficientes para ahuyentar el espectro del hambre; el Comité central condena entonces «el arbitrio administrativo, la violación de la ley revolucionaria, los ataques contra las casas de los campesinos y los registros ilegales», prohíbe las confiscaciones (salvo en caso de stock especulativo) y el préstamo obligatorio, restableciendo finalmente la libertad de compra y venta en el campo. Stalin afirma: «La NEP es la base de nuestra política económica y todavía lo será por mucho tiempo». Pero bastará con que la crisis del grano parezca resurgir para que al mes siguiente, en mayo 1928, el mismo Stalin exponga en un discurso público una nueva línea en ruptura con la línea de derecha del XV Congreso: la solución de la crisis del trigo, afirma ahora, reside en «la transición de las granjas campesinas individuales a las granjas colectivas»; además, «no es necesario bajo ninguna circunstancia retrasar el desarrollo de la industria pesada ni hacer de la industria ligera que trabaja para el mercado la base de la industria en su conjunto».
Muy lejos de haber defendido como pretenderá a posteriori una línea propia, una línea de partido distinta y opuesta tanto a la «desviación de izquierda» como a «la de derecha», el centro estalinista ha oscilado al ritmo de la crisis, sosteniendo la política económica de la derecha contra la izquierda en primer lugar, y después adoptando la de la izquierda e imponiéndosela a la derecha a la primera dificultad, no manifestando constancia y continuidad nada más que en una cosa: la demolición sistemática del partido de Lenin.
La derecha por su parte mantiene integralmente las posiciones que no ha dejado de defender desde la primera polémica de 1923, no por obcecación sino porque responden a razones de principio mucho más fuertes que las sugestiones de las crisis. Por esto conviene evocar la última batalla librada por Bujarin en respuesta al giro «izquierdista» de la fracción estalinista en mayo 1928. Bujarin admite que el aumento de la producción agrícola depende del reemplazamiento progresivo de las empresas capitalistas por las cooperativas de campesinos medios y pobres y del paso, sobre esta base, de la pequeña a la gran empresa, pero mantiene que este proceso se hará sobre la base del impulso de las explotaciones individuales y no mediante una presión económica del campesinado. Admite igualmente que el desarrollo de la agricultura depende del desarrollo de la industria, pero al mismo tiempo que rechaza la idea de una aceleración de los ritmos de la industrialización, advierte contra el origen de la presión que se ejerce en ese sentido: «el gigantesco aparato estatal en el cual anidan elementos de degeneración burocrática, absolutamente indiferentes a los intereses de las masas, a su vida, a sus intereses materiales y culturales (...) los funcionarios (...) dispuestos a elaborar no importa que plan».
A pesar de los sarcasmos de la izquierda que ve en la crisis una confirmación clarísima de sus propias posiciones, lo que Bujarin defiende en esta última fase de la lucha, es el programa de Lenin, es decir, el principio del control por el partido de la tendencia natural del capital, incluso estatal, a acumular sobre las espaldas de la clase obrera y de los campesinos, tendencia que tiene como canal natural al aparato del Estado, agente ciego e inerte, pero que no puede dejar de triunfar sobre todas las voluntades socialistas si por desgracia, en vez de intentar mantener su control sobre este aparato, el partido se dedica a obedecer sus órdenes, que no son más que las órdenes del Capital impersonal, escribiendo en su propio programa la «aceleración de la industrialización». Haciendo esto, Bujarin defiende también la concepción marxista del papel de la dictadura proletaria contra la alteración que, sin darse cuenta, hacía la izquierda, bajo la sugestión de un ambiente económico caracterizado por la insuficiencia del desarrollo capitalista.
En la doctrina marxista que descansa sobre la hipótesis de una revolución que se de en un país capitalista avanzado, la tarea de la dictadura proletaria es la de romper las trabas que se oponen al advenimiento de una nueva economía, simplemente eso. En este estadio, no existe ninguna oposición entre el partido por una parte, el aparato del Estado por otra. En la medida en que la voluntad revolucionaria del partido va en el sentido de las exigencias de una sociedad a la cual los imperativos de la acumulación de capital condenan a una crisis perpetua y que, precisamente por esta razón, ha debido pasar por una revolución violenta, nada más fácil para el partido que dirigir la máquina del Estado en la dirección que él quiere, pues esta máquina no tiene ninguna energía propia, no siendo, si se permite la expresión, más que una carrocería, pues evidentemente el motor se encuentra en otra.
Lo que Bujarin intenta vanamente hacer comprender a sus adversarios es que en el estadio tan inferior de la lucha por el socialismo en el cual se encuentra Rusia (estadio en el que faltan las bases materiales de ese socialismo) no hay ninguna inversión de la función del partido y de la dictadura proletaria que, de rompedores de trabas se transformarían en fuerzas de «construcción» y de «edificación». La única y verdadera fuerza de «construcción» y de «edificación» se encuentra en la dinámica de economía atrasada aún que tiende de forma natural al capitalismo.
En este estadio, la influencia de la voluntad revolucionaria, del factor político de la dictadura de clase se ejerce con resultados muy diferentes de los que tendrían en un estadio más avanzado, pero no puede ejercerse de otra manera: el partido y la dictadura no tienen otros medios para actuar sobre la economía que prohibiendo o levantando esas prohibiciones; la dificultad es que si prohíben todo desarrollo capitalista bloquean al mismo tiempo todo progreso, lo que les condena a actuar como un freno reaccionario en breve tiempo, y si levantan todas las prohibiciones renuncian a toda influencia. Si creen no obstante que pueden escapar de esta dura alternativa renunciando a un papel estrictamente político, intentando asegurar directamente una tarea económica, esto resulta peor aún: ya no es su influencia lo que pierden, es su propia naturaleza como instrumentos del proletariado. Así en el momento en el que creen tener el máximo de influencia se anula lo que tenía su influencia de específica.
La dinámica de la economía encuentra en efecto en el aparato del Estado que ha sustituido a la clase burguesa en la revolución, su correa natural de transmisión. En el estadio inferior de la lucha por el socialismo, existe un conflicto latente entre el partido y este aparato, inconcebible en un estadio más elevado en el cual, perdiendo la iniciativa histórica, el capitalismo pierde también el poder disputar al partido proletario la influencia sobre el aparato del Estado. Este conflicto se deriva simplemente del que opone al partido comunista y al capitalismo que no puede prohibir, pero que no puede renunciar a limitar so pena de negarse a si mismo. Proponiéndose acelerar la industrialización, desplazando todos los recursos de la industria ligera a la industria pesada, esto es precisamente lo que haría el partido, pero una política tal significaría su abdicación ante la dinámica capitalista de la economía, la cual, en ausencia de una clase capitalista constituida, encuentra traducidas todas sus exigencias en el aparato económico del Estado, sin preocuparse de las necesidades de la clase proletaria y de las masas en general.
Todo esto explica que en el terreno industrial Bujarin preconice medidas que, a la izquierda le parecen de una modestia irrisoria frente a la inmensidad de las necesidades: que se contente con mantener el ritmo de crecimiento ya alcanzado comprimiendo los enormes gastos improductivos, abreviando los tiempos de producción doce veces superiores a los de la industria avanzada de Estados Unidos, luchando contra el derroche, ya que la cantidad de los materiales empleados en Rusia para una producción dada alcanzan una vez y media ó dos veces lo empleado en América; en resumen, que se racionalice, que se economice en lugar de buscar la manera de batir los récords de velocidad. El temor que le inspira es evidente: que la industrialización nacional no pese demasiado brutalmente sobre la condición de los trabajadores. Es un temor de clase al cual el centro estalinista es totalmente inaccesible. Pero la advertencia es profética; la prueba es que, frente a la industrialización estalinista, la crítica de Trotski tomará acentos «bujarinistas».
Del discurso de mayo 1928, que marca el giro de Stalin en la cuestión campesina y en la de la industrialización, a abril 1929, fecha en la que por primera vez Bujarin viene denunciado como el jefe de la derecha, y a noviembre 1929, cuando capitula, la lucha se libra según el esquema estalinista habitual: «depuración» del partido por una parte, y violenta campaña contra la infiltración de los kulaks en su seno. Educados desde 1921 en la idea de la importancia de la «alianza con el campesinado» y desde 1923 en la convicción de que la «hostilidad contra el mujik» era una desviación trotskista, los militantes e incluso los funcionarios del partido aceptaron mal el giro, oponiéndose a las medidas de urgencia ó criticándolas. La represión fue implacable, al igual que la «campaña ideológica» contra ellos, pero la ficción de la unanimidad del Buro Político fue mantenida (con la complicidad de Bujarin, Rykov y Tomsky) hasta enero 1929. En octubre 1928 todavía en plena lucha con Bujarin, Stalin tuvo la cara dura de afirmar: «No hay derechistas en el Buro político. En el Buro político estamos unidos, y lo estaremos hasta el final». Muy imprudentemente, la derecha calló, abandonando a sus partidarios ante sus golpes: creía que no debía dejarse cazar por la dirección antes de la caída de Stalin, que creía inevitable y que constituiría un momento crítico para la revolución.
EEl Buro efectúa sin embargo continuas oscilaciones en la política económica. En julio 1928, el Comité Central aprueba «por unanimidad» medidas de derecha (Trotski, convencido de la victoria definitiva de la derecha, habla de la «última fase de Thermidor»): segunda prohibición de requisas y de embargos a los campesinos, y aumento de un 20 por ciento en el precio del trigo. Sin embargo, al mismo tiempo, la fracción estalinista reclama una «lucha cruel contra el kulak», acusa a la derecha de no ser «marxista ni leninista, sino que está formada por filósofos campesinos que vuelven al pasado». Según su eclecticismo habitual, Stalin se defiende diciendo que no quiere volver la espalda a la NEP y habla de una «nueva etapa» en el marco de ésta. En julio 1928 escribe: «Hay gente que piensa que la explotación individual está al límite de sus fuerzas y que no merece la pena defenderla. Esta gente no tiene nada en común con nuestro Partido». Desde 1929, el primer plan quinquenal aprobado por el partido prevé que en 1933 solamente un 20% de la superficie cultivada seria «colectivizada», es decir explotada por cooperativas campesinas. En la primavera de 1929, mientras que Bujarin acababa de ser denunciado públicamente, Stalin sostiene aún que «la explotación individual continuaría jugando un papel predominante en el abastecimiento del país en productos alimentarios y materias primas». Algunos meses más tarde, la presunta «colectivización general» llegaba a su apogeo.
La presunta «segunda revolución», cuya fase violenta cubre toda la segunda mitad de 1929 y dura hasta comienzos de marzo 1930, no reviste solamente el carácter de una improvisación efectuada bajo la presión de los hechos sino además el de un compromiso, el peor que se haya podido hacer.
En primer lugar, la forma de «colectivización» prevista en el discurso de Stalin de mayo 1928 no es el sovjós ó la empresa estatal dirigida por cualquier funcionario y empleando mano de obra asalariada, sino el artel, forma de koljós intermedia entre la simple sociedad de cultivo y la comuna. En esto Stalin no había innovado nada, ya que en los años precedentes ningún bolchevique había afirmado nunca que fuera posible generalizar rápidamente la forma sovjós mientras que el Estado no dispusiera ni del enorme capital de ejercicio (máquinas, utensilios, abonos, etc...) ni de la inmensa mano de obra cualificada (agrónomos y mecánicos) necesarios para permitir que sustituyese a la empresa parcelaria, y mucho menos que el régimen pudiera sobrevivir a la tentativa de transformar en asalariados puros a millones y millones de pequeños campesinos.
Por el contrario, Stalin da, gracias a la demagogia antikulak, un fuerte carácter oportunista a la política que preconiza: es esta demagogia anticapitalista la que utiliza para hacer pasar el artel, simple cooperativa que funciona como una empresa autónoma con relación al mercado, como una forma comunista, mientras que es todavía inferior a la forma capitalista de Estado del sovjós, simple palanca de la transformación socialista en ciertas condiciones. Se trata de una enorme falsificación que tiende a asimilar la rivalidad de los campesinos pobres y medios con los campesinos ricos para el disfrute de la tierra y de sus productos a la lucha revolucionaria del proletariado contra la burguesía. Pero el partido marxista sabía muy bien desde el Manifiesto que sólo esta lucha era emancipadora, mientras que la de las capas ligadas a la propiedad privada para defender sus condiciones de existencia era reaccionaria, intentando volver atrás la rueda de la historia.
Dicho esto, la forma koljosiana, que finalmente la sucederá después de violentas convulsiones y cuyo «estatuto» no fue definido hasta 1935, fue todavía inferior al artel, no porque el gobierno lo había querido, sino porque debía pasar por ahí, lo que demuestra muy bien la estupidez del optimismo burocrático que en 1929‑30 pretendía «introducir el comunismo en la agricultura».
Es bastante delicado establecer las relaciones exactas entre «colectivización forzosa» y «deskulakización». Si era imposible imputar la crisis agraria de 1927‑29 a la extensión de la economía kulak, la cosa sería fácil: amenazado con caer debido al chantaje económico del kulak, el poder soviético sólo habría podido salvarse dejando inerme a la clase campesina rica en recursos ante los apetitos de las capas más pobres, es decir, poniendo en sus manos sus tierras y sus máquinas, y a continuación dejar el uso de la fuerza para que por sí solos entren en las cooperativas que incluso sin el equipamiento técnico indispensable para aumentar el rendimiento agrícola podían suministrar un producto global mayor en relación con las necesidades de las ciudades, por el solo hecho de sustituir el trabajo asociado por el trabajo individual.
Pero lo que parece precisamente más contestable (a pesar de la confluencia entre la oposición de izquierda y los estalinistas sobre este punto, ó tal vez con motivo de esta misma confluencia) es que el descenso de los stocks agrícolas disponibles en el mercado se haya debido no a la extensión de la pequeña producción parcelaria del campesino medio (seredniak), sino más bien a la de la empresa capitalista del campesino rico y especular (kulak). El discurso pronunciado por Stalin en persona el 27 diciembre 1929 para justificar «la liquidación del kulak en tanto que clase» confirma esta tesis sin que él se diera cuenta de ello, ya que establece que la producción kulak era respectivamente de 1.900 millones de puds de grano antes de la revolución y de 600 millones en 1927, mientras que la de los seredniaks y biednaks había pasado de 2.500 millones a 5.000 millones de puds al mismo tiempo. La preocupación por mostrar la ventaja conseguida por el campesinado pobre y el medio con la revolución de Octubre explica la exageración manifiesta de este acrecentamiento de un 100% (¡!), pero las cifras de la economía kulak indican todo lo contrario a un reforzamiento de ésta.
En este caso, el giro de 1929 se explicaría no tanto por la urgencia del peligro kulak como por el hecho de que la vía bujariniana de la transformación progresiva de los pequeños productores parcelarios en asalariados de los kulaks, mediante el juego exclusivo del mercado, era mucho más lenta, mientras que la liquidación de la pequeña producción se había convertido en una necesidad vital. Más que como el origen de la «colectivización forzosa», la deskulakización se presentaba como su complemento: la expropiación de los campesinos ricos a favor de los koljoses constituía a la vez un débil elemento de arranque económico para esas cooperativas desprovistas de maquinaria, un camuflaje anti‑burgués de la ofensiva del capitalismo estatal contra la pequeña burguesía y sub‑burguesía rurales, es decir, una compensación demagógica que el Estado les ofrece para someterlos mejor a su dura presión y, finalmente, el medio más seguro de impedir a los campesinos agruparse alrededor de los más emprendedores (los menos miserables) y resistir a la dictadura de la ciudad. La primera interpretación es más coherente con las posiciones de la izquierda, la segunda con las de la derecha marxista, pero bien se adopte una u otra la conclusión es la misma: la política del pseudo-centrismo estalinista fue claramente anti‑marxista y antiproletaria.
Son por una parte los éxitos obtenidos con las requisas forzosas de grano, y por otra las relaciones estimulantes de las instituciones del Estado con el movimiento de formación de las cooperativas en la segunda mitad de 1929 los que incitarán a la fracción estalinistas a impulsar la «colectivización» mucho más allá de los límites fijados primeramente. En efecto, estos éxitos indicaban que en su conjunto el campesinado era mucho menos capaz de resistir de cuanto se temía y que las capas campesinas pobres eran además más accesibles a la campaña a favor de la colectivización de lo que se esperaba. Stalin era incapaz de respetar cualquier principio, le bastaba con que el miedo inspirado por el campesinado se disipase para liquidar las últimas dudas que, hasta mediados de 1929, le unían a la derecha. Poco importa que en 1929 no hubiese más que 7.000 tractores, mientras que según Stalin habrían sido necesarios 250.000; poco importa que la «colectivización» de 5 a 8 millones de explotaciones minúsculas utilizasen todavía el arado de bueyes y que esta no tuviese nada que ver con la conquista de un modo de producción superior: fue dada la orden a la administración de «acelerar la colectivización» y de «golpear tan duramente al kulak que no pudiera reponerse».
Desde octubre 1929 a mayo 1930 la proporción de familias encuadradas en los koljoses pasará oficialmente de 4,1% a 58,1% sin que el número de máquinas se haya modificado sensiblemente. Pero este resultado se obtendrá al precio de tal lucha, tendrá unos efectos económicos tan desastrosos, provocará tal agravamiento de la tensión entre ciudades y campo que Stalin deberá poner fin él mismo a su «revolución» administrativa.
Si se considera como exacta la estadística que fija en un millón y medio o dos millones el número de explotaciones prósperas, de 5 millones hasta 8 el de explotaciones pobres, y una cifra oscilante entre 15 y 18 millones de explotaciones medias, está claro que englobando a mas de la mitad de las explotaciones campesinas la constitución forzosa de los koljoses ha afectado ampliamente al campesinado medio, mucho más que la exclusión de las familias de los kulaks. Este es todo el secreto del carácter violento adquirido por la operación, la ligazón del campesino a su parcela aumenta «con la renta diferencial», como señalaba Trotski en un artículo que citamos a continuación; pero es probable que las capas más pobres lo hayan recibido realmente con el entusiasmo que se dice, en la medida en que no agravaba su ya desesperada situación.
Es necesario dejar al liberalismo burgués la tesis simplista según la cual «si se hubiese dejado tranquilos a los campesinos, todo habría ido mejor en la URSS», tesis que, inspirada por un horror ultra-moral pero muy hipócrita a la violencia, tiene el grave defecto de olvidar que en ninguna parte del mundo el modo de producción capitalista se ha implantado sin ella, afectando en su acumulación primitiva a los pequeños productores lo mismo que a los proletarios.
Dicho esto, sin la menor concesión a la ideología pacifista de su adversario, el partido proletario no podía ni puede aprobar una política que, con el pretexto de acelerar la marcha de la historia, no podía sino retardarla enormemente, sin contar que exponía la política comunista a las mas siniestras comparaciones con las peores hazañas de las clases dominantes del presente y del pasado. «La liquidación del kulak como clase» (eufemismo oficial que sugiere que no se quería para nada a los millones de campesinos acomodados ni a los miembros de su familia, sino solamente a su modo de producción) y la «colectivización acelerada» se traducen en el desarraigo y la deportación de una decena de millones de hombres (la URSS tenía entonces 160 millones de habitantes).
Los pequeños campesinos tanto se reparten con avidez los despojos de los kulaks, como hacen bloque con ellos, y entonces los pueblos rebeldes son rodeados por las ametralladoras y obligados a rendirse. El pillaje efectuado por algunas brigadas urbanas, los excesos de celo de una administración ignorante ó aterrorizada que «colectiviza» hasta los zapatos, los vestidos e incluso las gafas de los campesinos, la corrupción cínica de las autoridades que revenden a los kulaks los bienes de los que han sido desposeídos, todo esto duplica la desesperación de los campesinos que no sólo asesinan a todos los «comunistas» (y en general a los que vienen de las ciudades) que pueden sino que matan al ganado, destruyen el material y queman las cosechas para no aportar nada a la granja colectiva en la cual saben que no recibirán más que un salario de obrero.
El poder estalinista esperará tres años (hasta enero 1934) antes de revelar el inmenso daño económico que se había hecho: la desaparición del 55% de los caballos (18 millones de cabezas) en un país sin casi tractores, de un 40% de bovinos (11 millones), un 55% de los cerdos, 66% de los ovinos, y la transformación en baldíos de vastas extensiones cultivadas. Las insurrecciones estallan por toda la Unión. La operación gubernamental improvisada eufóricamente degeneró pues en guerra civil, pero en esta guerra civil el poder estalinista no podía contar con el firme apoyo ni del Ejército rojo, con un numeroso contingente de oficiales que eran hijos de kulaks y cuyos soldados eran en su mayor parte campesinos – hubo un caso de rechazo y desobediencia del ejército, el cual había recibido la orden de disparar sobre los campesinos; por otra parte, Deutscher describe la confusión de un oficial de la GPU que encontró en esta época en Rusia y que era un viejo militante de la guerra civil de 1918‑21 «estaba completamente desesperado por las recientes experiencias en el campo», estado ánimo que no debió de ser excepcional – ni de la clase obrera de las ciudades que, en 1929, estaba formada esencialmente por emigrantes recientes del campo, y que perdía más rápidamente la simpatía que tenía al principio de la «colectivización» a medida que la presión sobre los campesinos se acentuaba y la situación alimentaria empeoraba.
Además, una política tal corría el riesgo de provocar una limitación de las siembras de primavera mucho mayor aún que la de años precedentes y por lo tanto una crisis de abastecimiento que amenazaba de muerte al poder soviético. Este peligro mortal obligó a Stalin a publicar el 2 marzo 1930 en Pravda el tristemente famoso artículo El vértigo del éxito cuya resonancia en todo el país (que lo consideró como un decreto) fue inmensa. En él denunciaba el uso de la fuerza para hacer entrar a los campesinos en los koljoses (mientras que algunos meses antes, traicionaba completamente a Engels y a su prudencia), la confusión entre campesinos medios y kulaks, la constitución puramente administrativa, sin la suficientemente preparación, de las granjas colectivas, la instauración de comunas en lugar de artels, haciendo recaer las culpas sobre los militantes y los funcionarios que sufrieron una nueva y rigurosa «depuración». A este artículo le siguió el 15 marzo 1929 un decreto del partido que decidía desde ese momento que la entrada de los campesinos en los koljoses sería exclusivamente voluntaria, que la «desnaturalización intolerable de la lucha de clase en el campo» debía cesar (pero «la liquidación del kulak como clase» proseguía sin tregua) y, hecho sintomático, era necesario poner fin también a la propaganda antirreligiosa intensiva y al cierre obligatorio de iglesias.
El decreto, al autorizar además a los campesinos a abandonar los koljoses ya constituidos, hizo que la «descolectivización» fuese aún más rápida que la «colectivización»: el número de familias organizadas en cooperativas cayó del 58% oficial (más en tierras dedicadas al trigo y menos en las demás) al 23%. La confusión fue extrema, pero, absolutamente incapaz de una política propia, el campesinado cesó en su resistencia desde que la presión se redujo. Gracias a esto y también a que la cosecha de 1930 fue buena, el régimen que estaba al borde del abismo se salvó.
De esta forma, en medio de la mentira y de la violencia, la jactancia
y el reniego, en menos de tres años, una Rusia capitalista n° 2 surge
de la URSS de la NEP, bajo el puño de hierro de Stalin, enterrador del
bolchevismo. La crisis sin precedentes de 1929‑30 que sucede a tantos
otros ensayos, la profundización de los antagonismos sociales que la «desaparición
de la burguesía» no atenúa en nada, y que viene exasperada por el
aislamiento nacional, todo esto la ha marcado por mucho tiempo con una
huella siniestra, pero original, y esto porque bajo la máscara del socialismo
aún durante medio siglo habrá desconcertado y en ocasiones aterrorizado
al mundo.
Notas
1.
Buen historiador de Rusia (ya que
se encontraba allí durante la «colectivización forzada») e historiados
objetivo, pero político desastroso y deplorable teórico desde que ya
no estaba Lenin para masticarle el trabajo, el estalo-trotskista Isaac
Deutscher, se lamente de que si una transformación que trastoca en el
espacio de algunos años el modo de producción de centenares de millones
de hombres no es una «revolución social», entonces ignora que
puede ser una revolución social. Vale. El partido comunista internacional
nunca ha negado la revolución
capitalista llevada a cabo en Rusia
después de 1927 al igual que su necesidad histórica; pero afirma que
la transformación agraria de 1929‑30 ha impreso un carácter atrasado
a esta revolución, incluso en tanto que revolución capitalista, y prueba,
con las lamentables cifras del rendimiento agrícola en la mano, la condena
indiscutible de la que incluso un observador bien visto por los rusos,
el economista Chombart de Lauwe, llama con mucha razón «el aberrante
koljós».
2.
Bujarin no sabe aún, en 1928, que
la izquierda unificada y Stalin, más que dos fracciones del mismo partido,
constituyen dos partidos que expresan intereses de clase opuestos y que
él mismo pertenece al mismo partido de clase que la izquierda unificada,
y no al partido de Stalin. El se dirige a Stalin, es a la fracción de
Stalin a la que quiere convencer, porque le parece una alianza útil para
impedir una victoria de la izquierda. No son las concepciones de ésta
sobre la cuestión del partido, ni tampoco la crítica del socialismo
en un solo país las que enfrentan a Bujarin con la izquierda, pues su
alianza no ha sido más que una maniobra política, sus convicciones científicas
por una parte, y por otra su actitud sobre la cuestión de la autarquía
ó no autarquía de la economía rusa excluyen que haya tomado al pie de
la letra y sobre todo que haya compartido las implicaciones nacionalistas.
Lo que empuja a Bujarin contra la izquierda – y que le conduce precisamente
a su mortal alianza con el centrismo estalinista – es su convicción
de que el triunfo de las concepciones de política económica de la izquierda
provocaría una terrible degeneración del Estado obrero; en efecto, esto
se ha producido con el giro a la izquierda de Stalin, pero está muy claro
que si alguien podía recoger la advertencia cuando aún había tiempo
para ello, este no era Stalin, jefe potencial del nuevo partido en gestación,
sino la izquierda bolchevique.
3.
Stalin insiste sobre el carácter
espontáneo del movimiento koljosiano y debido a esto tuvo ocasión de
sacar una de esas «teorías» que son verdaderas bofetadas al marxismo.
En un artículo de agosto 1930, «Problemas económicos de la URSS»
Trotski presenta así, para refutarla, la tesis de Stalin:
«¿Por qué, pregunta Stalin a sus desdichados oyentes, entre nosotros, en las condiciones de nacionalización de la tierra, es tan fácil (NdR ¡!) demostrar la superioridad del koljós sobre la pequeña explotación individual? Es aquí donde se manifiesta el gran valor revolucionario de las leyes agrarias soviéticas que han abolido la renta absoluta... y han instaurado la nacionalización de la tierra». Muy contento consigo mismo, prosigue Trotski... «Stalin alega (se recomienda a los marxistas agrarios – se trata de los bujarinistas, a los cuales Trotski quiere ridiculizar por su alianza con Stalin – que no echen ojeadas, que no creen confusión y sobre todo que no se oculten bajo la mesa) el Tercer Libro del Capital y la teoría de la renta de la tierra de Marx. Según Stalin, el campesino occidental estaría ligado a la tierra por la renta absoluta y ya que hemos acabado con esta bestia, el maldito poder de la tierra sobre el campesino... está definitivamente destruido... En las condiciones del mercado comercial, la renta de la tierra constituye la suma de los productos que el propietario de la tierra puede sacar de la totalidad de los productos del cultivo... No se podría hablar de la supresión real de la renta absoluta más que después de la socialización de la tierra sobre todo nuestro planeta, es decir, después del triunfo de la revolución mundial. Pese a lo que diga el pobre Stalin es imposible, en el marco nacional, no solamente construir el socialismo, sino incluso abolir la renta absoluta... En el mercado mundial, la renta de la tierra encuentra su expresión en el precio de los productos agrícolas. Ya que el gobierno soviético es exportador de estos productos, el Estado soviético, armado con el monopolio del comercio exterior se presenta sobre el mercado mundial en tanto que propietario de la tierra... Por consiguiente incluye en el precio de estos productos la renta de la tierra que detenta. Si desde el punto de vista técnico nuestra agricultura... estuviese al mismo nivel que la de los países capitalistas, la renta absoluta habría tomado la forma mas evidente y la mas señalada precisamente entre nosotros, en la URSS. Si ahora Stalin, en lugar de realizar la renta absoluta en el mercado mundial, se jacta de haberla abolido, (esto proviene) de la debilidad actual de nuestra exportación, y del carácter irracional de nuestro comercio exterior, donde se precipitan sin dejar rastro no sólo la renta absoluta, sino también muchas otras cosas. Este aspecto de la cuestión, que no tiene relación directa con la colectivización de las explotaciones campesinas, prueba una vez más que uno de los rasgos esenciales de nuestra filosofía socialista nacional es la idealización de nuestro aislamiento y de nuestro atraso económico».De esta forma refuta Trotski la absurda tentativa de Stalin de presentar como un movimiento comunista «un movimiento de colectivización de grandes proporciones, pero muy inestable y muy primitivo por lo que respecta a su contenido». Primitivo es este movimiento en cuanto que representa – como hemos indicado – una huída de una fracción del campesinado parcelario ante una miseria completamente desconocida en Occidente en la misma época. «Si los campesinos rusos, prosigue Trotski, se separan de una forma relativamente fácil de un lote de tierra determinado, no es a causa del nuevo argumento de Stalin según el cual les habría liberado de la renta absoluta, sino por las mismas razones que antes de la revolución de Octubre provocaban los repartos periódicos de las tierras», es decir, la ausencia de esta renta diferencial que es producida en la explotación agrícola que llega a su grado más alto de rendimiento, y que explica precisamente el espíritu conservador del pequeño propietario occidental cuyos vínculos con su parcela crecen en razón directa del consumo de energía y dinero empleado tanto por el como por sus antepasados. Contrariamente a sus discípulos degenerados, Trotski no ha idealizado nunca de ninguna manera el movimiento de formación de los koljoses, ya que como marxista, por el contrario, ha reconocido su carácter atrasado.
4.
Un testigo americano de la «colectivización acelerada»,
C.B. Hoover, escribe en 1932:
«Para reforzar al grupo de 25.000 obreros formado para organizar las nuevas granjas colectivas, se obligó por todos los medios a todos los ciudadanos posibles a ir a los pueblos. En Moscú, los estudiantes de las escuelas musicales superiores fueron movilizados para llevar la revolución cultural a los koljoses; los médicos y las enfermeras de las clínicas y hospitales de Moscú fueron enviados a los koljoses para cubrir sus necesidades (y) un número aún mayor de profesores (...) de estudiantes de agronomía (...) Los campesinos tendían a considerar a todo el que llegara de la ciudad como un agente del gobierno soviético (...) En las regiones pobladas por minorías nacionales, los insurgentes asesinaban frecuentemente a todos los rusos, sin consideración con sus simpatías políticas. Cualquier ciudadano enviado al campo debió, para sobrevivir, convertirse en un soldado de la causa comunista (NdR: Hoover no es un marxista e ignora todo de la «causa comunista», que confunde con la ofensiva gubernamental) (...) Numerosos obreros que habían venido de las ciudades para dirigir los koljoses fueron asesinados. Se transmitieron de boca en boca las historias más espeluznantes de torturas de los obreros por los campesinos, pero el gobierno no dejaba aparecer más que raramente estas noticias en la prensa (...) y muchas historias de campesinos que atacaban las casas de los obreros y las incendiaban» (La vida económica en la URSS» 1932).Hoover indica en la obra antes citada:
«Hubo en particular levantamientos en el Cáucaso septentrional, en las pequeñas repúblicas de la federación caucasiana, en el Turkestan y en la región de Riazán, a pocas horas de Moscú. Estas revueltas se produjeron generalmente en las regiones habitadas por minorías nacionales entre las cuales persistía aún la tradición de la libertad defendida con las armas en la mano y donde el sentimiento de solidaridad nacional no había permitido ganar a los biedniaks a la causa de la colectivización, pero no estuvieron limitadas a estas regiones».
Para decir las cosas con pocas palabras, arrancaremos una buena formulación de la tesis adversaria que está en el extremo opuesto de la justa apreciación marxista del giro de 1927‑30 y de la Rusia contemporánea: «La lucha entre la ciudad y el campo, el conflicto entre las dos revoluciones fueron el mayor problema de (...) la URSS y esto durante más de 20 años, hasta 1940 (...) Lenin, en sus últimos años, intentó encontrar una solución pacífica a este conflicto instaurando la NEP. En 1927‑28 la NEP se salda con un fracaso. Stalin, entonces, quiso resolver el conflicto por la fuerza. Consumó esto haciendo la ruptura entre la revolución socialista y la revolución burguesa, abatiendo definitivamente esta última» (millares de lectores habrán podido encontrar esta definición en la Revolución Inacabada del "marxista" Isaac Deutscher, al cual hay que reconocerle el "mérito" de formular en toda su pureza las tesis más insostenibles del oportunismo, desdeñando todos los recursos demagógicos con los que generalmente se acompañan).
En esta tesis, el estalinismo representaría a la corriente que, no dudando en golpear a los kulaks y a la pequeña burguesía rural habría transformado la revolución socialista impura en Rusia en una revolución puramente socialista. Por lo que respecta a la izquierda y a la derecha, no habrían constituido más que una sola gran ala derecha con relación al estalinismo, oponiéndose por pacifismo y democratismo a la emancipación de la revolución socialista de las trabas con las que la aprisionaban las relaciones de producción heredadas de la revolución democrática-burguesa, es decir, el predominio de la pequeña agricultura parcelaria improductiva. ¡Es doloroso ver como semejantes mentiras son difundidas entre un público sin defensas como la quintaesencia del pensamiento marxista!
Basta comparar la «constitución» de 1918 y la de 1936 para constatar que el partido que, detentando el poder, ha capitulado ante la revolución democrático-burguesa, no es el partido bolchevique de 1917‑29, sino el partido estalinista que permanece en el partido gubernamental de la Rusia de 1968.
La primera, a diferencia de todas las constituciones históricas, no proclama ninguno de esos derechos personales (propiedad y seguridad) que caracterizan la era burguesa, pero que la práctica capitalista pisotea sin cesar, al igual que ningún tipo de «derechos humanos» nuevos. Proclama por el contrario claramente su objetivo socialista, incompatible no sólo con la supervivencia de una clase de pequeños agricultores, sino incluso con la existencia de una clase cooperativistas que tienen asegurado de por vida el disfrute de la tierra y que ofrecen sus productos a la sociedad por mediación del mercado: la supresión total de la división de la sociedad en clases. En esta «constitución» la nacionalización de la tierra que surge de una transmisión de parcelas (sin indemnización a los propietarios desposeídos) a los trabajadores, no viene presentada mentirosamente como una socialización de la tierra, sino como una medida jurídica justificada por el hecho de que esta socialización era el objetivo final, un objetivo que no puede ser alcanzado en tanto que algún obstáculo (tanto la propiedad cooperativa como la pequeña propiedad parcelaria ó la propiedad capitalista) impida al conjunto de la sociedad disponer sin rodeos de la producción agrícola.
Con la Constitución de 1936, todo cambia: la cooperativa recibe la tierra en «usufructo perpetuo y gratuito» y la propiedad cooperativa es proclamada «la única correcta en el régimen socialista». Ya no hay abolición de las clases distintas y contrastantes en el modo de producción: el complejo constituido por la cooperativa y el parque de maquinaria y tractores que pertenecen al Estado e «intercambian» sus servicios por productos agrícolas viene definido como un sistema socialista acabado. Paralelamente la oposición de clase entre el proletariado y el campesinado propietario dedicado a una confrontación perpetua con el Estado en lugar de disolverse en la sociedad está totalmente negada: la igualdad de derechos políticos y de voto (negada audazmente en la declaración de 1918 que atribuía 4 votos a un obrero por 1 al campesino) es restablecida. El nuevo régimen es definido oficialmente como una democracia política, mientras que el antiguo se definía a si mismo como una dictadura del proletariado que no había firmado con los campesinos un pacto de no‑violencia por la evidente razón de que la violencia es la partera y no la madre del progreso, el cual reside en el desarrollo de las fuerzas productivas.
Estas novedades antisocialistas serán plenamente confirmadas en 1953 cuando, en sus Problemas económicos del socialismo Stalin se levantará contra los que querrían tratar a la propiedad koljosiana, pilar del régimen, tal como lo había sido la propiedad capitalista en 1917 (y en 1929), y proclamará contra toda evidencia que al ser una propiedad popular, es también una propiedad socialista, estupidez que equivale a decir que el poder de una empresa (y en un caso extremo de todas ellas) para disponer de sus productos equivale al poder de toda la sociedad para disponer de ellos, con la condición de que no emplee oficialmente a trabajadores asalariados (¡!).
A una «revolución socialista» hecha de esta forma no le falta, si se examinan serenamente los hechos, más que una sola cosa para constituir una capitulación total ante la «revolución democrático-burguesa»: renunciar a moderar la anarquía productiva mediante el despotismo estatal. Todo el mundo sabe que se ha cuidado mucho de hacerlo, que por el contrario llevó la presión estatal a un nivel tal que la burguesía mundial envidió el poder de Stalin, elevando esa presión estatal al rango de factor de la producción eterno en la medida en que presentan como eterna la forma sagrada de la propiedad koljosiana. Esto no debe engañarnos: ¿Dónde se ha visto que los poderes que se han erigido sobre la base creada por la revolución democrático-burguesa respetase las esperanzas y las ingenuas ilusiones?
El único «fundamento» de la construcción que presenta a la era estalinista como la era de la revolución comunista pura (y que resiste menos que ninguna otra el examen político viene dado por el hecho de que la guerra civil que ha puesto punto final a la era bolchevique no ha sido, como habían temido los bolcheviques, la guerra del campo contra la ciudad, sino más bien la de la ciudad contra el campo. Tomad en consideración esto, nos dice la tesis renegada, añadidle el hecho de que, bajo formas económicas y no militares, esta «guerra» se hubiese prolongado hasta 1940 (¡la lógica querría hasta 1956, es decir, hasta las reformas krutchovianas!), no olvidéis sobre todo la propiedad estatal de las empresas industriales y la planificación, y tendréis la fiel imagen de una revolución puramente comunista.
Es indudable que había que atizar la desconfianza y la hostilidad archi justificadas del proletariado contra el campesinado propietario; lo malo es que la lucha de la ciudad contra el campo, muy lejos de caracterizar el comunismo, ¡es tan vieja como la misma civilización! Continúa sin ninguna duda bajo la dictadura del proletariado, en la fase de transición al socialismo, pero es precisamente entonces y solamente entonces cuando pierde sus características milenarias de opresión económica, moral e intelectual del campo por la ciudad, para transformarse en abolición progresiva de la separación entre la ciudad y el campo. Sin duda el proletariado puede y debe ejercer su presión de clase sobre las clases pequeño burguesas del campo. Sin duda puede verse empujado (como sucedió durante la guerra civil en Rusia) a ejercer contra ellas cierta violencia. Lo que el proletariado no puede ni podrá nunca hacer, en cualquier fase de su lucha (incluso en el nivel más bajo en donde se vio obligado a llevarla a cabo en Rusia) es emanciparse oprimiendo y presionando a otras clases, dejándolas ancladas en la miseria como clases-propietarias.
La política leninista nunca ha pecado ni de «pacifista» ni de «democratismo» (¡!): solamente estaba conforme a esta esencia del socialismo; y el socialismo no es nada si no es el proceso de la emancipación proletaria que, al contrario de la emancipación burguesa, no es la instauración del reino eterno de una clase sobre las otras, sino la disolución de todas ellas en la armonía de una sociedad sin clases. Aunque pretendiera realizar el «socialismo en un solo país», la política estalinista no merece ya ser considerada como una continuación de la política de «construcción de sus bases materiales» que, si bien infinitamente más modesta en sus pretensiones, mereció plenamente el carácter de proletaria y comunista.
Si se consideran las relaciones que han prevalecido entre ciudad y campo ó la situación del proletariado en la sociedad rusa, toda su historia económica desde 1929 demuestra que Rusia está dominada por una nueva acumulación primitiva de capital, que el Estado-propietario planifica según las vías impuestas por las exigencias de la grandeza imperialista de la URSS. En este empeño, los únicos obstáculos que tuvo que sortear han sido las humildes necesidades de las masas no solamente obreras sino en cierta medida también campesinas, y si el cinismo capitalista y las tradiciones seculares de la mentira y de la opresión de clase bastasen para ello, ¡esto no le impediría adoptar las posturas heroicas de una lucha a muerte contra un enemigo poderoso y temible!
La demostración empieza evidentemente por el examen de los resultados económicos de la «colectivización forzosa» realizada, como se ha visto, con la ayuda de la maniobra de gran envergadura llamada «reforzamiento de la lucha de clases en el campo» y la «deskulakización». El mismo Stalin evaluó en 400 millones de rublos (¡!) el valor de los bienes de los kulaks transferidos a los koljoses y una buena parte de los cuales fue despilfarrada durante la confusión que sobrevino: esto prueba la futilidad económica de la medida destinada a una elevación de la productividad de la agricultura rusa infra-equipada. ¡La inversión de 1929 en la industria, lamentablemente baja, alcanzó 7.600 millones! Ignoramos que fracción habría sido necesaria para procurar a la agricultura los 250.000 tractores que se estimaban necesarios, pero los 400 millones de rublos de los bienes de los kulaks son verdaderamente una cifra irrisoria. Por el contrario, algunos años mas tarde, el mismo Stalin admitirá la destrucción de recursos económicos provocada por la operación, como hemos visto anteriormente.
Por lo que respecta a la cosecha, mientras que en 1930 alcanzaba 835 millones de quintales, en 1931 caía a 700 (contra 801 en 1913 bajo el zar), más bajo aún en 1932‑33 donde en el campo hizo estragos la terrible «hambre de Stalin» que ocasionó millones de muertos, como en las Indias infinitamente más atrasadas, y además en plena «revolución» ¡supuestamente «puramente comunista»! Este buen resultado por suerte no hay que añadirlo al pasivo de la lucha de clase del proletariado moderno, sino al de la arcaica «lucha de clase en el campo» que tiende a restablecer la igualdad de los pequeños productores en el disfrute de la tierra y de sus productos en detrimento de los intereses generales de la sociedad y del desarrollo de las fuerzas productivas. De ese «comunismo grosero» y repartidor, Marx dijo que su esencia es la envidia, que es el anverso y no la negación de la propiedad burguesa.
Se pueden comparar los gritos histéricos a favor de la «exterminación» de los kulaks (que encarcelados, acosados por todas partes y con la imposibilidad de dedicarse a ningún tipo de actividad económica, incluso como obreros, se convirtieron en bandidos, según testimonia Trotski) y las lúcidas exposiciones de Lenin en 1921‑22 a favor de la cesión en arriendo de empresas rusas a capitalistas extranjeros que eventualmente aceptarían invertir en ellas sus capitales, sus sarcasmos contra los fanfarrones que se jactaban de «construir el comunismo con sus manos». El anticapitalismo de Lenin está por encima de toda sospecha: se trata de un anticapitalismo proletario y moderno y no de una ideología socialista-revolucionaria
Stalin no pretendía, como es evidente, poner el Estado al servicio de las utópicas aspiraciones igualitarias de los pequeños campesinos ¡pero si bien no le preocupaba en lo más mínimo mantener al Estado al servicio de las exigencias socialistas, nunca habría intentado resucitar e impulsar en el campo un anticapitalismo que en esencia era reaccionario que no sólo no debía aportar al proletariado nada más que sufrimientos y nuevas privaciones por sus efectos sobre el abastecimiento urbano, sino también abrir las puertas a un modus vivendi entre ciudad y campo que constituiría un doble insulto a la misión emancipadora del proletariado: el máximo de los valores del campo hacia las ciudades mediante la política de bajos precios agrícolas (justamente condenada por Bujarin) por una parte, y por otra llevando a los campesinos a la barbarie de la microproducción familiar ya que, en la nueva organización de la agricultura que, tras cuatro años de inauditas convulsiones, se instaura tras el caos de 1930, se les concede a manera de compensación por el pillaje estatal la libre propiedad de parcelas cuya importancia económica irá en aumento. Esto es el koljós, en el cual, por todas las razones que acabamos de ver, hay que reconocer, con la izquierda marxista italiana de la cual ha nacido el partido comunista internacional, «la verdadera capitulación del glorioso bolchevismo» en el terreno económico-social.
El alcance de esta política se limita a proveer, poco importa como, de alimentar a las ciudades en las cuales la industrialización acelerada que está en sus inicios va a absorber una creciente mano de obra. ¿Cómo se puede ver en esto la menor pizca de «comunismo», ya que en todos los estadios, incluso en los mas atrasados de la civilización, los regímenes más diversos han tenido que velar por la alimentación de las ciudades? Se trata de una obra tan poco proletaria que poco después, en el momento en el que se desencadena la «caza de brujas» de la deskulakización, el poder desencadena una ofensiva paralela contra los obreros. Los hechos son conocidos (Partido bolchevique de Pierre Broue): «EEn plena batalla contra los derechistas de Moscú, el 19 octubre 1928, el Comité Central adoptó un texto en el cual definía la nueva política industrial: "Debido a nuestro atraso técnico nos es imposible desarrollar la industria hasta un punto tal que no sólo no se quede por detrás de la de los países capitalistas, sino que los alcance y sobrepase sin la puesta en marcha de todos los medios y de todas las fuerzas del país, sin una gran perseverancia y una disciplina de hierro en las filas proletarias». Las vacilaciones de algunos estratos de la clase obrera y de algunos sectores del partido son calificadas como «huída ante las dificultades». El Consejo de economía se enfrenta al proyecto de plan quinquenal para la industria.
El choque es inevitable con el segundo bastión de los derechistas, los sindicatos que preside Tomsky (Tomsky, socialdemócrata en 1904, después bolchevique, preso político bajo el zarismo, miembro del C.C. a partir de 1919, del B.P. a partir de 1922, presidente del Consejo Central de los Sindicatos de 1917 a 1929, a pesar de haber sido calificado justamente por Trotski como tradeunionista, era un viejo militante revolucionario, dicho sea de paso).
«Tomsky está decidido a conservar en los sindicatos su función general de defensa de los intereses obreros (...) elemento indispensable para él de la organización soviética. La nueva política reduce el papel de los sindicatos a la lucha exclusiva por el aumento de los rendimientos y de la producción.. Desde junio, el Comité Central ha criticado numerosos "abusos burocráticos" en la dirección de los sindicatos y llama al partido para que intervenga para "corregirlos" por encima de la persona de Tomsky. Pravdai reprocha (a los derechistas de los sindicatos) rechazar la autocrítica y no movilizar a las masas para la construcción socialista. En el Congreso panruso de los sindicatos, a finales de diciembre, Tomsky admite algunas insuficiencias pero propone renovar los esfuerzos para hacer aumentar el conjunto de los salarios obreros. Sin embargo la fracción comunista (es decir, la fracción estalinista en los sindicatos, NdR) presenta una resolución (...) en la que se reclama una industrialización acelerada y rechazando el punto de vista "puramente obrero" sobre los sindicatos (¡sic! NDR) cuya tarea es la de movilizar a las masas para superar las dificultades del período de reconstrucción. Es votada a favor por una aplastante mayoría. Esa desaprobación de Tomsky viene seguida de la elección entre los nuevos dirigentes de cinco miembros importantes del aparato del partido. La derecha ha sido completamente derrotada».Está claro que, en esta fase, las viejas distinciones entre "derecha" y "centro" han perdido toda significación: ya no hay ni derecha ni centro (contrariamente a la tesis de Deutscher) y la débil defensa del sindicato efectuada por Tomsky no debe de ser desdeñada como una manifestación de «corporativismo obrero» sino que debe de ser reconocida como una resistencia (desgraciadamente débil) al aplastamiento de la clase obrera rusa por el capitalismo de Estado con el disfraz de «socialista».
Una vez demostrado que en 1927‑29 la clase obrera rusa ha sufrido una derrota no sólo política, sino económica, y que por lo tanto no ha sido ella quien ha alcanzado la tan pregonada victoria sobre la burguesía y la microburguesía rurales, es fácil comprender que la política campesina del estalinismo no es al final nada más que una forma exacerbada de la opresión económica que en todo tiempo y lugar ha ejercido en mayor o menor grado el capital sobre los pequeños productores. Esta exacerbación se explica sin que sea necesario invocar no se sabe que esencia particular del poder estalinista, y menos aún las «falsas ideas» de Stalin sobre el socialismo. Su origen reside en el hecho de que el fenómeno, a pesar de todo clásico (al menos en los países de doblamiento antiguo), del desequilibro entre industria capitalista y agricultura había alcanzado en Rusia un grado probablemente nunca observado, y esto debido por un lado al retraso de la revolución burguesa, y por otro, a la expulsión de la URSS del mercado mundial. Si la política campesina del estalinismo no se parecía casi a la de los poderes que, en el pasado, habían heredado también las condiciones de una revolución democrática, no es porque obedeciese a imperativos de clase no burgueses, sino porque la situación a la cual responde es original, ya que se resume un conflicto entre el siglo XX y la «Edad Media» no entre continentes alejados, sino en el seno del mismo país.
Si el estalinismo ha especulado acerca del presunto «radicalismo» de su política campesina, es precisamente sobre la existencia de la propiedad estatal de los medios de producción industriales y sobre la existencia de una planificación central en la que ha basado su demagogia socialista. Los postestalinistas, mucho más liberales con respecto al campo y mucho mas prudentes en lo que respecta a la utilidad económica de la intervención del Estado en todos los actos de la producción y de la circulación, continúan defendiendo el dogma sagrado según el cual la propiedad estatal de los «principales» medios de producción y socialismo es una misma y única cosa.
A pesar del funesto crédito que ha encontrado entre la clase obrera, esta tesis es inconsistente. La fórmula propiedad estatal define una forma jurídica, no una relación económica de producción y no nos dice absolutamente nada acerca de la dirección en la cual se efectúa el desarrollo. Al igual que no han dudado en acusar periódicamente a los cuadros de las empresas del Estado por sabotaje, concusión ó abuso de poder, los estalinistas han sugerido claramente que la sustitución de empleados asalariados en sociedad anónimas por asalariados del Estado no influía nada en las virtudes socialistas que ellos atribuyen a la nacionalización, las cuales por el contrario deberían ser imputadas al control vigilante del partido. El paso «teórico» del revisionismo moscovita consiste por lo tanto en reenviar en apariencia al crítico potencial del campo incierto y movedizo de la política a las sólidas realidades de la economía («si, se han cometido muchos errores, pero queda la propiedad del Estado que es indudablemente socialista»), mientras que en realidad se le mantiene siempre encerrado dentro de un único axioma político insostenible: el control del partido es un control proletario y socialista.
Los estalinistas han pretendido introducir relaciones completamente nuevas entre los hombres en el marco de una economía que se basaba en el trabajo asalariado y presentaba todas las demás características del capitalismo: doble aspecto del valor de uso y del valor de cambio de los productos, es decir, carácter mercantil de la producción, metamorfosis del capital mercancía en capital dinero y viceversa. Por lo tanto, sobre esta base, las únicas relaciones posibles eran no la cooperación universal, sino la concurrencia general entre todos los intereses: concurrencia entre las empresas del Estado, para llevar a cabo el plan, para procurarse las materias primas indispensables, pero insuficientes, así como la mano de obra; concurrencia entre el Estado y sus contratistas, ya fuesen los koljoses campesinos ó las «organizaciones» adjudicatarias de mil trabajos diversos de «construcción y montaje»; concurrencia entre la ciudad y el campo.
Bajo el pretexto de que la lucha sindical (que es la expresión de la concurrencia entre asalariados y empresarios) le estaba prohibida ¿podía permanecer la clase obrera, teóricamente pilar del régimen, al margen de toda esta fermentación burguesa que desmentía tan cruelmente el mito oficial de la redención socialista de los soviéticos sobre la base del trabajo asalariado y el intercambio? Evidentemente no. La dura necesidad la precipitaba con tanta fuerza como a cualquier otra clase social, y ninguna tradición de clase podía sujetarla en esta pendiente, ya que en su mayor parte estaba formada por campesinos que aún tenían frescas sus costumbre profundamente individualistas. La clase obrera luchaba también, pero de manera más subterránea y bajo las formas más primitivas, que iban de la completa inercia productiva y el deterioro de los instrumentos de producción al robo generalizado de los «bienes del Estado», lo mismo que el campesinado. Después de 1929 hay una nueva clase obrera que no tiene nada en común con el proletariado de Octubre, aquella «maravilla de la historia» como la califica justamente Preobrazensky, en un momento de lirismo. No se puede comprender el formidable paso atrás político y social efectuado desde los años de la guerra civil si no se tiene bien presente este fenómeno de mutación gigantesca.
Aquí no se plantea la cuestión de saber si el partido en el poder es revolucionario y proletario ó no lo es: es necesario negar firmemente no toda influencia del Estado sobre la economía, sino toda posibilidad de imponer un control social a un modo de producción que no lo permite, bien porque el trabajo parcelario y la propiedad de grupos sociales particulares reinan aún sobre un inmenso sector económico, sea porque incluso allí en donde existe el trabajo asociado – como en la industria – el carácter antagónico que resulta de la persistencia del salario y de la organización por empresas lo alejan del carácter social de la economía, como sucede siempre en el capitalismo.
Trotski, que había luchado más que nadie a favor de la «planificación» y de la extensión de las atribuciones de su órgano, el Gosplan rechazó magníficamente esta pretensión del partido estalinista de vencer efectivamente a la anarquía mercantil y por lo tanto de llevar a cabo un control efectivo de la economía simplemente porque hacía una cínica abstracción de las necesidades vitales de las masas en sus «planes» subordinándolas al crecimiento cuantitativo por el crecimiento cuantitativo:
«Si existiera un cerebro universal, tal como describía la fantasía intelectual de Laplace, un cerebro que registrase al mismo tiempo todos los procesos de la naturaleza y de la sociedad, midiendo la dinámica de su movimiento, previendo los resultados de su acción, tal cerebro podría constituir evidentemente a priori un plan económico definitivo y sin ningún defecto, comenzando por calcular las hectáreas de forraje y acabando por los botones de las camisas. En verdad, la burocracia se figura frecuentemente que posee así (...) En realidad, la burocracia se equivoca hasta el fondo (...) En sus facultades creadoras se ve obligada a apoyarse en las proporciones (en las desproporcionadas) heredadas de la Rusia capitalista, en la estructura de las naciones capitalistas contemporáneas, y finalmente en la experiencia de los éxitos y fracasos de la propia economía soviética».La ironía va dirigida evidentemente al voluntarismo estalinista que pretende llevar a cabo en virtud simplemente de la autoridad estatal ese control de la sociedad sobre su propia producción que no es intrínsecamente imposible, contrariamente a cuanto sugieren los reformadores post-estalinistas de hoy, sino que supone la generalización del trabajo asociado y el cese de la lucha de todos contra todos bajo el imperio de la necesidad.
«Pero incluso una justa combinación de todos estos elementos no puede permitir más que crear el armazón no acabado del plan (NdR: está claro que Trotski no pretende decir que si todavía estuviese en el poder el bolchevismo llevaría a cabo el control social de la economía mercantil. Su crítica denuncia solamente la ilusión creada por el estalinismo a este respecto) (...) Los procesos de la construcción económica no evolucionan aún por el momento en una sociedad sin clases. Los problemas del reparto de la renta nacional constituyen la bisagra central del plan (NdR: no el plan estalinista, sino un "plan" subordinada a los intereses inmediatos y finales del proletariado). Estos problemas se infiltran a través de las luchas de las clases y de los grupos sociales, incluidas las diferentes capas del mismo proletariado. Los problemas económicos y sociales más importantes: el balance de lo que la industria recibe de la economía agraria y de lo que esta última le ofrece; la relación entre la acumulación y el consumo, entre el fondo del capital de base y el fondo salarial; la regularización de las diferentes categorías del trabajo (obreros cualificados y no cualificados, trabajadores ocasionales, especialistas, burocracia dirigente); finalmente el reparto de este producto nacional que se produce en el campo entre las diferentes capas del campesinado – todos estos problemas, por su sola existencia no pueden admitir decisiones a priori... ». Para Trotski, no se trataba de una «superación de las desproporciones en algunos años (esto es utópico), sino de su aminoración y en consecuencia de la simplificación de las bases de la dictadura del proletariado hasta el momento en el cual las nuevas victorias de la revolución extenderán la arena de la planificación socialista y reconstruirán su sistema (subrayado por nosotros)» (Problemas económicos de la URSS, Prinkipo).Es sabido que en 1932, fecha del escrito citado, Trotski no reconocía que la dictadura proletaria hubiese sido derrotada, lo cual no quita para nada el valor de su crítica de las jactancias del «socialismo en un solo país».
La fraseología oficial está en las antípodas de estas consideraciones marxistas: el artículo II de la Constitución de 1936 no teme hacer esta estúpida afirmación, espléndida expresión del voluntarismo estalinista: «La vida económica de la URSS está determinada y dirigida por el plan de Estado de la economía nacional». Está muy claro que en realidad está determinada por el desarrollo de las fuerzas productivas, las relaciones de clase y la situación mundial. En lo que respecta al poder de dirección del plan, evidentemente está en razón inversa a las reacciones de defensa social que la política económica del poder suscita en las diferentes capas de la población, la realidad se burla de los artículos de fe constitucionales. En lo que atañe a la planificación estalinista, está en las antípodas de las preocupaciones de clase que aparecen en el texto de Trotski.
Cuando los herederos de Stalin lleguen a «reconstruir el sistema» a su manera a partir de 1956 (sin preocuparse de las «victorias revolucionarias» que siempre tardan) no será porque la naturaleza económico-social de sus preocupaciones haya cambiado, sino simplemente porque la URSS habrá llegado a un estadio diferente de desarrollo en sus fuerzas productivas, incluidos los productores.
Años | Conjunto de la Pro- duccion Industrial |
Sector "A" Bienes de producción |
Sector "B" Bienes de consumo |
||||||||||||||||||||||||||||
|
|
|
|
Entre todas las cifras económicas que se podrían citar, las que traducen de manera más sorprendente el triunfo absoluto de los imperativos capitalistas sobre las exigencias no digamos socialistas, sino simplemente proletarias, son las de la tabla de la evolución comparada de la producción industrial en el sector A (bienes de producción) y el sector B (bienes de consumo), las cifras de cada una de las columnas establecen la relación entre la producción de conjunto de la industria, de la del sector A y la del sector B durante varios años con la que había en la Rusia capitalista de 1913; este valor se ha igualado convencionalmente a 100 en los tres casos, no (¡claro está!) porque los valores absolutos sean los mismos en los tres apartados, sino porque no son los valores absolutos los que importan, sino solamente los crecimientos. La producción alimentaria forma parte del sector B, la tratamos aparte porque no solamente plantea todas las cuestiones señaladas en la tabla adjunta, sino también la reacción de los koljosianos ante la opresión económica del gran capital industrial del Estado.
Incluso el lector más inhábil en la lectura de los índices puede constatar algo muy simple: cuando los falsos «socialistas» de Rusia invitan a los tontos para que admiren sus «grandiosas realizaciones» ante el hecho de que su producción industrial haya aumentado 62 veces entre 1913 y 1964, sugieren que las mejoras en las condiciones de las clases proletarias y campesinas han sido enormes, sin relación con cuanto se ha podido constatar en Occidente. En realidad, la producción de bienes de consumo de origen industrial ha crecido de una forma infinitamente más modesta: veinte veces globalmente y, teniendo en cuenta el hecho de que la población rusa ha pasado de 159 millones a 208 millones entre 1913 y 1958, 12 veces solamente por habitante. Para una población cuyo nivel de vida era incomparablemente más bajo que en Europa en 1913, es un resultado de lo más modesto.
¿Qué se constata por el contrario con los medios de producción y los armamentos del sector A, impropios por definición para el consumo en el sentido habitual del término? Su producción ha crecido 141 veces globalmente, 113 veces por cabeza solamente, lo que parece una cifra considerable. ¿Qué significa esto? Que bajo Stalin el potencial nacional de Rusia ha crecido espectacularmente, sin que la suerte de su población (principalmente de su proletariado, claro esta) haya mejorado notablemente. Hecho extraño para ciertas gentes de renombre el que se haya «aplastado la revolución democrático burguesa» y se haya desarrollado una revolución «puramente comunista» según la... audaz construcción de Deutscher, y que los soviéticos no oculten que la revolución de Octubre ha «beneficiado» materialmente a los campesinos, cuyo nivel de vida habría crecido un 11% en tanto que la clase obrera debería contentarse sólo con un 7%. Es una evidente confirmación de la tesis marxista según la cual la grandeza nacional y los intereses proletarios no son conciliables, sino antagónicos, al igual que el socialismo en un solo país es una utopía reaccionaria.
¡Para escapar de estas conclusiones, la hipocresía pro‑moscovita arguye generalmente que el socialismo no se reduce al aumento del consumo individual e insinúa que es el capitalismo el que infla artificialmente el consumo de las masas creándolas, por todos los medios de que dispone, necesidades frecuentemente absurdas y malsanas con el único objetivo de abrir al capital nuevos campos de acumulación! Esto es verdad en cierta medida, pero es como un pelo en la sopa, ya que de lo que se trata es de constatar no tanto la evolución del consumo en sí, sino el contraste sorprendente que le opone al movimiento de la producción del capital material.
El socialismo es tanto una racionalización como un aumento del consumo y sobre todo es una armonización de la vida social como consecuencia de la desaparición de las clases con intereses divergentes. En su fase última y parasitaria, el capitalismo aumenta sin duda por períodos el consumo de las masas, pero estos períodos contrastan con otros en lo que, como consecuencias de guerras ó crisis, el consumo cae muy bajo. No hay que olvidar que el capitalismo aumenta las necesidades más que el consumo real, y que si, en cierta medida, corrompe a las masas obreras, las necesidades y el consumo de estas se distingue muy claramente de la alta burguesía e incluso de las clases medias, en las cuales el despilfarro desvergonzado está unido directamente a la preocupación por el prestigio social. Si se observan con ojos de principios de siglo, las necesidades actuales de las masas obreras y sus consumos pueden parecer «burguesas», pero no tiene mucho sentido razonar así. Lo que cuenta es que su progreso burgués exaspera en lugar de atenuar el antagonismo económico, tanto que los obreros actuales no son la copia de los burgueses de hace 50 años, sino los oprimidos y los explotados de hoy, con ó sin coches, frigoríficos y otras bagatelas de esta especie. Cualquier otro razonamiento ya es sospechoso ¡pero que decir de la asimilación canallesca entre mecanización acelerada (que no es mas que un aspecto del desarrollo de las fuerzas productivas que, a los ojos del marxismo, residen esencialmente en las capacidades productivas de los hombres, que el capitalismo mantiene a un bajo nivel, por el embrutecimiento y alienación debidos a la especialización) y socialismo por una parte, y crecimiento del consumo y... capitalismo por otra!
El contraste entre producción y consumo, típicamente capitalista, revela que en este modo de producción, a la inversa de cuanto se ha verificado en los modos anteriores, y que se verificará de nuevo en el socialismo, la producción de bienes de consumo no es el objetivo, sino una simple condición de la actividad económica. La masa de productos del sector B constituye para las empresas de este sector un capital-mercancía cuya venta permite llevar a cabo un beneficio. En el conjunto de la sociedad capitalista sucede todo lo contrario: los bienes de uso que salen del circuito económico en el preciso momento en que son consumidos no se presentan como capital, sino como ingreso, ya que se intercambian tanto con los salarios como con la fracción de la plusvalía que la clase dominante consagra a su consumo personal.
Para el Estado burgués, el verdadero capital, a escala de todo el país, está constituido por los bienes de producción, es decir, el conjunto de las instalaciones industriales, de sus máquinas y de las materias primas que se «consumen productivamente» como ellos dicen. Es el crecimiento de este capital material (que no es solamente la fuente aparente de todo el beneficio que la economía nacional produce en un año, sino la base de su potencial económico y militar en el mundo) lo que por excelencia interesa al capitalismo. El consumo en el sentido propio es considerado como «improductivo»; se considera como nada más que un medio que sirve como cualquier otro para llevar a cabo negocios y obtener beneficios por una parte, y por otra como una condición sin la cual los obreros no podrían trabajar (la tabla expuesta anteriormente no incluye más que los bienes de consumo de origen industrial, pero está claro que la mayor parte de la producción agrícola entra dentro del sector B) y por lo cual los capitalistas no podrían seguir invirtiendo.
Está muy claro que no es con el objetivo caritativo de abastecer a los obreros y demás trabajadores de todo tipo de bienes por lo que el capital crece y se acumula año tras año, como demuestran las lamentaciones provocadas por una huelga general por el aumento de los salarios canjeables por bienes de consumo, ó incluso por el peligroso «calentamiento» ó «sobreempuje» provocado por una demanda demasiado fuerte. ¡Pero esto no supone que (como dicen los oportunistas imbéciles) el objetivo más loable, pero demasiado estrecho, de permitir a un puñado de grandes burgueses llevar una vida de rajás! En resumen, es propio del capitalismo derribar la subordinación de la producción a las exigencias de la vida de los hombres, algo tan viejo como la misma civilización, y crear una nueva civilización en la cual la vida de los hombres está subordinada hasta en sus más mínimos detalles a las exigencias de la producción.
Si este contraste se presenta en la economía rusa probablemente con más nitidez aún que en ninguna otra no es solamente porque habiendo partido de un nivel muy bajo, necesitaría dotarse de un capital de base, algo que nunca han negado los marxistas, como ya se ha visto: es porque el partido en el poder ha tenido el «coraje» de llegar a cabo una política capitalista sin ninguna concesión a las «vanas ilusiones» de las masas ingenuas que se imaginan que la producción está hecha para el hombre y no el hombre para la producción y con mayor razón contra las objeciones «sentimentales y socialdemócratas» de los revolucionarios que defendían que esta era la convicción que distingue al socialismo proletario. Pero si, hasta después de la segunda guerra mundial al menos, ha podido mostrar tal intransigencia, es únicamente porque una relación excepcional de las fuerzas de clase, neutralizando la una a la otra, se lo ha permitido, así como su aislamiento mundial ¡y no por una virtud propia de las instituciones soviéticas!
«El problema de la elección económica en la URSS» según confiesa el especialista de la economía soviética Bettelheim que ve en ella un socialismo, «no está resuelto en absoluto sólo con el manejo de los instrumentos de la planificación»: en otros términos, la elección económica depende de una política que los «instrumentos de la planificación» permiten aplicar, pero que está determinada por consideraciones de clase y no por el hecho de la nacionalización, como pretenden los imbéciles. Es lo que decimos. Es la sugestión capitalista de la grandeza nacional la que, incluso en ausencia de una clase capitalista, se ha impuesto al poder estalinista y post‑estalinista y le ha llevado a optar por el predominio exclusivo de la industria pesada, credo al cual los «liberalizadores» de hoy no han renunciado, sean cuales sean las pequeñas reformas que se introduzcan en la gestión administrativa de la economía.
El «instrumento de planificación» que le permite hacer prevalecer efectivamente esta elección es el impuesto sobre el número de negocios de las empresas del Estado y las cooperativas que los economistas soviéticos llaman «uno de los métodos más importantes de reparto de la acumulación socialista (¡sic!) y de acción financiera sobre la economía socialista». Este impuesto cuya tasa varía según las razones de actividad (de un 33% a un 88% para la producción de aceites vegetales, grasas alimentarias y carne; de un 100% para el tabaco y el aguardiente, lo cual es menos chocante) y la situación de los establecimientos es una de las principales fuentes junto al impuesto sobre los beneficios (que varía de un 10% a un 80% de los beneficios considerados) de la financiación presupuestaria de las empresas, lo que se combina con la autofinanciación de estas en proporciones variables para asegurar las inversiones de capital necesarias.
Puede admitirse que sin la eliminación de los grupos mas o menos autónomos y rivales que constituían la clase capitalista urbana derrotada en Octubre, el Estado nunca habría podido asegurar un saneamiento tan sistemático y riguroso de los recursos de las industria de consumo hacia la industria del sector A gravándolas pesadamente sin que puedan cesar sus actividades socialmente indispensables, pero políticamente secundarias a los ojos del poder neo‑capitalista. Pero si la despersonalización ha constituido realmente una «ventaja» lo ha hecho a favor únicamente de la acumulación capitalista más virulenta y no a favor del proletariado, por no decir nada del socialismo que, como hemos demostrado ampliamente, no fue nunca el programa inmediato de los bolcheviques y que comienza precisamente cuando cesan las cuestiones de financiación y de subvenciones, de traspasos de valor y de política económica, que forman parte tanto de una fase muy inferior en la transición hacia la nueva sociedad, como en el caso de Rusia desde 1929 en la transición hacia el imperialismo moderno (el del zar, con su dependencia semi‑colonial ante los países de la Entente y el arcaísmo extraordinario de su ejército no era moderno en absoluto).
En lo que respecta a la evolución de la producción agrícola que constituye la parte esencial del sector B (bienes de consumo) ya que de ella depende la alimentación, no podemos presentar una tabla comparable a la precedente, pero disponemos no obstante de un gráfico elaborado con datos de fuentes soviéticas que es suficientemente elocuente (J. Chombart de Lauwe, Paysans soviétiques, 1961). De esta bien documentada obra tomamos prestados los datos numéricos que abarcan el rendimiento por hectárea y la evolución cualitativa de los cultivos. Mientras que la curva de la producción industrial marca a partir de 1921 una ascensión continua, con sólo un descansillo y una caída entre 1940 y 1945, la curva de la producción agrícola tiene una altura casi horizontal con oscilaciones por encima del índice 100, pero claramente por debajo del índice 200, hasta 1953‑54, y una caída correspondiente a la de la industria, pero por debajo del índice 100 durante los años de la guerra, por razones evidentes.
Rendimientos medios por hectárea (en quintales métricos). |
||||||||||||||||||||||||
1903‑13 | 1938‑40 | 1949‑53 | 1954‑58 | |||||||||||||||||||||
|
|
|
|
|
Disponemos de una tabla de rendimientos medios por hectárea de diversos cultivos que muestran un balance agrícola de la Rusia Capitalista Número 2 como más lamentable aún que el de su industria de bienes de consumo.
Para apreciar correctamente estos resultados en lo que concierne e los cereales es necesario compararlos con los de otros países con agricultura extensiva y clima continental; en USA los rendimientos que habían sido de 9,9 quintales por hectárea en 1909‑13 pasan a 13 quintales en 1954‑56; en Canadá, de 11,2 quintales a 13,7. El aumento ruso está casi en la misma proporción, pero es más débil; para las remolachas azucareras y las patatas, los rendimientos son netamente inferiores a los de los países cuyo medio natural presenta analogías. El extravío aumenta todavía si se toma en cuenta el rendimiento de los animales, y en particular de las vacas lecheras. En cuanto a la evolución de la cabaña ganadera por habitante, marca una agravación neta de la situación alimentaria del país, salvo en lo que concierne a... la carne de cerdo.
Índice de la cabaña por habitante | |||||||||||||||||||
1916 | 1960 | Varia- ción en % |
|||||||||||||||||
|
|
|
|
Para 1965 los resultados son los siguientes: bovinos: índice 110 (+10%); vacas: 95 (-5%); cerdos: 180 (+80); ovinos: 103 (+3).
Otra consideración capital para acabar la tabla de la agricultura de la Rusia capitalista N° 2 es la de la evolución cualitativa de los cultivos que nos ofrece la siguiente tabla, siempre según fuentes rusas:
Estructura de la superficie sembrada de 1913 a 1959 (en porcentajes de la superficie total) - Esta tabla muestra que Rusia no ha salido aún de la «fase cerealista» de la agricultura que caracteriza a las sociedades precapitalistas y a los primeros estadios del capitalismo. Introduciendo, en la segunda mitad del siglo XX los cultivos forrajeros, la Rusia contemporánea emprende con ciento cincuenta años de retraso la revolución agrícola comenzada a finales del siglo XVIII en Europa.
Año | Super- ficie total |
Cere- ales |
Cultivos
indu- striales |
Legum- bres y patatas |
Cultivos
forra- jeros |
||||||||||||||||||||||||||||||
|
|
|
|
|
|
Dejaremos aquí de lado el argumento extra-económico y extra-histórico según el cual esta revolución que ha introducido, y generalizado después, la alimentación carnívora junto a los tradicionales cereales ha sido desastrosa para la salud de la especie, doctrina de una variedad del «socialismo burgués» ridiculizada por Marx y Engels, el «vegetarianismo».
¿Cuál es el significado de todos estos datos bien conocidos y que el pensamiento burgués mas trivial carga en el pasivo del comunismo? En lo que respecta al contraste entre las dos curvas, industrial y agrícola (y cuando decimos industrial nos referimos también a la industria de bienes de consumo cuyos resultados son todos menos brillantes), es precisamente una característica de la fase histórica del capitalismo por una razón evidente: el número de rotaciones posibles del capital en un año es muy superior en la industria a diferencia de cuanto sucede en la agricultura que obedece al ritmo natural de las estaciones; por lo tanto la aceleración de las rotaciones del capital es precisamente un medio de combatir la caída de la tasa de ganancia que acompaña el progreso técnico. Salvo en los países poblados por inmigración, como los USA ó Australia, en los cuales las necesidades de productos agrícolas han aumentando a un ritmo acelerado y donde la pequeña propiedad agrícola no supone un obstáculo para el desarrollo de una gran agricultura capitalista, el capital siempre ha preferido colocarse en la industria antes que en la agricultura.
Las necesidades alimentarias, al ser mucho menos «elásticas» que las necesidades de productos industriales diversos, han hecho que la agricultura sea, a pesar de la concentración de tierras y de la mecanización progresiva, un sector de producción pequeño-burgués, yendo la tendencia más reciente hasta la desaparición de los asalariados agrícolas y la explotación familiar de superficies cada vez mayores con la ayuda de máquinas, mientras que el número absoluto de asalariados crece en la industria.
El retraso de la agricultura sobre la industria rusa no presenta pues ningún misterio: está perfectamente conforme con las leyes del modo capitalista de producción; es precisamente a propósito de su atraso con respecto a la agricultura de los países avanzados por lo que se acusa al «comunismo». Es un hecho el que la agricultura rusa ha conocido una cierta concentración, que ya no se parece a la miserable agricultura parcelaria de 1927‑28 cuyo peso aplastante sobre la ciudad ha provocado la derrota del partido proletario y la ofensiva gran‑capitalista de la era estalinista. ¿A que se debe pues ese estancamiento? Los adversarios del comunismo acusan, claro está, al «colectivismo». La explicación no vale nada: si hay «colectivismo» en la URSS, exista tanto en la industria como en la agricultura: ¿Cómo se explicaría entonces el atraso específico de ésta última?
El fondo reaccionario de esta tesis vulgar, pero extendida, aparece claramente: lo que se quiere insinuar es que es absurdo querer organizar el trabajo agrícola según principios válidos solamente en la industria (trabajo asociado y división de tareas, que no hay que confundir con la división social del trabajo). Si esto fuese cierto, habría que guardar luto por el comunismo, ya que en la supresión del actual antagonismo entre ciudad y campo, trabajo agrícola y trabajo industrial, nunca se llegará a una sociedad que trabaje «según un plan común» y en la cual toda diferencia de clase desaparezca. Esto no es verdad, pues si se comparan los koljoses (unidades mixtas, sector cooperativo-privado) y los sovjoses (empresas agrícolas con asalariados y organización de tipo industrial) se observa que son los segundos los que tienen un mejor rendimiento. Del informe de Krutschov al CC del partido gubernamental del 5 diciembre 1958, resulta que los gastos de trabajo en los koljoses, por unidad de producción, eran superiores a los de los koljoses en los siguientes valores:
Regiones | Grano | Leche | |||||||||||||||||||||||||
|
|
|
Lo que se cuestiona es pues el koljós, forma dominante hoy en la agricultura soviética y las relaciones que el Estado industrialista tiene con él.
La comparación entre inversiones industriales e inversiones agrícolas, y el estudio de la evolución del porcentaje de la inversión del Estado en la agricultura son particularmente sugestivas. Tomando de Bettelheim dos series de cifras comparables, ya que provienen de la misma fuente, vemos los siguientes porcentajes que ciertamente son muy fuertes, dando otras fuentes cifras más elevadas para las inversiones en la industria, sin decir nada por desgracia sobre las efectuadas en la agricultura. A la derecha colocamos los porcentajes que se obtienen utilizando por una parte la serie de Bettelheim para la agricultura y, por otra parte, la otra serie para las inversiones industriales: la realidad debe situarse entre las dos, pero hay que señalar que la curva es la misma.
Años | Industria | Agricul- tura |
Porcentaje de la inversión agrícola en la inversión total |
|||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
|
|
|
|
|
La otra serie da para las inversiones industriales (en miles de millones): 1929: 7,6 (en lugar de los 2.615 de la tabla anterior) 1930: 18,7; 1931: 18,4; 1932: 21,60; 1933: 18; 1934: 23,70; 1935: 27,80; 1936: 33,80; 1937: 38,10 (en lugar de 13.928); 1939: 49,8; 1940: 43,20. Esta serie es de fuente soviética como la primera y no sabemos las razones de estas enormes diferencias. Bettelheim, que saca sus cifras de una obra de 1936, SSSR Strana sotsializma, indica para el año 1931 un porcentaje del 25%, del 20% para 1932 y del 18% para 1935, que son claramente más débiles que los que se puede calcular con anterioridad: parece que la diferencia estriba en el hecho de que incluye en las cifras de las inversiones agrícolas no la de las inversiones industriales, sino las inversiones en la economía en general, incluídos los transportes y el comercio.
De esta tabla (que favorece a los estalinistas ya que subraya de manera ciertamente exagerada el esfuerzo para equipar una agricultura con un nivel miserable) se deduce claramente que la agricultura es la pariente pobre, incluso durante los años de crisis aguda de 1930‑35, en los cuales el abastecimiento de máquinas y de abonos a los koljoses en vías de constitución era una necesidad vital para la supervivencia del régimen. La progresión de los koljoses aparece en la siguiente serie de fuente soviética, que da el porcentaje de tierras cultivadas por ellos: 1929: 3,9% (antes de la ofensiva de otoño, claro); 1930: 52,70%; 1932: 61,50%; 1937: 93%. Se ve claramente que una vez alejado el peligro, el Estado se ha apresurado a destinar una parte cada vez mayor de sus recursos a la industria, la industria pesada en particular, como ya hemos visto: a partir de 1936, el porcentaje de inversiones agrícolas cae al muy mediocre nivel de 15,8%, y menos aún en 1939 y 1940 para los cuales la serie de cifras de la primera columna se interrumpe, pero nosotros lo hemos añadido.
Para la postguerra, se reduce a conjeturas: después de las enormes destrucciones del conflicto, el IV Plan preveía una inversión de 19,9 (miles de millones) sólo para los años 1945‑50, o sea 3,3 (miles de millones) por año. Si se toma en cuenta que, según fuentes soviéticas, las inversiones del IV Plan han sido las que indicamos a continuación, el porcentaje de la inversión agrícola habría caído a un 7,7% en 1945 e incluso a un 3,6% en 1950.
Años | Industria | Agricul- tura |
Porcentaje de la inversión agrícola |
||||||||||||||||||||||||
|
|
|
|
En 1960 en su Paysans soviétiques, Chombart de Lauwe afirma: «El conjunto de las inversiones realizadas en la agricultura en el curso de los cinco primeros planes quinquenales e incluso hasta 1956, ha sido del 13 al 15% de las inversiones totales en la economía nacional». Tan grande era la preocupación que el llamado Estado «obrero» tenía por la alimentación de los trabajadores urbanos... Aquí Chombar de Lauwe se refiere a un «documento no publicado» que probablemente ha obtenido de un miembro de los institutos científicos que ha frecuentado, pero que el partido pseudo-comunista no tiene evidentemente interés en difundir ya que manifiesta una de las razones de su bancarrota agraria. El ingenuo especialista francés, que toma al estalinismo por un comunismo, no se ha dado cuenta de ello ya que juzga (dentro de la óptica oficial del régimen) que «si se adopta la óptica de la política agrícola de la URSS basada en la marcha hacia el comunismo» la prioridad absoluta otorgada a la industria pesada «no es chocante» (¡!). Uno más que no comprende que «la marcha hacia el comunismo» es el proceso de emancipación del proletariado, el cual no se reduce, claro está, a la buena alimentación, sino que la supone ¡sobre todo después de 50 años de régimen llamado «comunista»!
No sólo dicha política de inversiones es de carácter estrictamente capitalista, puesto que exalta la producción industrial en detrimento de la producción agrícola, sino que además constituye la raíz económica de la preferencia acordada por el régimen estalinista a la forma mixta, cooperativa privada del koljós, sobre la forma más evolucionada de la granja estatal o sovjós. Está muy claro, en efecto, que para poder generalizar la forma sovjosiana durante los años que precedieron a la guerra (ó en el período de reconstrucción de los años 1945‑50), el Estado habría debido continuar aumentando sus inversiones directas en la agricultura en lugar de dejarlas caer hasta porcentajes insignificantes, como se ve de 1936 a 1940 y de 1945 a 1950 y que no mejorarían, sino todo lo contrario en la era de Krutschov, como veremos mas adelante. Habría tenido que afrontar otro enemigo más imponente que el pequeño proletariado industrial de las ciudades en la persona del enorme proletariado rural en el cual se habrían transformado los pequeños productores que ya, en tanto que pequeños burgueses individualistas en los koljoses, no dejarían de atemorizar al poder desde el momento en que, como consecuencia de la «colectivización» forzada, se encontrasen menos dispersos que antes.
En su obra Stalin, I. Deutscher señala que en enero 1934, una vez que lo peor de la crisis de la «deskulakizacion» y del hambre había pasado, Stalin aseguró en un pleno del Comité central que el peligro había pasado, no siendo ya necesario empujar la industrialización al mismo ritmo acelerado que durante el primer quinquenio. Y añade: «Algunos días más tarde apareció de nuevo sobre el estrado, describiendo los peligros que amenazaban al campo. Asombró al partido diciendo que las quejas colectivas podían llegar a ser más peligrosas aún para el régimen que las explotaciones agrícolas privadas» (subrayado por nosotros). «Sin embargo los campesinos estaban diseminados y reaccionaban lentamente. Desde la colectivización estaban organizados en grupos compactos que podían sostener a los Soviets, pero que también podían volverse contra ellos con mayor eficacia que los cultivadores independientes. Para que el partido pudiera vigilarlos estrechamente, se establecieron secciones políticas rurales». Se puede ver aquí la diferencia con la función del partido durante la época bolchevique: en aquel entonces, cuando se deploraba la débil implantación política del partido comunista de Rusia en el campo era porque esta traducía la debilidad de la influencia proletaria y comunista; ¡en 1934 no se trata más que de asegurar la policía estatal en los campos!
En fin, la generalización del sovjós no habría sido compatible con el mantenimiento de la sobrepoblación relativa que se verifica en el koljós, gracias precisamente a la tolerancia hacia la pequeña explotación parcelaria que ampara; esta generalización del sovjós habría «liberado» más mano de obra de la que podría absorber inmediatamente la industria, incluso a pleno rendimiento, y habría creado al mismo tiempo el peligro de graves movimientos sociales mientras que el sistema koljosiano permitía mantener, en la agricultura, una cantidad de mano de obra ciertamente superior a las necesidades normales de las grandes explotaciones mecanizadas; pero, para el poder, era ventajoso poder descontar sobre esta población excedentaria los suplementos de mano de obra industrial a la medida de las necesidades.
En Rusia, como en todas partes, son pues las exigencias del desarrollo capitalista las que, bajo una forma ciertamente original, han impedido la liquidación del arcaísmo de la pequeña producción en el campo. Por tanto, su persistencia más ó menos camuflada, que no es sino una consecuencia, ha jugado su propio papel en la debilidad del aumento de los rendimientos agrícolas rusos. A las inversiones parsimoniosas se añade una utilización deplorable del capital disponible que se corresponde con la indiferencia del pequeño-burgués koljosiano ante los intereses generales de la sociedad y sobre todo a su incapacidad técnica como productor parcelario, ya que la «revolución cultural» (alfabetización, envío de especialistas de todo tipo a los koljoses) probablemente no se ha impuesto todavía hoy.
La concentración de tierras llevada a cabo en la Rusia Capitalista Número 2 no hace más que resaltar la increíble vitalidad del sector parcelario de la agricultura koljosiana que el oportunismo estalinista de los años 1934‑35 protegió como un simple «auxiliar» del koljós (era necesario tolerarlo como compensación ante las exigencias draconianas que iba a presentar tanto al campesinado como al proletariado), sin prever que se iba a convertir en un parásito insaciable que absorbería sin tregua la mano de obra, incluso mecanizada, que necesitaba la granja colectiva.
Entre 1928 (fecha de la creación de la primera estación de máquinas y tractores) y 1959, la dimensión media de los koljoses ha pasado de 33 hectáreas y 13 casas a 5.800 hectáreas (de las cuales 2.400 sembradas) y 300 casas. En el koljós de 13 casas, las parcelas individuales autorizadas iban en un principio de 0,25 a 0,70 hectáreas, pero alcanzando de 3 a 6 hectáreas con las tierras forrajeras, la superficie total explotada en privado por las familias campesinas miembros del koljós podía alcanzar de 39 a 78 hectáreas contra las 33 de media de la granja colectiva, es decir del 54 al 70% de la superficie total perteneciente a los koljoses. Con la misma tolerancia, la tierra explotada en privado pasa a superficies comprendidas entre 900 y 1.800 hectáreas en el koljós de 300 casas en 1958, lo que, frente a las 5.200 hectáreas medias de la granja colectiva no representa más que del 21 al 36% del total. ¡Para una agricultura que se define como «colectivizada» es mucho todavía!
Estas cifras son suministradas por Chombart de Lauwe en su obra Paysans soviétiques. Este autor tiene el mérito de insistir sobre el hecho de que esto no significa en absoluto la liquidación de la economía koljosiana individual, cuyo peso desastroso sobre la economía agraria general no habría sido casi reconocido por el poder soviético, por la muy evidente razón de que esto entraba en contradicción flagrante con la doctrina del Estatuto de los koljoses de 1935 y la Constitución de 1936, según la cual «la vía koljosiana al socialismo (¡sic!) es la única vía justa». Según estos dos monumentos de la infamia oportunista, tomando «el empeño de consolidar su koljós, de trabajar honestamente, de repartir sus excedentes según su trabajo, de velar por la propiedad colectiva, de conservar con esmero los bienes koljosianos, de cuidar correctamente a los caballos, de llevar a cabo las tareas fijadas por el Estado de los obreros y de los campesinos», los campesinos habían considerado dar a su koljós «un carácter verdaderamente bolchevique» al tiempo que aseguraban su propio «bienestar». Pero el «bienestar» tardaba en venir, y los campesinos no hicieron nada de todo eso, lo cual no habría tenido nada que ver con el «bolchevismo».
Mucho si se piensa en el «enorme despilfarro» de trabajo – y en particular de trabajo femenino – que un modo de producción semejante implica, y que está en cruel contradicción con los fines de emancipación de toda la masa trabajadora bajo la dirección del proletariado que el bolchevismo no había dejado de señalar. Mucho igualmente, sabiendo que, lejos de jugar un papel débil en la economía agrícola de Rusia, las explotaciones familiares de los koljosianos detentaban el 54% de la superficie dedicada al cultivo de la patata y de las legumbres en 1957 y que en 1959 poseían el 41% del ganado bovino, el 57% de las vacas, el 36% de los cerdos, el 26% de las ovejas, abasteciendo en 1958 con la mitad de la producción de carne y leche de la URSS (Datos extraídos de Compilación estadística de la economía nacional de la URSS de 1957 y del Estudio sobre la situación económica de Europa en 1958 de las Naciones Unidas de 1959, citados por Chombart de Lauwe).
Es inútil señalar la impudicia del poder soviético que, después de haber asimilado abusivamente socialismo y economía estatal (cosas del todo incompatibles, como ya hemos visto, la economía no tiene un carácter estatal más que en la fase de transición al socialismo caracterizada por la dictadura del proletariado), osa mantener que la economía posterior a 1920‑30 era plenamente socialista, mientras que amparaba como un cáncer un sector privado tan considerable en la agricultura, por no decir nada de la situación real de la industria, que examinaremos más útilmente cuando abordemos las reformas krutchovianas y post krutschovianas.
La única cuestión que se plantea es la de saber por que razones la arcaica producción familiar ha manifestado en la URSS tal vitalidad. Por si sola, la tolerancia gubernamental no explica gran cosa, al igual que «el instinto de propiedad» del pequeño campesinado: en Francia, donde el gobierno no tiene ninguna pretensión socialista y donde la «tolerancia» hacia los pequeños campesinos es notoria, es probable que su economía haya retrocedido en proporciones mucho mayores que en Rusia en el curso de los últimos 15 ó 20 años.
En cuanto al «instinto de propiedad», no tiene nada de inherente a la «naturaleza humana» (incluso campesina) contrariamente a cuanto afirman los servidores de la burguesía, sino que es una simple reacción de defensa de los individuos (evidentemente ocupados en primer lugar en su propia conservación física) que se da en todas las sociedades que, dedicadas a la esclavitud, a la decadencia, condenan a morir a aquellos que no poseen capital ó simplemente reservas. La dictadura del proletariado acabará con tal «instinto», si bien no fácilmente por lo menos seguramente, sustituyendo la miserable e ilusoria «garantía» de la propiedad individual por una garantía social y colectiva mucho mas elevada y eficaz.
El secreto de la fosilización del pseudo-socialismo ruso bajo formas privadas muy inferiores a las que se observan en los países mas avanzados de Occidente reside, como puede deducirse, en las relaciones económicas existentes entre el Estado industrialista y el campesinado koljosiano, cuestión que nos e agota solamente con el estudio de su política de inversiones.
Ya en 1928 Trotski señalaba que las cuentas entre el Estado soviético y el campesinado ruso estaban tan embrolladas que muy sagaz habría sido quien hubiese podido establecer si el Estado era o no el propietario efectivo de la renta de la tierra que le llegaba por derecho (es decir, desde un punto de vista puramente jurídico) en tanto que propietario teórico del suelo. Hasta la semicapitulación krutchoviana, puede decirse que las relaciones entre el Estado estalinista y el campesinado han sido las de una lucha encarnizada, que se desarrolla tras la mampara protectora de la «democracia obrera y campesina», al igual que la lucha de las clases burguesas contra el proletariado se lleva a cabo tras la fachada mucho mas carcomida de la democracia parlamentaria en los países occidentales. Y el centro de esta lucha fue precisamente la renta, es decir, el producto agrícola excedente del consumo directo de los campesinos, incontrolable por naturaleza.
En la agricultura, la sedicente planificación con la que se llenan la boca los admiradores del «socialismo ruso» no concierne a la producción, o mejor dicho, no la concierne más que de una manera muy indirecta: sus límites son los de las inversiones de capitales del Estado en la agricultura y ya hemos visto lo limitados que son. Conviene añadir a esto la intervención repetida del poder para impedir que los koljoses no repartiesen todo el producto en dinero resultante de la venta a bajo precio de sus productos entre sus miembros, en lugar de conservar y acrecentar el «fondo indivisible» prescrito por la ley y que debía constituir el capital de ejercicio de la cooperativa. Se observa por lo tanto que en materia de producción toda la «planificación» se reduce finalmente a estimular una acumulación privada de capital por las cooperativas koljosianas que librará al Estado de la dolorosa obligación de destinar una parte de sus recursos desde la industria pesada hacia la agricultura. Es pues todo lo que contrario de una planificación socialista encaminada a reducir el sector de las iniciativas privadas, y al mismo tiempo es lo contrario de una planificación ya que, por definición, las iniciativas privadas son incontrolables e imprevisibles.
Si hay «planificación», esta no interviene más que en el estadio de la recolección de los productos organizada sobre la base de un sistema complicado de entregas obligatorias al Estado: no aparece el elemento de previsión sin el cual no es posible hablar de plan, sino solamente una presión que no se ejerce para nada a favor del proletariado urbano, sino a favor del industrialismo capitalista de Estado, y según los datos empíricos de una «larga práctica»: las cantidades exigibles a cada república, región ó distrito vienen fijadas por «normas» que responden a la localización existente de las producciones y a su rendimiento tradicional en función del clima y de las capacidades locales de producción. No es cuestión de intervenir directamente sobre estos elementos: se les tiene en cuenta, no modifica el reparto de los contingentes de entregas entre las regiones ó las explotaciones cuando esta modificación se produce por sí misma y llega a ser evidente: ¡«bonita planificación»!
Existen no menos de cinco circuitos comerciales distintos de los productos agrícolas, al menos hasta la reforma de 1958. Son las siguientes (de Paysans soviétiques):
El koljosiano no recibe más que un escaso salario, un salario que en los koljoses reacios ó en las regiones pobres es todavía inferior al de los obreros urbanos, y todos los observadores señalan una inferioridad manifiesta del nivel de vida en el campo con relación al de la ciudad. «Vendiendo en el mercado koljosiano algunas toneladas de legumbres provenientes de las explotaciones auxiliares el campesino obtiene, con un pequeño número de horas de trabajo, un rendimiento mas elevado que el obtenido por el koljós durante todo el año» (Paysans soviétiques). En 1958, el beneficio que su micro-comercio le procura se eleva aún como media a un 50% de su beneficio total. No hay que admirarse pues si durante mucho tiempo el comercio koljosiano ha sido alimentado en su mayor parte por los koljosianos y no por los koljoses. Para 1938, Bettelheim da las siguientes cifras: parte de los koljosianos individuales en el comercio koljosiano: 73%; parte de los koljoses: 3/5 del 25% restante; los últimos 2/5 corresponden a los "últimos mohicanos" de las granjas individuales.
El trabajo que el campesino soviético efectúa sobre su parcela tiene el mismo origen que el «trabajo negro» del obrero mal pagado, y en tanto subsistan las condiciones que lo han engendrado, es tan susceptible de desarraigo como él. Incluso si, cosa absurda, el Estado hubiese querido prohibirlo (pero se ha cuidado de hacerlo, al igual que el pequeño patrón mal pagador no prohibirá nunca sus obreros los trabajos suplementarios más ó menos ilícitos que le ayudan a soportar su suerte), esto habría quedado sin efecto: no se suprime la pequeña propiedad por decreto constitucional; no desaparece más que cuando se convierte en económicamente absurda, lo cual se produce ya en capitalismos más desarrollados que los de Rusia, que por este hecho se encuentran económica y socialmente más avanzados que ella en el camino hacia el socialismo, incluso si políticamente son igual de reaccionarios. Desmintiendo cruelmente las mentiras oficiales sobre el socialismo ruso, la pequeña economía auxiliar del koljós no ha cesado de pesar sobre su economía «cooperativa» en la medida en que las horas de trabajo que le estaban consagradas eran (y no podían dejar de serlo) robadas a ésta última.
El precioso observador que es Chombart de Lauwe escribe a este respecto: «Un agricultor del Bassin parisino se vería muy embarazado si se le dijese que dispone de veinte obreros para cultivar sus 200 hectáreas, pero que no es posible saber si cada obrero le dará 1.500 ó 3.000 horas de trabajo. Pues bien, el presidente del koljós se encuentra en una situación análoga, porque el koljosiano divide su tiempo entre su explotación individual y el koljós (...) El absentismo de los trabajadores es una enfermedad grave del koljós». Y cita un ejemplo tomado de la literatura económica soviética: «En la segunda brigada de cultivo en un koljós de la región de Kaluga, hay 63 hombres aptos para el trabajo. Una gran parte en 1955 no ha tomado parte en la producción colectiva. En enero, 26 personas no han trabajado, 31 en febrero, 32 en marzo, 29 en abril, 19 en mayo, 23 en junio, 15 en julio, 11 en agosto, 23 en septiembre, 20 en octubre, 27 en noviembre, y 25 en diciembre. Según esto, el koljós podría asegurar el trabajo a todos los koljosianos. Podría, con las tierras que posee, aumentar muchas veces su ganado, dar más trabajo en la explotación colectiva a los koljosianos y acrecentar toda la producción». ¿Por qué esta hemorragia de mano de obra? «Porque si los precios del mercado koljosiano son elevados, el campesino trabaja primero para el y luego para el koljós». «Aberrante koljós», en efecto; pero pretensión más aberrante aún la de Stalin la de «liquidar el mercado» por vía administrativa y la de asegurar un desarrollo más rápido de la sociedad rusa forzando las pérdidas de trabajo y productos (de lo cual ningún poder habría podido prescindir) a costa de la población para la industrialización.
El poder soviético se ha burlado por completo del socialismo: pero no podía a la larga burlarse del desastroso balance de su agricultura. No hay pues que asombrarse si la cuestión agraria está en la raíz de la última mutación que Rusia ha sufrido con las llamadas reformas «krutschovianas», al igual que fue la raíz de otros giros efectuados bajo condiciones muy diferentes: la NEP, la liberalización en 1925 de la política agraria, y después el giro de 1929‑30. No obstante es justo señalar que, en el marco de la Rusia capitalista N° 2, esta última mutación ha afectado a otras muchas cosas además de a la política agrícola del gobierno.
Con su proletariado campesino que el poder estalinista no duda en someter a una legislación del trabajo que no tenía nada que envidiar a la cruel legislación en vigor en el alba del capitalismo en la patria de este modo de producción, Inglaterra; con sus inmensas masas koljosianas que este mismo poder mimaba, pero ahora en la misma miseria, y además en medio del embrutecimiento de la pequeña producción, la Rusia capitalista N° 2 ha superado victoriosamente la prueba de la segunda guerra imperialista, sangriento desmentido de la insensata doctrina de la emancipación del proletariado y de los trabajadores dentro del marco nacional que costó 23 millones de hombres («el capital más preciado» de Stalin) a la población rusa.
Pero el país que surge de la reconstrucción de 1946‑55 (IV y V Planes Quinquenales) no es el de la época de la industrialización. Faltan los elementos de comparación con los años 1929‑30, es decir, con el principio de la ofensiva de la revolución capitalista, pero la progresión de la población urbana de 56 millones en 1938 a 61 en 1940, 87 en 1956 y 99,3 en 1958 es suficientemente elocuente. Debido a que la tasa de crecimiento demográfico es más fuerte en el campo que en la ciudad, la regresión de la población rural es más lenta que el crecimiento urbano: de 115 millones en 1938 pasa a 113 millones en 1956 y 109 millones en 1958. Es más interesante la composición de la población activa, que revela una división social del trabajo que basta por si sola para echar abajo la tesis de la existencia del «socialismo» en Rusia, ¡sobre todo de un socialismo de 28 años, como sería el caso si se admitiese la tesis de la revolución comunista pura de 1929‑30!, y que permite caracterizar con precisión el estadio alcanzado por el capitalismo ruso:
|
Hemos encontrado en Deutscher y en Chombart de Lauwe la cifra sorprendente de 17‑18 millones de trabajadores koljosianos: esto se debe probablemente a que sólo se han contado los cabezas de familia. En la cifra de la Industria es imposible distinguir el número de verdaderos obreros dentro de la cifra global.
Se trata de un capitalismo adulto ya que ha bajado del 50% de población activa ocupada en la agricultura; pero se trata de un capitalismo todavía joven, ya que el porcentaje de los campesinos es aún muy elevado (era de un 12% en USA y de un 28% en Francia en la misma fecha) y la parte de los servicios mucho más débil (27% contra el 51% en los Estados Unidos y el 35% en Francia). Por lo que respecta al 5% del comercio (contra el 16,5% de USA y el 13,4% de Francia) se pone en relación con la débil circulación de bienes de consumo y no con un hipotético socialismo; si corresponde a unas «costumbres espartanas», como ha dicho un comentarista burgués, no son las de un régimen proletario que desdeñaría por completo el consumo desenfrenado e imbécil de la sociedad occidental, sino que son las que el industrialismo capitalista estaliniano ha impuesto sin mucho esfuerzo a una población con necesidades reducidas, pues estaba poco «civilizada» en el momento de la revolución, y por lo demás protegida contra las codicias peligrosas por el famoso «telón de acero» que detenía no sólo el flujo de las mercancías extranjeras, sino también toda información que pudiese llegar al «paraíso socialista» desde el mundo exterior.
Por muy pobre que sea, este país posee unas capacidades productivas muy superiores a las de 1928‑29: se trata no sólo de la mecanización intensiva que se lee fácilmente en las cifras de crecimiento del número de obreros (de 11.590.000 en 1928, deben ser de 23‑24 millones en 1958 si se tiene por exacta la cifra de 4‑5 millones de «cuadros» y «técnicos» diversos en la industria), sino también de las transformaciones cualitativas que se observan siempre en la segunda generación de una población urbana de origen rural reciente y que, en el caso de Rusia, han sido en todo caso insuficientes para permitir la derogación del feroz código laboral en vigor bajo Stalin, debido a la necesidad de plegar ante la disciplina industrial a millones de campesinos habituados a los ritmos lentos de los trabajos agrícolas tradicionales, «aldeanos desarraigados, ciudadanos recalcitrantes, desesperados, anarquistas e impotentes... que llevan a la fábrica su tosco individualismo de mujiks» con los cuales el estalinismo supo jugar perfectamente con su «vasto sistema de competición individual, con bonificaciones, pagas extras, primas de rendimiento» ó «emulación estajanovista» (Deutscher: La revolución inacabada, 1967).
Por «transformaciones cualitativas» es necesario entender el conjunto de condiciones que, desde la alfabetización hasta la mayor disciplina engendrada por la vida industrial y urbana, concurren al menos tanto como el empleo de la máquina en el aumento de la productividad del trabajo; forman parte de esas «condiciones materiales del socialismo» que los bolcheviques esperaban poder desarrollar esperando la revolución mundial sin recaer en las infamias y en los horrores del capitalismo, pero muy lejos de constituir «conquistas socialistas» no exceden del marco de ese progreso burgués que, en todos los países, ha acompañado al desarrollo industrial, pero que, en ninguna otra época, había adquirido ese respeto servir como se ve en los seudo-marxistas de hoy, a remolque de los soviéticos.
La primera consecuencia capital de este progreso burgués, aliado a las complejas consecuencias de la guerra, fue que hizo imposible el mantenimiento de ese telón de acero al abrigo del cual Stalin se imaginaba poder resistir al mercantilismo capitalista: cuanto más y más se desarrolla una economía nacional, al mismo tiempo las necesidades de la población son mayores, más necesita a la economía mundial y menos autarquía económica puede tolerar. Por esta razón, dejando de lado todas las demás consideraciones, tanto la oposición de derecha como la de izquierda indicaban a los estalinistas que enorgullecerse del «espléndido aislamiento» económico de Rusia equivalía a enorgullecerse de su atraso.
Años | Exporta- ciones |
Importa- ciones |
Total | ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
|
|
|
|
||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
A partir de aquí, las cifras se disparan: | |||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
|
|
|
|
Esta consecuencia que, en política, se traduce por la «doctrina» de la «coexistencia pacífica» (desde hace mucho puesta en práctica a nivel de clase y a nivel nacional) se manifiesta económicamente con un espectacular vuelco en la evolución del comercio mundial de Rusia. Pues, aunque los valores absolutos de este comercio hubieses sido de lo más modesto, este vuelco implicaba una corriente subterránea que no debía dejar en pie gran cosa del laborioso edificio de mentiras que constituía el «socialismo» estalinista. Evaluado en precios de millones de rublos de 1961, así la tabla del comercio soviético: de 1932 a 1945 una caída espectacular, con una disminución anual media del 7% (la cifra de las importaciones de 2,514, indicada en 1945, corresponde a las entregas de guerra debidas a los préstamos y contratos efectuados); de 1946 a 1961 (no disponemos de cifras comparables más recientes) una subida espectacular, con un aumento medio anual del 15%:
En relación con este restablecimiento de las relaciones comerciales con el exterior, es decir, con el mercado capitalista mundial, un curioso cambio se produce en Rusia a partir de 1956: después de un cuarto de siglo de «socialismo en un solo país» se reclama por todas partes un... ¡«retorno a la NEP»! Lo que esto significa está muy claro: no se trata en absoluto de aminorar la presión que las exigencias de la acumulación de capital ejercen sobre el proletariado de Rusia (ni tan siquiera sobre sus pequeños campesinos) como si retratase de una preocupación de clase; ese tiempo ya pasado no volverá jamás. Se trata de racionalizar en un sentido capitalista este proceso de acumulación. La consigna «prioridad a la industria pesada» subsiste en todo su rigor, ya que la obligación de «alcanzar y superar» al país capitalista más desarrollado, los EEUU, si no se quiere ser aplastado económicamente, y después políticamente, también subsiste. Que se trate de un recurso perdido de antemano no es como para que Rusia renuncie a ello; por el contrario, su posición de inferioridad, que ve mortal, le dicta su nueva consigna: «¡disminuyamos los costes de producción!», obsesión que le dicta todas las medidas que adopta desde hace 10 años y que la imbecilidad burguesa presenta como un «restablecimiento del capitalismo» ¡como si bajo Stalin hubiese habido otra cosa que el reinado del Capital impersonal del Estado!
Este punto ha sido desarrollado abundantemente en todos nuestros estudios de partido sobre Rusia y no nos detendremos otra vez sobre él. Basta con indicar al lector novicio una cosa: mientras que la Rusia capitalista N° 2 corre sin aliento tras el competidor americano, este no espera plácidamente a que le alcancen: corre a la velocidad que le permiten su potencial y su edad, que le ofrecen una ventaja considerable. Pero si Rusia se ha beneficiado durante mucho tiempo de unas tasas de crecimiento anuales considerables, como los capitalismos más jóvenes, sufre la ley de la disminución de los crecimientos anuales que es el reflejo de la ley de la bajada tendencial de la tasa de ganancia, tal y como se verifica en todos los países capitalistas. En términos familiares, envejeciendo, el último competidor que aparece corre cada vez menos rápido, y su esperanza de alcanzar a su rival disminuye, incluso si la velocidad propia de este último disminuye también. Esta ley de disminución viene muy bien ilustrada por los siguientes datos numéricos:
Periodo pre‑quinquenal | 1922‑28 | 23,0% |
I Plan Quinquenal | 1929‑32 | 19,2% |
II Plan Quinquenal | 1933‑37 | 17,1% |
III Plan Quinquenal | 1938‑40 | 13,2% |
Periodo de guerra | 1941‑46 | -4,3% |
4 Años del IV Plan | 1947‑51 | 22,6% |
V Plan Quinquenal | 1951‑55 | 13,1% |
VI Plan Quinquenal | 1956‑58 | 10,3% |
Plan Septenal | 1959‑65 | 9,1% |
El fondo de las críticas cada vez más amargas contra la «vieja planificación» y de las reformas efectuadas se resume en pocas palabras: mientras que se trataba de dotar a Rusia de un aparato de producción que le faltaba totalmente, los métodos centralizadores, autoritarios y administrativos eran muy buenos; ahora se han convertido en un obstáculo para el desarrollo económico. La reforma industrial de 1957 comienza sustituyendo una dirección regional horizontal en lugar de la dirección nacional vertical: es la liquidación de 25 ministerios industriales de un total de 35 y la ligazón de las empresas a las autoridades locales: los sovnarkhos, unos 104 en todo el territorio. La medida está justificada perfectamente desde el punto de vista capitalista: ¿de que forma la pretensión del Estado central de controlar hasta el más mínimo detalle la actividad de más de 200.000 empresas industriales y de más de 100.000 obras de construcción no conduciría a la anarquía administrativa? ¿Cuál es su interés económico? No se trata, como en el socialismo, de establecer balances de recursos y necesidades con el fin de repartir las tareas sociales en función de las posibilidades y de la utilidad, de igualar progresivamente las condiciones locales, de reducir los desequilibrios. Se trata solamente de no frenar la producción.
El control central, indispensable en el socialismo, se convierte en una traba desde este punto de vista cuando el número de las unidades de producción alcanza un cierto número. El sistema de los Sybts, esos órganos administrativos intermediarios por los cuales pasan obligatoriamente todas las empresas cuando quieren entrar en relación entre ellas, es criticado por ser particularmente odioso. Cuando el volumen de estas relaciones era aún reducido y los productos destinados de una empresa a otra estaban cualitativamente poco diferenciados, era un buen medio para repartir mejor los medios de producción existentes. Pero con el crecimiento del volumen de los intercambios y sobre todo la diferenciación de las necesidades de las empresas en lo que respecta a los medios de producción (diferenciación ignorada por los burócratas que no saben nada de tecnología sin saber por lo tanto de economía), los Sybts son el mejor medio de impedir que tal empresa adquiera antes una máquina perfeccionada ó rara que necesita a otra empresa que la produce: los sybys irán a reunirse por lo tanto junto a los ministerios centrales en el museo del «socialismo en un solo país».
No es todo. Lo que se reprocha a los métodos autoritarios es su carácter puramente administrativo y anti‑económico: hacían demasiados llamamientos la obediencia hacia los jefes jerárquicos, y no lo bastante hacia la búsqueda de una racionalidad económica entendida en el sentido capitalista de la rentabilidad, no del conjunto de la economía nacional, sino de cada unidad tomada separadamente. El sistema de viene y va de los planes del centro planificador se ha convertido en un duelo entre estas últimas y la dirección central, las empresas buscan la manera de obtener el plan más fácil de realizar, y la dirección central busca imponer objetivos elevados. No sólo el compromiso final no tiene nada de «científico», sino que las empresas que mejor funcionaban eran personalizadas. Este sistema además ha incitado a las empresas a no emplear a fondo sus capacidades producidas, sino a dejar en reserva una parte de las mismas para hacer frente a un eventual aumento de las exigencias del Estado en curso de realización.
Preocupada por aplicar el plan, por superarlo, las empresas no se han preocupado de utilizar mejor los equipamientos. Que su gestión haya sido buena ó mala desde este punto de vista no influía en la atribución por el Estado de los fondos necesarios para aumentar la producción; además, al esta los equipamientos financiados con dotación presupuestaria sin participación financiera directa, aunque sea poco importante, de los establecimientos, estas no eran responsables ni de su crecimiento ni de su modernización. En estas condiciones, incluso si el principio de la rentabilidad de las diferentes unidades económicas no ha dejado de ser reafirmado, la única guía de su actividad real es la obtención de los objetivos más fáciles de alcanzar ó aquellos cuya ejecución y superación asegurarán más ventajas materiales a la dirección, es decir, al personal de la empresa.
Esperando esta «racionalidad económica» en el sentido más burgués del término, se obliga a los koljoses a comprar el parque de máquinas del Estado que de esta forma se convertirá en un capital cooperativo, del cual ellos serán los únicos responsables; así se espera inculcarles la «sana» costumbre de calcular sus «costes» y de llevar a cabo economías mediante una reducción del escandaloso despilfarro que hacen de los medios de producción, ya que estos pertenecen al Estado y que su principal preocupación era producir las cantidades de artículos obligatorias. Lo mismo se espera de un crecimiento de la responsabilidad de los directores de las empresas industriales.
El coronamiento de todo este nuevo edificio reside en una política de «honestidad en los precios» que parte de este principio archi-banal: si los precios fijados por el Estado, en particular para los productos agrícolas, están sistemáticamente por debajo del precio de venta, la unidad productora no está interesada en producir con menos coste, ya que no obtiene ningún beneficio de sus esfuerzos. En el caso del koljós esta ausencia de interés favorece a la pequeña empresa auxiliar a costa de la empresa colectiva y mantiene nuestra crisis alimentaria, indigna de un país civilizado. En resumen y por todas partes, todo son, desde hace más de diez años, homenajes dedicados a la «gran obra de Stalin», al igual que suspiros de lamentación por el arcaísmo de sus métodos y las reivindicación de principios económicos más «sanos» que se encuentran entre los principios del capitalismo más clásico.
En esta ocasión, se reproduce la vieja discusión perfectamente inútil sobre las «necesidades históricas». Los viejos estalinistas se inclinan ante ellas, la mort dans l’âme, jurando que el socialismo ruso sigue siendo el socialismo ruso. En realidad, desde el punto de vista de las necesidades históricas del capitalismo, no hay duda de que los «principios» que ellos arrojan por la borda están realmente caducados. Pero, para los marxistas y los revolucionarios, el problema real que se plantea no tiene estrictamente nada que ver con la cuestión de saber si son los estalinistas o sus críticos los que tienen razón, si es mejor la centralización ó la descentralización, la autoridad ó el liberalismo, el interés material ó la obligación.
Para los marxistas y los revolucionarios estos debates son perfectamente insípidos porque la concepción auténticamente comunista de la racionalidad económica difiere precisamente de la racionalidad tal y como los soviéticos la conciben, de la misma forma que el socialismo difiere del capitalismo. En otras palabras es la «necesidad histórica» que ellos encarnan la que difiere de aquella a la cual obedece el poder soviético. Desde el punto de vista de esta racionalidad, de esta necesidad histórica, los críticos post‑estalinistas del estalinismo ofrecen también la misma pésima imagen que los estalinistas, y quizás una imagen aún peor. Para decirlo con pocas palabras, la «racionalidad» de estos «neosocialistas en un solo país» se limita a economizar el capital constante para retardar y frenar la caída de la tasa de ganancia y afrontar ventajosamente la «competición pacífica» con los países capitalistas más desarrollados sobre el mercado mundial. La única «racionalidad» que nosotros, comunistas proletarios, reconocemos como tal es la abolición de gigantesco despilfarro de trabajo vivo que practica todo capitalismo.
Para la primera «racionalidad», es necesario el respeto a la ley del valor, la libertad económica, la concurrencia, en resumen la anarquía mercantil y el sórdido interés burgués. Para la segunda racionalidad es necesario la liquidación de esta libertad, de esta concurrencia y por lo tanto de esta anarquía, la sustitución de la ley del valor por la ley de la utilidad social, del «interés» por la solidaridad. La primera «racionalidad» es la que suscitado la monstruosa doctrina krutchoviana del socialismo mercantil después de la no menos monstruosa doctrina estaliniana del socialismo nacional. La segunda inspira al pequeño partido internacional de hoy la defensa incondicional de los principios internacionalistas y anti‑mercantiles de los cuales los bolcheviques no renegaron nunca. La primera «racionalidad» conduce a una tercera guerra imperialista. La segunda impondrá a la clase obrera mundial la vía de la Revolución y de la Dictadura proletaria.
Cuando suene de nuevo la hora no será sólo la de la revancha del glorioso
Octubre bolchevique, ahogado lentamente dentro del sofocante marco de las
formas capitalistas resucitadas tras el biombo del «socialismo nacional».
Será el principio de una emancipación total, no solamente del proletariado,
sino de toda la especie humana, el fin de la prehistoria bárbara a la
cual el progreso capitalista y burgués no podrá poner fin.
Notas
1.
La tesis de que el estalinismo constituye
el correcto cumplimiento de la revolución socialista, citada anteriormente
por necesidades en la exposición, implica que la destrucción del partido
bolchevique (que sólo los estalinistas cerrados osan negar) no ha significado
una destrucción del partido de clase del proletariado y la pérdida
del poder por esta clase, sino solamente la eliminación de la corriente
hasta entonces predominante que constituía una mezcla de comunismo y democratismo
revolucionario burgués. Con calma, veamos lo que esto trae consigo
Si eso era cierto, la contrarrevolución
política de 1927‑29 no tendría, en el plano del socialismo, una amplitud
mayor de lo que, en el plano del capitalismo, tuvo la sustitución del
Imperio burgués de Napoleón en la republica jacobina (forma política
de la revolución democrática), después de una serie de transiciones
que no tocaremos. En los dos casos – dejemos todo el tiempo del mundo
a quien medita para encontrar ese cambio político «lamentable» en la
historia – pero en ninguno de los dos casos, viene impedida la revolución
económico-social (la socialista en el caso de la Rusia estalinista, la
capitalista en la Francia de Napoleón) que se
desarrolla victoriosamente. Lo que tiene de cierto para sus regímenes
lo tiene también para los que les suceden, comprendido el régimen post‑estalinista
actual.
Pero entonces, el internacionalismo
revolucionario a escala mundial del partido bolchevique deja de poder
ser considerado como una característica sin la cual ya no hay partido
de clase, es decir, un principio intangible del programa comunista.
Se convierte en una especie de ornamento que engalanaba la república de
Lenin como la virtud jacobina engalanaba la de Robespierre, pero que era
finalmente tan superabundante como ella. El hundimiento de la Internacional
Comunista, el descrédito mundial que se ha abatido sobre el comunismo,
la segunda guerra imperialista y la impotencia de la clase obrera para
acabar con ella, la desorganización política que subsiste un cuarto de
siglo después y que hace las delicias del capitalismo contemporáneo,
todo
esto no cuenta para nada, es secundario. Se puede uno preguntar que
doctrina, tan conservadora y tradicionalista como se quiera, podría llegar
a ser más odiosa que este empalago mundano del marxismo revolucionario.
2.
Deutscher cuenta a sus desdichados
lectores (a los cuales no protege ninguna tradición del partido y ninguna
doctrina de clase contra sus sofismas, ya que el partido de clase se halla
reducido casi a la impotencia y su propaganda no alcanza más que a un
número ínfimo de proletarios) que el economista oficial del régimen,
Eugene Varga en persona, había declarado en privado, en los años 30,
que la doctrina del «socialismo en un solo país» no era más
que una «doctrina de consolación». Evidentemente esto incita
a deducir que poco importa finalmente la idealización, si la obra realizada
ha sido proletaria. Con esto no cuenta para nada el papel del partido,
el cual debe educar y emancipar no solo a la clase obrera, sino tendencialmente
a todos los miembros de la sociedad, y no engañar y confundir como han
hecho los demás regímenes de clase. Se menosprecia la importancia
capital de esta fatal doctrina del socialismo en un solo país en
el desmantelamiento del movimiento internacional del proletariado, ya que
dicha teoría ha servido para hacer que se acepten los peores giros políticos.
Esta cuestión ya había sido expuesta claramente desde 1925 en el XIV
Congreso. Bujarin (que sin embargo nunca fue un nacional-comunista) objetaba
a la izquierda de manera oportunista: «Si se quiere declarar a las
nuevas capas de la clase obrera que estamos levantando el capitalismo de
Estado en lugar del socialismo, que no conseguiremos superar las dificultades
resultantes de nuestra técnica defectuosa, y del retraso de la revolución
mundial, nosotros debemos rechazar y combatir este estado de ánimo».
Zinoviev respondió fieramente, de una forma más clara de lo que hubiera
podido hacer el mismo Trotski y que por desgracia no ha pasado a la posteridad:
«Los obreros no tienen necesidad de que les aturdan con frases bonitas.
Conocen perfectamente los lados fuertes y los lados débiles de nuestra
economía, principalmente de la industria estatal. Saben perfectamente
que nosotros hemos conquistado esas empresas aplastando a los explotadores...
pero saben igualmente que
sus fábricas están ligadas al mercado.
Ellos ven perfectamente todas las sombras que se ciernen sobre el panorama
y es inútil dorarles la píldora... Está claro que tenemos un capitalismo,
y un capitalismo de Estado. Es necesario decir esto abiertamente
a los obreros: si no lo hacemos, notarán nuestra falsedad y tendrán
razón. Es una cuestión política seria sobre la cual no se puede pasar
y nadie conseguirá tan pronto revisar el leninismo sobre este terreno»
(Rusia hacia el socialismo, Librería de L"Humanité, 1926).
3.
Es importante señalar que Lenin,
el cual reprochará precisamente a Trotski en su famoso Testamento
su «concepción demasiado administrativa de las cosas», resistió
durante bastante tiempo ante las insistencias de Trotski para extender
los poderes del Gosplan. Es el mismo Trotski quien, en su crítica de la
planificación estalinista, pone en evidencia cuales habían podido ser
las razones de Lenin: ninguna autoridad administrativa puede sobreponerse
a las condiciones económicas reales y el control socialista de la economía
social no puede llevarse a cabo con un simple acto de voluntad. Está claro
no sólo que Bujarin estaba mucho más cerca de Lenin y del marxismo que
el mismo Trotski cuando combatía a los «planificadores», sino
que frente a las extravagancias del primer plan quinquenal estalinista
la crítica de Trotski retoma en sustancia la argumentación de Bujarin.
Como hemos indicado con respecto a la polémica de 1923, nunca Trotski
atribuyó a la planificación estatal las virtudes mágicas que le atribuye
el estalinismo, y su lucha no traspasó jamás los límites del determinismo
marxista. La crítica efectuada anteriormente no significa por tanto un
«giro» real.