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Siguiendo el hilo del tiempo
Las páginas que siguen han sido sacadas del periódico del Partido Comunista Internacionalista: “Il Programa Comunista”, que desde hace años, bajo el título “El Hilo del Tiempo” publica una serie de estudios sobre la esencia del marxismo revolucionario y su reconfirmación a través de los acontecimientos del periodo histórico actual.
Algunas entregas recientes de estos escritos han sido dedicadas al artículo de Stalin, difundido el pasado noviembre, a propósito de los problemas de la presente economía rusa, con el título de “Diálogo con Stalin” y otras sucesivas han remachado y aclarado el argumento.
Se trata del desarrollo consecuente de la actitud de crítica y de contestación que en tres fases sucesivas, desde 1919 hasta hoy, ha mantenido la izquierda comunista, fuerte sobre todo en Italia, donde constituía la preponderante mayoría del partido comunista fundado en Livorno en 1921
Las fuerzas de esta corriente nuestra han ido reduciéndose y hoy se componen de pocos grupos en algunos países y de un movimiento poco numeroso, pero homogéneo y claro, en Italia. A medida que la vicisitud histórica llevaba a los militantes y a las masas en dirección opuesta (debido a causas que precisamente nuestra crítica ha ido mostrando y explicando) y sobre todo en el trabajo sistemático conducido desde el final de la guerra hasta hoy, el contenido de la contestación formulada al gran movimiento que tuvo por soporte a la revolución de 1917 en Rusia y que todavía viene a parar a Moscú se ha hecho más profundo y recordamos aquí sus tres aspectos sucesivos.
La opinión corriente, y también la de los mayores estratos de la clase obrera, considera al movimiento que va “de Lenin a Stalin” como continua y, por tanto, también actual expresión teórica, organizada y militante de la lucha radical y revolucionaria del proletariado contra el mundo capitalista, como desarrollo de la visión de Marx y Engels, tal como fue reivindicada contra las degeneraciones revisionistas y oportunistas por Lenin y por el magnífico grupo y partido revolucionario que con él venció en Octubre y reconstruyó la Internacional.
Al principio, este gran movimiento histórico tuvo consigo entre los grupos más resueltos y ardientes al ala izquierda del socialismo italiano, que después de la primera guerra rompió de modo despiadado con los reformistas y filo-reformistas, aunque en Italia éstos no se habían hecho culpables del apoyo a la guerra imperialista de 1914-18. Siguieron las tres fases de la crítica y de la ruptura cada vez más grave, que responden a las tres fases de la involución del movimiento que todavía quiere llamarse comunista y soviético, los tres estadios del oportunismo nuevo y post-leniniano, peor que el antiguo.
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Primera divergencia: en el campo táctico. El problema más difícil del determinismo marxista es el de la intervención activa del partido, de los métodos que el mismo adopta para apresurar el camino de la revolución de clase. Entonces, en completo acuerdo sobre la teoría general y sobre la necesidad de purgar la organización de todos los no comunistas, de acuerdo también sobre el hecho de que la táctica, la praxis del partido, se resuelven de modo diferente en diferentes grandes y principales fases históricas, la izquierda impugnó las tácticas de “conquista de las masas” basadas en invitaciones a la acción común a partidos socialdemócratas y oportunistas, que tenían seguidores en el proletariado, pero una acción política evidentemente contrarrevolucionaria. La izquierda negó los métodos de “frente único político” y, peor todavía, de “gobierno obrero”, en los que se quería ligar a aquellos partidos y al nuestro: previó que semejante método determinaría el debilitamiento de la clase obrera y la degeneración de los partidos comunistas revolucionarios en occidente; aun estando claro que en el Oriente todavía no capitalista la táctica podía y debía ser formalmente otra, siempre con la condición de coordinarla al fin único de la revolución mundial. Esta divergencia provocó famosos debates entre 1919 y 1926 y terminó con la separación organizativa.
Segunda divergencia: en el campo político e histórico. A escala histórica, se verificó todo cuanto en la primera fase los contradictores de nuestra corriente declaraban imposible y ruinoso: es decir, el retorno a la colaboración entre clases opuestas en la sociedad burguesa desarrollada, idéntico al que había determinado el desastre y la traición de la Segunda Internacional. Los partidos comunistas con la central internacional en Moscú fueron conducidos, en los países del totalitarismo burgués “fascista”, no sólo a proponer, sino a practicar alianzas políticas no ya sólo con los partidos “socialistas”, sino con todos los partidos democráticos burgueses. El objetivo de semejante nuevo tipo de alianzas no era el conducir a estos partidos al terreno revolucionario y de clase, cosa claramente insostenible, sino emplear al partido proletario comunista para el fin reaccionario de volver a dar vida a la libertad burguesa, al parlamentarismo y al constitucionalismo burgués. Era manifiesto que, si en la fase precedente los partidos comunistas no habían hecho revolucionarios a los seguidores de los partidos pseudo-proletarios, en ésta habían descendido por debajo de ellos y se habían transformado ellos mismos en partidos antirrevolucionarios. Al mismo tiempo el Estado ruso y todos los partidos de la Internacional que llegó después a la autoliquidación formal al estallar la segunda guerra mundial estipularon pactos de alianza, primero con los Estados capitalistas, precisamente de los países fascistas contra los que se había lanzado el “bloque por la libertad”, después con los países de las democracias capitalistas occidentales, de nuevo con aquel podrido bagaje ideológico.
Tercera divergencia: en el campo económico y social. Terminada la guerra mundial con la victoria militar de los “demócratas”, no ha tardado en delinearse un conflicto entre aliados; y en la perspectiva de la posible tercera guerra imperialista el movimiento inspirado por Moscú, a pesar de los susodichos imborrables precedentes históricos, pretende ganar el apoyo de la clase trabajadora mundial sosteniendo que es siempre fiel a las doctrinas comunistas y que prepara una política de nuevo anticapitalista, sin transigencias. Una guerra entre los ex-aliados y, de cualquier forma, la defensa de Rusia con las armas, o con insurrecciones partisanas, o con una campaña pacifista contra sus agresores, sería política comunista, ya que en Rusia habría sido construida una economía socialista. La prueba de que, venga tarde o temprano la guerra imperialista de mañana, se dividan sus frentes como quieran, esa política no es ni comunista ni revolucionaria, reside por tanto en el hecho de que es falso el presupuesto de la economía proletaria y socialista en el solo país ruso. Las páginas que siguen proporcionan tal prueba, sobre la base de la doctrina marxista, y de los datos de hecho confirmados por Stalin.
En este punto la contraposición es de doctrina y de principio y, por tanto, resulta claro que las actitudes mantenidas por los partidos “comunistas” fuera de Rusia no menos que en Rusia con una variada serie de renuncias ideológicas en materia económica, social, administrativa, política, jurídica, filosófica, religiosa, a las posiciones de antítesis clasista, no son y era vano creerlas meros expedientes, actitudes y estratagemas, que tenían el fin de concentrar hábilmente fuerzas mayores que al levantar el telón se habrían develado como rojas, extremistas y revolucionarias.
En correspondencia con la finalidad histórica perseguida por la organización social en Rusia que aquí se demuestra que es, como indefectible efecto de la fallida revolución comunista europea, no construcción de socialismo, sino de puro capitalismo, difundido en un ambiente euruasiático hasta ayer retrasado respecto al occidente euroamericano la finalidad perseguida por los partidos “comunistas” permanece encerrada en el campo de los principios constitucionales, conservadores y conformistas, en alternativas ficticias y vacías de direcciones internas del capitalismo, frecuentemente en contrasentido con el giro “de la rueda de la historia”. Toda su acción política desemboca en la conservación en vida del mismo capitalismo, donde había enseñado todo lo que podía y estaba bien dispuesto a morir, es decir, incluso en el retraso del “socialismo en Rusia”.
No menos expresivas de este monstruoso y fatal desplazamiento de frente en los planos de la guerra de clase, son, tanto en Rusia como en el movimiento satélite, las actitudes de la ciencia, de la literatura y del arte, que vuelven a pisar sin gusto y sin grandeza los mismos movimientos con los que la burguesía moderna, entonces joven y revolucionaria como en la visión del Manifiesto, se presentó con audacia prepotente en los escenarios de la historia.
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Ya que es tradición de un siglo que la lucha de las fuerzas que quieren contener la ola del movimiento proletario, socialista y marxista, se cubra con banderas obreristas y usurpe los términos de socialismo y de marxismo, no es una maravilla que el nombre de comunismo haya sufrido la misma vicisitud y que las tradiciones bolcheviques, leninistas, octubristas y cominternistas hayan servido y sirvan a la misma confusión de nombres, términos, movimientos y partidos. Ni tiene más importancia el hecho de que sean exiguos los grupos que combaten para restaurar el auténtico comunismo contra el “oficial” que se jacta de millones de secuaces.
Tratándose desde ahora, completamente desarrollado el ciclo del profundo contraste, no ya de divergencias de métodos de maniobra y de recorridos históricos que tienden a un mismo y máximo punto de llegada; habiéndose llegado a la contraposición sobre los objetivos y fines del movimiento, lo que es lo mismo que la divergencia sobre la doctrina y los principios de partida, no importa ya el número de seguidores, la fama y notoriedad de jefes más o menos ilustres y valientes. Son las típicas formas de producción y de organización social del capitalismo y del socialismo las que se oponen y luchan, se trata de la íntegra reivindicación histórica socialista y revolucionaria definida de nuevo en toda su luz deslumbrante, opuesta a una descolorida enjuagadura de estúpidas y vanas supersticiones sociales.
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Este modo de plantear la gran cuestión histórica de hoy, completamente fundado en la definición de los objetivos y para nada en la naturaleza ética o estética de los medios, ni sobre pretendidas recetas para invertir ad horas los efectos del tremendo derrumbe que ha sufrido el movimiento revolucionario del proletariado moderno, sirve para distinguirnos claramente, además de la turbia marea stalinista, también de una variada serie de grupitos y de sedicentes “hombres políticos” presa de ese extravío y de esa dispersión que son inevitables en las fases de viento contrario a la velocidad del huracán.
Los métodos de represión, de trituramiento, que el stalinismo aplica a quien le resiste desde cualquier lado, encontrando amplia explicación en toda la crítica ahora recordada de su desarrollo, no deben suministrar ningún pretexto a cualquier tipo de condena que mínimamente parezca arrepentimiento respecto a nuestras clásicas tesis sobre la violencia, la dictadura y el terror como armas históricas de empleo proclamado; que ni de lejos sea el primer paso hacia la hipócrita propaganda de las corrientes del “mundo libre” y de su mentirosa reivindicación de tolerancia y de sagrado respeto a la persona humana. No pudiendo ser hoy protagonistas de la historia, los marxistas no pueden desear nada mejor que la catástrofe social, política y bélica del dominio americano sobre el mundo capitalista.
Por tanto, no tenemos nada que ver con la petición de métodos más liberales o democráticos, ostentados por grupos políticos ultraequívocos y proclamados por Estados que en la realidad tuvieron los orígenes más feroces, como el de Tito.
Ya que el punto de partida de toda la degeneración fue el habilismo táctico y maniobrero y que nuestra corriente dio de su nefasta influencia una crítica exacta, remachada por la historia de más de treinta años, no podemos tener nada en común con los partidos malamente definidos de la cuarta internacional, o trotskistas, que querrían volver a aplicar aquel método para conquistar las masas uncidas al yugo de los partidos stalinistas, que dirigen a éstos las no escuchadas peticiones de frentes comunes y que por la fuerza de las cosas llegan al mismo punto en la sustitución de las finalidades comunistas y revolucionarias por reivindicaciones vacías, retóricas y demagógicas. Semejante movimiento tiene además una concepción absolutamente no marxista del estadio de desarrollo de las formas de producción en Rusia, que contradice la tesis compartida por el mismo Trotsky de que sin revolución política proletaria en Europa no puede haber economía proletaria en Rusia.
Tanto menos podemos acercarnos a otros canijos cenáculos en los que se busca atribuir la solución desfavorable a errores de la doctrina general del movimiento y se permite a cada adepto elaborar sus proyectos de puesta al día y corrección del marxismo en risibles “libres discusiones”, dando una solución falsa del problema de la conciencia teórica, que no se apoya en genios ni en mayorías consultadas de bases grandes y pequeñas, sino que es un dato que en su invariante unidad abarca generaciones y continentes. Esos resuelven no menos falsamente el problema de la reanudación de la acción, pensando que todo consiste en dar a las masas una nueva Dirección revolucionaria, soñando cada uno de ellos neciamente en entrar en este estado mayor y llevar en la mochila el bastón de mariscal, en vista de que demasiados semi-hombres han tenido éxito en ello.
La batalla ha llegado al terreno del fin, y no del medio, sobre el cual, por otra parte, tenemos con nosotros abundancia de vivo y poderoso material apto para tiempos favorables. Es la hora de volver a colocar ante los ojos vendados de la clase revolucionaria la esencia de lo que deberá conquistar, no de alinearla en desfile y arengarla en tonos dramáticos de vísperas convulsas.
El marxista sabe que cuando suena la hora de la gran alineación y del gran choque, es la misma historia, movida por el subsuelo volcánico de la oposición de clase, la que expulsa a patadas del escenario a las personas decorativas de los héroes y de los jefes y que jamás dejará de encontrarlos.
Conociendo tranquilamente que no estamos en el decenio de la patada, prescindimos con alegría de los nombres ilustres y de unirnos con desinencias a su inutilidad científicamente probada.
Escribiendo después de dos largos años un artículo de cincuenta páginas (era de 1950 el famoso sobre la lingüística del que tuvimos que ocuparnos solo de refilón, pero que merecía ser hilado; y quod differtur...) Stalin responde sobre los puntos planteados en dos años, no sólo en el Hilo del tiempo, sino también en reuniones de trabajo sobre la teoría y el programa marxista desarrolladas por nuestro movimiento y hechas públicas brevemente o por extenso.
Con esto no pretendemos decir que Stalin (o su compleja secretaría cuyas redes enlazan el esferoide) haya echado un vistazo a todo ese material y se haya dirigido a nosotros. Si verdaderamente somos marxistas, no se trata de creer que las grandes discusiones históricas necesiten, para la guía del mundo, protagonistas personificados que se anuncien a la humanidad atónita, como cuando el ángel toca desde lo alto de la nube la trompeta de oro y Barbariccia, demonio dantesco, responde (de profundis en sentido propio) con el sonido que sabéis. O como el Paladín cristiano y el sultán sarraceno que, antes de desenvainar las relucientes espadas, se presentan a grandes voces, desafiándose con la enumeración de los antepasados y la de los torneos ganados y anunciándose la muerte recíproca.
No nos faltaría más. Por una parte, el Jefe máximo del mayor Estado de la tierra y del proletariado “comunista” mundial, de la otra, ¿quién? ¡Oh, nadie! ¿Quién se presentara? ¡un monigote! De cualquier forma, los hechos y las fuerzas físicas, desde el subfondo de las situaciones, se ponen deterministamente a discutir entre sí; y los que dictan o teclean el artículo, o pronuncian la exposición, son simples mecanismos, son altavoces que transforman pasivos la onda en voz y no hay que excluir que la tontería salga del altavoz de dos mil kilowatios.
Por tanto, los mismos problemas surgen respecto al sentido de las relaciones sociales rusas de hoy y de las relaciones internacionales económicas, políticas y militares, se imponen aquí y allí, se pueden iluminar sólo mediante la comparación con la teoría de cuanto ya ha sucedido y es conocido; y con la historia de la teoría, que hace mucho tiempo fue común en vista de que el dato es imborrable.
Sabemos, pues, bastante bien, que desde lo alto del Kremlin la respuesta de Stalin no viene a nuestra voz ni lleva nuestra dirección; ni para la límpida continuidad del debate hace falta que a él le conste cómo ayer el periódico que daba acogida se llamaba Battaglia, hoy Programma Comunista, por acontecimientos estériles desarrollados éstos en la parte del estrato de los subtontos. Las cosas y las fuerzas, inmensas o mínimas, pasadas, presentes o futuras, siguen siendo las mismas, a despecho de los caprichos del simbolismo. Si la antiquísima filosofía escribió sunt nomina rerum (literalmente: los nombres pertenecen a las cosas) quiso decir que las cosas no pertenecen a los nombres. Es decir, en nuestro lenguaje, la cosa determina al nombre, no el nombre a la cosa. Haced por tanto el noventa y nueve por ciento de vuestro trabajo sobre nombres, retratos, epítetos, vidas y tumbas de Grandes Hombres: nosotros continuamos en la sombra, seguros de que no está demasiado lejana la generación que se reirá de vosotros, ilustrísimos de primera y de decimosexta magnitud.
Las cosas que están bajo el artículo actual de Stalin son, sin embargo, demasiado grandes para que le neguemos el diálogo. Por esto, y no porque a tout seigneur tout honneur, respondemos y esperaremos la contrarréplica otros dos años. No hay prisa (¿verdad, ex-marxista?).
Los temas tratados son todos nudos cruciales del marxismo y son casi todos los viejos clavos sobre los que hemos insistido que se debía remachar profundamente, antes de pretender ser forjadores del mañana.
Naturalmente, el grueso de los “espectadores” políticos distribuidos en los diversos campos no ha sido impresionado por aquello sobre lo que Stalin vuelve sugestivamente debe volver, sino por lo que anticipa sobre el incierto mañana. Arrojados sobre esto, porque esto es lo que hace público, los espectadores amigos y enemigos no han comprendido nada y han dado versiones extravagantes y excesivas. La expectativa, eso es lo que obsesiona, y mientras los observadores son una pandilla de burros, el operador, que hace girar la manivela desde aquellas altísimas prisiones que son las oficinas supremas del poder del gobierno, está precisamente en la posición que menos deja ver alrededor y prever. Mientras nosotros recogemos cuanto le ha dictado el volverse atrás, donde ninguno le cierra entre reverencias y fumigaciones el campo de visión, todos se conmueven ante las sugestivas previsiones. Existencialísticamente todos obedecen al imbécil imperativo: debemos divertirnos; y la prensa política divierte cuando, como sugestivamente hoy, abre un corte sobre el futuro y ve que un Súper-hombre se digna profetizar. Y el inesperado vaticinio es éste: no ya la revolución mundial, no ya la paz, tampoco la guerra santa entre Rusia y el resto del mundo, sino la inevitable guerra entre Estados capitalistas, entre los cuales, por un primer momento, no se incluye a Rusia. Interesante, pero ciertamente no nuevo para el marxismo y tampoco para nosotros, que no tenemos la manía del cine político, donde el espectador no se interesa “de si es cierto” lo que ve (dentro de poco, con el cinerama, será llevado a pulso en medio de la acción) y, terminada la ilusión del paisaje de ultramar, del local de súper-lujo, del teléfono blanco, o del abrazo con las modernas impecables supervenus del celuloide, vuelve contento, pobre chupatintas o proletario esclavizado, a su casucha y se restriega con su mujer deformada por la fatiga o la sustituye por una venus de la acera.
Todos, por tanto, se han arrojado sobre el punto de llegada, en vez de sobre el punto de partida. Y, por el contrario, éste es el fundamental; hay toda una cuadrilla de seminecios que quiere precipitarse a pensar el después, y a la que es preciso contener poderosamente y rechazar hacia atrás para comprender el antes, tarea ciertamente más fácil y que, sin embargo, no la hacen ni en sueños. Todo el que no ha comprendido la página que tiene delante no resiste a la tentación de pasarla para encontrar luces en la siguiente, y es así como la bestia se vuelve más bestia que antes.
En Rusia, aunque haya policías silenciadoras que escandalizan al occidente (en el que los recursos imbecilizantes y estandarizadores de cerebros son diez veces mayores y más asquerosos) el problema de definir el estadio social que se atraviesa y el engranaje económico que está en movimiento, se impone por sí mismo, y llega al dilema: ¿debemos continuar diciendo que la nuestra es una economía socialista, comunista del estadio inferior, o debemos reconocer que es una economía regida por la ley del valor, propia del capitalismo, a pesar del industrialismo de Estado? Stalin parece resistirse a tal reconocimiento y frenar a los economistas demasiado avanzados y a los jefes de fábrica que son de la segunda opinión; en realidad prepara la no lejana (y útil también en sentido revolucionario) confesión. ¡La imbecilidad organizada del mundo libre lee que ha anunciado el paso al estadio pleno, superior, del comunismo!
Para poner a fuego semejante cuestión, Stalin aborda el método clásico. Sería fácil jugar la carta de abandonar toda obligación hacia la tradición de escuela, con Marx y Lenin teóricos, pero en esta fase del juego podría saltar la misma banca. Y entonces, por el contrario, volvemos a empezar ab ovo. Bien, es lo que queremos, nosotros que no tenemos apuestas que hacer a la ruleta de la historia y que aprendimos con el primer balbuceo que la nuestra era la causa proletaria y que no tenía nada que perder.
A la altura de 1952, hace falta, pues, «un texto de estudio de la economía política marxista» y no sólo para la juventud soviética, sino para los compañeros de los otros países ¡impúberes y desmemoriados, atentos, pues! Insertar en tal libro capítulos sobre Lenin y Stalin como creadores de la economía política socialista, según declaración del mismo Stalin, no aportaría nada nuevo. Bastante bien, si esto significa que es conocidísimo que ellos no la han inventado sino aprendido y el primero la ha reivindicado siempre.
Como aquí entramos en el campo de rigurosa terminología y formulario “de escuela”, queda establecido que estamos en presencia de un resumen que los mismos periódicos stalinistas sacan de una agencia de prensa no rusa y apenas sea posible convendrá cotejar el texto completo.
La referencia a los primeros elementos de la doctrina económica sirve para discutir el “sistema de producción de mercancías en régimen socialista”. En diversos textos (que, desde luego, a su vez se guardaban bien de decir algo nuevo) hemos sostenido que todo sistema de producción de mercancías es sistema no socialista y volveremos a remacharlo: pero Stalin (Stalin, Stalin; nos ocupamos de un artículo que también podría ser debido a una comisión que “dentro de cien años” sustituya a un Stalin difunto o inhabilitado; de cualquier forma, el simbolismo, con sus connotaciones, en los límites convencionales de una práctica cómoda, nos sirve también a nosotros) podría haber escrito: sistema de producción de mercancías después de la conquista proletaria del poder, y entonces todavía no estaríamos en la blasfemia.
Evidentemente, algunos “compañeros” en Rusia han enunciado “refiriéndose a Engels” que el conservar, después de la nacionalización de los medios de producción, el sistema de producción de mercancías, es decir, el carácter de mercancías de los productos, significa haber conservado el sistema económico capitalista. En línea teórica, no hay Stalin que pueda probar que se equivocan. Cuando dicen que, pudiendo abolir la producción de tipo mercantil, se ha descuidado u olvidado hacerlo, entonces pueden equivocarse.
Pero Stalin quiere probar que en un “país socialista” “término de dudosa escuela” puede existir la producción de mercancías y se refiere a las definiciones de Marx y a su límpida síntesis “tal vez no absolutamente impecable” en un opusculillo de propaganda de Vladimir.
Sobre tal tema, es decir, sobre el tipo mercantil de producción, sobre su surgimiento y su dominación y sobre su carácter estrictamente capitalista y que caracteriza modernamente al capitalismo nos hemos detenido el 1° de septiembre-1951 en una “Reunión de Nápoles” referida en el Boletín n.1 del partido y en otra reunión más reciente, también en Nápoles, que consistió en la paráfrasis y comentario del parágrafo de Marx sobre el “Carácter fetichista de la mercancía y su secreto”. De ésta se trató en el n.9 del 1-14 mayo-1952 en este mismísimo periódico y en el contemporáneo Hilo del Tiempo: “En el torbellino de la anarquía mercantil”. Según José Stalin, se puede estar en ambiente mercantil y dictar planes seguros, sin que el terrible Maelstrom atraiga al incauto piloto al centro del remolino y lo engulla en el abismo capitalista. Pero a quien lee como marxista, su artículo denuncia que los círculos se estrechan y se aceleran como ha establecido la teoría.
Mercancía, como recuerda Lenin, es un objeto que tiene dos caracteres: ser útil a las necesidades del hombre y poderse intercambiar por otro objeto. Pero las líneas que preceden el pasaje, tan citado desde lo alto, son simplemente éstas: «En la sociedad capitalista domina la producción de las mercancías; y por esto el análisis hecho por Marx comienza con el análisis de la mercancía».
Y por tanto, la mercancía tiene esas dos prerrogativas y se convierte en mercancía sólo cuando la segunda se yuxtapone a la primera. Esta, el valor de uso, es completamente comprensible, incluso a un materialista liso como nosotros, incluso a un niño, es organoléptica; lamemos el azúcar por primera vez y extenderemos la mano a por el terrón. Largo es el camino y Marx lo recorre volando en aquel parágrafo extraordinario, para que el azúcar asuma un valor de cambio, y para que se llegue al delicado problema de Stalin, asombrado de que le fijaran una equivalencia trigo-algodón.
Marx, Lenin, Stalin y nosotros sabemos muy bien qué diablura sucede cuando ha nacido el valor de cambio. Que lo diga pues Vladimir ¡Dónde los economistas burgueses veían relaciones entre cosas, Marx descubrió relaciones entre hombres! ¿Y qué demuestran los tres tomos de Marx y las páginas de Lenin? Una cosa fácil. Donde la economía corriente ve la perfecta equivalencia de un intercambio, nosotros no vemos ya los dos objetos permutados, sino que vemos hombres en movimiento social y no vemos ya la equivalencia, sino la burla. Marx habla de un duendecillo que da a la mercancía este carácter milagroso y a primera vista incomprensible. Lenin, con cualquier otro marxista, se habría horrorizado ante la idea de que se puedan producir e intercambiar mercancías expulsando de ellas con exorcismos a aquel diablillo: ¿Quizá lo cree Stalin? ¿O sólo quiere decirnos que el diablillo es más fuerte que él? Igual que los fantasmas de los caballeros medievales se vengaban de la revolución de Cromwell infestando los castillos ingleses, burguesamente cedidos a los landlords, de la misma forma, pues, el duende-fetiche de la mercancía corre irrefrenable por las salas del Kremlin y se ríe de los difundidores de los millones de palabras del XIX congreso.
Queriendo establecer que no es absoluta la identificación entre mercantilismo y capitalismo, Stalin emplea una vez más nuestro método. Se remonta en los siglos y recuerda con Marx que «bajo ciertos regímenes (esclavista, feudal, etc.) ha existido la producción de mercancías sin haber llevado al capitalismo». De hecho esto se dice en el poderoso repaso histórico de Marx en aquel pasaje, pero con un fin y un desarrollo muy distintos. El economista burgués proclama que para unir la producción al consumo jamás podrá existir otro mecanismo que el mercantil, en cuanto sabe muy bien que mientras ese mecanismo esté en pie el capitalismo sigue siendo señor del mundo. Marx replica: vamos a ver ahora cuál es la tendencia histórica del mañana, por ahora os obligo a constatar los datos innegables del pasado: no siempre el mercantilismo ha proveído a llevar el resultado del trabajo hasta quien tenía necesidad de consumirlo; y cita las economías primitivas de recogidas de alimentos para consumo inmediato, los tipos antiguos de familia y de clan, las islas cerradas del sistema feudal de consumo directo interno sin que los productos debieran asumir la forma de mercancías. Con los desarrollos y complicaciones de la técnica y de la necesidad, se abren sectores a los que provee primero el trueque y después el verdadero y propio comercio, pero (por la misma vía que nos ha servido a propósito de la propiedad privada) queda probado que el sistema mercantil no es “natural”, es decir, como pretende el burgués, permanente y eterno. Ahora esta aparición tardía del mercantilismo (o sistema de producción de las mercancías, como dice Stalin) esta coexistencia suya en los márgenes de otros sistemas, sirve precisamente para demostrar cómo, convertido en sistema universal apenas se extiende el sistema capitalista de producción, deberá morir junto con él.
Sería extenso referir, como hicimos tantas veces, los pasajes de Marx contra Proudhon, Lassalle, Rodbertus y otros cien, que se reducen a la acusación de querer conciliar el mercantilismo con la emancipación socialista del proletariado.
Parece difícil poner de acuerdo con todo esto, lo que Lenin llama la piedra angular del marxismo, la tesis actual así enunciada: «no existe ninguna razón para que, en el curso de un período determinado, la producción de mercancías no pueda servir también a una sociedad socialista» o: «la producción de mercancías reviste un carácter capitalista sólo cuando los medios de producción están en manos de intereses privados y el obrero, que no dispone de ellos, está obligado a vender su fuerza de trabajo». La hipótesis es evidentemente absurda ya que en el análisis marxista siempre que aparece una masa de mercancías es porque los proletarios, privados de toda reserva, han debido vender la fuerza de trabajo, y en el pasado existieron aquellos (limitados) sectores de producción de mercancías en tanto en cuanto la fuerza de trabajo no era vendida “espontáneamente” como hoy, sino extorsionada con las armas a esclavos prisioneros o a siervos ligados por relaciones personales de dependencia.
¿Debemos reimprimir una vez más las dos primeras líneas de El Capital? «La riqueza de las sociedades en las que domina el modo capitalista de producción se manifiesta como un inmenso montón de mercancías».
El texto que nos ocupa, después de haber ostentado con mayor o menor habilidad querer remontarse a las fuentes doctrinarias, se traslada al terreno de la economía rusa actual, para hacer callar a aquellos que habrían afirmado que el sistema de producción de mercancías debe llevar inevitablemente a la restauración del capitalismo, o a nosotros que decimos más claramente: el sistema de la producción por mercancías sobrevive por cuanto estamos en pleno capitalismo.
Sobre la economía rusa hay en el notable texto las siguientes admisiones. Si las grandes fábricas industriales están estatalizadas, no están expropiadas sin embargo las industrias pequeñas y medias, incluso sería un delito hacerlo. La orientación sería desarrollarlas en cooperativas de producción.
Hay dos sectores de la producción de mercancías: por una parte la producción de Estado que es nacional. En las empresas estatales son de propiedad nacional los medios de producción y la misma producción, es decir, a los productos. Simple: en Italia, por ejemplo, pertenecen al Estado los estancos y también los cigarrillos que vende. Pero, ¿basta esto para dar el derecho de decir que estamos en fase de “liquidación del trabajo asalariado” y que el obrero “no está obligado a vender su fuerza de trabajo”? Con seguridad, no.
Pasemos al otro sector, el agrícola: en los koljoses, dice el escrito, si bien la tierra y las máquinas son propiedad del Estado, el producto del trabajo no pertenece al Estado, sino al mismo koljós. Y éste no se deshace de él sino como mercancía de cambio por los bienes que necesita. Entre los koljoses de los campos y las ciudades no existen otros lazos que los dados por este intercambio: «la producción, la venta y el intercambio de mercancías constituyen para nosotros una necesidad, no menos de cuanto ocurría hace 30 años».
Omitamos ahora la argumentación sobre la muy lejana posibilidad de superar semejante situación. Queda establecido que aquí no se trata de decir, como Lenin en 1922: tenemos en las manos el poder político y sostenemos la situación militar, pero en la economía debemos replegarnos sobre la forma mercantil, plenamente capitalista. La consecuencia de semejante constatación era: dejemos por ahora de construir economía socialista, volveremos a ello después de la revolución europea. Distintas y opuestas son las consecuencias de hoy.
No se trata ni siquiera de buscar establecer la tesis: en el paso del capitalismo al socialismo, todavía, durante un cierto tiempo, una cierta sección de la producción tiene lugar en forma de mercancías.
Aquí se dice: todo es mercancía; y no hay otro marco económico que el intercambio mercantil, y por estricta consecuencia también la compra de la fuerza de trabajo asalariado en las mismas enormes empresas de Estado. Y de hecho: ¿dónde encuentra el obrero de fábrica los géneros de subsistencia? Los vende el koljós por mediación de mercaderes privados, o incluso los vende al Estado, de quien compra herramientas, abonos y otras cosas, y el obrero va a coger los géneros, pagándolos en moneda, a los almacenes del Estado. ¿Puede el Estado distribuir a sus obreros directamente productos de los que es propietario? Ciertamente no, dado que el trabajador (ruso sobre todo) no consume tractores, automóviles, locomotoras, ni tanto menos... cañones y ametralladoras. Los mismos objetos de vestuario y adorno son evidente campo de producción de aquellas intactas empresas privadas medias y pequeñas.
El Estado, por tanto, no puede dar otra cosa que el salario en dinero a sus dependientes, que con tal dinero adquieren lo que quieren (fórmula burguesa que significa lo poco que pueden). Que el patrón distribuidor del salario sea el Estado que “ideal” o “legalmente” representa a los mismos obreros, no significa nada mientras semejante Estado ni siquiera ha podido comenzar a distribuir algo fuera del mecanismo mercantil, algo apreciable estadísticamente.
Stalin ha querido recordar algunas metas marxistas tantas veces desempolvadas por nosotros: disminuir la distancia y la antítesis entre ciudades y campos, superar la división social del trabajo, reducir drásticamente (a cinco-seis horas de modo inmediato) la jornada de trabajo, único medio para eliminar la división entre trabajo manual e intelectual y extirpar los vestigios de la ideología burguesa.
En la reunión de Roma el 7 julio de 1952, nuestro movimiento se detuvo en el tema del capítulo de Marx: “división del trabajo en la sociedad y en la manufactura”, y por manufactura entienda el lector empresa. Se demostró que para salir del capitalismo hace falta destruir, con el sistema de producción mercantil, también la división social del trabajo y Stalin la recuerda y la empresarial o técnica también, en la que consiste el embrutecimiento del obrero y el despotismo de fábrica. Estos dos pernos del sistema burgués: anarquía social y despotismo empresarial. Todavía vemos en Stalin un conato de lucha contra la primera; guarda silencio sobre el segundo.
En la Rusia de hoy nada se mueve en la dirección de estas conquistas, tanto de las reevocadas hoy como de las dejadas en la sombra.
Si una barrera, insuperable hoy y mañana, rota sólo con el fin de hacer el recíproco negocio mercantil uno contra el otro, se interpone entre la fábrica de Estado y el koljós, ¿qué acercará ciudad y campo, qué disminuirá la división social entre obrero y campesino, qué podrá liberar al primero de la necesidad de vender demasiadas horas por poco dinero y poco alimento y le permitirá, por tanto, disputar a la tradición capitalista el monopolio de la ciencia y de la cultura?
No sólo no estamos en la fase del primer socialismo, sino ni siquiera en un completo capitalismo de Estado, es decir, en una economía en la que, aun siendo todos los productos mercancías y circulando contra dinero, todo producto esté a disposición del Estado, hasta el punto de que éste pueda fijar desde el centro todas las relaciones de equivalencia, incluida la de la fuerza de trabajo. Tampoco semejante Estado es económica y políticamente controlable y conquistable por la clase obrera y funciona al servicio del Capital hecho anónimo y subterráneo. De cualquier modo, Rusia está lejos de este sistema y allí tenemos sólo un Industrialismo de Estado. Tal sistema, surgido después de la revolución antifeudal es válido para desarrollar y difundir industria y capitalismo con ritmo ardiente, con inversiones de Estado en obras públicas, incluso colosales, y para acelerar una transformación de la economía y del derecho agrario en sentido burgués. Las haciendas agrarias “colectivas” no tienen nada de estatal, ni nada de socialista; está muy claro; estamos al nivel de las cooperativas que surgieron en el valle del Po en tiempos de los Baldini y Prampolini, que gestionaban la producción agraria alquilando, si no comprando, fincas y también fincas del patrimonio nacional como las riberas de los ríos y otras, que se remontan a los viejos ducados. Lo que en el Kremlin no puede llegar a Stalin es que en los koljoses se roba indudablemente cien veces más que en aquellas pálidas pero honestas cooperativas.
Por tanto, el Estado industrial, que debe negociar para comprar en el campo víveres en el terreno del “mercado libre”, mantiene la remuneración de la fuerza y del tiempo de trabajo al mismo nivel que la industria capitalista privada. Incluso se puede decir que como evolución económica, América, por ejemplo, está mucho más cerca que Rusia del capitalismo de Estado integral, dado que quizá el obrero ruso a cambio de tres quintos de su trabajo recibe al final del circuito productos agrarios y el americano, por el contrario, a cambio de tres quintos productos industriales y los alimenticios también en gran parte (pobrecillo) los ha enlatado industrialmente.
Y en este punto se presenta otra gran cuestión: la relación agricultura-industria nos deja en Rusia, plenamente, en el terreno burgués, por notable que sea el incesante avance de la segunda, y a tal respecto, Stalin admite que no tiene ni siquiera en perspectiva innovaciones que se acerquen no digamos al socialismo, sino a un mayor estatalismo.
También esta retirada es cubierta con habilidad por una pantalla doctrinal. ¿Qué podemos hacer? ¿Expropiar brutalmente los koljoses? Para esto hace falta la fuerza del Estado; pero aquí Stalin hace reaparecer la futura abolición del Estado que otra vez quería relegar entre la chatarra, hablando de ello con el aspecto de quien dice: pero ¿bromeamos, muchachos?
Evidentemente, no es válida la tesis de que el Estado de los obreros se desarme cuando todavía todo el sector del campo está organizado en forma privada y mercantil, ya que si por un momento pasase la tesis antes discutida: en época socialista puede subsistir la producción por mercancías, sería sin embargo, inseparable de la otra: mientras no sea eliminado el mercantilismo en todo el campo, no se podrá hablar de supresión del Estado.
Y entonces no queda más que concluir que la solución de la fundamental relación ciudad-campo, si evoluciona dramáticamente desde las milenarias características asiáticas y feudales, es presentada claramente como la presenta el capitalismo y en los términos clásicos en que la han planteado siempre los países burgueses: ver de obrar bien en el intercambio entre los productos de la industria y los de la tierra. «Este sistema requerirá por tanto un aumento notable de la producción industrial». Precisamente ahí estamos. Incluso imaginando la ausencia del Estado por un momento, sería una solución liberal.
Decíamos que, después del de la relación agricultura-industria, resuelta en términos de plena confesión de impotencia para otra cosa que no sea industrializar y acrecentar la producción (en perjuicio, pues, de los obreros), hay otro gran problema: relación entre Estado y empresa, y relación entre empresas.
El problema se le había presentado a Stalin en la forma de validez en Rusia, también para la economía de la gran industria estatal, de la ley del valor propia de la producción capitalista. Se trata de la ley según la cual el intercambio de mercancías tiene lugar siempre entre equivalentes: falsa fachada de “libertad, igualdad y Bentham”, que Marx abatió, demostrando que el capitalismo no produce por el producto sino por el beneficio. Entre las mandíbulas de este cepo, entre la necesidad y el dominio de las leyes económicas, el Manifiesto de Stalin se mueve de modo tal que confirma esta tesis: en su forma más poderosa, el Capital somete a sí mismo al Estado, aun cuando éste aparezca dueño jurídico titular de todas las Empresas.
En la segunda jornada ¡oh Scherezade! hablaremos de esto y en la tercera de los mercados internacionales y de la Guerra.
Tema principal de la primera jornada de discusión de los temas sobre los que Stalin ha respondido a nuestros tratamientos y clarificaciones marxistas, para la definición precisa de la economía actual en Rusia, fue el impugnar que puede existir compatibilidad entre producción de mercancías y economía socialista. Para nosotros, todo sistema de producción de mercancías en el mundo moderno, en el mundo del trabajo asociado, es decir, del reagrupamiento de los trabajadores en empresas de producción, define a la economía capitalista.
A continuación examinaremos el problema de los estadios de la economía, o mejor, de la organización socialista y la distinción entre forma inferior y superior del comunismo. Anticipemos ahora que en el centro de nuestra doctrina (para llegar al terreno teórico, saliendo de las definiciones de sistemas “inmóviles” y por tanto abstractos) está la declaración de que el paso de economía capitalista a socialismo no ocurre de un solo golpe, sino en un largo proceso. Se admite, pues, que puede haber coexistencia de sectores de economía privada con sectores de economía colectiva, de campos capitalistas (y precapitalistas) con campos socialistas y durante un período bastante largo. Y desde ahora precisamos: todo campo y sector en el que circulan mercancías, que recibe o vende mercancías (y entre éstas la fuerza humana de trabajo) es de economía capitalista.
Ahora bien Stalin declara en su texto (conocido hoy por extenso y en el original) que el sector agrario ruso es mercantil y confirma que es de economía privada también como posesión de determinados medios de producción e intenta sostener que el sector industrial (gran industria) no produce mercancías sino cuando fabrica bienes de consumo y no “instrumentales”; sin embrago quiere afirmar que no sólo el sector de la gran industria, sino el conjunto de la economía rusa puede definirse como socialista, si bien sobrevive ampliamente la producción mercantil.
Hemos respondido ampliamente sobre todo esto recordando nuestro abundante material de investigación sobre los textos básicos del marxismo y sobre los datos de la historia económica general y de este último siglo y hoy debemos pasar a la cuestión de las “leyes económicas” y de la “ley del valor”.
Pero antes hay que poner de relieve en el texto examinado que, ante objeciones que recurrían a Engels para establecer que entonces se sale del capitalismo cuando se sale del mercantilismo, se supera al primero allí donde se supera al segundo, Stalin se limita a buscar leer diferentemente un solo pasaje, allí donde la tesis es desarrollada por Engels (sirviéndose magnífica, magistralmente, para tal fin... del stalinista Dühring) en toda la parte “Socialismo”, y en los capítulos de los que tantas veces hemos sacado citas: Teoría, Producción, Distribución.
El pasaje de Engels dice: «Con la toma de posesión, por parte de la sociedad, de los medios de producción, es eliminada la producción de mercancías y con esto el dominio del producto sobre los productores».
La distinción quizá (quizá) puede pasar por hábil, pero doctrinalmente es errónea. Engels, observa Stalin, no dice si se trata de la posesión de todos los medios de producción o de una parte. Ahora, sólo la toma de posesión social de todos los medios de producción (industria grande y pequeña, agricultura) permite abandonar el sistema de producción de mercancías ¡Caramba!
Con Lenin (y Stalin) hemos sudado, alrededor de 1919, siete mil camisas para hacer entrar en la dura cabeza de los socialdemócratas y libertarios que los medios de producción no se podían conquistar en un día mediante un golpe de varita mágica y que precisamente por esto, y sólo por esto, nos hacía falta Su Terror, la Dictadura; ahora imprimiremos manuales de Economía Política para admitir la enormidad de que todos los productos perderán el carácter de mercancías de un solo golpe, el día en que un funcionario subido al Kremlin someta a la firma del Stalin de turno el decreto que expropie la última gallina del último componente del último koljós.
En otro lugar Engels habla de la posesión de todos los medios de producción y no obstante oímos decir que la antes mencionada fórmula de Engels «no se puede considerar totalmente clara y precisa».
¡Por los cuernos del profeta Abraham, ésta es fuerte! Precisamente Federico Engels, el reflexivo, el sereno, el definitivo, el cristalino Federico, el campeón mundial de paciente enderezamiento de las patas a los perros y de torsiones doctrinales, el insuperable, por modestia y valor, segundo del tempestuoso Marx, que a veces, por el relampaguear de la mirada y del lenguaje es temido por tenebroso, y en su mismo poder extraordinario es quizá, quizá, más falsificable; Federico, cuya prosa corre límpida sin choques como el agua de la fuente, y que por don natural, además de por ejercitado rigor científico, no omite ninguna palabra necesaria, ni añade ninguna superflua ¡es tachado de falta de precisión y de claridad!
Cartas en regla: aquí no estamos en el orgbureau ni en el comité de agitación, donde quizá, ex-compañero José, habrías podido mirar a Federico de igual a igual. Aquí estamos en la escuela de principios. ¿Dónde se habla de la toma de posesión de todos los medios? ¿Tal vez donde se habla de mercancías? En absoluto. Engels recuerda, esta toma de posesión de todos los medios de producción «desde la aparición histórica del modo de producción capitalista, se ha presentado más o menos oscuramente como ideal futuro ante los ojos de individuos o sectas». No juguemos entre claridad y oscuridad. Para nosotros no se trata precisamente de ideal sino de ciencia.
Y si más adelante Engels vuelve a hablar de la sociedad dueña de todos los medios de producción, es precisamente en el pasaje que delinea el conjunto de reivindicaciones que tratamos a fondo en la recordada reunión en Roma, en cuanto sólo con tal resultado se llegará a la emancipación de todos los individuos. Engels demuestra aquí cómo las exigencias: anulación de la división entre ciudad y campo, entre trabajo intelectual y manual, de la división social y profesional del trabajo (¡¡Stalin admite las dos primeras, pero con otro grave error doctrinal pretende que este problema no haya sido planteado por los clásicos del marxismo!!) han sido ya propuestas por los utopistas y vigorosamente por Fourier y Owen, con limitación a tres mil almas de los centros habitados, con absoluta alternancia de ocupaciones manuales e intelectuales para el mismo individuo. Engels demuestra cómo tales justas y generosas peticiones carecían de la demostración que aporta el marxismo: es decir, de su posibilidad sobre la base del grado de desarrollo de las fuerzas productivas hoy alcanzado (y ya superado) por el capitalismo. Se trata aquí de anticipar la suprema victoria de la revolución, se describe aquella «organización en la que el trabajo no será ya una carga sino un placer», y se recuerda la exhaustiva demostración ya ilustrada por nosotros y clásica, hostias! en el capítulo XII de “El Capital” sobre la destrucción de la división del trabajo en la sociedad y del despotismo en la empresa, embrutecedor del hombre; respecto a los cuales Stalin o Malenkov no pueden contar haber dado ningún paso, ya que al contrario, como prueban Stajanovismo y Sturmovscina (dialéctica reacción al primero de los pobres brutos aplastados en la empresa divinizada), la marcha es en dirección al capitalismo más pesado.
En efecto, Stalin minimiza aquellos postulados reduciéndolos a la «eliminación de los contrastes de intereses» entre industria y agricultura, entre obrero manual y dirigente técnico ¡Se trata de algo muy distinto! De abolir en la organización social el reparto fijo de los hombres entre aquellas esferas y aquellas funciones.
¿Dónde autorizan aquellos pasajes de Engels a decir que, para construir este inmenso edificio de la sociedad futura, cada golpe de pico no deba destruir una posición del mercantilismo, arrollando una tras otra sus apestosas trincheras?
Ciertamente no podemos repetir aquí a Stalin aquellos capítulos enteros, y de costumbre citaremos los pasajes centrales, porque son clarísimos e indiscutibles, y no para aceptarlos cum grano salis. Sabemos por antigua experiencia cómo aquellos granillos se han convertido en montañas.
Engels: «El intercambio de productos de valor igual, expresado por trabajo social, uno con otro es decir, la ley del valor es precisamente la ley fundamental de la producción de las mercancías, por tanto, también de su forma más elevada, de la producción capitalista». Sigue la conocidísima censura de que Dühring con Proudhon, concibe la sociedad futura como mercantil y no se da cuenta de que con esto describe una sociedad capitalista. Imaginaria, dice Engels. Stalin describe una real en texto no despreciable, modestamente, decimos nosotros.
Marx: «Imaginémonos una asociación de hombres libres que trabajen con medios de producción comunes y usen, según un plan preestablecido, sus numerosas fuerzas individuales como una sola e idéntica fuerza de trabajo social». En Nápoles comentamos palabra a palabra, demostrando que este parágrafo inicial es todo un programa revolucionario. Con la llegada futura a esta forma de organización social, definida lapidariamente “¡el comunismo!” se vuelve a Robinson, del que se había partido. ¿Qué quiere decir? El producto de Robinson no era mercancía, sino sólo objeto de uso, no habiendo nacido of course el cambio. Atravesada con vuelo de águila toda la historia humana: «Todo esto se reproduce aquí socialmente, pero no individualmente». Aquí: en la susodicha asociación comunista. ¡El único manual que hace falta es el manual para aprender a leer! Y se lee: de nuevo el producto del trabajo deja de ser mercancía cuando la sociedad es socialista. Y Marx pasa a comparar este estado de cosas (el socialismo) con la producción mercantil, demostrando que ésta es su contrario dialéctico, perfecto, feroz e irreconciliable.
Y antes de abordar el punto de las leyes de la economía, todavía hay que decir algo sobre la versión staliniana de la presentación del programa socialista esculpida por Engels en aquellos capítulos. Hace tanta más falta en cuanto Stalin, al refutar opiniones de diversos economistas rusos, lejos de intentar cortes y revisiones del texto clásico, cita pasajes enteros, expresando áspera condena de partido por toda violación de la completa ortodoxia en semejante materia.
En todos los desarrollos de su fundamental exposición, Engels habla de apropiación de los medios de producción (y, anotémoslo mil veces, en relación a investigaciones que a la materia hemos dedicado en este periódico y en Prometeo, sobre todo de los productos, que hoy dominan al productor e incluso al comprador: de modo que nosotros definimos al capitalismo, mejor que como sistema de la negada disposición de los medios productivos al productor, como sistema de la negada disposición de los productos) de apropiación, por tanto, siempre por parte de la Sociedad.
¡En la paráfrasis moscovita, la Sociedad desaparece, y en su puesto se habla y vuelve a hablar del paso de los instrumentos productivos al Estado, a la Nación, y cuando se quiere precisamente conmover al Pueblo, después, en los discursos de clausura, que suscitan las ovaciones rituales, a la Patria socialista!
Hecho el balance de la descripción staliniana, no sin reconocerle el mérito de ser brutalmente abierta (se pierde el pelo... con lo que sigue), la toma de posesión de los instrumentos productivos aparece puramente jurídica en cuanto todo su efecto se limita a las páginas del Estatuto del artel agrícola estatal o de la última (en revisión). Carta constitucional de la Unión, por lo que refleja la tierra, y la gran maquinaria e instrumental de la agricultura, visto que a la declaración sobre la propiedad legal no le sigue la disposición económica de los productos agrarios, divididos entre koljoses colectivos y koljosianos individuales. Tal toma de posesión es efectiva sólo para la gran industria, porque el Estado sólo dispone de los productos de ésta, e incluso revende los que son productos de consumo. No existe la toma de posesión pública, no sólo para los productos, sino ni siquiera para los medios de producción, respecto a la industria media y pequeña, respecto a las empresas comerciales, respecto al menor instrumental del alentado cultivo agrario familiar y parcelar. Poco, por tanto, a pesar de las inmensas instalaciones y las gigantescas obras de construcciones públicas, está verdaderamente en manos y bajo el control de la República, que se llama socialista y soviética, poco ha sido verdaderamente estatalizado, nacionalizado plenamente. La dimensión relativa del patrimonio del Estado, respecto a toda la economía, tal vez es mayor en algunos Estados burgueses.
Pero, ¿quién, qué ente y qué fuerza tiene en las manos lo que fue arrancado a las manos privadas después de la revolución? ¡El pueblo, la nación, la patria! Engels y Marx jamás usaron estas palabras. «La transformación en propiedad del Estado no suprime la apropiación capitalista de las fuerzas productivas» afirma Engels en el capítulo citado.
Cuando sea la sociedad la que disponga ella misma de los productos, estará claro que ésta sera la sociedad sin clases, que ha superado las clases; y mientras existan las clases será la sociedad organizada «de una sola clase» con vistas a la abolición de todas las clases, y también de aquella sola por consecuencia dialéctica. Aquí se insertó la magistral clarificación de la doctrina marxista del Estado, cristalizada desde 1847. «El proletariado se apodera del poder del Estado transforma ante todo los instrumentos de producción en propiedad del Estado (palabras de Marx en la cita de Engels). Pero con esto mismo se anula como proletariado, con esto se suprime toda diferencia y contraste de clase, y se abole también el Estado». Y entonces, y de este modo, y sólo sobre esta vía maestra es la sociedad la que vemos actuar, disponer finalmente de las fuerzas productivas y de todo producto y recurso.
Pero el pueblo, ¿qué diablos es esto? Una hibridación entre clases, una integral de chupones y esclavos, de profesionales de los negocios y del poder, con las masas de hambrientos y oprimidos. El pueblo se lo dejamos, desde antes de 1848, a las ligas por la libertad y la democracia, al pacifismo y el progresismo humanitario. El pueblo no es sujeto de gestión económica, sino sólo objeto de explotación y de engaño, en sus lamentablemente célebres “mayorías”.
¿Y la nación? Otra necesidad y condición básica para la construcción del capitalismo, expresa la misma mezcla de clases sociales no ya en la insulsa expresión jurídica y filosófica, sino en la geográfica, etnográfica o lingüística. Tampoco la nación se apropia de nada: en pasajes famosos, Marx ridiculiza las expresiones de riqueza nacional, y de renta nacional (importante ésta en el análisis de Stalin sobre Rusia) y demostró cómo cuando la nación se enriquece, el trabajador es engañado.
Si las revoluciones burguesas y el extenderse de la industria moderna en lugar de los sistemas feudales en Europa y de cualquier otro sistema en el mundo se debieron hacer no en nombre de la burguesía y del capital, sino en nombre de los pueblos y de las naciones, si éste fue un paso necesario y revolucionario para la visión marxista, se deduce de ello la perfecta coherencia, en las consignas de Moscú, entre la defección del frente de la economía marxista y el repliegue de la “categoría” proletaria, revolucionaría e internacionalista de sociedad, usada en los textos clásicos, a las categorías políticas propias de la ideología y la agitación burguesas: democracia popular e independencia nacional.
Nada asombroso, pues, que después de 26 años se repita la torpe consigna ante la cual y para siempre cortamos el puente: recoger las banderas burguesas que, ya en alto en tiempos de Cromwell1, de Washington, de Robespierre o de Garibaldi, han caído después en el barro y que, por el contrario, la marcha de la revolución debe hundir allí sin piedad, oponiendo la sociedad socialista a las mentiras y a los mitos de los pueblos, de las naciones y de las patrias.
La discusión ha versado también sobre la comparación de las leyes de la economía rusa con las establecidas por el marxismo para la economía burguesa. El texto en cuestión se bate dialécticamente en dos frentes. Algunos dicen esto: con tal que nuestra economía fuera ya socialista, no estaríamos ya encaminados determinísticamente sobre la inexorable vía de procesos económicos dados, sino que podríamos modificar el recorrido; por ejemplo, nacionalizando el koljós, suprimiendo el intercambio mercantil y la moneda. Si nos probáis que esto es imposible, permitidnos deducir que vivimos en una sociedad de economía completamente capitalista. ¿Qué se gana fingiendo lo contrario? Otros, por el contrario, querrían que se abandonaran decididamente los criterios distintivos del socialismo fijados por el marxismo teórico. Stalin procura resistir a ambos grupos. Evidentemente, estos ingenuos investigadores no son elementos “políticos” activos: la prueba es que en semejante caso una purga les habría puesto en condiciones de no fastidiar. Se trata sólo de “técnicos”, de expertos del actual engranaje productivo, que son el único medio a través del cual el gobierno central puede comprender si la gran máquina funciona o se atranca; y si tuvieran razón no serviría de nada hacerlos callar: la crisis se presentaría de una u otra forma. La dificultad que hoy ha surgido, o, mejor, ha salido a la luz, no es de naturaleza académica, crítica, ni tampoco “parlamentaria”, porqué para reírse de todas estas indirectas basta ser no digamos un Hitler, sino el último de los Gasperini. La dificultad es real, material, está en las cosas y no en las cabezas.
Para poder responder, hay que sostener dos puntos por parte del centro de gobierno: el primero es que también en economía socialista los hombres deben obedecer a leyes propias de la economía que no se dejan infringir, el segundo es que estas leyes si también en el período futuro del comunismo perfecto serán todas completamente distintas de las de la época capitalista, establecidas por Marx, en el período socialista algunas son distintas de aquellas, algunas comunes a la producción y distribución capitalista. Y entonces, individuadas las leyes que parecen insuperables, hace falta, so pena de la ruina, no ignorarlas y, sobre todo, no ir contra ellas.
Ha surgido después el problema especial en cuanto esencial: entre éstas ¿se aplica o no la ley del valor en la economía rusa? Y en la afirmativa, ¿no es capitalismo escueto todo mecanismo que actúa según la ley del valor? A la primera pregunta Stalin responde: sí, la ley está vigente entre nosotros, aun cuando no en todo el contorno del horizonte. A la segunda: no, puede haber una economía que aun no siendo capitalista, respete la ley del valor.
En todo el solemne “ensayo” teórico nos parece que la sistematización es algo defectuosa, y sobre todo cómoda para los adversarios polémicos del marxismo, para los que usan armas “filosóficas” y lo tendrán muy fácil a propósito de la sumaria asimilación entre el efecto de las leyes naturales y las económicas sobre la especie humana y para aquellos economistas que desde hace un siglo anhelan ansiosamente la revancha sobre Marx, que querían encerrarnos en el círculo: inútil, jamás podréis escapar a las leyes del rendimiento económico y de la competencia de intereses; tal como nosotros las vemos.
Debemos distinguir entre teoría, ley y programa. En un cierto punto Stalin se permite decir: Marx no gustaba (!) de abstraerse del estudio de la producción capitalista.
En la última reunión de nuestro movimiento, el 6 y 7 septiembre en Milán, uno de los temas principales ha sido demostrar que a cada paso Marx muestra la finalidad, no de describir fríamente el hecho capitalista, sino de avanzar el propósito y el programa de la destrucción del capitalismo. No se trata solamente de derrotar aquella vieja y sucia leyenda oportunista, sino de demostrar que toda la obra marxista tiene naturaleza de polémica y de combate y, por tanto, no se pierde en describir el capitalismo y los capitalismos contingentes, sino un capitalismo tipo, un sistema capitalista, sí señores, abstracto, sí señores, que no existe, pero que corresponde de lleno a las hipótesis apologéticas de los economistas burgueses. Lo que importa de hecho es el choque, choque de clase, choque de parte, no banal diatriba de científicos, entre las dos posiciones: la que quiere probar la permanencia, la eternidad de la máquina capitalista, y la que demuestra su próxima muerte. Bajo este perfil, conviene al revolucionario Marx admitir que verdaderamente los engranajes están perfectamente centrados y lubricados por la libertad de competencia, por el derecho para todos de producir y consumir según las mismas reglas. Esto en la verdadera historia del capital no fue, no es y no será, y si los datos de partida son enormemente más favorables a nuestra demostración, tanto mejor. Si, para abreviar, el capitalismo hubiese llegado a salvar el otro siglo permaneciendo escurridizo e idílico, la demostración de Marx se hundía: resplandece de poder en cuanto el capitalismo vive, sí, pero monopolista, opresor, dictador, masacrador, y sus datos económicos de desarrollo son precisamente los que debía tener partiendo del tipo puro inicial; según nuestra doctrina, contra la de sus servidores.
En este sentido, por todos los dioses, Marx sacrificó una vida para describir el socialismo, el comunismo, y oímos decir que si se hubiera tratado solamente de describir el capitalismo, se habría burlado enormemente de ello.
Así pues, desde luego Marx estudia y desarrolla las “leyes económicas” capitalistas, pero de un modo tal que se desarrolla en plena y dialéctica contraposición el sistema de los caracteres del socialismo. ¿Tiene éste leyes, por tanto? ¿Son distintas? Y entonces, ¿cuáles?
Un momento, por favor. En el centro de la construcción marxista nosotros colocamos el programa, que es un momento ulterior al frío estudio de investigación. «Los filósofos han explicado el mundo suficientemente, ahora se trata de cambiarlo». (Tesis sobre Feuerbach, y todo imbécil culto añade: juveniles). Pero antes del programa y también antes de la indicación de las leyes descubiertas, hay que establecer el conjunto de la doctrina, el sistema de “teorías”.
Marx encuentra algunas completamente acabadas en sus mismos contradictores, como la teoría del valor de Ricardo, y también la teoría de la plusvalía. Estas, no pretendemos decir que Stalin no lo haya sabido jamás, son cosas distintas de las por él tratadas a fondo “leyes del valor” y “ley de la plusvalía” que, para no confundir a los menos hábiles, sería mejor llamar: “ley del intercambio entre equivalentes” y “ley de la relación entre tasa de plusvalía y tasa de ganancia”.
La distinción que nos urge aclarar al lector está vigente también en el estudio de la naturaleza física. Teoría es una presentación de los procesos reales y de sus correspondencias que quiere facilitar su comprensión general en un cierto campo, pasando sólo después a la previsión y a la modificación. Ley es la expresión precisa de una cierta relación entre dos series de hechos notariales en particular, que se ve verificarse constantemente y que, como tal, permite calcular relaciones desconocidas (futuras, señores filósofos, o presentes, o pasadas, no significa: por ejemplo, una cierta ley, si es bien estudiada, puede permitirme establecer cuál era el nivel del mar en el Templo de Serapis hace mil años; la única diferencia es que no me podéis controlar como ocurría para el de las tantas colas de burro entre la Tierra y la Luna). Teoría es asunto general, ley, asunto muy delimitado y particular. La teoría es en general cualitativa y establece sólo definiciones de ciertas entidades o magnitudes. La ley es cuantitativa y quiere alcanzar su medida.
Un ejemplo físico: en la historia de la óptica se han alternado con éxito diverso dos “teorías” de la luz. La de la emisión dice que la luz es el efecto de la carrera de mínimas partículas corpusculares, la de la ondulación dice que es el efecto de la oscilación de un medio fijo en el que se transmite. Ahora la ley más fácil de la óptica, la de la reflexión, dice que el rayo que incide sobre el espejo forma con éste el mismo ángulo del rayo emitido. Verificada mil veces tal ley el joven galante sabe dónde ponerse para ver de frente a la bella dedicada a la toilette: el hecho es que la ley se concilia con ambas teorías y han sido otros fenómenos y otras leyes los que han determinado la elección.
Ahora según el texto ocurriría esto: la “ley del intercambio entre valores equivalentes” se concilia tanto con la “teoría” de Stalin que dice: hay formas mercantiles en economía socialista, cuanto con la teoría (modestamente) nuestra que dice: si allí hay formas mercantiles y gran producción, se trata de capitalismo. Verificar la Ley: fácil, se va a Rusia y se ve que se intercambia en rublos a precios determinados como en cualquier vulgar bazar: está vigente la ley del intercambio equivalente. Ver cuál es la teoría verdadera es un poco más complicado: nosotros deducimos: estamos en pleno, escueto y auténtico capitalismo; Stalin fabrica una teoría, precisamente: las teorías se inventan, las leyes se descubren, y dice en las barbas a papá Marx: determinados fenómenos económicos del socialismo ocurren normalmente según la ley del cambio (llamada ley del valor).
Antes de llegar al punto «cuáles son en Marx las leyes de la economía capitalista y cuáles de ellas son “discriminantes” entre capitalismo y socialismo, cuáles (eventualmente) comunes a los dos estadios» se pone de relieve la asimilación demasiado corriente entre leyes físicas y leyes sociales.
Combatientes y polemistas como debemos ser en la escuela de Marx, no debemos resolver semejante problema con tono escolástico, e insistir en la analogía teórica, con el fin “político” de evitar que se diga: si las leyes sociales no son tan inrrompibles como, por ejemplo, la ley de la gravedad, vamos a quitar alguna del medio.
¿Cómo olvidar que entre el coloso Marx y la cuadrilla de los mequetrefes a sueldo en las universidades del capital se desarrolla la lucha en torno al punto de que las leyes de la economía burguesa “no son leyes naturales”, y, por tanto, podremos y queremos romper su cerco? Es cierto que el escrito de Stalin recuerda que en Marx las leyes de la economía no son “eternas”, sino que las hay propias de todo estadio y época social: esclavismo, feudalismo, capitalismo; pero luego quiere llegar a decir que “algunas leyes” son comunes a todas las épocas, y estarán vigentes también en el socialismo, que también tendrá una “economía política” propia. Stalin ridiculiza a Yaroschenko y Bujarin que habrían dicho que a la economía política le sucede una ciencia de la organización social, y Stalin, mordaz, replica que esta nueva disciplina, abordada por economistas rusos pseudo-marxistas y temerosos de la policía zarista, es verdaderamente una “política económica” cuya necesidad admite como cosa diferente. Pues bien, pensemos esto: si en el socialismo habrá una ciencia económica lo discutiremos, puestos los términos en su lugar pero mientras existe una política económica (como también debe ser bajo la dictadura proletaria) allí están presentes clases rivales, allí no se ha llegado todavía al socialismo. Y debemos volver a preguntar como Lenin: ¿quién tiene el poder? Y por tanto: el desarrollo económico que es gradual, estamos de acuerdo ¿en qué dirección va? Sus leyes nos lo dirán.
En cuanto al problema general de las leyes de la naturaleza y la historia deben encontrar un lugar los tratamientos de nuestra revista teórica, donde se responde a los ataques que recibe el marxismo, dado que de mil escritores, novecientos noventa y nueve consideran a Moscú como su sede oficial, a propósito de la banalidad de la expresión dada a la teoría (esta es una teoría y no una ley) del materialismo histórico, a propósito de los problemas de determinación y de voluntad, casualidad y finalidad. La posición original de Marx es siempre la batalla directa (tan poco comprendida y tan incómoda para quien hace la política del éxito oportunista) entre las clases opuestas y de su antagonismo histórico, que a veces emplea la máquina de escribir, a veces la ametralladora, ya no se dice la pluma y la espada. Para nosotros, cuando venció la burguesía hizo avanzar el método científico crítico y lo aplicó con audacia después del campo natural al social. Descubrió y denunció teorías hoy nuestras: la del valor (el valor de una mercancía está dado por la cantidad y tiempo de trabajo social que hace falta para reproducirla) y de la plusvalía (el valor de toda mercancía contiene capital anticipado y plusvalía: en la primera parte es restitución, en la segunda ganancia). Y dijo triunfante: si admitís (Y lo admite la misma ciencia de un siglo después) que las mismas leyes físicas valen para la nebulosa primitiva y para nuestra tierra de hoy, debéis admitir que todas las sociedades humanas futuras obedecerán a las mismas relaciones sociales, dado que estamos de acuerdo en los dos campos en expulsar la intervención de Dios o del pensamiento puro. El marxismo consiste en demostrar científicamente que por el contrario, en el cosmos social se desarrolla un ciclo que romperá las formas y las leyes capitalistas, y que el cosmos social futuro estará regulado de forma diferente. Dado que a vosotros no os importa castrar y banalizar hasta el ridículo esta poderosa concepción, por efectos “políticos” internos y externos, hacednos de una vez el favor de abandonar los adjetivos de marxistas, socialistas y comunistas, llamaos economicistas, populistas, progresistas, que os sienta de maravilla.
Engels reconoce que Marx es el fundador de la doctrina del materialismo histórico. Marx declara que la aportación dada por él en la aplicación de la doctrina al mundo actual no consiste en haber descubierto la lucha entre las clases, sino en haber introducido la noción de la dictadura proletaria.
La teoría se desarrolla así hasta el programa de clase y departido, hasta la organización de la clase obrera para la insurrección y la toma del poder. En este gigantesco camino se encuentra la investigación sobre las leyes del capitalismo. Son dos las verdaderas y principales leyes establecidas en El Capital. En el volumen I se establece la ley general de la acumulación capitalista la que se conoce bajo el nombre de miseria creciente, tantas veces tratada por nosotros, que establece que con la concentración del capital en grandes acumulaciones crece el número de proletarios y de los “sin reservas”, y explicamos mil veces que esto no significa que descienda el nivel de los consumos o del tenor de vida real del obrero. En el II y III volumen de El Capital, que serán objeto de una exposición orgánica en nuestra revista como lo fue el primero, se desarrolla la ley de la reproducción del Capital (conectada con la de la disminución de la tasa de ganancia, sobre la que nos detendremos más adelante). Según ésta, una parte del producto, y por tanto del trabajo, debe ser apartada por el capitalista para reproducir los bienes capitales de los economistas, es decir, las máquinas desgastadas, las fábricas, etc. Cuando el capital destina a tal apartado una cuota más alta, “invierte”, es decir, aumenta la dotación de instalaciones e instrumentos productivos. Las leyes de Marx sobre el modo como se reparte el producto humano entre consumos inmediatos e inversiones instrumentales, tienden a probar que mientras permanezcan en pie el cambio mercantil y el sistema salarial, el sistema irá al encuentro de crisis y revoluciones.
Ahora bien, la primera ley no se puede aplicar ciertamente a la sociedad socialista, ya que ésta se organiza precisamente para hacer que la reserva social sea una garantía individual para todos, aun no perteneciendo a ninguno ni estando dividida (como en el precapitalismo) en tantas cuotas pequeñas. La segunda ley, dice Stalin, persiste, y pretende que Marx lo ha previsto. El marxismo establece solamente, y entre otros en el famoso pasaje de la crítica al programa de Gotha, que también habrá una deducción social sobre el trabajo individual en régimen comunista, para proveer a la conservación de las instalaciones, a los servicios generales y así sucesivamente. No tendrá carácter de expropiación precisamente en cuanto no será hecho por la vía mercantil; y precisamente por esto el apartado social determinará un equilibrio estable y no una serie de trastornos, en la relación entre productos a consumir y productos a destinar a “instrumentos”, para la producción ulterior.
El punto central de todo esto reside en lo siguiente. Stalin, con preciosa admisión, declara que, estando vigente también en la industria de Estado la ley del valor, esas industrias funcionan sobre la base del rendimiento comercial, de la gestión rediticia, del coste de producción, de los precios, etc. En vez del etcétera escribimos: remunerativos. Además, declara que el programa futuro es aumentar la producción de los instrumentos de producción. Lo que significa que los “planes” del gobierno soviético para industrializar el país requieren que se produzcan máquinas, arados, tractores, abonos, etc., más que objetos de consumo para la población, y que se hagan obras públicas colosales.
Para la próxima reunión de nuestro modesto movimiento ya hemos estudiado un argumento sugestivo: planes los hacen los Estados capitalistas y los hará la dictadura del proletariado. Pero el primer verdadero plan socialista se presentará (entendemos en cuanto a inmediata intervención despótica: Manifiesto) finalmente como un plan para: aumentar los costes de producción, reducir la jornada de trabajo, desinvertir capital, nivelar tanto cuantitativamente como, sobre todo, cualitativamente el consumo, que en la anarquía capitalista es en nueve décimas partes destrucción inútil de producto, sólo en cuanto esto corresponde a la “gestión comercial rediticia” y al “precio remunerativo”. Plan, pues de subproducción, de drástica reducción de la cuota producida de bienes capitales. Romperemos fácilmente la ley de la reproducción, si finalmente la Sección II de Marx (que fabrica alimentos) logra dejar knock-out a la Sección I (que fabrica instrumentos). La orquesta actual ya nos ha roto los tímpanos.
Los alimentos son para los obreros, los instrumentos para los patronos. ¡Es fácil decir que siendo el patrón el Estado obrero, los miserables trabajadores tienen interés “en invertir” y en hacer media jornada para la Sección I! Cuando Yaroschenko reduce la crítica de esta tendencia al aumento fantástico de la producción de instrumentos a la fórmula: economía para el consumo y no para la producción, cae en la banalidad. Pero ahí cae igualmente el recurso para hacer pasar el contrabando del industrialismo estatal bajo la bandera socialista, de fórmulas de agitación como: quien no trabaja no come; abolición de la explotación del hombre por el hombre; como si el fin de la clase explotada fuese el elegantísimo de asegurarse de ser explotada por sí misma.
En realidad, y también ateniéndose al análisis sólo del mundo económico interno, la economía rusa aplica todas las leyes del capitalismo. ¿Cómo se puede aumentar la producción de bienes no de consumo sin proletarizar gente? ¿Dónde la cogen? El recorrido es el mismo de la acumulación primitiva y frecuentemente los medios son tan feroces como los descritos en El Capital. O serán koljosianos que se quedarán sin la vaca lechera, o pastores errantes de Asia arrancados a la contemplación de las estrellas fugaces de la Osa, o siervos feudales de Mongolia arrancados a la gleba milenaria. Por cierto que la consigna es: más bienes instrumentales, más obreros, más tiempo de trabajo, más intensidad de trabajo: acumulación y reproducción progresiva del capital a ritmo infernal.
El homenaje que a despecho de una cuadrilla de atontados rendimos al “gran Stalin” es este. Precisamente en cuanto se desarrolla el proceso de una acumulación capitalista inicial, y si verdaderamente sucede esto en las provincias de la inmensa China, en el misterioso Tíbet, en la fabulosa Asia Central de la que salió la estirpe europea, esto será revolucionario, hará girar hacia delante la rueda de la historia. Pero no será socialista, sino capitalista. Hace falta la exaltación de las fuerzas productivas en aquella gran parte del globo. Pero Stalin tiene razón cuando dice que el mérito no es de Stalin, sino de las leyes económicas, que le imponen esta “política”. Toda su empresa reside en una falsificación de etiqueta: ¡expediente clásico de los acumuladores primitivos también éste!
En Occidente, por el contrario, las fuerzas productivas son ya muchas veces demasiadas y su fluctuación hace a los Estados opresores, devoradores de mercados y de tierras, preparadores de carnicerías y de guerra. Allí no sirven planes de aumento de la producción, sino sólo el plan de la destrucción de una banda de malhechores. Y sobre todo de la inmersión en el fango de su apestosa bandera de libertad y de parlamentarismo.
Cerraremos el argumento económico con una síntesis de los estadios de la futura sociedad, sobre los que el “documento” (¡esta es la palabra que zumbaba en las teclas!) de Stalin encierra un poco de desorden. France Press le ha acusado de haber plagiado del escrito de Nicolai Bujarin sobre las leyes económicas del período de transición. Pero Stalin cita varias veces este escrito, incluso sirviéndose de una crítica que hizo Lenin de él. Bujarin tuvo el gran mérito, cuándo recibió el encargo de preparar el Programa del Comintern, que se quedó después en proyecto, de poner de relieve el postulado antimercantilista de la revolución socialista, como cosa de primerísimo plano. Siguió además a Lenin en un análisis del traspaso “en Rusia” y en el reconocimiento de que bajo la dictadura proletaria se debían sufrir formas mercantiles.
Todo se aclara cuando se pone de relieve que el estadio de Lenin y Bujarin viene antes de los dos estadios de la sociedad comunista de los que habla Marx y que Lenin ilustra en el magnífico capítulo de “Estado y Revolución”.
Por tanto, este panorama podrá recapitular el no simple argumento del moderno diálogo.
Estadio de tránsito. El proletariado ha conquistado el poder político y debe poner fuera de la ley a las clases no proletarias precisamente porque no puede “abolirlas” de un golpe. Esto significa que el Estado proletario vigila sobre una economía que en parte, siempre decreciente, no sólo tiene distribución mercantil, sino formas de disposición privada tanto sobre los productos como sobre los medios de producción, tanto dispersos como aglomerados. Economía todavía no socialista, economía de transición.
Estadio inferior del comunismo, o si se prefiere, del socialismo. La sociedad tiene ya la disposición de los productos en general y hace asignación de ellos a sus miembros con un plan de “contingentación”. A tal función no provee ya el cambio mercantil ni la moneda, no se puede pasar a Stalin como perspectiva de una forma más comunista el simple cambio sin moneda, sino siempre con la ley del valor: sería una especie de recaída en el sistema del trueque. Es, por el contrario, la asignación desde el centro sin contrapartida de equivalente. Ejemplo: estalla una epidemia de malaria y en la zona se distribuye quinina gratis, pero en la medida de un sólo tubo por habitante.
En semejante estadio hace falta no sólo la obligación del trabajo, sino un registro del tiempo de trabajo prestado y la certificación de éste, el famoso bono, tan discutido desde hace un siglo, que tiene la característica de no poder convertirse en ahorro, de forma que a todo conato de acumulación corresponde la pérdida de una cuota de trabajo sin equivalente. La ley del valor está sepultada. (Engels: la sociedad no atribuye ningún “valor” a los productos).
Estadio del comunismo superior, que no tenemos inconveniente en llamar de pleno socialismo. La productividad del trabajo es tal que para evitar el despilfarro de producto y de fuerza humana no hace falta (salvo casos patológicos) ni coacción ni contingentación. Deducción libre para el consumo a todos. Ejemplo: las farmacias distribuyen quinina gratis sin límite. ¿Y si alguno coge diez tubos para envenenarse? Evidentemente, es tan tonto como los que confunden con socialista una fétida sociedad burguesa.
¿En qué estadio de los tres está Stalin? En ninguno. Está en el de la transición no desde, sino al capitalismo. Casi respetable, y no suicida.
En la jornada primera se ha debatido sobre el punto de que todo sistema de producción de mercancías es un sistema capitalista, desde que hombres trabajando en masa producen mercancías en masa. Capitalismo y mercantilismo se retirarán juntos de los sucesivos campos de acción o esferas de influencia en el mundo moderno.
Se volvió a tomar en la segunda, pasando del proceso general al de la economía rusa presente. Y tenidas por justas las denunciadas leyes de su estructura, se afirmó que brotaba de ellas el pleno diagnóstico de capitalismo, en el estadio de “gran industrialismo de Estado”.
Según el interlocutor Stalin, este proceso bastante definido y concreto, aplicado a áreas y poblaciones inmensas, puede conducir a una acumulación y concentración de la producción pesada, no inferior a ninguna, sin que deban repetirse necesariamente las fases de feroz reducción al estado de no-tener-nada de clases pobres encerradas en círculos locales de economía y en la técnica parcelar del trabajo “como en Inglaterra, Francia, etc” y sobre la única base de la liquidación realizada (desde 1917) de los grandes terratenientes.
Si este segundo punto se redujera a la tesis de que, a siglos de distancia, la introducción en profundidad de la técnica del trabajo en grande y con los recursos de la ciencia aplicada, se plantea de modo diferente en un marco universal tan distinto, esto podría ser objeto de estudio aparte, especialmente en materia de “cuestión agraria”. El contradictor puede ser admitido a probar que alcanzará el capitalismo pleno no en carroza, sino en avión pero a su vez debe confesar la dirección del movimiento. Nosotros, pobres peatones, le estamos pasando desde tierra los datos exactos de una serie de bases, pero también el radar puede enloquecer.
Y ahora un tercer pasó: el marco de las relaciones mundiales en todo el complejo horizonte de producción, consumo, cambio; relaciones de fuerza estatal y militar.
Los tres son aspectos de un solo y gran problema. El primero podría llamarse aspecto histórico, el segundo económico, el tercero y final, político. La dirección y el punto de llegada de la investigación no pueden ser más que unitarios.
Manifiestamente, al jefe del Estado y del partido ruso le ocurre que debe cambiar el frente de sus rectificaciones en doctrinas y de las correlativas secas reprimendas a las objeciones de los “compañeros”, cada vez que pasa de la circulación económica dentro de su círculo, a la circulación a través de éste. Ya pusimos de relieve, recuérdelo el lector, que este punto de llegada había hecho levantar las orejas a los vigilantes de occidente. Lejos de cantar una vez más el himno a una milenaria autarquía, el hombre del Kremlin había braqué (blandido) el catalejo – ¿mañana el telémetro? – se preguntarán esos con aire estudiado sobre los espacios de más allá del telón; y volverán a flote viejas historias de reparto de zonas de influencia, en alternativa a salidas de ruptura. Tecla, sin embargo, menos estridente y necia que la del crimen de genocidio o del delirio de agresión.
La manera de hacer entrar en Rusia -y países conexos- artículos industriales para los agricultores, y géneros rurales, para los ciudadanos, aplastando con pasajes de Marx y Engels a los don nadies y cuando llegaba el caso rectificando de oficio términos, frases y fórmulas de los autores, fue afirmada en toda regla con el Socialismo. Los koljoses venden sus productos “libremente”, y no hay otro medio de obtenerlos; por tanto vía de mercado sí, pero con reglas especiales: precios de Estado (¡novedad! ¡especialidad en exclusiva!), e incluso “pactos” especiales de desmercantilización, en cuanto no se da moneda, sino que se “lleva a cuenta” los suministros de las fábricas nacionales (originalidad suprema! enfoncement del salchichón en el rincón, del marine americano que establece el equivalente entre abrazos y tacos, de los banales clearings de los países de occidente!). Verdaderamente, dice el Maestro, no diréis desmercantilización, sino intercambio de productos. No querríamos que fuese culpa de las traducciones; en suma, todo sistema de equivalentes, más o menos convencionales, del trueque de los salvajes a la moneda, como equivalente único para todos, a los cien mil sistemas de registro de las partidas equilibradas, que van desde el librillo de la criada a los complicados ficheros de bancos donde las sumas las hacen los cerebros atómicos y millones de reclutas al día engrosan la ola sofocante de vendedores de fuerza de trabajo que se rasca el ombligo, ¿para qué nacieron y existen, a no ser para el intercambio de productos, y sólo para él?
Pero Stalin quiere hacer callar la polilla de que de los “saldos” de los cambios equivalentes nazca acumulación privada y dice que las garantías están ahí.
Duro también para los generalísimos estar firmes sobre una tesis semejante, y batallar alternativamente en dos direcciones, un golpe a la rigidez doctrinal, un golpe a la concesión revisionista. ¿Elasticidad del verdadero leninista bolchevique? No, eclecticismo, era nuestra respuesta; y entonces los bolcheviques se enfurecían.
De cualquier forma que sea para la relación interna (cuyo examen no termina hoy ni aquí, según lo ya dicho) Stalin mismo abre amplia reserva cuando habla de la relación exterior. El compañero Notkin las oye buenas por haber sostenido que también son mercancías las diversas máquinas e instrumentos construidos en las fábricas estatales. Tienen valor si se anota su precio, pero no son mercancías: veamos a Notkin rascarse la cabeza. «Esto es necesario en segundo lugar para realizar la venta de los medios de producción a Estados extranjeros, en el interés del comercio exterior. Aquí, en el campo del comercio exterior, pero solo en este campo (subrayado en el original) nuestros productos son efectivamente mercancías y son vendidos efectivamente (sin comillas)».
En el texto revestido del formal imprimatur figura este último paréntesis: pensamos que el incauto Notkin ha puesto entre comillas la palabra vendidos que apesta no poco a un marxista y bolchevique. Se ve que no habrá salido de los cursos de las clases jóvenes.
Dentro de un par de años nos serviréis este dato: el quantum, por favor. La cuota relativa de lo colocado en el exterior y en el interior. Y otra noticia: ¿se considera útil que tal cuota suba o baje? Que el producto total debe subir hasta el vértigo, lo sabemos por la ley de la economía planificada “proporcional”. No sabiendo ruso, suponemos que el sentido justo sea: planes contingentadores de la producción de modo que el aumento sea de razón anual constante, con la forma de la ley del incremento demográfico o del interés compuesto. El término justo que proponemos es éste: desarrollo planificado en razón geométrica. Trazada así correctamente la “curva”, con nuestro poco juicio escribiremos esta “ley”: el socialismo comienza donde se rompe esta curva.
Hoy anotamos: ese tanto de productos también instrumentales que van al exterior, son mercancías, no sólo en la “forma” de contabilidad, sino también en la “sustancia”.
Y una. Basta discutir a algunos miles de kilómetros y se acaba entendiéndose sobre algo.
Un poco de paciencia todavía y llegaremos a hablar de alta política y de alta estrategia: veremos distenderse las frentes arrugadas, dado que en esos temas todos comprenden al vuelo: ¿ataca César? ¿Huye Pompeyo? Nos volveremos a ver en Filippi? ¿Pasaremos el Rubicón? Este sí es un tema digerible, en cuanto a capricho.
Todavía hace falta un punto de economía marxista. La fuerza de las cosas conduce al mariscal al problema explosivo del mercado mundial. Dice que la U.R.S.S. sostiene a los países asociados con ayudas económicas tales que exaltan su industrialización. ¿Vale para China y Checoslovaquia? Adelante. «Se llegará, gracias a semejantes ritmos de desarrollo de la industria a obtener rápidamente que estos países no sólo no tengan necesidad de importar mercancías de los países capitalistas, sino que sientan ellos mismos la necesidad de exportar las mercancías excedentes de su producción». El acostumbrado inciso o añadido: si producen y exportan a occidente, entonces son mercancías. Si es a Rusia, ¿qué son?
El hecho importante, en este reingreso a banderas desplegadas del mercantilismo, por forma y sustancia idéntico al capitalista (¡si de verdad hubiera que creer al maquillaje de los rostros económicos!), es que se funda en el imperativo: ¡exportar para poder producir más! Y es el mismo imperativo vigente en sustancia en el campo interno del pretendido “país socialista” donde, por el contrario, se trata de un verdadero negocio de importación-exportación entre ciudad y campo, entre las famosas clases aliadas, porque también ahí hemos visto que se llega a la ley de la progresión geométrica y al: ¡Producir más! ¡Producir más!
¡He ahí cuanto ha quedado en pie del marxismo! Porque desde que “los obreros están en el poder” ya no se emplean, pretende Stalin, las fórmulas ofensivas que distinguen entre trabajo necesario y sobretrabajo; ¡trabajo pagado y no pagado! Y porque, hecho, como veremos, algún favor a la ley de la plusvalía (que es además zoológicamente una teoría, en los términos de la jornada segunda, y no una ley) de hoy en adelante: «no es cierto que la ley económica fundamental del capitalismo contemporáneo sea la ley de la disminución de la tasa media de ganancia». «El capitalismo monopolista (ya estamos: ¿qué sabías tú de él, pobre Carlos?) no puede contentarse con la ganancia media, (que además, después del aumento de la composición orgánica del capital tiene tendencia a disminuir) sino que busca la máxima ganancia». Mientras el paréntesis del texto oficial parece por un momento volver a llamar a la vida a la extinta ley de Marx, después se promulga la nueva: «la búsqueda de la ganancia máxima es la ley económica fundamental del capitalismo contemporáneo».
Si va un poco más allá el lanza llamas en la biblioteca, no quedan ni los bigotes del operador.
Estos contraclavos que se apuntan, torcidos como están, desde todos los lados, son intolerables. Pretenden que las leyes económicas del capitalismo monopolista se han revelado muy diferentes de las del capitalismo de Marx. Después los mismos pretenden que las leyes económicas del socialismo pueden perfectamente seguir siendo las mismas que las del capitalismo.
¡La ventana, rápido!
Recomencemos heroicamente ab ovo. Hay que recordar cuál es la diferencia existente entre masa de ganancia y masa de plusvalía, tasa de ganancia y tasa de plusvalía, y cuál es la importancia de la ley de Marx, minuciosamente expuesta al principio del libro III, acerca de la tendencia a la baja de la tasa de la ganancia media. ¡Comprender, leer! ¡El capitalista no tiende a la baja de la ganancia! ¡No baja la ganancia (masa de ganancia), sino la tasa de ganancia! No la tasa de toda ganancia, sino la tasa media de ganancia social. No todas las semanas, o a cada salida del Financial Times, sino históricamente, en el desarrollo trazado por Marx al «monopolio social de los medios de producción» entre las garras del Capital, cuya definición, nacimiento, vida y muerte están escritas.
Si se comprende tanto, será posible ver cómo el esfuerzo, no del capitalista individual de fábrica, figura secundaria en Marx, sino de la máquina histórica del capital, de este corpus dotado de vis vitalis y de alma, para debatirse en vano contra la ley de la baja de la tasa, es lo único, es precisamente lo que nos hace concluir sobre las tesis clásicas que Stalin, entre el extravío occidental, se digna de nuevo volver a abrazar. Primero: inevitabilidad de la guerra entre los Estados capitalistas. Segundo: Inevitabilidad de la caída revolucionaria del capitalismo en todas partes.
Este esfuerzo gigantesco con el que el sistema capitalista lucha para no hundirse se expresa en la consigna: ¡producir en aumento! No sólo no detenerse, sino marcar cada hora el aumento del aumento. En matemáticas: curva de la progresión geométrica; en sinfonía: crescendo rossiniano. Y a tal fin, cuando toda la patria, que está mecanizada, exportar. Y saber bien la lección de cinco siglos: que el comercio siga a la bandera.
Pero ésta, Djugashvili, es vuestra consigna.
Para la demostración debemos volver una vez más a Marx y a Engels. No sin embargo a los textos orgánicos, completos, de un tirón, que cada uno de los dos esculpió en el vigor más pleno y en el ímpetu recto de quien no tiene dudas ni lagunas y desplaza los obstáculos de su camino sin que se sienta el choque. Se trata del Marx del que informa el albacea testamentario en los prefacios casi dramáticos al libro II de El Capital (5 mayo 1885) y al III (4 octubre 1894). Primero se trata de justificar el estado del enorme cúmulo de materiales y manuscritos (que van desde capítulos en forma definitiva a los folios de apuntes, notas, esbozos, abreviaturas ilegibles, promesa de futuras investigaciones y también páginas inciertas y vacilantes en el estilo) con la salud declinante de Marx, con el efecto inexorable de las diversas recaídas de la enfermedad que le obligó a pausas en las que el ansia devoraba el hígado y el poderoso cerebro mucho más de lo que les sanaba el descanso. Entre el 63 y el 67 el trabajo suministrado por aquella máquina humana fue incalculable y entre él la tirada en una sola fusión de acero del libro I de la obra cumbre. Ya desde el 64-65 la enfermedad había dado las primeras molestias, y el ojo infalible del gran ayudante marca las huellas de sus devastaciones en los fascículos inéditos. Pero después, el mismo trabajo enervante: descifrar, releer, volver a dictar, reordenar el texto dictado, dar orden a la materia, con la obstinada decisión de no redactar por su propia cuenta, vence también la resistencia del robustísimo Engels: sus ojos generosos han velado demasiado sobre las páginas del amigo, y una preocupante debilidad de la vista le condena durante varios años a reducir el trabajo personal, prohibiéndole escribir con luz artificial. No vencido, no incomodado, presenta a la Causa sus escusas humildes y leales. No le había sido permitido hacer otra cosa. Recuerda con modestia todos los otros sectores en los que ha soportado “solo” sobre sí todo el peso. Y a la distancia de un año sigue su muerte.
Esto no sirve de rodeo o de efecto. Quiere poner de relieve que la solicitud de fidelidad técnica que domina al recopilador ha quitado casi por completo a los dos libros, aquellos capítulos de síntesis periódica y de visión de conjunto que llamean en el redactado en vida de Marx. A la pluma de Engels se deben no pocos de tales períodos ni de poco valor: pero no los quiso redactar bajo el nombre de Marx y se limitó al análisis. Si no hubiera sido así hubieran sido trabajo perdido buscar hoy ciertas duplicidades de lectura (hoy y desde hace medio siglo) y por ejemplo la triste leyenda de que en el último libro Marx se hubiese retractado de algo; y quién pretende esto en filosofía, quién en ciencia económica, quién en política, según los equívocos gustos personales. Hay tantas referencias y conexiones expresas entre el libro I y las obras juveniles o el Manifiesto, como entre los últimos y aquél; y lo remachan mil pasajes de las cartas.
Este es el lugar menos apropiado para el análisis de Engels. Notemos sólo que Marx dice en un pasaje, con uno de esos períodos, porqué trabaja tanto sobre la ley del descenso de la tasa. Pues bien, Engels vacila en referir el pasaje, lo encuadra en paréntesis cuadrados porque, aun estando redactado según una nota del manuscrito original, supera, en algunos desarrollos, los materiales que se encuentran en el original...
[«La ley del aumento de la fuerza productiva del trabajo no vale pues de un modo absoluto para el Capital. Esta fuerza productiva es aumentada por el capital. NO POR MEDIO DE UNA SIMPLE REDUCCION DEL TRABAJO VIVIENTE EN GENERAL, sino solo cuando se ahorra, sobre la parte pagada del trabajo viviente, más de cuanto se ha añadido de trabajo pasado, tal como lo hemos mencionado brevemente en el libro I, XII y 2 (valor transmitido por la máquina al producto: actualillo, ¿eh?). Aquí el modo de producción capitalista cae en una nueva contradicción. Tiene como misión histórica la de desarrollar en una absoluta progresión geométrica (¡sic!) la productividad del trabajo humano. Ahora bien, falta a esta misión desde el momento en que pone, como en el caso presente (resistencia del capitalista a introducir máquinas de mayor rendimiento) y obstáculos a la elevación de la productividad. Suministra así una nueva prueba de su senilidad y demuestra que verdaderamente ya no pertenece a nuestra época»].
Indiferentes a la objeción farisea de que pasados otros sesenta años de (sin embargo fuertemente apestoso) capitalismo, en vez de quitarlo el paréntesis cuadrado iba triplicado con relación al que acostumbraba a usar el imprudente Marx, nosotros ponemos de relieve las acostumbradas tesis programáticas que Marx gustaba de intercalar regularmente en los análisis agudos y profundos. El Capitalismo se hundirá. ¿Y el post-capitalismo? Hélo aquí: dado que la fuerza productiva de cada unidad de trabajo aumenta, no aumentemos la masa producida, al contrario, disminuyamos el tiempo de trabajo de los vivos. ¿Por qué no lo quiere el Occidente? Porque el único camino para escapar a la “ley de la baja de la tasa” es ése (superproducir) ¿Y en cuanto al Oriente? Ídem. Pero la justicia quiere que se diga que del lado de allá, se trata de capitalismo juvenil.
Convendrá volver a tomar, evitando aquí tanto el caso numérico como el simbolismo algebraico, la deducción de la ley de que, no habiendo perdido todavía la luz de los ojos, no nos adaptamos a ir a la jubilación; salvando brevedad y ligereza en lo que es posible, con el tono de la fábula. «Si las mercancías pudieran hablar – así el inmenso Carlos en aquel parágrafo “joya” dirían: nuestro valor de uso ciertamente puede interesar al hombre; nosotras, en cuanto somos objetos, nos reímos de ellos. Lo que a nosotras nos interesa es nuestro valor. Lo prueba nuestra mutua relación como cosas de venta y compra. Nosotras no nos consideramos recíprocamente más que como valores de cambio».
Hemos llevado por tanto para vosotros el micrófono a la plaza donde se encuentran las mercancías procedentes, de una parte, de Rusia, de la otra, de América. Desde lo alto ha sido admitido que hablan un lenguaje económico común. Para ambas es sacrosanto, y a falta de ello no habría hecho falta tanto camino, que el precio de mercado al que aspiran debe primar sobre el coste de producción. En los dos países de origen se aspira a producirlas a bajo coste y a venderlas a alto precio.
Habla la mercancía que viene del país en teoría capitalista: estoy hecha de dos piezas y se ve una sola unión. El coste de producción, anticipación viva y ardiente de quien me ha producido, y la ganancia, que, añadida al primero, da exactamente la cifra por menos de la cual, no os hagáis ilusiones, no faltaré a mis principios. Me contento con una ganancia modesta para animar al adquirente, podéis verificar su tasa con una pequeña división: provecho dividido por coste de producción. Si costaba diez y me dejo poseer por apenas once, ¿seréis tan tacaños como para encontrar exagerada la tasa del diez por ciento? Adelante, señores, etc.
Pasemos el micrófono a la otra mercancía. Habla así: entre nosotras se suele dar crédito a la economía marxista. En mí veis (no tengo razón para esconderlo) dos uniones; soy de tres piezas y no de dos. En la otra existe el truco, pero no se ve. Los gastos hechos para producirme son de dos tipos: materias primas, consumo de instrumentos y similares, que llamamos capital (invertido en mí) constante y salarios de trabajo humano, que llamamos capital variable. La suma forma el coste de producción de la otra señorita que ha hablado antes. También añadid para mí un saldo, beneficio, ganancia, que es mi tercer y último trozo, y que se llama plusvalía. Por la parte constante de anticipo no pedimos nada en adición porque sabemos que es estéril de fuerza reproductiva, de valor mayor: ésta reside por completo en el trabajo o parte variable del anticipo: haced pues el favor de verificar el tipo o tasa no de la ganancia, sino de la plusvalía, con la divisioncilla de esa plusvalía solo por la segunda parte del capital gastado en mí, el gastado para salarios.
El comprador común contesta: id a contárselo al portero: lo que a mí me importa es el coste total de ambas a mi bolsa, es decir, la cifra de venta de vosotras dos.
Surge un altercado entre las dos mercancías, cada una de las cuales sostiene que quiere hacer un negocio menos ventajoso, contentándose con una tasa de ganancia irrisoria. Así, como ninguna de las dos puede reducirla a cero, gana la que verdaderamente tiene el coste de producción más bajo, como invoca también Stalin a cada momento. Para la parte constante, hace falta que las materias primas sean en esa cantidad y calidad. El litigio versará, en los dos campos exportadores, sobre la parte variable. Hay el medio obvio de pagar menos al obrero y hacerlo trabajar mucho, pero sobre todo juega la productividad del trabajo, ligada al perfeccionamiento tecnológico, al uso de máquinas más rentables, a la organización más racional de las instalaciones; y he aquí el despliegue de las fotos efectistas de grandes instalaciones de una parte, y de otra, con la jactancia de haber rebajado cada vez más, a igualdad de masa producida, el número de trabajadores adscritos. Un asunto que preocupa todavía menos al agente de compras en el mercado disputado es saber en qué caso los obreros son mejor pagados y tratados.
No creemos que resulte penoso al lector constatar la diferencia entre los dos métodos de análisis del valor. El tipo, o tasa, de la plusvalía, es siempre mucho más fuerte que la tasa de ganancia, y esto tanto más cuanto más prevalece el capital constante sobre el capital variable.
Ahora bien, la ley de Marx sobre la baja de la tasa de ganancia media considera toda la ganancia, es decir, el beneficio global sobre la producción de que se trata, antes de establecer a quién irá tal ganancia (banquero, industrial, propietario). En el capítulo XIII del libro II, Marx remacha haber tratado la ley “a propósito” antes de pasar al reparto del beneficio (o plusvalía) entre los diversos tipos sociales, porque la ley es cierta independientemente de tal reparto. Es, por tanto, cierta, también cuando es el Estado quien hace de propietario, banquero y empresario.
La ley se funda en el proceso histórico general, no negado por ninguno, defendido por todos, de que con la aplicación al trabajo manual de instrumentos cada vez más complejos, utensilios, máquinas, dispositivos, recursos técnicos y científicos múltiples, crece de forma incesante su productividad. Para una cierta masa de productos, hacen falta cada vez menos obreros. El capital que se ha debido sacar, invertir, para tener en las manos aquella masa dada de productos, cambia continuamente lo que Marx llama la composición orgánica: contiene cada vez más capital materias y cada vez menos capital salarios. Basta pocos obreros para dar una enorme “adición de valor” a las materias trabajadas, en cuanto pueden trabajar muchos más que respecto al pasado. También esto está concorde. ¿Y entonces? Aun admitido que el capital, como ocurre frecuentemente (pero no es necesaria ley marxista como para el revolucionario de opereta) aumente la explotación, aumente el tipo de plusvalía, pagando menos a los obreros, la plusvalía y la ganancia sacada aumentarán, pero dado el aumento mucho mayor de la masa de materias compradas ya trabajadas a través tan sólo de ese empleo de mano de obra, la tasa de ganancia bajará siempre, en cuanto la tasa está dada por la relación de la ganancia, algo acrecentado, con todo el anticipo para salarios y materias, acrecentada enormemente en cuanto a la segunda partida.
¿Busca el capital el máximo beneficio? Desdé luego, lo busca y lo encuentra, pero no puede impedir que mientras tanto baje la tasa de ganancia. La masa de la ganancia aumenta, ya que la población ha aumentado, el proletariado más todavía, las materias trabajadas cada vez más imponentes, la masa de la producción cada vez mayor. Capitales pequeños divididos entre muchísimos al principio e invertidos a buena tasa, capitales enormes a la llegada, divididos entre poquísimos (y aquí el efecto de la concentración paralela a la acumulación) invertidos, desde luego, a tasa bajada, pero con el resultado del incesante ascenso del capital social, de la ganancia social, del capital y la ganancia media empresarial, hasta alturas vertiginosas.
Por tanto, ninguna contradicción a la ley de Marx sobre la baja de la tasa, que podría ser detenida solamente por una productividad del trabajo disminuida, por una composición orgánica del capital degenerada, cosas contra las que Stalin dispara con la artillería más pesada, cosas en cuyo terreno apunta desesperadamente a superar al adversario.
En el número pasado de este periódico han aparecido algunas sobrias cifras de fuente capitalista sobre la economía americana. Tomamos de ellas la confirmación de la ley establecida por Marx y negada por Stalin. En 1848, dice la estadística, en el nacimiento del capitalismo industrial en los Estados Unidos, de mil de valor que era añadido en la producción al valor de lo trabajado cuando era bruto, iba en 510 a los obreros como salarios y sueldos, en 490 a los patronos como beneficio. Evitando detalles sobre desgastes, gastos generales, etc., las dos cifras dan precisamente capital variable y plusvalía; su relación, o tipo de plusvalía, es el 95 por ciento.
¿Cuál habrá sido la tasa de ganancia según el modo de razonar de los burgueses? Deberemos conocer el valor de las materias transformadas. No podemos más que suponerlo, suponiendo que en una industria pequeña cada obrero transforme por término medio un valor de cerca del cuádruple de la paga. La materia representará 2.000 contra 510 de salarios y 490 de ganancias. Gasto total de producción 2.510. Tasa de ganancia elevada: 19,6%. Notad sin embargo que está siempre por debajo de la tasa de la plusvalía.
Después del gran ciclo de ascenso alucinante, en 1929, sobre 1.000 de valor añadido al producto, los obreros no recibían más que 362, y los capitalistas 648. (No empecéis a equivocaros: hasta el viernes negro los salarios habían subido y el nivel de vida obrero también había subido fuertemente, esto no contradice). He aquí que la tasa de plusvalía o de explotación ha aumentado fuertemente: del 95 al 180%. (Si después de haber desgastado a lo largo de una vida las cuerdas vocales hay todavía quien no comprende que se es más explotado aun teniendo más salarios y comiendo mejor, que se acueste: no comprende el efecto de la aumentada productividad de la fuerza trabajo que está en el cuerpo del obrero y termina en la bolsa del cornudísimo burgués).
Busquemos ahora evaluar toda la producción. Admitido (con la certeza que garantiza quien tiene un poco de familiaridad con la construcción de síntesis de ser siempre prudente contra su tesis, a favor de algún cortador de pelos en quince que se divierta en controlar) que se haya decuplicado la posibilidad de elaboración de materias, gracias a las maquinarias, a igualdad de empleo de mano de obra, desde 1848 al l929. Y entonces, si con 362 dados a los trabajadores, en vez de 510 los dos mil de materias hubieran bajado a 1.440, he aquí que, por el contrario, suben a 14.000. Con el gasto total invertido en 14.762 Liras, el lucro conocido de 648 es el 4,2 por ciento. ¡He aquí la baja de la tasa de ganancia! No saludéis sólo a Marx, evitad sacar el pañuelo para enjugar las lágrimas capitalistas de ¡Uncle Sam! Habréis comprendido que buscábamos las tasas, no las masas. Para hacernos una idea de las cifras globales de la producción, aunque sea no con el valor efectivo, sino con relación figurada entre las dos épocas, observaremos que los dos bloques dan para 1848 el producto bruto 3.000 y para 1929 el bruto 15.400 se refieren grupos no muy diferentes en cuanto a número de productores. Pero en esos ochenta años la población obrera al menos se ha decuplicado, para emplear siempre cifras redondas, y por tanto el producto total puede evaluarse muy bien en 154.000, cerca de 50 veces el de 1848. Si bien la tasa de beneficio patronal ha descendido al 4% de media, la masa del beneficio ha pasado de 490 a 6.840: trece veces más. Es completamente seguro que nuestras cifras son demasiado moderadas, lo esencial era recalcar que el capitalismo americano ha obedecido a la ley de la tasa y ha hecho la carrera tras el máximo beneficio. Stalin no puede descubrirle leyes nuevas. Y tampoco hemos tenido en cuenta la concentración; demos a ésta un índice diez y el beneficio medio de la empresa americana se habrá multiplicado (como masa) por 130. He ahí la carrera a la crisis, he ahí las confirmaciones a Marx.
Nos permitiremos otro cálculo, aunque más hipotético. La clase obrera de América toma el poder con una situación tipo 1929; repetimos: 14.400 materias en trabajo, 362 mano de obra, 648 beneficios, 15.400 producto total.
Y entonces los obreros leen a Marx y usan «la fuerza productiva acrecentada por el capital con la simple reducción del trabajo viviente». Un decreto del comité revolucionario comprime la producción a 10 mil (dónde cortar... lo veremos entonces, pensad solo que ya no haremos elecciones presidenciales ni de otro tipo...). De esta parte, el trabajador se contentará con añadir a sus 362 de salario no ya toda la ganancia (que es bruta, con impuestos y servicios generales) sino muy poco, por ahora, y lo llevamos a 500. Para la retención general de conservación de las instalaciones públicas y de administración estatal, desde luego deducimos más de los 648 de los capitalistas cesados, es decir, 700. Hechas cuentas, hay solo 8.800 materias a trabajar en lugar de 14.400 y si el número de obreros es aquél, la jornada de cada uno baja en un 62% y aproximadamente de 8 a 5 horas. Un buen primer paso. Si calculásemos la remuneración horaria, veríamos que la habríamos aumentado en 120%: de 45 a 100.
Todavía no sería el socialismo. Pero mientras Stalin ve una ley nueva del socialismo en lo que no es más que una ley clásica capitalista, que con la aumentada productividad del trabajo crezca la producción, nosotros le oponemos la ley inversa: que con la aumentada productividad del trabajo disminuya el esfuerzo y la producción, o permanezca constante, o, después de haber cortado las ramas capitalistas de asperezas y sangre vuelva a aumentar con suave curva, con armonía humana.
Mientras resuena la llamada al esfuerzo frenético de producir, no puede tener otro sentido que el de la resistencia exasperada a la ley marxista de la tasa. Para que la tasa pueda bajar, pero no comience a bajar también la masa de la plusvalía y de la ganancia, interviene la retórica autoritario-progresiva, y grita a una humanidad extraviada: ¡trabájese más, prodúzcase más, y si, dada su remuneración, los trabajadores internos no fueran adquirientes previsibles de la superproducción, encuéntrese forma de exportar conquistando los mercados que están fuera de nuestro consumo! Este es el circuito infernal del imperialismo, que ha encontrado en la guerra su solución inevitable, y en la reconstrucción de todo un secular aparejo humano destruido, la vía de salida provisional contra la crisis suprema.
Todas estas mismas vías seguidas por Stalin: reconstrucción de las partes devastadas, construcción primero del equipo capitalista en países inmensos, y hoy, marcha hacia los mercados. Semejante marcha, emprendida por cualquiera, se hace por dos caminos: bajo coste de producción-guerra.
Cerraremos esta exposición de la fundamental ley de Marx con una nueva enunciación del capitalismo que él coloca en Apéndice y que como siempre, vale como programa social comunista (final del cap. XV, libro III).
Tres hechos principales de la producción capitalista:
- Concentración de los medios de producción en manos de algunos individuos. Tales medios de producción dejan así de aparecer como propiedad del productor inmediato y se transforman en potencias sociales de la producción. Al principio, tales potencias son, es cierto, propiedad privada de los capitalistas que se embolsan todas sus beneficios.
Después... Marx no lo escribe, pero quiere decir que semejantes figuras personales secundarias pueden desaparecer, y el Capital continúa siendo Potencia Social.
- Organización del trabajo como trabajo social, por medio de la cooperación (trabajo asociado), de la división del trabajo y del lazo entre trabajo y ciencia de la naturaleza.
En semejantes dos sentidos, el modo de producción capitalista, suprime, si bien bajo formas diferentes, la propiedad privada y el trabajo privado.
- Formación del mercado mundial.
* * *
Como de costumbre, el Hilo ha conducido a donde debía conducir. Sepa el lector que no ha terminado la jornada, sino que sólo ha llegado el mediodía. Mañana quizá dura, pesada, de sinfonía wagneriana.
¿Será la tarde de clausura un canto más fácil en el áspero camino? Tal vez. “L’aprè-midi d’un faune”. El fauno no podría tener más que las formas crudas y los movimientos amenazantes del sanguinario Marte.
En las dos primeras jornadas y en la mañana de la tercera, hemos sacado del conocido escrito de Stalin todos los elementos útiles para establecer por qué leyes es regida la economía de Rusia.
En línea doctrinal hemos impugnado a fondo que una economía caracterizada por aquellas leyes pueda sin embargo ser definida como socialismo aun del estadio inferior, y no menos impugnado que para tal fin puedan ser invocados los textos fundamentales de Marx y de Engels, donde se leen con claras notas pero ciertamente no con la banal fluidez de una novela por entregas los caracteres económicos propios del capitalismo, los propios del socialismo, y los fenómenos que permiten verificar el paso económico del primero al segundo.
En línea de hecho, se ha podido llegar a una serie de conclusiones estables. En el mercado interior ruso está vigente la ley del valor: por consiguiente: a) los productos tienen carácter de mercancías; b) existe el mercado; c) el cambio tiene lugar entre equivalentes, como lo quiere la ley del valor, y los equivalentes están expresados en dinero.
La gran masa de las haciendas del campo trabaja solo con vistas a la producción de mercancías y, en parte, con una forma de atribución de productos a la persona del trabajador parcelar (que en otro tiempo de trabajo funciona como productor colectivo, asociado en el koljós), cuya forma está todavía más lejos del socialismo y, en cierto sentido, es precapitalista y premercantil.
Las empresas pequeñas y medianas que producen manufacturas trabajan también para la colocación mercantil.
En fin, las grandes fábricas son del Estado, pero están obligadas a una contabilidad en moneda y a demostrar que, respetada la ley del valor en los precios de cuanto es salida o gasto (materias primas, salarios pagados) y de cuanto es (productos vendidos), se tiene la rentabilidad, es decir, una ganancia positiva, un premio.
La demostración sobre el sentido de la ley marxista de la tasa de ganancia y de su disminución ha valido para demostrar como vacía la antítesis de Stalin: dado que el poder lo tiene el proletariado, la gran máquina de la industria nacionalizada no persigue el máximo volumen de ganancia como en los países capitalistas, sino que está guiada hacia el máximo bienestar de los trabajadores y del pueblo.
Aparte de las más amplias reservas sobre la falta de oposiciones radicales entre los intereses, aun inmediatos, de los trabajadores de la industria de Estado y los del pueblo soviético, revoltijo de campesinos aislados o asociados, de tenderos, de gestores de empresas industriales pequeñas y medias, etc., etc., la demostración de que está vigente la ley capitalista de la baja de la tasa de ganancia la hemos sacado de la afirmada «ley del aumento de la producción nacional planificada en progresión geométrica». Si un plan quinquenal ha impuesto elevar la producción en el veinte por ciento, es decir, a ciento veinte, el plan siguiente impondrá todavía el veinte por ciento, es decir, que se pase, no de 120 a 140, sino de 120 a 144 (aumento del veinte por ciento sobre 120 del comienzo del nuevo quinquenio). Quien está familiarizado con los números sabe que la diferencia parece poca cosa al comienzo, pero luego se hace gigantesca: ¿recordáis la historia el inventor del juego de ajedrez al que el emperador de China ofreció un premio? Pidió que le pusieran un grano de trigo en la primera casilla del tablero, dos en la segunda, cuatro en la tercera... No fueron suficientes todos los graneros del celeste imperio antes de que se agotaran las sesenta y cuatro casillas.
Ahora esta ley de hecho no es más que el imperativo categórico: producid más! Imperativo propio del capitalismo y derivado de las sucesivas causas: aumento de productividad del trabajo y aumento del capital constante respecto al capital trabajo en la composición orgánica del capital, descenso de la tasa de ganancia, compensación a este descenso con el frenético aumento de mercancías del capital invertido y de la producción de mercancías.
Si hubiéramos empezado a construir pocas moléculas de economía socialista, nos daríamos cuenta del hecho de que el imperativo económico ha cambiado y es el nuestro: la potencia del trabajo humano está acrecentada por los recursos técnicos: ¡Producid lo mismo, y trabajad menos. Y en verdaderas condiciones de poder revolucionario del proletariado, en países ya demasiado equipados mecánicamente: ¡producid menos y trabajad todavía menos!
Última verificación de hecho, después de esta (crucial) de que la consigna es el aumento de la masa de los productos, es el de que una gran parte de los productos de la gran industria de Estado se tiende a volcarla sobre los mercados de fuera y en tal caso se declara abiertamente que la relación es mercantil no sólo en el registro contable, sino en la sustancia de las cosas.
En el fondo aquí se contiene la admisión de que, aunque sea solo por razones de competencia mundial (siempre dispuesta a luchar no ya a golpe de precios bajos, sino a golpes de cañones y bombas atómicas), no es posible “la construcción del socialismo en un solo país”. Solo en la hipótesis absurda de que este pudiera encerrarse en un verdadero telón de acero, le sería posible empezar a convertir las conquistas técnicas de la productividad del trabajo, asociadas a una planificación «hecha por la sociedad en interés de la sociedad», en una disminución del esfuerzo interno del trabajo y de la explotación del trabajador. Y sólo en tal hipótesis, el plan, abandona la loca curva geométrica de la demencia capitalista, podría decir: alcanzado un cierto estándar de los consumos para todos los habitantes, fijado por los planes, no se producirá más y se evitará la tentación criminal de seguir forzando la producción para mirar, fuera del círculo, donde se pueda lanzarla e imponerla.
Por el contrario, toda la atención del Kremlin, doctrinal y práctica, se traslada al mercado mundial.
Una consideración insuficiente de las teorías marxistas sobre el colonialismo y el imperialismo modernos es la de que hay que yuxtaponer como cosas distintas, o al menos como desarrollos complementarios, a la descripción marxista del capitalismo de libre competencia, tal como se habría desarrollado más o menos hasta 1880.
Con diversas aportaciones hemos insistido en el hecho de que toda la pretendida fría descripción del nunca existido capitalismo “libre cambista” y “pacífico” no es en Marx más que una gigantesca «demostración polémica del partido y de clase» con la que, aceptando por un momento que el capitalismo funcione según la dinámica ilimitada del libre cambio entre los portadores de valores equiparados (lo que no expresa otra cosa que la famosa ley del valor), se llega a dar con la esencia del capitalismo, que es un monopolio social de clase, dirigido incesantemente, desde los primeros episodios de la acumulación inicial hasta las modernas guerras de bandidaje, para saquear las diferencias procreadas bajo el truco del cambio pactado, libre e igual.
Si, asumida la plataforma del cambio entre mercancías de igual valor, se demuestra la formación de la plusvalía y su inversión y acumulación en nuevo capital cada vez más concentrado, si se demuestra que la única vía (compatible con la supervivencia del modo capitalista de producción) para salir de las contradicciones entre la acumulación en los dos polos de riqueza y de miseria y para defenderse de la sucesivamente deducida ley de la baja de la tasa, es el producir cada vez más, y siempre más allá de las necesidades del consumo, está claro que desde los primeros compases se dibuja el choque entre los diversos Estados capitalistas, cada uno de los cuales es conducido a intentar hacer consumir sus mercancías en el área del otro, a alejar su crisis provocándola en el rival.
Ya que la economía oficial intenta en vano probar que es posible, con las fórmulas y los cánones de la producción de mercancías, llegar a un equilibrio estable en el mercado internacional, e incluso sostiene que las crisis cesarán precisamente en cuanto la civilizada organización capitalista se haya extendido por todas partes, Marx debe descender a discutir en abstracto las leyes de un ficticio país único, de capitalismo plenamente desarrollado y que no tiene comercio exterior. Está demasiado claro que donde las relaciones antes dichas entre dos economías cerradas surgen, son elemento no de pacificación, sino de agitación, y la tesis que está contra nosotros está perdida, con mayor razón. Nuestros apuros teóricos habrían sido graves sólo en el caso de que en los primeros 50 años del siglo actual se hubiera seguido nadando en la leche y miel económica y política, con tratados de liberalización de los comercios y de neutralidad y desarme: por el contrario, siendo el mundo cien veces más capitalista, se ha vuelto cien veces más agitado en todos los sentidos.
Como de costumbre, para hacer ver quién es el que no cambia las cartas: nota al parágrafo 1 del Cap. XII de El Capital, libro I. «Aquí se hace abstracción del comercio con el exterior por medio del cual una nación puede convertir artículos de lujo en medios de producción o en subsistencias de primera necesidad y viceversa. Para concebir el objeto de la investigación en su pureza, hay que considerar el mundo comercial como una sola nación y suponer que la producción capitalista se haya establecido en todas partes y se haya apoderado de todas las ramas de la industria».
Desde el mismo comienzo, todo el ciclo de la obra de Marx, en la que (como siempre reivindicamos) son a cada paso inseparables teoría y programa, tiende a concluirse en la fase en la que las contradicciones de los primeros centros capitalistas se trasladan al plano internacional. La demostración de que un pacto de paz económica entre las clases sociales en un país es imposible como solución definitiva y es regresivo como solución contingente, se acopla plenamente a la demostración análoga para el ilusorio pacto de paz entre los Estados.
Varias veces se recordó que Marx en el prefacio a la “Crítica de la economía política” de 1859 esboza este orden de argumentos: capital, propiedad de la tierra, trabajo asalariado, Estado, comercio internacional, mercado mundial. Marx dice que bajo las primeras secciones examina las condiciones de existencia de las tres grandes clases en que se divide la presente sociedad burguesa y añade que el lazo de unión entre las sucesivas tres secciones «salta a los ojos de todos».
Cuando Marx comienza la redacción de El Capital, cuya primera parte absorbe la materia de la Crítica, el plan, por una parte se profundiza, por otra, parece limitarse. En el prefacio al primer libro, sobre el Desarrollo de la Producción Capitalista, Marx anuncia que el segundo tratará del Proceso de circulación del Capital (reproducción simple y progresiva del capital invertido en la producción), y el tercero de las “Conformaciones del proceso de conjunto”. Aparte del cuarto, sobre la historia de la teoría del valor, del que hay materiales desde la Crítica, el tercer libro de hecho afronta la descripción del proceso de los capitalistas industriales, terratenientes y capital bancario, y se cierra con el capítulo “inacabado” sobre las “Clases”. Según la evidencia, la redacción debía desarrollarse sobre el problema del Estado y del mercado internacional, a lo que se suman otros textos decisivos anteriores y posteriores del marxismo.
En el mismo Manifiesto y el libro primero de El Capital, como es bien sabido, son de primera importancia las referencias a la formación en el siglo XV, después de los descubrimientos geográficos, del mercado ultra-oceánico, como dato fundamental de la acumulación capitalista, y a las guerras comerciales entre Portugal, España, Holanda, Francia e Inglaterra.
En el momento de la descripción polémica y de batalla del capitalismo tipo, es el imperio inglés el que domina la escena mundial, y Engels y Marx dedican a éste y a su economía interior el máximo de atención. Pero esta economía es liberalismo en teoría, imperialismo y monopolio mundial en la realidad, desde 1855 por lo menos. Lenin, en el Imperialismo, levanta acta a tal fin del prefacio que Engels anteponía en 1892 a una nueva edición de su estudio “La situación de la clase obrera en Inglaterra”, de 1844. Engels se niega a borrar de aquel trabajo juvenil la profecía de la revolución proletaria en Inglaterra. Le parece más importante haber previsto que Inglaterra perdería su monopolio industrial en el mundo; y tenía razón mil veces. Si el monopolio, según los pasajes que cita Lenin, sirvió para adormecer al proletariado inglés, el primero que se formó en el mundo con cortantes contornos de clase, el fin del monopolio británico ha sembrado la lucha de clases y la revolución en el mundo entero; claro que nos hará falta más tiempo que en el ficticio “país único completamente capitalista” pero para nosotros la solución revolucionaria se da ya por descontada en doctrina, y las vías y razones de la “referencia” la confirman. Ya llegará.
Citemos un pasaje distinto de los que cita Lenin de aquel texto: «La teoría del libre cambio tenía en el fondo una suposición: que Inglaterra debía convertirse en el único gran centro industrial de un mundo agrícola, y los hechos han desmentido por completo esta suposición. Las condiciones de la industria moderna se pueden producir en todas partes en que hay combustible, y especialmente carbón, y otros países lo poseen: Francia, Bélgica, Alemania, Rusia, América... (Las nuevas formas físicas modernas de energía no vienen más que para reforzar la deducción). Ellos empezaban a fabricar no sólo para sí, sino para el resto del mundo, y la consecuencia es que el monopolio industrial que Inglaterra ha poseído durante casi un siglo, está hoy roto irremediablemente».
¿Paradoja tal vez? Hemos podido refutar la comedia del capitalismo libre con el análisis de un caso contingente, solo en cuanto era el caso más escandaloso de la historia, de monopolio mundial. Dejad hacer, dejad pasar, pero tened armada la marina, mayor que la suma de todas las demás, dispuesta a no dejar escapar a los Napoleones de las Santas Elenas...
En la entrega precedente hemos citado un pasaje del III libro de Marx que en una nueva síntesis de caracteres del capitalismo cierra con el párrafo: Formación del mercado mundial. No estará mal dar de él otro poderoso fragmento.
«El verdadero límite de la producción capitalista es el mismo capital. El hecho de que el capital, con su propia valorización, aparece como el principio y el fin, como la causa y el objetivo de la producción, que su producción no es más que producción para el capital: y no son, por el contrario, (¡atentos! ¡ahora programa! ¡programa de la sociedad socialista!) los medios de producción, simples medios para un desarrollo cada vez más extendido del proceso de vida para la sociedad de los productores. Los únicos límites en los que pueden moverse la conservación y la valorización del valor-capital, que se fundan en la expropiación y el empobrecimiento de la gran masa de los productores, están, pues, en perpetuo conflicto con los métodos de producción que debe emplear el capital para alcanzar su objetivo, y que persiguen el ilimitado aumento de la producción (¿escuchas, Moscú?); asignan como objetivo a la producción la producción misma (¿estás en línea, Kremlin?) y tienen a la vista el desarrollo absoluto de la productividad social del trabajo. Este medio «el desarrollo sin reservas de las fuerzas productivas sociales» entra en conflicto permanente con el objetivo reducido, la valorización del capital existente. Si el modo capitalista de producción es, por tanto, un medio histórico de desarrollar la fuerza productiva material y de crear el correspondiente mercado mundial, es al mismo tiempo una contradicción permanente entre semejante misión histórica y las correspondientes condiciones de la producción social».
Una vez más, queda remachado que la “política económica” rusa desarrolla, desde luego, fuerzas productivas materiales, extiende, desde luego, mercado mundial, pero lo hace en las formas de producción capitalistas, constituyendo, por cierto, un medio histórico útil, como lo fue la invasión de la economía industrial en perjuicio de los hambreados escoceses e irlandeses, o entre los indios del Far West, pero permaneciendo de lleno en las inexorables mandíbulas de las contradicciones que atenazan al capitalismo, que, desde luego, potencia el trabajo social, pero hambreando y tiranizando a la sociedad de los trabajadores.
Desde cualquier lado, pues, el mercado mundial, del que ha tratado Stalin, es el punto de llegada. No ha sido jamás “único”, a no ser en abstracto, y lo podría ser únicamente en aquel país hipotético de capitalismo total y químicamente puro, contra el que hemos levantado la demostración matemática de irrealizabilidad, de modo que si naciese, se derrumbaría rápidamente, como ciertos átomos y ciertos cristales que sólo pueden vivir una fracción de segundo. Caído, por tanto, el sueño de un único mercado de la libra esterlina, Lenin puede dar la descripción magistral del reparto colonial y semicolonial del mundo entre cinco o seis monstruos estatales imperialistas en la víspera de la primera guerra. A ésta no le sucedió un sistema de equilibrios, sino un nuevo y deforme reparto, y también lo admite Stalin, reconociendo que en la segunda guerra Alemania, sustraída “a la esclavitud” y «tomando el camino de un desarrollo autónomo» tuvo razón en dirigir sus fuerzas contra el bloque imperialista anglo-franco-americano. Cómo se concilia después esto con toda la desacreditada propaganda sobre la guerra no imperialista, sino “democrática”, de tal bloque durante tantos años, hasta los alborotos actuales en los últimos consejos municipales por el indulto al criminal Kesserling ¡ay si el compañero Pinkoff Pallinovitch se atreviera a preguntarlo!
Nuevo reparto, pues, y nueva fuente de guerra. Pero antes de pasar al juicio staliniano sobre el reparto que ha sucedido a la segunda guerra, no resistiremos a poner en onda otro pasaje de Lenin en el Imperialismo, dedicándolo particularmente al dialogo de los días pasados sobre la parte económica. Lenin se burla de un economista alemán, Liefmann, que escribió para cantar las alabanzas del imperialismo: el comercio es la actividad industrial orientada a recoger, conservar y poner a disposición los bienes. Lenin asesta un trancazo que golpea mucho más allá de Liefmann: «Resulta de ello que el comercio había existido ya entre los hombres primitivos, que todavía no conocían ni siquiera el cambio, y que continuará existiendo también en la sociedad socialista!». Se comprende que el signo de exclamación es de Lenin: ¿Cómo lo ponemos, Moscú?
Según el escrito de Stalin el efecto económico de la segunda guerra mundial, más que el de dejar fuera de combate a dos grandes países industriales y productores en busca de áreas de venta, como Alemania y Japón, olvidando a Italia, ha sido el de romper en dos el mercado mundial. Antes se emplea la expresión de disgregación del mercado mundial, después se precisa que el mercado mundial único se ha roto en dos «mercados mundiales paralelos, opuestos uno a otro». Cuáles son los dos campos, está claro: de una parte Estados Unidos, Inglaterra, Francia, con todos los países que han entrado en la órbita del plan Marshall para la reconstrucción europea primero, después del plan atlántico para la defensa europea y occidental, y mejor para el armamento; de otra parte, Rusia que «sometida a un bloqueo junto a los países de democracia popular y a China» ha formado con ellos una nueva y separada área de mercado. El hecho es geográficamente definido, pero la fórmula no es muy feliz (salvo las acostumbradas culpas de los traductores). Admitido por un momento que en vísperas de la segunda guerra hubiera un verdadero mercado mundial único, accesible en cada plaza de venta a los productos de cualquier país, éste no se rompe en “dos mercados mundiales”, sino que deja de existir el mercado mundial, y en su puesto hay dos mercados internacionales, separados por un riguroso telón a través del cual (en teoría, y según cuánto sean las aduanas oficiales, lo que hoy es poco) no tienen lugar pasajes de mercancías y monedas. Estos dos mercados son opuestos, pero “paralelos”. Ahora, esto equivale a admitir que las economías interiores en las dos grandes áreas en las que se ha roto la superficie terrestre, son “paralelas”, es decir, del mismo tipo histórico, y esto coincide con nuestra presentación doctrinal, y contradice la que el escrito de Stalin querría lanzar. En los dos campos hay mercados, es decir, economía mercantil, es decir, economía capitalista. Pase, pues, por lo que se refiere a la frase de los mercados paralelos, pero hay que rechazar decididamente una definición que diga que en occidente se trata de un mercado capitalista, en oriente de un mercado socialista, contradicción en los términos.
Este punto de llegada de los dos mercados “semimundiales”, divididos aproximadamente, y al menos ateniéndose a la parte más avanzada del territorio humano habitado, no según un paralelo, sino según el meridiano de la vencida Berlín, conduce a una notabilísima consecuencia del escrito de Stalin, y sobre todo si se compara a la fracasada hipótesis del mercado mundial único, completamente controlado por una federación de Estados que han salido vencedores de la guerra, o controlado sólo por el bloque occidental con el centro de gravedad en los Estados Unidos. La consecuencia es que «la esfera de aplicación de las fuerzas de los principales países capitalistas (Estados Unidos, Inglaterra, Francia) a los recursos mundiales no se extenderá, sino que se reducirá: que las condiciones del mercado mundial (diremos: exterior) de salida para estos países empeorarán, y se acentuará la contracción de la producción para sus empresas. En esto consiste propiamente la profundización de la crisis general del sistema capitalista mundial».
La cosa ha golpeado: mientras los diversos mequetrefes tipo Ehrenburg o Nenni son enviados de gira a sostener la “convivencia pacífica” y la “emulación” entre las dos esferas económicas paralelas, desde Moscú se afirma que se continúa esperando que la esfera occidental salte, por efecto de una crisis de sofocación de los demasiados e inútiles productos que no se encuentra a quién vender (y ni siquiera regalar, encadenando con deudas seculares), y a la que no basta reaccionar con la frenética reanudación de los armamentos, o con la guerra en Corea y en otros campos de bandidaje imperialista.
Si esto ha sacudido a los burgueses, no basta para calentarnos a nosotros, los marxistas. Debemos preguntar qué determinará un proceso semejante en el campo “paralelo”, del que se habló antes; y hemos demostrado con el texto oficial la necesidad idéntica de producir más, y de volcar hacia afuera los productos. Y después debemos, como de costumbre, sacar las conclusiones decisivas de la nueva subida de la corriente histórica y de la contradicción entre esta tentativa póstuma de poner en pie la visión revolucionaria de Marx-Lenin: ¡acumulación, superproducción, crisis, guerra, revolución! y las imborrables posiciones históricas y políticas asumidas en un largo recorrido, y que se persiste en asumir por los partidos que trabajan en aquel minado occidente, en despiadado contrasentido con todo desarrollo de la presión de clase, de la preparación revolucionaria de las masas.
Antes de la primera guerra mundial el choque es entre dos perspectivas. La inevitable lucha por los mercados, que provocará la guerra, y la reanudación de la tensión imperialista después de la guerra, sea quien sea el que la gane, hasta la revolución de clase o el nuevo conflicto universal, constituye la perspectiva de Lenin. La opuesta, la de los traidores de la clase obrera y de la Internacional, dice, por el contrario, que si es aplastado el Estado agresor (Alemania) el mundo se volverá civilizado y pacífico y abierto a las “conquistas sociales”. A perspectivas diferentes, consignas diferentes: los traidores invocan la unión nacional de las clases, Lenin invoca el derrotismo de clase en el interior de cada nación.
El conflicto había sido aplazado hasta 1914 en cuanto el mercado mundial estaba todavía en formación en el sentido marxista. El concepto base de formación del mercado mundial, como demostramos a propósito del mercantilismo capitalista, se funda en la «disolución en el magma económico único de la producción, del transporte y venta de los productos» de las “esferas de vida” y “círculos de influencia” restringidos, propios del precapitalismo, dentro de los cuales se produce y consume con una economía local, autárquica, como la de las jurisdicciones aristocráticas y los señoríos asiáticos. Mientras en el interior y en el exterior se verifican estas “fusiones” de las manchas de aceite en el disolvente general, el capitalismo mantiene el ritmo de su hinchazón “geométrica”, sin estallar. No por esto entran las islas en un único mercado universal sin barreras: el proteccionismo es antiquísimo para las áreas nacionales, y se tiende a monopolizar por las diversas naciones las plazas exteriores, descubiertas por los navegantes, con las concesiones de soberanos y sultanes de color, con las compañías comerciales como las holandesas, portuguesas e inglesas, con la protección de las flotas de Estado, y al principio incluso con barcos piratas, exploradores partisanos del mar.
De cualquier modo, en la descripción de Lenin no sólo estamos en la casi saturación del mundo, sino que los últimos llegados pasan estrecheces en sus áreas de venta; de aquí la guerra.
Segunda guerra. El resurgimiento de Alemania como gran país industrial atribuido por Stalin al deseo de las potencias occidentales de armar a un agresor de Rusia. Verdaderamente, las causas primeras fueron la no devastación militar del territorio germánico, y su no ocupación después del armisticio. El mismo desarrollo de Stalin llega a admitir que las causas imperialistas y económicas prevalecieron sobre las “políticas” o de “ideología” en la determinación del segundo conflicto, desde el momento que Alemania se lanzó sobre los occidentales y no sobre Rusia. Queda asegurado, pues, que la guerra de 1939 y años siguientes fue imperialista. Por tanto, se renovaban las dos perspectivas: o hacia nuevas guerras, cualquiera que hubiera sido el vencedor, y hacia la revolución, si a la guerra hubiera respondido no la solidaridad de las clases, sino su choque, y opuesta a ésta, la perspectiva burguesa idéntica a la de la primera guerra: todo consiste en derrotar a la criminal Alemania; obtenido tanto, se navegará hacia el pacifismo y el desarme general y la libertad y bienestar de todos los pueblos.
Hoy Stalin demuestra estar a favor de la primera perspectiva, la leninista, avanzando la explicación imperialista de la guerra y la lucha por los mercados; pero es tarde para quien ayer arrojó todo el potencial del movimiento internacional sobre la otra perspectiva: lucha por la libertad contra el fascismo y el nazismo. Hoy está admitido que las dos perspectivas son incompatibles, pero entonces, ¿por qué se continúa lanzando al movimiento (ya arruinado) sobre la pista de la versión liberal progresiva y pequeño-burguesa, sobre la de la “guerra por los ideales”?
¿Tal vez para prepararse con seguridad política en la nueva guerra, a presentar como lucha entre el ideal capitalista de occidente, y el socialista de oriente, y en la envilecida rivalidad de las bandas políticamente de los lados, cada una de las cuales espera ahogar a la otra en la feroz acusación de “fascismo”?
Pues bien, lo interesante en el escrito de José Stalin es que dice: no.
No turbado en absoluto por la responsabilidad histórica de haber roto en la segunda guerra la teoría de Lenin sobre la inevitabilidad de las guerras entre países capitalistas y sobre la única salida en la revolución de clase, y peor todavía, por la de haber roto la única consigna política consecuente con aquella teoría, con la orden a los comunistas, primero de Alemania, luego de Francia, Inglaterra, América, de hacer la paz social con su Estado y gobierno burgués, el jefe de la Rusia de hoy retiene a los compañeros que creen en la necesidad de un choque armado entre el mundo o semimundo “socialista” y el “capitalista”. Pero en vez de desviar tal profecía con la desgastada doctrina del pacifismo, de la emulación, de la convivencia de los dos mundos, dice que sólo “en teoría” el contraste entre Rusia y Occidente es más profundo que el que puede o podrá surgir entre Estado y Estado del occidente capitalista.
Se pueden admitir perfectamente, por parte de los verdaderos marxistas, todas las previsiones sobre los contrastes en el seno del grupo atlántico, y sobre el resurgimiento de capitalismos autónomos y fuertes en los países vencidos, como Alemania y Japón. Pero el punto de llegada de Stalin es bien analizado, en la formulación en la que vemos invocada por analogía la recordada situación del estallido de la segunda guerra mundial: «la lucha de los países capitalistas por los mercados y el deseo de sumergir a los propios competidores se revelaron en la práctica más fuertes que los contrastes entre el campo de los capitalistas y el campo del socialismo».
¿Qué campo del socialismo? Si, como se ha demostrado con sus palabras, vuestro campo (que etiquetáis de socialista) produce mercancías para el exterior con ritmo que queréis potenciar al máximo, ¿no se trata de la misma «lucha por los mercados» o de la misma «lucha para sumergir (o para no hacerse sumergir, que equivale a lo mismo) al propio competidor?». Y en la guerra, ¿No podréis o deberéis entrar también vosotros, como productores de mercancías, lo que en lenguaje marxista quiere decir como capitalistas?
La única diferencia entre vosotros, los rusos, y los otros es la de que aquellos países industriales de pleno desarrollo están ya más allá de la alternativa de “colonización interna” de islas premercantiles que han sobrevivido, y vosotros estáis empeñados todavía a fondo en este campo. Pero la consecuencia que deriva de ello es una sola: dado que llegue la guerra inevitablemente, los de occidente tendrán más armas, y después de haberos comprimido cada vez más en el terreno de la competencia en el mercado (habiendo aceptado cambio de productos y de monedas, mientras permanezcáis en el terreno emulativo no tendréis otra vía que la de los bajos costes, bajos. salarios y enloquecidos esfuerzos de trabajo del proletariado ruso), os derrotarán en el militar.
¿Cómo salir de ello para evitar la victoria americana (que también es para nosotros el peor de los males)? La fórmula de Stalin es hábil, pero es la mejor para continuar en el adormecimiento revolucionario del proletariado, y en hacer al imperialismo americano el más alto servicio. Se evita declararles la famosa “guerra santa”, lo que equivaldría a ponerse a una luz desfavorable en la idiota discusión mundial sobre el agresor, y se repliega sobre un “determinismo” adulterado. Pero no por esto se vuelve -y sería históricamente imposible- al plano de la lucha y de la guerra de clase.
El lenguaje stalinista es equívoco. La guerra, lo dijo Lenin, llegará entre los Estados capitalistas. ¿Qué haremos nosotros? ¿Gritaremos, como hizo él, a los trabajadores de todos los países de los dos campos: guerra de clase, volver el fusil? Jamás. Haremos la misma maniobra elegante de la segunda guerra. Iremos con uno de los campos, digamos con Francia e Inglaterra contra Estados Unidos. Romperemos así el frente y llegará el día en que arrojándonos sobre el que haya quedado último, aunque sea ex-aliado, le echaremos fuera también a él.
En los pasillos oscuros se les regala esto a los últimos proletarios ingenuos, no conformizados a los que todavía no se conforman con medios peores.
Pero entonces, han preguntado muchos al jefe supremo, si de nuevo creemos en la guerra inevitable, ¿qué hacer de la vasta máquina que hemos montado para la campaña pacifista?
La respuesta reduce a proporciones muy miserables la posibilidad de la agitación pacifista. Podrá aplazar o posponer alguna guerra determinada, podrá cambiar una gobierno belicista en uno pacifista (y entonces, ¿cambiará o no el apetito de los mercados, avanzado diez veces como hecho primero?). Pero la guerra seguirá siendo inevitable. Si después en una cierta zona se desarrolla la lucha por la paz, de movimiento democrático y no de clase, en lucha por el socialismo, entonces ya no se tratará de asegurar la paz (cosa imposible) sino de derrocar el capitalismo. ¿Y qué dirá Ciccio Nitti? ¿Qué dirán los cien mil tontos que creen en la paz internacional, y en la paz interna social?
Para eliminar las guerras y su inevitabilidad, tal es la conclusión, es necesario destruir el imperialismo. ¡Bien! Y entonces, ¿cómo destruimos el imperialismo?
«El actual movimiento para mantener la paz se diferencia del movimiento que desarrollamos en la primera guerra mundial para transformar la guerra imperialista en guerra civil, ya que este último movimiento iba más allá y perseguía fines socialistas». Muy claro: la consigna de Lenin estaba a favor de la guerra civil social, es decir, del proletariado contra la burguesía.
Pero vosotros ya en la segunda guerra habéis arrojado por la borda la guerra social y habéis desarrollado, o “colaboración” nacional, o guerra “partisana”, es decir, guerra no social, sino de los fautores de uno de los campos burgueses y capitalistas contra el otro campo.
¿Cogeremos entonces al imperialismo por el cuerno de la paz o de la guerra? Si un día caen imperialismo y capitalismo, ¿será en paz o en guerra? En paz decís vosotros: no jodáis a la U.R.S.S. y nosotros actuamos en plena vía legalitaria; por tanto nada de caída del capitalismo. En guerra decís: no es ya el caso de la guerra civil en todas partes, como en la primera guerra, pero los proletarios seguirán la consigna de mirar a qué lado del campo capitalista nos pondremos usando nuestro aparato estatal y militar de Moscú. Es así como, país por país, es sofocada en el fango la lucha de clase.
Es indudable que el alto capitalismo, sea lo que quiera de la pacotilla parlamentaria y periodística, comprende bien cómo la “carta” de Stalin no es una declaración de guerra, sino una póliza de seguro de vida.
Después de haber descrito el gran trabajo cumplido por el gobierno de Rusia en el campo técnico y económico, Stalin dijo, al menos en los primeros informes: nos hemos encontrado frente a un “terreno virgen” y hemos debido crear desde los cimientos nuevas formas de economía. Esta tarea, sin precedentes en la historia, ha sido llevada a término honorablemente. Pues bien, es cierto: os habéis encontrado frente a un terreno virgen. Ha sido vuestra fortuna y la desgracia de la revolución proletaria fuera de Rusia. La fuerza de una revolución, cualquiera que sea históricamente, procede con todo su vigor cuando tiene que habérselas sólo con obstáculos de un terreno salvaje y feroz, pero virgen.
Pero en los años en que, después de la conquista del poder en el inmenso imperio de los Zares, los delegados del proletariado rojo de todo el mundo se reunieron en las salas del Trono rutilantes de oros barrocos, y se trató de marcar las líneas de la revolución que debía abatir las fortalezas imperiales burguesas de Occidente, algo fundamental se dijo en vano; y ni siquiera Vladimir entendió. A esto se debe que, aun si el balance de las grandes presas, de las grandes centrales eléctricas y de la colonización de las inmensas estepas, se cierra con honor, el de la revolución en el mundo capitalista de occidente se ha cerrado no sólo deshonrosamente, lo que sería poco, sino con el desastre irreparable durante largos decenios.
Lo que se dijo en vano es que en el mundo burgués, en el mundo de la civilización cristiana parlamentaria y mercantil, la Revolución se encontraba frente a un terreno prostituido.
Vosotros la habéis dejado contaminarse y perecer.
Ella renacerá, también de esta siniestra experiencia.