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Las espinas del Congo en la corona belga |
La “revuelta indígena” del 4 de enero en Léopoldville, cuyo fuego −como demuestran episodios recientes− aún arde bajo las cenizas, resurgiendo aquí y allá, ha sumido en el pánico tanto a los europeos residentes en la colonia como a sus mercenarios de la fuerza pública y a los líderes indígenas “prefabricados” por las autoridades coloniales.
Incluso la prensa oficial tuvo que admitir, en ese momento, que los revoltosos eran principalmente adolescentes que deambulaban, sin trabajo y desnutridos, entre las chabolas y las malolientes callejuelas de los barrios indígenas, con los ojos ávidos fijos en la riqueza insolente de los barrios europeos. Sin embargo, frente a esta juventud hambrienta y desarmada, los “civilizadores”, orgullosos y bien alimentados, se entregaron a una huida desordenada al grito de: “sálvese quien pueda”. Algo aún más notable, seis meses después, esa “llamarada juvenil” desemboca ahora en una “crisis de autoridad” que transforma la “colonia más tranquila del África negra” en un volcán social, en cuyo terreno inestable los desconcertados restos de la metrópoli y los enviados del gobierno belga (el ministro de colonias, cansado de ser el blanco de los abucheos y tomates de la población de color, ha presentado su renuncia: ha entendido, por dura experiencia, el pobre hombre, que el parche es ahora peor que el agujero) ya no saben qué hacer.
AAcusándose mutuamente de sabotear la nueva política de “descolonización” y de envenenar las “relaciones humanas” entre blancos y negros, los europeos levantan el talón y se dejan llevar a la deriva bajo las miradas irónicas de los “adolescentes” y las miradas atónitas de los líderes indígenas vendidos: mientras los “padres flageladores” de las misiones cristianas se convierten en el hazmerreír de los indígenas, la “obra grandiosa del rey constructor”, Leopoldo II, se derrumba en el ridículo y corre el riesgo de precipitarse en la nada.
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En Bélgica, la unión sagrada, lograda el 13 de junio durante una “histórica” sesión de emergencia de la Cámara, ha dado paso a una discordia nacional que añade a la ya brillante crónica de los vaudevilles nacionalistas una nueva y divertida nota de color. En otros lugares, en el mundo de los grandes imperios coloniales, “se derrite al estilo inglés”; en Argelia, “se muere por el rey de Prusia”; en el Congo belga, se refugian en las sacristías religiosas y civiles para recitar el “mea culpa”, en el mismo momento en que, en la metrópoli, el llamado relanzamiento económico patrocinado y dirigido por las Altas Autoridades supranacionales hace aparecer a la clase dominante bajo la luz de una sórdida congregación de viejos decrépitos puestos bajo consejo de familia.
La tarea de los liquidadores es, hay que reconocerlo aunque no seamos nosotros quienes los compadezcamos, de las más humillantes. Se trata de hacer tragar a un espectro de “opinión pública” atónita, drogada por un opio democrático de una década, la amarga píldora de un “buen negocio” que de repente se revela como un “negocio podrido”, y de una “obra de caridad cristiana” de la que, de repente, los beneficiarios no muestran ninguna gratitud; de hacerle digerir el doble agravio de una autoridad colonial impotente para contener la ola de la “purga negra” y de una autoridad metropolitana mendigando la ayuda de las potencias financieras “extranjeras” al tambaleante edificio de una prosperidad de cartón piedra. No es casualidad que los ex-ministros socialistas de S.M., defensores ardientes y patrones jurados de la comunidad nacional en tiempos de vacas gordas, se mantengan ahora prudentemente en una oposición que deja a los social-cristianos y liberales el ingrato trabajo de liquidar la pasada grandeur, y quizás les reporte votos en el ansiado día de las elecciones.
¿Puede la liquidación, tarde o temprano inevitable, encontrar un obstáculo en los míseros restos de desechos humanos aún residentes en la colonia? Ciertamente no. Si acaso estos sintieran la picazón, si acaso quisieran jugar a los “ultras” como sus hermanos blancos de Argelia, bastaría con que los “adolescentes” volvieran a salir a las calles para hacerles pasar el capricho. No hay fuerzas reales −mucho, mucho menos que detrás de las promesas de De Gaulle a los argelinos− detrás de la solemne promesa de independencia congoleña hecha el 13 de enero ante un “todo Bruselas” en uniforme de gala. Atrapado entre el escollo de una política de mano dura que no tiene brazos para sostenerla, y el de una política de mano tendida a la que el movimiento de las cosas niega confianza, ¿qué hará la clase dominante, si no abandonarse a la deriva? Otras liquidaciones están en marcha, para que el pequeño reino de pies de barro pueda esperar que Dios lo perdone.
EEl aspecto negativo de esta situación es que la clase obrera asiste con indiferencia a este histórico vaudeville, despreocupándose de un imperio colonial en el que unos pocos miles de belgas se engordan a expensas de la población indígena y que, por lo demás, pertenece “en plena propiedad” a unas pocas docenas de grandes empresas privadas y a las misiones católicas, pero se muestra no menos sorda e indiferente ante la entrada tumultuosa de las masas populares congoleñas en la arena de la vida social contemporánea, de la que no capta, salvo en pequeñas minorías, el significado y la importancia histórica para el movimiento proletario. Este es el fruto de la doble traición socialista y estalinista, que la ha desviado del camino de la revolución anticapitalista para hacerla precipitar en dos ocasiones en la masacre de los conflictos imperialistas y empantanarla en el fango de la legalidad democrática y de un reformismo cobarde.
No es casualidad que la conexión en el tiempo entre los levantamientos del Borinage y los de Léopoldville no se haya producido en el terreno de la acción política y del encuadramiento ideológico.
* * *
En las trágicas condiciones de aislamiento en las que se desarrollan los levantamientos de las poblaciones explotadas de color, en el estado de impotencia política que impide al proletariado internacional retomar su histórica función de única clase revolucionaria capaz de llevar adelante, bajo la dirección del Partido de clase, la lucha por la destrucción final del imperialismo, y por lo tanto también de imprimir una orientación mucho más madura y avanzada al despertar de las poblaciones indígenas sometidas al yugo colonial, es inevitable −incluso prescindiendo de las condiciones ambientales− que la revuelta congoleña y, en general, “negra” tome aspectos de odio racial y formas de xenofobia, dirigidas contra la “raza elegida” sin distinción de origen social. Cualesquiera que sean los “arrepentimientos” de los “hombres de buena voluntad” de la izquierda burguesa, en torno a ellos prolongan su agonía “obrerista-democrática” los dispersos conventillos de una supuesta “izquierda proletaria”. Es la inevitable respuesta al feroz racismo de ingleses, franceses y belgas (por no mencionar a los demás), en una ansiosa búsqueda de un “interlocutor válido”, es decir, servil. Es el fruto secular de una mistificación ideológica y de una falsificación histórica detrás de las cuales se esconde la repugnante realidad de los saturnales imperialistas y colonialistas europeos.
Por otro lado, este odio racial se cruza hasta confundirse con un odio cuyas raíces son claramente de orden social. Si el sello xenófobo es particularmente vivo en el fermento de las poblaciones negras del Congo, sus orígenes profundos deben buscarse en el carácter ferozmente monopolístico de la explotación colonial por parte del capitalismo belga. Esta explotación se basa en los cimientos de una industrialización que, aunque geográficamente localizada en pocas áreas, no tiene sin embargo parangón en el resto del África negra. En todas las demás colonias, las exportaciones de productos agrícolas superan a las de los productos necesarios para las industrias de transformación de Occidente. En el Congo belga ocurre lo contrario: es por lo tanto mucho más dependiente del mercado mundial y más sensible a las fluctuaciones económicas, a los períodos de prosperidad seguidos, con convulsiones sociales cada vez más fuertes, por períodos de crisis.
Esta poderosa inyección de estructuras industriales (al menos en el campo minero) ha ocurrido y ocurre bajo el control del gran capital metropolitano e internacional. La Société Générale de Belgique es, por supuesto, el grupo financiero que hasta ahora se ha asegurado la parte del león. Sus poderes son ilimitados: controla la administración colonial y todas las empresas “privadas”, sin olvidar el conjunto de las instituciones civiles, religiosas, militares y políticas de la colonia. Pero sus poderes no son menos vastos en Bélgica, donde la “vigilancia democrática” del Parlamento obedece servilmente a los planes de política colonial del Estado actuando en nombre de la “comunidad nacional”.
La población europea del Congo belga y de Ruanda-Urundi está naturalmente subordinada a la omnipotente y anónima presencia del Capital financiero. A la sombra de este “becerro de oro”, los europeos −108.000, de los cuales 85.000 son belgas− disfrutan de una prioridad absoluta sobre los 12 millones de indígenas del Congo más los 5 millones de Ruanda-Urundi, confiados a Bélgica en régimen de administración fiduciaria por la ONU después de la Segunda Guerra Mundial, como en régimen de mandato por la SDN en 1922.
Con la excepción de los notables indígenas, mercenarios de los europeos, el conjunto de las poblaciones congoleñas constituye una inmensa reserva de mano de obra a merced de las empresas estatales, de los aparatos de producción industrial y agrícola, y de las compañías de comercio. No se ha formado ninguna burguesía indígena, ya que los notables no son más que jefes “holgazanes” que viven a expensas de sus tribus. La pequeña burguesía comerciante autóctona está asfixiada por la competencia del comercio europeo, a su vez absorbido en la órbita de las grandes compañías industriales. Desde hace algunos años, se ha formado un “campesinado indígena” organizado en cooperativas; pero esta experiencia no hace más que engordar un “kulakismo” del que se benefician exclusivamente las misiones católicas que las mantienen bajo control.
La cría de animales está en manos de los europeos o de los señores feudales de Ruanda-Urundi, mientras que solo un pequeño porcentaje está reservado a las tribus y al campesinado indígena. Por lo demás, todas las fuerzas productivas son “asalariadas” como cargadores, descargadores, sirvientes, mujeres de servicio y proletarios empleados en las grandes empresas mineras, industriales y comerciales. En los márgenes de esta concentración urbana del capitalismo extranjero está naciendo un frágil estrato “evolucionado” proveniente de las escuelas técnicas organizadas bajo el látigo de las misiones. Unos pocos cientos de estos jóvenes “cultos” criados “en vaso cerrado”, que – con la excepción de los pocos privilegiados elegidos entre los hijos de los notables o de “negros blancos” – nunca han abandonado su tierra natal, forman la cúspide intelectual que las poblaciones congoleñas han podido alcanzar después de 80 años de paternalismo político y de explotación económica pirata belga – una tutela esterilizadora que, entre otras cosas, ha creado entre las “élites” indígenas que han entrado en contacto con los intelectuales africanos salidos de las universidades europeas un amargo sentimiento de humillación, un doloroso complejo de inferioridad.
Debe añadirse que la presencia europea y una cierta proletarización que se ha
extendido entre los indígenas a un ritmo acelerado durante la guerra mundial
(pero en parte detenida por la reciente crisis económica) han determinado un
rápido deterioro de las estructuras tradicionales por un lado, y un desarraigo
de masas trasladadas de golpe a los centros urbanos industriales y comerciales y
violentamente separadas de sus comunidades originales por otro, lo que ha sido
demasiado precipitado para destruir usos y costumbres ancestrales y para
sustituirlos por una mentalidad y formas de asociación y solidaridad comparables
no ya a las del proletariado europeo naciente, sino ni siquiera al actual de
China e India. Todo esto explica tanto la violencia de los estallidos de furor
popular como la fragilidad de las superestructuras políticas e ideológicas que
les corresponden.
A pesar de los desequilibrios que hemos ilustrado en el número anterior, el
impulso del movimiento anticolonial africano, que se desarrolla audazmente en
las fronteras del Congo, y el latigazo de los acontecimientos de Léopoldville,
no pueden dejar de liberar, a la larga, del peso de antiguos complejos de
inferioridad, a los jóvenes partidos en los que se expresa la voluntad de
resurgimiento de las poblaciones congoleñas. Nos referimos a los dos grupos más
notables: el Abako y el Mouvement Nationaliste Congolais, ya que los otros
grupos que se han multiplicado después del 4 de enero gravitan en torno a ellos
o sufren la influencia europea.
EEl primero, cuyas raíces populares se están reconectando ahora con las tradiciones del famoso movimiento Kibanghista antiblanco de 1921 y años siguientes, tiene como objetivo constituir un Estado africano autónomo en la provincia de Léopoldville. Esta provincia, que junto con Katanga es el centro más importante del inmenso territorio congoleño (2.350.000 km²), es considerada por los dirigentes del Abako como el trampolín de lanzamiento del movimiento independentista. La nación piloto que se propone fundar en la zona de Léopoldville −de donde partió el incendio del pasado enero− también se remonta a un precedente histórico, es decir, a la existencia en la misma provincia, entre los siglos XIII y XV, de un reino africano cuyas vicisitudes recordaremos más adelante. Es un plan que no carece de audacia y que es capaz de poner en serios aprietos a las autoridades belgas que, si el proyecto tuviera éxito, tendrían que remendar el manto real de la metrópoli a las dimensiones de un pigmeo.
El segundo partido, rival del Abako al que acusa de particularismo, no goza de una influencia tan extendida y, patrocinado −al menos en sus orígenes− por las misiones católicas, representa a las poblaciones del Alto Congo que menos sufren la influencia europea e incluso cosmopolita que reina en Léopoldville, el centro portuario y comercial más notable de la colonia. Su expansión encuentra obstáculos en el carácter atrasado de las regiones en las que nació y donde los antiguos poderes indígenas conservan todavía cierta autoridad. Sin embargo, los últimos acontecimientos y la competencia del otro partido lo empujan a radicalizarse, aunque los escasos éxitos electorales en diciembre de 1957 y el hecho de no haber sido disuelto después de los incidentes de enero de 1959 no contribuyen a hacerlo popular. Por otro lado, su objetivo de salvar la “unidad geográfica” del Congo belga no se concilia bien con el hecho de que esta unidad es solo el producto del artificial desmembramiento de África en zonas de influencia por parte de los imperialismos inglés, francés, alemán, portugués y belga. En este aspecto, la posición del Abako parece más realista, ya que se basa en grupos étnicos de mayor estabilidad y más larga duración, que pueden representar un centro de atracción tanto más notable cuanto que desde la misma sede geográfica se irradia desde hace más de 80 años el poder de la autoridad colonial europea, mientras que el MNC, al querer abrazar y conservar el status quo geográfico y político del Congo belga, corre el riesgo de desmoronarse bajo el impacto de los particularismos que inevitablemente se desatarán tras el debilitamiento y finalmente la desaparición de las fuerzas colonialistas. En cualquier caso, el MNC se declara a favor de la independencia inmediata, de la formación de un gobierno propiamente africano, y en contra de la “comunidad belga-congoleña”.
Junto a estos dos partidos, se ha formado recientemente la Union des Travailleurs Congolais, la primera organización sindical estrictamente africana, que se opone a los sindicatos europeos domesticados. (Notamos entre paréntesis que hasta ahora no existen ni leyes que autoricen a los indígenas a constituir sindicatos independientes de las autoridades sindicales europeas, ni el derecho de reunión o la libertad de prensa en sentido propio). Para todos estos grupos, las perspectivas futuras dependen del grado en que la evolución espontánea y la presión violenta de las masas, también en relación con los desarrollos políticos y sociales en el conjunto del África negra, se reflejen en la combatividad de las élites actuales y en la composición social de sus cuadros. No hay que olvidar que obstáculos económicos y sociales gigantescos frenan la maduración de una conciencia política autónoma en las poblaciones indígenas. Los acontecimientos de Léopoldville han abierto un período de marasmo social y de agitación popular en el que resurgen día a día las taras seculares del paternalismo blanco. La herencia dejada por los “benefactores belgas” se revela cada vez más como una de las formas más repugnantes de explotación por parte europea de esas poblaciones indígenas del África Central que proclamaban querer elevar al nivel de vida del que “disfrutan los pueblos civilizados”.
Las 9 décimas partes del inmenso territorio están todavía cubiertas por una
red de estructuras arcaicas en cuyo seno los indígenas oscilan entre la carestía
y el hambre. Las autoridades coloniales, muy democráticas, muy progresistas y
muy cristianas, se aferran a los poderes corruptos de los centros tradicionales
con el fin de prolongar una agonía que hace aún más difícil el renacimiento
político de las poblaciones congoleñas. Corresponde a los nuevos movimientos
erradicar para siempre a los señoritos indígenas reaccionarios que, temblando
por su suerte, invocan los compromisos contraídos por el “rey negrero” Leopoldo
II, en el momento de la fundación de su infernal imperio africano, con el fin de
mantener la autoridad tradicional. Pero solo podrán hacerlo con la ayuda de las
masas populares concentradas en las grandes ciudades industriales y comerciales,
a la espera de la ayuda decisiva −y por ahora ausente− del proletariado
metropolitano europeo y, en particular, belga. ¿Sabrán ellos, bajo este impulso
“de masas”, liberarse de la influencia esterilizante de los vehículos de la
“coexistencia pacífica y democrática”, importada tanto del Occidente en
putrefacción como del Oriente en ansiosa carrera por “alcanzar” el modelo
occidental? Lo dirá el futuro próximo. Conviene, mientras tanto, recordar la
historia del pasado político del Congo, cuyos reflejos reaparecen evidentes
−como se ha mencionado− en los programas de los partidos indígenas.
Un poco de historia
En la época en que Europa, saliendo fatigosamente de la Edad Media, veía nacer los primeros Estados burgueses todavía bajo el yugo de las monarquías “de derecho divino”, ya existían en el África Negra poderosas unidades étnicas cuyas organizaciones políticas, más o menos emparentadas con el feudalismo europeo, gozaban sin embargo de una estabilidad mucho mayor debido a la lejanía geográfica de los grandes centros comerciales y civilizadores del Mediterráneo y, más tarde, de la Costa Atlántica. Pero se trataba de una estabilidad totalmente “provincial” que, si bien estaba al abrigo de los grandes tumultos sociales y militares de la franja mediterránea, no era sin embargo el fruto de una evolución autónoma y, mucho menos, de condiciones de vida “paradisíacas”. Bajo el calor infernal de los trópicos, cerrados por una insuperable barrera de bosques vírgenes y, más allá, de desiertos, los pueblos congoleños luchaban tenazmente contra condiciones materiales de las más hostiles para la raza humana y, si las formas de organización social que se dieron merecen aún más la admiración del historiador, era inevitable que, por su propia evolución al margen de las grandes corrientes de civilización del mundo mediterráneo, quedaran prisioneras de un lento proceso de descomposición del comunismo primitivo, e incapaces de superarlo tras los golpes mortales asestados por el flagelo colonialista y, bajo su amparo, por la corrupción de los jefes tribales.
Entre las poblaciones del África Occidental que alcanzaron el nivel del Reino, las establecidas en el Bajo Congo fueron sin duda las más notables. De todas las monarquías y sultanatos que se sucedieron desde el comienzo del primer milenio d.C. hasta el siglo XIX en la meseta dominante de la fosa central congoleña, el Reino del Bajo Congo es, en verdad, el único que se ha distinguido en la historia mundial, manteniendo relaciones no solo con las primeras monarquías europeas marítimas de Portugal y Holanda, sino incluso con la Santa Sede (ya que fue también el único en adoptar el cristianismo como medio para aumentar el prestigio y fortalecer los privilegios de la jerarquía dominante) y sobreviviendo durante unos tres siglos en la misma zona que en enero de 1959 fue escenario de la revuelta popular negra.
Antes de describir su historia, es obligatorio destacar la naturaleza de las relaciones que las poblaciones del Bajo Congo mantenían entonces con las del interior y especialmente con los pigmeos, cuya desaparición actual es objeto de la curiosidad de los etnógrafos burgueses y de las filantrópicas atenciones de las misiones cristianas. La tradición oral de las poblaciones congoleñas sostiene que los pigmeos fueron los primeros ocupantes del Bajo Congo, en parte sumergidos por poblaciones bantúes inmigrantes de lejanas regiones del África Oriental. En cualquier caso, en la época del Reino del Bajo Congo, no estaban, como hoy, “paternalmente” encerrados en “reservas” especiales, sino tratados con respeto por las tribus dominantes tanto porque su gran habilidad en la caza de bestias feroces y elefantes salvajes los hacía valiosos, como porque su sentido de orientación en la selva ecuatorial y su famoso olfato los hacían instrumentos indispensables para la penetración y el desmonte de nuevas tierras. Muchos, por lo tanto, vivían como sedentarios dentro de las tribus de los “invasores”, con las que practicaban la agricultura como trabajadores libres y mantenían con ellas relaciones de “buena vecindad”, aunque en un régimen de dependencia política. No ocurrió lo mismo con los invasores blancos: decididos a no dejarse domesticar y, por otro lado, incapaces de oponer una resistencia efectiva en el plano de la fuerza, los pigmeos se salvaron “desapareciendo” en el laberinto de los bosques vírgenes y llevando una vida de fiera independencia milenaria, que concluyó en la casi total desaparición de la raza sin que los verdugos del colonialismo tuvieran necesidad de segarlos con el hierro y el fuego.
Pero volvamos al Bajo Congo. Según los etnólogos burgueses (no todos concordes y siempre sospechosos) y también según ciertas crónicas de la época, el Reino del Bajo Congo habría sido fundado hacia finales del siglo XIII por poblaciones de raza bantú provenientes del sureste de África en el curso de una larga y tortuosa migración histórica. Llegadas a las orillas atlánticas, en la desembocadura del río Congo, estas habrían sido el origen de la formación de un reino que se conservó inmune a la influencia mediterránea, ya que ni egipcios ni árabes penetraron nunca en el África Central, ni se adentraron a lo largo de las Costas Occidentales del Continente. Inútil decir que hubo contactos con tribus desgajadas que gravitaban hacia los centros de la franja norteafricana; pero es un hecho que las características sociales, políticas y económicas propias de las civilizaciones y Estados del África del Norte y del Sur-Sahariano no estaban presentes en el Reino del Bajo Congo en el momento en que los primeros piratas europeos desembarcaron allí. Si se notan influencias extranjeras, se limitan a elementos materiales de la técnica agrícola, mientras que no afectan en absoluto las estructuras sociales, cuyo rasgo dominante y más notable es la presencia aún muy viva del comunismo primitivo.
En 1484, el territorio del Reino, ahora dividido entre Francia, Portugal y Bélgica, alcanzaba una superficie de 300.000 km², sin incluir las áreas que sufrían de manera más o menos directa su autoridad. Lo gobernaba una monarquía no hereditaria sino electiva, ya que el soberano era elegido, a la muerte del predecesor, por asambleas de jefes de las tribus federadas y vasallizadas por el poder real, y estaba dividido en provincias y distritos sobre la base de los orígenes étnicos, pre-bantúes y bantúes, de las poblaciones locales, controladas a su vez por jefes reconocidos y sostenidos por las tribus. La vida social estaba aun fuertemente impregnada de infraestructuras esencialmente comunitarias, basadas en un régimen de tierras en el que las tierras cultivadas y las “vacantes” estaban a disposición de las tribus según sus necesidades en productos agrícolas y en reservas de caza. Existía la esclavitud, pero limitada a una “domesticación” que a la larga se transformaba en asimilación a la tribu: hubo que esperar la llegada de los “colonizadores europeos” para que el tráfico de esclavos celebrara sus horrores.
La caza, la pesca, la recolección de frutos espontáneos, completaban la
producción agrícola, eliminando el recurso al canibalismo del que aún sufrían
las poblaciones del interior, y que reapareció con violencia bajo el reinado del
gran rey blanco Leopoldo II perpetuándose todavía en algunas regiones,
recientemente puestas en “cuarentena” para ahorrar un poco glorioso final de
carrera al verdugo colonialismo belga.
En los dos artículos anteriores, se ha trazado un breve cuadro de la
situación actual en la Colonia belga, y se ha iniciado la rápida evocación del
pasado histórico-político indígena, con particular atención al Reino del Bajo
Congo antes de la llegada de los colonizadores europeos.
III.
Las técnicas productivas habían alcanzado, en el Reino del Bajo Congo, un nivel notable: el hierro, el cobre, el oro y los diamantes extraídos del subsuelo se trabajaban localmente, y los mismos exploradores del siglo XIX tuvieron que constatar que el hierro producido entonces era de calidad superior al de producción europea. La artesanía fabricaba armas, vasijas, muebles, tejidos, joyas, y se distinguía particularmente en el tallado de marfil y madera con productos que el anticuario europeo de nuestro siglo lanzará al mercado a precios fabulosos.
En el campo no se practicaba la cría en grande: predominaba el ganado menor y de corral −cerdos, ovejas, cabras, pollos− porque los flagelos del paludismo y la enfermedad del sueño diezmaban las manadas de bueyes salvajes y otros animales de gran tamaño, mientras que el caballo y el camello, aún ausentes del paisaje congoleño, eran desconocidos. La escasez de ganado justificaba, por otro lado, en el plano histórico, la reducción a la esclavitud de los representantes de las tribus sometidas. La agricultura, debido a las particularidades del suelo y las vastas extensiones ecuatoriales, se practicaba sobre la base de la propiedad colectiva de la tierra y del trabajo en común: la plaga de la pequeña propiedad no había echado raíces y, por lo demás, costará difundirse también bajo la insignia de los colonizadores blancos −un elemento que se demostrará ciertamente positivo en los desarrollos futuros de las luchas de clases y de las formas políticas correspondientes.
Hasta la llegada de los caballeros-cruzados del mercantilismo Occidental con su bagaje de ideologías de fondo individualista, las relaciones sociales se vieron libres (a excepción de la esclavitud, fenómeno típico, por lo demás, de todas las antiguas civilizaciones, incluso las más evolucionadas) de formas arcaicas de enriquecimiento de una clase ociosa mediante la opresión y explotación de las clases productivas. El Reino no había salido aún de la fase histórica en la que los hombres son valorados en cuanto fuerzas de utilización productiva social en un sentido extendido a la comunidad entera, no en cuanto detentadores de riquezas adquiridas explotando el trabajo ajeno. Los hombres procedían a la cosecha, al cultivo, a la pesca y a la caza, sin estar obligados a más que al respeto de las leyes de una solidaridad inter-tribal imperante en todo el Reino bajo el triple aspecto de la ayuda alimentaria recíproca, de la libre circulación sobre las tierras, y de la mutua asistencia en la guerra. Imperaban lazos de solidaridad por los que, salvo en casos de carestía general, nadie estaba condenado a morir de hambre, y no existían “huérfanos y viudas”, en el sentido de que todos encontraban en la comunidad los medios para vivir o, si era necesario, sobrevivir. Un cuadro, en fin, de perpetuación (en líneas generales) del comunismo primitivo.
Pero la situación interna del Reino del Bajo Congo, exteriormente estática también en cuanto a relaciones sociales, se iba deteriorando sin embargo bajo la presión del desarrollo de las fuerzas productivas que, aunque no eran aún industriales, se habían desarrollado demasiado para poder ser mantenidas dentro de los límites de una economía y un mercado restringidos. Ocurrían intercambios ya entre las regiones situadas a lo largo de las costas, las carreteras y las vías de agua; la artesanía florecía paralelamente al desarrollo de las necesidades materiales en las poblaciones del interior, productoras a su vez de marfil y pieles y dispuestas a intercambiarlos por alimentos, manufacturas y armas. Así, aunque sin dar lugar a divisiones netas de clase, comenzaba a perfilarse una descomposición de las relaciones tradicionales de la que la aristocracia real debía necesariamente sacar provecho, aunque su enriquecimiento no fuera más allá de los límites del acaparamiento y no afectara las bases generales de una estructura económica severamente regulada por los derechos consuetudinarios en los que se reflejaban las condiciones objetivas de vida de las poblaciones indígenas. Las revueltas contra el despotismo de algunos jefes tribales, los ataques de tribus aún no sometidas, las incursiones de tribus hambrientas, y otras manifestaciones de malestar, perturbaban solo superficialmente el equilibrio inestable determinado por el juego alterno de pesos y contrapesos en cuyos polos extremos se encontraban las costumbres económicas y sociales del pasado por un lado, y el impulso de las fuerzas productivas en expansión por el otro.
Este equilibrio inestable debía ser definitivamente roto por el desembarco de los primeros mercaderes y soldados europeos, que, lejos de elevar el Congo al superior nivel de civilización del que se jactaban sus exponentes, precipitaron su caída y finalmente lo borraron durante siglos de la historia africana.
Desembarcados en 1482-83 en la desembocadura del gran río ecuatorial, y encontrándose frente a una estructura política como el Reino del Bajo Congo que, aunque no rígida, no constituía sin embargo un frágil agregado de tribus sometibles con unos pocos cañonazos, los portugueses bajo Diego Cam enviaron una primera embajada al rey indígena, que residía en Banza (luego rebautizada como San Salvador): decidido a defender la orgullosa independencia congoleña, el soberano retuvo a los mensajeros europeos como rehenes, y Cam partió hacia Lisboa llevando consigo un pequeño grupo de indígenas, capturados como represalia y con miras a futuros contactos con el precioso territorio. Parecía que no debía volver, y sin embargo...
El segundo acto del drama ocurrió unos años después, cuando los portugueses efectuaron un segundo desembarco enviando al rey del Bajo Congo una nueva embajada compuesta por los indígenas previamente capturados, que en Lisboa políticos y religiosos habían sabiamente provisto de convertir, europeizar y “condicionar”. Instruidos por los misioneros, obtuvieron lo que los navegantes se proponían: impresionaron al rey con el relato de las prodigiosas riquezas de Portugal, halagaron su vanidad con un tratamiento en condiciones de aparente igualdad, finalmente lo tentaron con el cebo de honores y riquezas. El soberano no solo se convirtió, sino que obligó a hacer lo mismo a los dignatarios de la corte primero, a los súbditos después, y comenzó a abrir a los europeos las vías de un comercio que se reveló pronto no solo como intercambio de productos, sino como tráfico de carne humana, como feroz esclavismo. Roto el aislamiento económico y político tradicional, el Congo cayó presa de los “insectos vectores” de la explotación colonial: primero la importación de manufacturas y la exportación de materias primas, luego el alcoholismo, las enfermedades venéreas, el opio de una religión pronto aliada con los ritos mágicos primitivos, la corrupción en la cúspide como en la periferia, el comercio de esclavos y la desintegración del tejido social y político transmitido a lo largo de los siglos.
En esta obra, los colonizadores blancos hicieron palanca una y otra vez sobre la corrupción de la autoridad real, que comenzó a enviar a Lisboa a sus hijos para que estudiaran e hicieran carrera como administradores o como sacerdotes (el hijo de un señor local, Afonso I, se convirtió en el primer obispo y vicario apostólico del Congo), y sobre la de los señoritos de las provincias, que estuvieron encantados no solo de comerciar, sino de ofrecer a los invasores el cuerpo y el alma de sus hermanos de sangre y tribu. Mientras tanto, se establecían relaciones diplomáticas también con otras potencias europeas y con la misma Santa Sede: se echaban así las bases de la “santa alianza” entre colonizadores blancos y potentados indígenas (respaldados por la santa alianza entre misioneros católicos y hechiceros) y el equilibrio inestable del que hablábamos salió definitivamente roto. El Reino estaba irremisiblemente condenado a muerte.
El proceso se desarrolló no sin graves sacudidas: diversas tribus particularmente afectadas por el flagelo del esclavismo se rebelaron, en algunos casos obligando al rey a pedir la protección interesada de la Santa Sede (que lo remitió a la benévola tutela de la... Providencia) contra la amenaza de despoblamiento y por lo tanto de decadencia económica y civil del país, en otros obligando a la defensiva a las fuerzas unidas del rey y los portugueses. Pero estos últimos, por otro lado, tenían buen juego en explotar las rivalidades entre tribus y tribus y en manipular a los potentados menores contra los mayores, y viceversa, mientras que la invasión del reino por parte de las guerreras y orgullosas tribus de los jagga, hacia mediados del siglo XVI, obligaba a los potentados bantúes, el rey a la cabeza, a solicitar la ayuda militar de los blancos −quienes estuvieron encantados de satisfacer la petición ya que llegaba en buen momento para permitirles extender las investigaciones mineras y ampliar el radio del tráfico de esclavos. Todo conspiraba, pues, contra la independencia congoleña.
El declive de la supremacía portuguesa ocurrió en el siglo XVII avanzado, cuando la decisión del rey de conceder a los blancos una cierta extensión de tierras provocó la revuelta de algunas tribus y, sobre todo, de la provincia de Sogno: de hecho, la cesión de tierras a extranjeros en propiedad privada golpeaba en las raíces el derecho consuetudinario en virtud del cual el suelo era un bien colectivo en función de los intereses y necesidades de la comunidad. La revuelta se convirtió en guerra, y finalmente los portugueses fueron rechazados a la orilla izquierda del Congo y en la vecina colonia de Angola, mientras que los holandeses, que ya en 1642 habían enviado embajadas al rey del Congo, los sustituían en el control de los mercados y puertos, sin adentrarse en el interior y mostrando una mayor habilidad diplomática en las relaciones con los indígenas, pero revelándose en la práctica no menos ávidos y despiadados que sus predecesores. Los siglos siguientes vieron aparecer en la costa occidental africana otras potencias europeas, los holandeses desplazarse hacia el sur de África, los portugueses recuperar en parte el terreno perdido, el Reino del Congo decaer y finalmente convertirse en la sombra de sí mismo, antes de que en 1876, tras las grandes exploraciones geográficas de Livingstone y Stanley, Leopoldo de Bélgica fundara la “Sociedad Internacional para África”, en 1885 el Congreso de Berlino reconociera el “Estado Libre del Congo” colonizado por ella y, en 1908, este pasara bajo el dominio directo del Reino de Bélgica.
Antes de seguir este último recorrido de la historia congoleña, debemos notar que el Reino del Bajo Congo, si fue la estructura política indígena de lejos más importante, no fue sin embargo la única. En el siglo XVII cayó bajo la presión blanca el Reino de los Bakuba −célebre por la refinación a la que había llegado su arte− situado entre el Cassai (nombre portugués del río Kasai) y el Sankuru y fundado ya en el siglo VI por tribus quizás provenientes de las sabanas sudanesas. Una vida un poco más larga tuvieron el Imperio de los Baluba, fundado en el siglo XVII y extendido sobre las zonas más internas de la cuenca hasta el Tanganika, y el de los Lunda, situado en las mesetas del Cassai y ampliado en el siglo XVI hasta Angola, mientras que a principios del siglo pasado se extendió desde el Tanganika a las regiones fronterizas del Congo el Imperio de los Mitsiri. No es aquí el caso de detenerse en estos Estados marginales si no es para poner una vez más de relieve el hecho de que, antes de la invasión y colonización blanca, el inmenso territorio ya se había dado originales estructuras políticas: contra la mitología del imperialismo, la aparición de los “civilizadores” europeos fue la señal no ya de un ascenso del África negra hacia formas superiores de vida, sino de su inexorable agotamiento económico, social, político, cultural.