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Tras la independencia de Sudán (“Il Programma Comunista”, n. 1, 1956) |
África, siguiendo los pasos de Asia, da sus primeros pasos hacia la liberación de la secular dominación del imperialismo blanco. El 19 de diciembre del año recién pasado, el Parlamento de Jartum aprobó por unanimidad una resolución que declara que Sudán es un Estado independiente y tiene la intención de convertirse en una República soberana.
La solemne decisión llega un mes después de la retirada de las fuerzas británicas y egipcias que ocupaban Sudán desde hace cincuenta y siete años, precisamente desde el 2 de septiembre de 1898, fecha de la histórica batalla de Omdurman, que marcó el fin de la revuelta mahdista. El efímero imperio bárbaro que el Mahdi y sus sucesores fundaron luchando valientemente contra los egipcios, los abisinios, los italianos establecidos en Eritrea, y especialmente contra los ingleses, sucumbió en la sangrienta jornada −una de las más cruentas de la historia de las guerras coloniales− ante las abrumadoras fuerzas del “Sirdar” Kitchener, comandante en jefe de las tropas anglo-egipcias. Las falanges de los seguidores de Abdulla el Tesci, lugarteniente del difunto Mahdi, los famosos Derviches (que en árabe significa pobres) lucharon con fanático coraje, dejando en el campo 11.000 muertos y 16.000 heridos. Era la época dorada del imperialismo blanco, encarnado por Gran Bretaña, que entonces desplegaba sus jóvenes garras (la represión de la revuelta mahdista precede en un año al vergonzoso ataque británico a las repúblicas bóeres de Sudáfrica). No es de extrañar, por tanto, que el primer intento de Sudán de liberarse de la dominación imperialista y darse una forma estatal independiente −aunque inspirada en motivos propios de la oposición al capitalismo desde un punto de vista reaccionario− se ahogara en sangre.
La decisión actual del Parlamento de Jartum resuena con los clamores de la desafortunada lucha derviche del siglo pasado, pero no tiene ante sí un futuro igualmente incierto, porque ocurre en la época del imperialismo “en declive”. Esto no significa que la recién nacida República africana tendrá una vida fácil. Nos lo advierte el carácter de las circunstancias en las que ha madurado este importante acontecimiento. No es casualidad que la inesperada decisión del Parlamento y del gobierno sudanés haya coincidido con el mismo día en que, en una región de otro continente, en Jordania, la violenta agitación contra el gobierno de Hazza el Majali, firme partidario del Pacto de Bagdad, y por tanto de la política británica en el Medio Oriente, alcanzaba su punto culminante, causando decenas de muertos y heridos.
En el frío lenguaje de la geografía, Sudán y el Medio Oriente parecen pertenecer a dos mundos diferentes. En realidad, hay razones fundadas para creer que los recientes acontecimientos en Sudán tendrán profundas repercusiones en el vasto escenario de la crisis que azota el Medio Oriente y que se caracteriza por el conflicto entre Egipto y Gran Bretaña, un conflicto no declarado, pero evidente si se tiene en cuenta que el Pacto de Bagdad, que une a Turquía, Irak, Irán y Pakistán, y contra el cual Egipto llama a los países árabes a la batalla, representa una construcción ideada y realizada por Gran Bretaña, que participa directamente en la alianza. Ahora no parece que se pueda considerar una coincidencia fortuita el hecho de que el poderoso esfuerzo que la diplomacia británica está realizando para obligar a Jordania a adherirse al Pacto de Bagdad, y por tanto a alinearse contra Egipto y sus aliados, entre en su fase decisiva precisamente en el momento en que el Parlamento y el Gobierno de Sudán, pasando por alto el acuerdo anglo-egipcio que fijaba para principios de enero el referéndum popular, deciden elegir sin más la forma constitucional del futuro Estado sudanés.
La decisión del Parlamento de Jartum coloca a Egipto ante un hecho consumado que viene a trastocar los planes que el gobierno de El Cairo había construido sobre la hipótesis de la unión política de Sudán con Egipto. Desde julio de 1952, el régimen revolucionario encarnado en el general Naguib sentó las bases del proyecto de unificación política del Valle del Nilo. Sucediendo a Naguib, Nasser heredó el ambicioso programa, que se basaba en la existencia de un partido sudanés favorable a la unión con Egipto. El principio unionista tuvo un período de fortuna, especialmente en las regiones septentrionales de Sudán que limitan con Egipto −las elecciones de noviembre de 1953 fueron ganadas por los unionistas−, pero desde hace algunos años había caído en desgracia, precisamente por la acción política del gobierno presidido por Ismail al-Azhari, que, irónicamente, es también el jefe del partido unionista.
Naturalmente, el condominio inglés −no olvidemos que Sudán era precisamente un condominio anglo-egipcio− no podía sino sacar provecho del declive de la influencia egipcia. Es obvio que Gran Bretaña, comprometida por los acuerdos anglo-egipcios del 12 de febrero de 1953 a conceder a la población sudanesa el derecho a elegir la forma constitucional del futuro Estado sudanés, y por tanto a poner fin al régimen de ocupación colonial, haya maniobrado con el fin de favorecer el principio independentista. Se comprende perfectamente que una eventual incorporación de Sudán a Egipto −en cualquier forma constitucional− habría anulado de golpe todas las posibilidades que se ofrecen al Gobierno de Londres de conservar su influencia en una república sudanesa independiente. Ante la perspectiva de ver al ex condominio egipcio convertirse en dueño exclusivo del objeto de la controversia, el gobierno de Londres debía apostar lógicamente por la carta de la independencia de Sudán. Son circunstancias como estas las que provocan las aparentes paradojas por los cuales potencias tradicionalmente colonialistas se erigen en paladines de la independencia de sus antiguos sirvientes.
El conflicto por Suez debía agudizar la rivalidad anglo-egipcia en Sudán, porque es claro que Gran Bretaña, obligada a abandonar las bases militares de la Zona del Canal, intenta conservar puntos de apoyo, aunque sean muy retrasados, en zonas adyacentes a las posiciones que ha tenido que evacuar. Por otro lado, la tendencia a la independencia, aunque sea alentada y favorecida por cálculo egoísta por los representantes del imperialismo británico, no es ajena a la historia política de Sudán, como lo demuestra la revuelta del Mahdi. Además, los programas de El Cairo para la utilización de las aguas del Nilo, aunque han elevado en Occidente el prestigio de Nasser como constructor de presas colosales, han encontrado una firme oposición entre los sudaneses, quienes pueden sostener siempre que si “Egipto es un regalo del Nilo”, también es cierto que las fuentes de este río providencial no están situadas dentro de los límites egipcios. Aparte de todo lo demás, la experiencia histórica demuestra que es extremadamente difícil que un aparato de gobierno, aunque sea embrionario, y una estructura burocrática, aunque sea rudimentaria, como en el caso de Sudán, consienta espontáneamente en anularse en un edificio estatal más amplio.
Los acuerdos de 1953 habían quedado prácticamente inoperantes, debido a la polémica que se desató entre Londres y El Cairo sobre las modalidades de ejecución de los mismos. Pero el 29 de agosto de 1955, una propuesta presentada por el jefe del partido unionista, y también primer ministro al-Azhari, tuvo el efecto de desbloquear, como se suele decir, la situación. Ismail al-Azhari propuso entonces delegar en una consulta popular, a realizar en forma de referéndum, el derecho a elegir la forma constitucional. Independencia o unión con Egipto. Esta tesis constituía una enmienda a los acuerdos del 13 de febrero de 1953, que delegaban en una Asamblea Constituyente elegida, y no en una consulta popular directa, el derecho a pronunciarse sobre el futuro orden constitucional del país.
El gobierno de El Cairo aceptó inmediatamente la propuesta del referéndum, quizás confiando demasiado en los unionistas, quienes, como se vio, luego votarían en el Parlamento de Jartum en perfecto acuerdo con los independentistas. Los unionistas, actuando de esta manera, se desdijeron descaradamente dos veces: en primer lugar, desechando sus reivindicaciones programáticas unionistas, y en segundo lugar, retractándose de la propuesta del referéndum que precisamente su propio líder había planteado. Pero no se puede, en verdad, sospechar que los dirigentes de El Cairo se ilusionaran demasiado, si es cierto, como informa la prensa, que desde abril Ismail al-Azhari había afirmado, en pleno acuerdo con el grupo parlamentario unionista, que Sudán debería ser “una República completamente soberana, con su propio Presidente, su propio Parlamento y su propio gobierno”. Incluso si en Sudán todavía se usara el tam-tam para transmitir noticias, una declaración tan perentoria no habría podido escapar a los oídos de los ministros de Nasser. Evidentemente, a sabiendas de la disminución de su influencia y del cambio de bando de los unionistas, el gobierno de Nasser no pudo, mientras se erigía como defensor de la democracia y del antiimperialismo y bajo esas etiquetas llevaba a cabo la furiosa lucha contra el Pacto de Bagdad, rechazar el referéndum popular, que es el tabú de la democracia parlamentaria. Por otro lado, si lo hubiera hecho, habría confesado de esa manera sentirse derrotado de antemano.
La aceptación británica debía tomar forma concreta en el acuerdo firmado en El Cairo, el 3 de diciembre de 1955, entre Egipto y Sudán, por el cual las partes contratantes declaraban confiar la decisión sobre el futuro de Sudán a un plebiscito, es decir, según la propuesta de al-Azhari. Como se ha dicho, con voto unánime el Parlamento de Jartum, ignorando dicho acuerdo, procedió a la proclamación de la independencia de Sudán. Esta decisión marca el triunfo de la tesis británica y el colapso definitivo de los sueños unificadores de Egipto, que ahora debe preocuparse por recuperar la influencia perdida en Sudán, y trabajar arduamente para lograr que la futura República de Sudán siga hacia El Cairo, si no una política de entendimiento, que parece bastante problemática, al menos una línea de neutralidad. En las actuales condiciones internacionales del Medio Oriente, que absorben toda la atención y los esfuerzos del gobierno de El Cairo, alarmado especialmente por la declarada determinación del Rey Hussein de Jordania y sus seguidores de adherirse al Pacto de Bagdad, el surgimiento de un foco de hostilidades políticas anti-egipcias en Sudán comprometería enormemente los esfuerzos del gobierno de Nasser. Tampoco hay que creer que Inglaterra no se comprometa a fondo para ampliar la innegable fractura que se ha creado entre El Cairo y Jartum, explotando el éxito obtenido.
Indudablemente, el proceso de la organización nacional de Sudán, que hoy parece encaminado a su culminación, se ve afectado por las interferencias del imperialismo. Pero no podría ser de otra manera en un mundo, como el actual, en el que los centros del imperialismo disponen de un poder de irradiación política que cubre el planeta y los acontecimientos se encadenan de múltiples formas a través de los continentes. Por lo demás, en casi todos los grandes cambios históricos que han dado vida, en el período posterior a la Segunda Guerra Mundial, a los nuevos Estados independientes de Asia y África, los motivos de la revolución nacional-democrática, que debía iniciar la demolición de las viejas estructuras sociales del despotismo y del feudalismo de tipo asiático, se han entrelazado dialécticamente con los motivos de la lucha imperialista por el dominio del mundo.
La futura república de Sudán está amenazada, en cuanto a la situación interna, por los peligros de separatismo que son inherentes a la rivalidad que enfrenta a las provincias septentrionales con las meridionales del país. Ya la prensa habla de dos Sudán: el del norte y el del sur. Tampoco puede decirse que la discriminación sea infundada, porque efectivamente existen tendencias al autonomismo regional, que si se radicalizan podrían poner en peligro la unidad del futuro Estado. No es casualidad que entre las otras mociones aprobadas por el Parlamento de Jartum en el curso de la misma sesión en que se proclamó la independencia del país, haya una que delega en la futura Asamblea Constituyente el examen de «los deseos de los diputados de las tres provincias meridionales, concernientes a la constitución de un gobierno regional para dicha área». Lo ocurrido en agosto de 1955, es decir, la revuelta de las guarniciones militares de la provincia de Equatoria, demuestra cuán inmaduro es todavía el “tejido conectivo” del futuro Estado nacional sudanés. Demasiado acentuadas diferencias de desarrollo social y antagonismos de raza dividen a las poblaciones de las provincias del Norte, compuestas de árabes y nubios de religión musulmana, de las poblaciones del Sur de raza negra, que viven principalmente en Equatoria y el Alto Nilo. Está muy extendido, por tanto, el temor de los “sureños” de ser degradados, en el marco del nuevo Estado, al nivel de colonia de explotación, no ya por el ocupante extranjero, sino por los más evolucionados representantes de la misma población sudanesa, precisamente por los “norteños”.
No es la primera vez que poblaciones sujetas a la dominación británica se revelan, en el momento en que se disponen a emanciparse de los antiguos amos y a encaminarse hacia la independencia, políticamente divididas. No olvidemos que la absurda estructura estatal de Pakistán, por elegir el ejemplo más elocuente, cuyo territorio está dividido en dos grandes troncos separados uno del otro por todo el inmenso espacio de la India continental, es una obra maestra del Foreign Office.
El imperialismo se ve obligado a retirarse, palmo a palmo, de las antiguas colonias, y lo hace dejando en los lugares abandonados peligrosas minas políticas destinadas a debilitar o hacer precarias las nuevas instituciones estatales. La época del colonialismo está llegando a su fin: Asia está casi completamente emancipada del secular yugo y está desatando las fuerzas endógenas de la revolución industrial; África, donde la dominación colonial es más antigua, avanza más lentamente pero con seguridad en el camino que ya se ha abierto a los “pueblos de color”. El año 1955 ha visto dos importantes acontecimientos de la nueva historia africana: el inicio de la independencia de Sudán y de la Costa de Oro. Los reaccionarios de Europa y América tienen motivos fundados para escandalizarse y horrorizarse, y en vano recalentar, para consolarse y reanimarse, los trillados temas de las congénitas inferioridades políticas de las poblaciones coloniales. Tendrían argumentos irrefutables para oponerse al comunismo marxista, si el mundo se quedara quieto: pero la revolución, encadenada y amordazada en las ciudadelas fortificadas del imperialismo occidental, estalla imparablemente en otros lugares, arrasando vetustas estructuras sociales y políticas y dando a luz nuevas falanges proletarias. El poder de las clases capitalistas dominantes euro-americanas parece inexpugnable y destinado a durar eternamente. Pero nunca como hoy el mundo dominado por el imperialismo ha atravesado una fase de tan profundos trastornos.