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El articulado y equipadísimo sistema de los mass media mundiales emborracha a los teledependientes y teledeficientes con desgracias y calamidades, utilizando el directo como si tratase de un partido de fútbol y no de la vida misma.
Datos, cifras, testimonios, entrevistas, lágrimas, y cadáveres se suceden durante semanas y a continuación se va a la búsqueda de un nuevo escenario; el multiétnico circo de la información siempre tiene el equipaje listo. Así últimamente aparecieron diferentes dramas que después terminaron por disiparse en las pantallas televisivas de todo el mundo: el de Somalia y todo el Cuerno de África, el de Albania, y el de Bosnia. La tropa a sueldo de cronistas televisivos que acaba de irse de Rwanda, y que hoy ya está bien situada con las antenas parabólicas en las playas de Haití a la espera de algún golpe excepcional, mañana se apostará allá donde la crisis capitalista produzca sus inevitables catástrofes, incluida la peste de la ciudad india de Surat, donde por el momento no conviene acercarse demasiado.
Ahora Rwanda ha sido abandonada a su destino de miseria y violencia en una especie de corriente controlada con el fin de contener los efectos devastadores sobretodo en los países vecinos, donde han irrumpido enormes masas de prófugos.
Para llegar a comprender y a encuadrar correctamente desde el punto de vista materialista la rastrera y prolongada guerra civil de Rwanda, que ha sido explicada como un acervo tribal entre las etnias hutu y tutsi, es preciso remontarse brevemente en la historia a la época de las migraciones de los pueblos en busca de nuevas tierras para habitar y al período de explotación colonial europea con sus correspondientes consecuencias.
Hace aproximadamente cinco siglos, la tribu tutsi, población de tipo nilótico dedicada al pastoreo nómada, se desplazó hacia el sur desde los altiplanos etíopes en busca de nuevos territorios donde vivir e instalarse con sus rebaños, integrándose y adaptándose a las condiciones dictadas por el nuevo ambiente natural.
Las causas y las modalidades de estas migraciones no son conocidas; normalmente se trata, como nos recuerdan los relatos bíblicos, de tribus de pastores nómadas pero sobretodo de sucesivas y grandes oleadas migratorias que parten desde la India hacia Europa.
La migración tutsi concluye, en una o más oleadas, en una zona de colinas propicia, rica en reservas de agua, y habitada por la tribu hutu dedicada a la agricultura sedentaria, la cual, respecto al puro y exclusivo nomadismo pastoril todavía hoy presente en algunas regiones africanas, representa un avance en la forma de producción para la supervivencia.
Las poblaciones nómadas, por la organización como sociedad militar armada que se deben dar para afrontar un modo de vida particularmente lleno de insidias e imprevistos, presentan generalmente una notable aptitud para la actividad guerrera; por el contrario, ésta se da en menor medida en las poblaciones sedentarias, que solo son empujadas a la defensa de su territorio con ocasión de incursiones extranjeras.
Con el tiempo se consolidó la convivencia entre los dos grupos étnicos por medio de frecuentes matrimonios, hasta el punto de que actualmente es difícil distinguir a simple vista las dos etnias.
También la organización social, que reconstruimos teniendo en cuenta las pobres descripciones de que disponemos actualmente, se consolidó bajo una forma híbrida y de transición, similar en muchos aspectos a la variante asiática de la forma secundaria de produ-cción, derivada verosímilmente, a través de las migraciones, de las arcaicas formas de la antigüedad, y de la forma feudal con características étnicas: las comunidades agrícolas hutu son defendidas y protegidas por los ágiles tutsi. Así, con el tiempo, los Watutsi, guerreros por excelencia, ocuparon los vértices de la escala social (Unità, 21/5/94).
Mientras en los Países de las Colinas, parte del África de los Grandes Lagos, se consolidaba sin particulares problemas de intolerancia étnica este tipo de organización productiva y social, que por sus favorables condiciones naturales y por su lejanía de la costa no precisaba ningún avance, en otro lugar, concretamente en el Berlín de 1885, se modificaba su destino.
Hasta 1870, la colonización europea de África se limitaba a las zonas costeras y a las bases marítimas y comerciales; el asalto de África, término correcto para indicar las maniobras de repartición del continente negro, se desarrollaba bajo la influencia de las principales potencias europeas de aquel tiempo.
En 1871, mientras en Francia acababa de ser ahogada en sangre la gloriosa lucha de la Comuna de París, en África el periodista americano Stanley hallaba en una aldea a orillas del lago Tanganika al explorador y misionero escocés Livingstone, dado por desaparecido en uno de sus viajes de reconocimiento del interior de África. Detrás del pobre disfraz de la investigación científica y de la difusión del mensaje evangélico se escondían malamente los intereses de las potencias europeas por apropiarse de la inmensa cuenca de materias primas, metales, oro y piedras preciosas necesarias para la ampliación del proceso de industrialización en el viejo continente.
Por la dureza demostrada en su relación con las poblaciones locales, Stanley fue elegido por la sociedad minera, que era propiedad del rey de Bélgica Leopoldo II, como hombre idóneo para llevar a cabo el descubrimiento y conquista de toda la gran cuenca del Congo, que enseguida demostró ser un enorme yacimiento minero de diamantes, zinc, plomo, cobre y plata.
La conquista de África resultaba tan fácil y segura para las potencias europeas que estas exigían sus territorios aún antes de haberlos ocupado militarmente, creando así en Europa una peligrosa situación de conflicto de intereses.
En la Conferencia sobre el Congo de 1884-85, celebrada en Berlín a petición de Bismark, se reconoce el Congo como propiedad privada del rey Leopoldo II, que después lo cede al Estado Belga (cuanta generosidad, habida cuenta de los costes de una ocupación militar), pero lo más destacado fue que esta conferencia estableció que un territorio africano, para ser reconocido como colonia de un estado europeo, debía ser ocupado de manera estable, dando así lugar al comienzo de la repartición de África.
Inglaterra rápidamente trazó una política que tendía a unir, en el más breve tiempo posible, todos sus dominios africanos en una única colonia, larga y continua "desde El Cabo hasta El Cairo"; mientras, Francia, partiendo desde Argelia bajaba hasta más allá del ecuador hacia el Océano Indico. Las potencias menores tuvieron que conformarse con ocupar las partes restantes: Portugal fue disuadido por las presiones británicas en su pretensión de unir Angola con Mozambique por medio de la conquista de una parte de la actual Rhodesia, y España finalmente se tuvo que conformar con Río de Oro. Bélgica podía darse por satisfecha con la cuenca del Congo, Italia primero ocupó Eritrea, luego Somalia, y por último Libia, mientras Alemania con la Kolonialverein (Liga colonial) y la Sociedad para la Colonización Alemana, partiendo de la base de Dar el Salam, en la actual Tanzania, penetraba hacia el centro del continente en dirección a los yacimientos del Congo Belga, consiguiendo así bloquear, para satisfacción de todos, el proyecto inglés de un único dominio que abarcase desde El Cabo hasta El Cairo.
Completan las aspiraciones de Guillermo II y del capital alemán, como tercera potencia colonial en África: Togo, Camerún, reconocido por los ingleses a cambio de la renuncia a sus pretensiones sobre Nigeria, y el África del Sudeste, la actual Namibia con sus ricos yacimientos de diamantes. La penetración alemana en el África oriental llega hasta el actual Rwanda y Burundi, en la frontera del riquísimo, debido a sus materias primas, Zaire, prácticamente el ex-Congo Belga, y aquí la Sociedad para la Colonización Alemana confirma y utiliza, para sus organizaciones coloniales locales, las estructuras y jerarquías sociales existentes entre las etnias en el momento de la conquista.
Después de la primera guerra mundial, mediante la adquisición sobre la base del Tratado de Versalles, los Belgas sucedieron a los Alemanes en el control y la explotación de Rwanda-Urundi (separados en 1962 en dos estados independientes, Rwanda y Burundi), y empeoraron la situación preexistente confiando las tareas policiales y administrativas preferentemente a la minoría tutsi, relegando definitivamente a la mayoría hutu a los niveles más bajos de la organización económica y social.
Para completar la obra, introdujeron a continuación la certificación de la etnia de pertenencia u origen en los documentos de identificación, perpetuando así esta división étnica y económica. Por el momento no es posible conocer cuántos y qué tipo de acuerdos hubo entre los jefes belgas y los tutsi, y qué garantías debieron dar estos a los explotadores europeos.
En el artículo "Le spine del Congo nella corona belga" (Programma Comunista, n°16/1959) encontramos una descripción detallada de la situación que había después de la anexión en el Congo Belga, anexión que dura hasta la independencia en 1962: «La Sociedad General de Bélgica es, por supuesto, el grupo financiero que hasta ahora se ha asegurado la parte del león, sus poderes son ilustrativos: controla la administración colonial y todas las empresas "privadas", sin olvidar el conjunto de las instituciones civiles, religiosas, militares y políticas de la colonia. Pero sus poderes no son menos grandes en Bélgica, donde la "vigilancia democrática" del Parlamento obedece servilmente los planes de la política colonial del Estado agente en nombre de la "comunidad nacional". La población europea en el Congo belga y en Rwanda-Urundi está naturalmente subordinada a la omnipotente y anónima presencia del Capital financiero. A la sombra de este "becerro de oro" los europeos (108.000, de los cuales 85.000 son belgas), gozan de prioridad absoluta sobre los 12 millones de indígenas del Congo, unidos a los 5 millones de Rwanda-Urundi, entregada a Bélgica en régimen de administración fiduciaria por la ONU después de la segunda guerra mundial, como ya lo fuera en régimen de mandato por la Sociedad de Naciones en 1922.
Exceptuando a los notables indígenas, mercenarios de los europeos, el conjunto de la población congolesa constituye una inmensa reserva de mano de obra en poder de las empresas estatales, de los aparatos de producción industrial y agrícola, y de las compañías comerciales. No se formó ninguna burguesía indígena, visto que los notables no son sino jefes "ociosos" que viven a costa de su tribu. La pequeña burguesía comerciante autóctona está ahogada por la competencia del comercio europeo, y a su vez es absorbida en la órbita de las grandes compañías industriales. Desde hace algunos años se ha formado un "campesinado indígena" organizado en cooperativas; pero esta experiencia lo único que ha conseguido es hacer prosperar un "kulakismo" del que se benefician exclusivamente las misiones católicas que las mantienen bajo su control. La ganancia está, o en manos de los europeos, o de los señores feudales de Rwanda-Urundi, mientras solo un pequeño porcentaje de ella está reservada a las tribus y al campesinado indígena, por lo demás, todas las fuerzas productivas son "asalariadas" en calidad de maleteros, descargadores, mozos, criados, y proletariado perteneciente a las grandes empresas mineras, industriales y comerciales».
El primer duro choque en época reciente entre las dos etnias, ya establemente divididas en jerarquías, se produce a finales de los años cincuenta cuando la mayoría hutu persigue al grupo dirigente tutsi, y éste se refugia al norte, en Uganda. Es aquí, en esta ex-colonia británica convertida durante decenios en el refugio de los perseguidos, donde después se forman, en bases militares de adiestramiento, los cuadros dirigentes del actual FPR (Frente Patriótico Revolucionario), compuesto por tutsis y hutus "moderados".
Extraído de "Zagagie congolesi contro schede belghe", "Azagayas congolesas contra papeletas de voto belgas", (Programma Comunista, n°21/1959): «Las luchas tribales que han estallado hace algunas semanas en Luluabourg, en la provincia de Kasai, y las hasta ahora en curso en el vecino Rwanda-Urundi, se salen ya del cuadro tradicional de los choques entre diferentes grupos étnicos y se encuadran cada vez más en el proceso de resurgimiento político y social del continente negro. Se observa que en Rwanda-Urundi (territorios bajo "administración fiduciaria" belga en la frontera oriental del Congo), la administración colonial repite el papel de presentar los hechos sangrientos recientes, como una pura y simple llamarada de odio entre tribus, y trata de responder a ellos con la promesa de una apresurada consulta electoral: la primera tesis es desmentida por el hecho de que los "odios ancestrales" se sobreponen a un conflicto de orden social bien preciso, en el cual los Watutsi, que (como escribe The Economist, revista que no es sospechosa de tener tendencias revolucionarias) son "por tradición los señores feudales supremos de los campesinos Bahutus", y como siempre aliados del gran capital blanco, han "dirigido sus azagayas contra las organizaciones populares y reformadoras" de estos últimos; y el programa electoral ha sido estudiado expresamente para utilizarlo como válvula de escape del preocupante malestar de las poblaciones más "atrasadas"».
Apoyándonos en la descripción anterior y en la consolidada costumbre de contraponer por doquier los grupos tribales en rígidas jerarquías, podemos deducir que las motivaciones económicas de las pobres comunidades rurales hutu contra los ricos feudales tutsi, han tenido un peso mayor en estas revueltas que el que hayan podido tener los "antiguos odios tribales".
La sucesión de grandes hecatombes a golpe de machete, de éxodos en masa y de acciones punitivas con finalidad de venganza que después les han sucedido es impresionante: 1959, 1963, 1965, 1973, 1991, 1992, 1993, 1994.
En la formación de los Estados nacionales africanos con independencia controlada, Francia e Inglate-rra maniobraron siempre de manera más o menos sospechosa entre bastidores y el democratísimo gobierno de París mantiene actualmente en la República Centro-africana su más importante base militar estratégica de todo el continente, con lo cual está siempre preparado para intervenir con sus adiestrados legionarios a fin de mantener su papel de gendarme europeo en África pudiendo así sostener con su aparato militar sus propias sociedades financieras.
En la respuesta dada por el "Ministerio para la Cooperación Francesa" (el nombre del Ministerio es bonito aunque su proceder sea bien diferente) a los ponentes sobre el balance del año 1994 en la Asamblea Nacional (Le Monde Diplomatique/Manifesto, junio de 1994) se lee que Francia está presente a través de ayudas militares directas en 25 países africanos, con un gasto anual en equipamientos de 57.000 millones de liras (quizá sea un error de traducción: ¿son liras o francos?), tiene 792 "asistentes técnicos" y militares en el continente y forma en las academias militares de Francia a 1330 oficiales al año, de los cuales la mayor parte es destinado a la formación y al mando de bata-llones de intervención rápida y de gendarmería. Además financia y dirige una escuela internacional de infantería en Thiès (Senegal) y otra de transmisiones en Buaké (Costa de Marfil); el 20% de los fondos de la MMC (Misión Militar de Cooperación) es dedicado a la formación, del otro 80% no se sabe nada; a esto debemos añadir todavía: Francia adiestra en Mauritania un ejército controlado por los Mauros y los Bereberes que siembra el terror entre las minorías negras. Estas, a pesar de haber sido liberadas de la esclavitud, hecho que no ocurrió hasta julio de 1980, ¡viven todavía en una condición de total sumisión!
Rwanda es un Estado artificial, típico producto de una descolonización que en la mayor parte de los casos ha separado con fronteras arbitrarias a los cerca de 700 millones de africanos, pertenecientes a más de un millar de diferentes etnias, en 52 Estados que en realidad son otros tantos contenedores de miseria, de continuos choques internos y de huidas en masa a causa del hambre y el terror.
En conjunto se estima que en todo el continente hay 20 millones de prófugos, y la grave carestía que gravita sobre el Cuerno de África podría causar otros 20 millones de muertos en todo el África Oriental: todas las tragedias del continente se contabilizan con cifras de semejante magnitud. En su último informe sobre el ajuste en África, el Banco Mundial calcula que se necesitarán, al ritmo actual, 40 años para que los Estados pobres de la región subsahariana recobren el nivel de renta per cápita que tenían en la mitad de los años setenta (Le Monde Diplomatique/Manifesto, septiembre de 1994).
Geográficamente Rwanda es un Estado un poco mayor que Sicilia (25.460 Km². cuadrados), pero mucho más poblado que ésta con 7,5 millones de habitantes (en Sicilia hay 5 millones) y tiene un PIB por habitante de 290 dólares, o sea el 1/80 del de EEUU. Este es un valor bajo pero de cualquier manera es decididamente mejor que el de los Estados limítrofes: Tanzania (120), Uganda (170), Burundi (208), y Zaire (220). En estos altiplanos la densidad es 290 habitantes por km²., la mayor de todos los países africanos. El 44% del territorio ruandés es tierra laborable y de cultivo arbóreo, los prados y pastos permanentes cubren el 18%, mientras que las florestas y los bosques ocupan el 21% y el restante 17% es baldío e improductivo, o sea valores en conjunto discretos.
La agricultura es pobre (patatas, mandioca, sorgo, judías) y sus recursos minerales son modestos y solamente con la extracción de tungsteno entra en los últimos puestos de las estadísticas mundiales con una cuota de 1/320 de la producción mundial. Pequeñas cantidades de oro y de estaño completan la riqueza del país.
A pesar de esto, el control francés en la zona se ha reforzado aprovechando la actual debilidad y crisis belga con el beneplácito de la ONU y se evidencia con precisión una política de ingerencia activa en los débiles y pobres Estados africanos como una modificada forma de invasión colonial preferentemente económica.
El imperialismo francés, al igual que los otros que en este período de crisis capitalista general disfrutan no obstante de una relativa vitalidad, no cesa jamás de operar en función de una política económica de rapiña, y sigilosamente y con bajos costes, explotando y exasperando las divergencias entre los distintos grupos sociales a fin de extender la "zona de influencia del franco francés" como en el caso, además de los ya citados, de Guinea Ecuatorial donde el apoyo directo a los clanes dominantes es más que manifiesto.
La última masacre que ha producido un éxodo relativo en Rwanda no nace de la respuesta encarnizada ante un hecho aislado o de una concatenación de venganzas y represalias, sino que parece evidente que se trata de una operación atentamente preparada y organizada.
En el pasado, las autoridades francesas sustituyeron rápidamente a las belgas, que habían limitado al mínimo indispensable el armamento local, habían apoyado al gobierno compuesto por la mayoría "francófona" hutu, y por consiguiente el temor de la minoría "anglófona" tutsi es ver empeorar su situación tras la llegada de los franceses.
La precedente intervención militar francesa en Rwanda, en noviembre de 1990, prevista solamente para algunas semanas, con el fin de garantizar la seguridad y la evacuación de los europeos de Kigali, tras una primera ofensiva del FPR (tutsis más hutus moderados) ha durado más de tres años. El cuerpo de expedicionarios había alcanzado en breve tiempo las 600 unidades, o un número netamente superior a los extranjeros a proteger y un grupo de asistentes militares e instructores (Dami) había tomado a su cargo el adiestramiento de los gendarmes y del ejército ruandés que en poco tiempo pasa de 5.000 a 40.000 hombres, mientras los legionarios franceses intervenían directamente, cada vez con más frecuencia en los choques armados con el fin de salvar el régimen del general-presidente hutu Habyarimana.
En 1993, el ministro para la cooperación destinó un crédito de 12 millones de francos para apoyar a las fuerzas armadas ruandesas; seis misiones temporales de adiestramiento de los gendarmes fueron efectuadas en el lugar, una cuarentena de oficiales ruandeses frecuentaron las "grandes écoles" militares francesas. Además la venta de armas egipcias al ejército ruandés, por un valor de seis millones de dólares ha sido garantizada por el Crédit Lyonnais, mientras llegaron armas de Sudáfrica por otros 5,9 millones de dólares, violando todos los embargos.
Sobre la petición de los "rebeldes del FPR" y en base a los acuerdos de abril de 1993 de Arusha (Tanzania) que puso fin a tres años de guerra entre las fuerzas gubernativas y el Frente, y sentó las bases para la división pacífica de los poderes, un contingente de la ONU de militares belgas sustituyó a los franceses, pero tras el asesinato de diez cascos azules, Bélgica retira su contingente y Rwanda, tras la masacre que siguió al abatimiento del avión presidencial ruandés, fue abandonada a su suerte, provocando esta última tragedia.
Todo hace creer que el ala extremista y reaccionaria del régimen del presidente Habyarimana (inventor de la limpieza étnica contra los tutsis y sustentador de las terribles bandas paramilitares hutus de los Kigingi), contraria a cualquier acuerdo con el FPR, haya intentado jugar la carta de la ofensiva final contra los tutsis.
El 6 de abril de 1994, el avión presidencial fue abatido en el momento de aterrizar por cohetes lanzados desde el campo de la guardia presidencial y pocos instantes después entró en acción un plan preparado desde hacía tiempo. Todos los miembros de la oposición centrista moderada fueron masacrados, empezando por el primer ministro, la señora Uwilingyimana y los diez cascos azules belgas que la escoltaban. Los milicianos poseían listas preparadas de antemano, los miembros de la guardia presidencial iban acompañados por civiles a quienes ya desde diciembre se les habían distribuido armas y habían sido adiestrados militarmente. Su enrolamiento se hizo con la promesa de dinero, ganado y las tierras de los vecinos expulsados; los mismos argumentos fueron presentados a los campesinos hutus, quienes tenían a su disposición 0,7 hectáreas de tierra, como media, para nutrir a familias de 8 ó 10 personas como mínimo.
Tras la salida de los cascos azules y de los pocos europeos y otros extranjeros comprendida la evacuación de un orfanato entero por parte de los soldados franceses, las masacres de los tutsis continuaron puertas adentro ante los ojos de las fuerzas de los observadores de la ONU, quienes "no tenían la orden de defender a las víctimas" (Le Monde Diplomatique)
El avance progresivo de las fuerzas del FPR que empieza a considerar la vieja propuesta de dividir tanto Rwanda como el vecino Burundi, viviendo ésta las mismas tensiones y relativas masacres, en zonas étnicamente homogéneas, provocó tras la caída de la capital ruandesa el repentino y gran éxodo hacia los países limítrofes, sobretodo hacia Zaire por el miedo a las represalias de los vencedores quienes, por el contrario, mandaban mensajes para la vuelta al país y a la concordia.
También en este período de desmembramiento de Rwanda, tanto antes como después de la victoria del FPR, el rol de Francia fue digno de su tradición colonialista bajo la égida de Miterrand hijo, consejero para asuntos africanos y responsable para la cuestión ruandesa desde 1990, hasta el punto de que el Frente amenazó con considerar a los franceses como enemigos invasores en el caso de que hubiesen sido encontrados en la zona bajo su control.
La "misión humanitaria Turquesa" confiada exclusivamente a las tropas francesas, a petición explícita e insistente de París, ha sido acusada por el FPR ya que: "el envío de legionarios y marines tendría el objetivo principal de borrar las huellas comprometedoras, de "sacar del país" a aquellos franceses implicados en la asistencia a los soldados y milicianos asesinos hutus o de salvar a los responsables del genocidio. Buscando al mismo tiempo robar la victoria a los combatientes del FPR. Son acusaciones recogidas por Amnesty International, que ha pedido a París favorecer una investigación sobre la presencia temporal de instructores militares franceses junto a los milicianos y a los "escuadrones de la muerte"" (Le Monde D.)
El dispositivo militar francés en Africa desde 1960 ha actuado más o menos de esta manera 18 veces, incluyendo en la cuenta a Rwanda desde 1990 a 1993 y desde junio hasta agosto pasados para la operación Turquesa: la existencia de esta red está compuesta por 7 bases permanentes que se apoyan en 8 acuerdos de defensa y 25 acuerdos de cooperación técnica, el gendarme de Africa ha dado siempre prueba de óptimas cualidades operativas.
Sobre las desgracias de Rwanda además de los vampiros europeos se está cebando también la avidez de los gobiernos de los Estados limítrofes, Zaire a la cabeza seguido de Uganda, que aprovechan la situación para aumentar su influencia y pedir, por tanto, más financiación.
Para las poblaciones de las provincias zaireñas invadidas por 2 millones de prófugos el desastre ha sido total: campos, huertos, ganado destruidos y la soldadesca zaireña y ruandesa huida multiplican las extorsiones. Pero el drama de la población en torno al lago Kivu significa, sin embargo, buenos negocios para otros: el ejército zaireño ha reutilizado para sí o revendido la casi totalidad de las armas requisadas a los militares ruandeses, además los soldados zaireños que colaboran en la distribución de las ayudas se apropian incluso por la fuerza de una parte para ellas, mientras las autoridades locales exigen un derecho de aterrizaje de 6.000 dólares por cada avión de ayudas que llega.
El presidente Mobutu ha interrumpido sus vacaciones en las islas Mauricio para recibir al nuevo presidente ruandés Bizimunguche que le pedía desarmar a los 20.000 militares refugiados en Zaire y su neutralidad, necesaria para llevar a cabo la reconstrucción ruandesa. Recordemos que en 1990 Mobutu envió a la división especial de la guardia presidencial contra el FPR y sufrió una derrota con grandes pérdidas por parte del general ruandés Kagame, considerado el mejor estratega africano formado en la academia militar de Fort Leavensworth en USA y en la dirección de la guerrilla ugandesa.
Entre tanto, los miembros del gobierno provisional ruandés, tras la derrota militar, indicados como corresponsables de las masacres según los informes de la ONU, son hospedados en las mejores localidades zaireñas y por cierto el Mariscal Mobutu les pasará su correspondiente factura.
Toda esta situación en su conjunto, a pesar de que la tragedia ruandesa haya desaparecido de las crónicas, nos revela que esto es solo una parte de todo el drama africano que se presenta cotidianamente en todo el continente "Desde El Cabo al Cairo" y que esta sangre será vengada «el día en que los obreros de las ex-metrópolis coloniales destruyan los templos construidos con el sudor de los explotados de todos los países, y ahora defendidos por curas y santones tras la impúdica cortina de una moralidad retrospectiva, tras un velo de lágrimas de cocodrilo» ("Sangue nero", "Sangre negra", Programma Comunista, n°6/1960).
(Traducción del articulo "Dietro il dramma del
Rwanda gli infami intrighi imperialisti", publicado en "Il Partito Comunista",
n° 225-226, octubre-diciembre de 1994.)
Introducción
Ofrecemos a los lectores de La Izquierda Comunista dos textos del partido publicados en septiembre de 1982. En aquella ocasión, ocuparon el n° 10 de nuestra revista en italiano, Comunismo, con carácter monográfico. Su reproducción en lengua española deberá efectuarse con carácter periódico, apareciendo sucesivamente en los próximos números de La Izquierda Comunista.
El contexto socio-político en el que se realizó este trabajo no difería en gran medida del actual: ataque internacional generalizado contra las condiciones de vida y de trabajo de las masas obreras. Todas las medidas antiobreras puestas en práctica por los gobiernos de todos los países ponen de manifiesto lo que para los marxistas es solamente una confirmación histórica: el capital busca desesperadamente salir de la crisis cada vez más profunda que lo aflige. Crisis que poco tiene que ver con el "modo de gestionar políticamente la economía", ya que se trata de una crisis del modo de producción capitalista en sí mismo, comprimiendo al máximo socialmente posible las condiciones de existencia de toda la clase obrera.
En todo el mundo, tanto en el Este como en el Oeste, en el Norte como en el Sur, la sociedad burguesa demuestra que no está en grado de controlar sus propias contradicciones y se precipita lenta pero inexorablemente hacia la única solución que puede dar a sus crisis cíclicas que históricamente la acompañan y que forman parte de su misma naturaleza económica: la guerra entre bloques imperialistas generalizada a escala mundial. Mientras tanto cada estado intenta salir del pantano en el que se halla su propia economía a través de medidas que siguen las dos direcciones clásicas que caracterizan el ataque del capital a las clases explotadas: la reducción del poder adquisitivo de los salarios y la reestructuración de los procesos productivos empresariales mediante el despido de la fuerza de trabajo "sobrante" de las fábricas.
Mientras que estos efectos actúan conjuntamente contra la clase obrera, el crecimiento de un vasto ejército de proletarios desempleados actúa como un factor de freno en el crecimiento de los salarios y la acción conjunta de la patronal y de los gobiernos que defienden sus intereses se aprovecha de todo esto para empujar progresivamente a las masas obreras hacia niveles de vida miserables, desmintiendo las ilusiones que habían predicado los sindicatos oficiales y los falsos partidos "socialistas" y "comunistas", acerca de salir de ellas definitivamente.
En este contexto la función de los representantes oficiales de los trabajadores, los sindicatos del régimen, se presenta claramente como la de organizaciones apreciadas e indispensables para la clase dominante para conservar la estabilidad social y política de la sociedad capitalista. Cualquier medida gubernamental o patronal, dictada por el agravamiento progresivo de la situación económica general, encuentra en ellos el mejor vehículo para ser impuesta a los trabajadores sin suscitar reacciones de clase peligrosas para el orden general capitalista.
Su política reformista, colaboracionista y de renuncia, es el eje de la paz social que ha caracterizado esta segunda posguerra, en la que la clase obrera ha estado, y está, ausente de la escena mundial de la auténtica lucha de clase. El grado de degeneración de estos sindicatos, la naturaleza real de su función antiobrera y la consiguiente actitud que los comunistas revolucionarios deben mantener contra ellos, no pueden derivarse, como es tradición en nuestro Partido, más que del estudio, utilizando el arma teórica del método marxista, de todo el arco de su existencia. Sólo a través de la historia pasada del movimiento obrero es posible comprender y reafirmar lo que la infamia de los tiempos que vivimos no permite todavía distinguir: la única posibilidad de impedir que la caída de la sociedad burguesa arrastre consigo a las clases trabajadoras, está en la capacidad del proletariado para lograr retomar su propia acción bajo la guía del partido comunista revolucionario que representa sus finalidades históricas, determinando así las condiciones objetivas indispensables para la conquista del poder político por parte de la clase obrera, la destrucción del estado burgués, la instauración de la dictadura proletaria y la sucesiva transformación de la economía capitalista, que produce mercancías con el único objetivo de extraer beneficios, en economía socialista, hacia la producción de bienes que satisfagan todas las exigencias del género humano. Pero para que esto se lleve a cabo es indispensable el retorno de las masas obreras a la defensa intransigente de sus condiciones inmediatas de vida a través del choque de clase contra todas las fuerzas que defienden los intereses de la economía capitalista, con el consiguiente renacimiento de un tejido organizativo clasista que encuadre y dirija en este choque a la parte más combativa del proletariado. Es indispensable el renacimiento de los sindicatos de clase como organismos intermedios entre el partido y la clase en lucha, tal y como remachan todos los cuerpos de tesis de la Izquierda Comunista.
Los dos informes que iremos publicando tienden a representar esta clásica
perspectiva marxista, que, como tal, es solamente nuestra, en polémica
no solo con el oportunismo oficial de los partidos falsamente obreros,
sino también con todos aquellos que desnaturalizan este pilar fundamental
del marxismo pretendiendo que el retorno del proletariado a la lucha revolucionaria
pueda recorrer caminos distintos de los conocidos hasta ahora.
EL PARTIDO ANTE LOS SINDICATOS EN LA ÉPOCA DEL IMPERIALISMO
Importancia de la táctica
En el trabajo publicado en nuestro órgano mensual (Il Partito Comunista, n°82 al 85. Junio-Septiembre 1981) con el título "Del surco inmutable del marxismo revolucionario brota la función de los comunistas en la lucha de clase", hemos intentado demostrar cómo la táctica que el Partido adopta en el terreno sindical deriva coherentemente de la relación partido-clase-acción de clase, tal y como ha sido acuñado por el marxismo al surgir como ciencia social del proletariado y como evolución histórica del partido formal y del movimiento obrero en general plasmándolo en la práctica de la lucha de clase; de igual forma al pequeño partido actual no le queda más que "atesorar" este pasado, volviéndolo a juntar con la teoría originaria que marca la continuidad del hilo rojo entre las diversas situaciones históricas que han aparecido hasta el momento, para enlazarlos de nuevo continuamente, sin inventar o descubrir nada, para lanzarlo al presente y sobre todo para proyectarlo hacia las situaciones futuras, intentando desde hoy prever su curso y sus manifestaciones, aunque obviamente, en grandes líneas.
En este trabajo insistíamos, como en otros tantos trabajos del partido, en la cuestión de la táctica vinculada a los principios generales del partido y a la teoría marxista, y, al mismo tiempo, derivada de un correcto análisis de la situación. Este postulado es particularmente cierto aplicado a la táctica del partido en el terreno sindical, y precisamente a su actitud frente a las organizaciones económicas proletarias que históricamente surgen de la necesidad del proletariado de defender sus condiciones de vida y de trabajo ante la sed de beneficio del capital. A este tema el Partido, sobre todo en su intensa actividad de restablecimiento de los pilares de la teoría marxista en la segunda posguerra, siempre ha dedicado un amplio espacio de análisis precisando cada vez con unos contornos más nítidos, el tipo de acción a desarrollar en materia de discusiones muy vivas y a veces cruciales dentro del Partido.
La causa de esto radica principalmente en la extrema dificultad de orientar el trabajo práctico del Partido en las luchas obreras y sindicales en general, faltando, por así decir, la "materia prima" para analizar precisamente la táctica: las luchas mismas.
Desde el punto de vista organizativo medio siglo de contrarrevolución ha situado prácticamente al proletariado a los albores de su historia; no existe ya organización económica inmediata de clase, al igual que el Partido no tiene ninguna influencia sobre la clase obrera. Obviamente no hay que entender esta afirmación en el sentido de que basta con unir la actitud práctica del Partido con la de las primeras organizaciones comunistas, en particular de la I Internacional, en cuanto que toda la historia posterior del movimiento revolucionario mundial ha producido una experiencia cristalizada hoy en el Partido, por pequeño que sea, y además la situación actual difiere netamente de la de entonces debido a la evolución e involución sufridas por la organización económica proletaria, unidas directamente a las fases de evolución y putrefacción del capitalismo internacional.
La dinámica del proceso que verá en un próximo futuro alinearse al proletariado nuevamente sobre el terreno de la lucha de clase, con el Partido dedicado a influir sobre su acción hasta asumir la dirección política, no será la repetición mecánica de los períodos precedentes sino que tendrá características propias, ligadas a los acontecimientos que los crecientes conflictos interimperialistas mundiales determinarán en cada Estado y a los contragolpes que reciban las masas obreras como consecuencia de las progresivas medidas antiproletarias que se adopten progresivamente. Estas características son precisamente las que el Partido debe intentar intuir, comprender y prever, anticipando los métodos de acción y la táctica específica a adoptar. "Características propias" no significa que pueden ser desconocidas para el marxismo y con las cuales, como ya otros han pretendido hacer, se intente poner en discusión el clásico proceso indispensable para la revolución proletaria delineado por el Partido en todos sus cuerpos de tesis: extensión de un amplio movimiento proletario que actúe sobre bases clasistas, consiguiente renacimiento de organismos clasistas inmediatos, influencia en ellos del Partido a través de sus grupos comunistas organizados en fracción sindical.
Lo que debería ser analizado correctamente para desarrollar una táctica justa es la dinámica específica que se dará en este proceso, cuyas líneas maestras ya son conocidas por el Partido. Estas líneas maestras son inmutables porque pertenecen intrínsecamente a las leyes generales del choque de clase entre burguesía y proletariado, leyes descubiertas por el marxismo y trazadas de modo invariable en su curso histórico. Si se admite que la dinámica general de estas leyes puede expresar tendencias generales distintas a las de los períodos precedentes en la historia del capitalismo, se niega la validez del marxismo, reconociendo la necesidad de su enriquecimiento.
Una vez dicho esto es importante remarcar que la definición de la táctica, y no solo en el terreno sindical, es una tarea permanente del Partido, cualquiera que sean sus efectivos y su influencia entre la clase. Negar esto afirmando que el Partido, puesto que se reduce a un puñado de militantes sin ningún peso en el movimiento obrero, no debe plantearse problemas tácticos ya que no se podrían resolver al no existir la posibilidad de influir en las masas con consignas precisas, significaría liquidar la existencia misma del Partido reduciéndolo a un informe grupo de intelectualoides con la pretensión de tener la conciencia tranquila ya que están en grado de defender la teoría marxista citando los textos clásicos, en paz por tanto con el "partido histórico" volviendo la espalda al partido formal.
Esto que, repetimos, es válido para la táctica en general, o sea referida a todos los campos de actividad en los que se plantea la posibilidad, aunque solo sea teórica, de intervención práctica del Partido, es particularmente cierto si se refiere a la táctica sindical, ya que incluye el eje principal de todo el marxismo: la relación partido- clase-organismos intermedios.
Estos últimos hoy no existen desde un punto de vista de clase, ya que están sometidos completamente a los intereses de la conservación del régimen capitalista, y ésta es precisamente una característica que no nos permite equiparar mecánicamente la fase actual del imperialismo con la de los albores del movimiento obrero, en las que estos organismos estaban en formación.
Al intentar definir mejor la táctica actual del Partido en el
terreno sindical, no podemos dejar a un lado, fieles a nuestro método
invariable, la representación, aunque sea sumaria y a grandes trazos,
de la historia del movimiento sindical internacional, de la única
manera que es legible para la ciencia marxista: no historicismo antológico
y tampoco una escolástica investigación cultural, sino arma
de batalla teórica y práctica para el abatimiento revolucionario
del capitalismo y de todos sus lacayos, cada vez más numerosos y
diversamente disfrazados.
Primera fase: Prohibición
Desde el punto de vista de la actitud de la burguesía frente a los organismos sindicales proletarios, el Partido ha dividido la historia de la forma sindicato en tres fases: prohibición - tolerancia - sometimiento.
La primera fase se caracteriza por la implantación en la escena histórica de los primeros y confusos, aunque decididos, movimientos obreros contra los capitalistas individuales y por consiguiente de las primeras asociaciones obreras, las primeras coaliciones de asalariados contra los burgueses en defensa del salario. Este fenómeno fue el primer mentís de la doctrina liberal que constituyó el ropaje ideológico del triunfo de la burguesía como clase dominante contra los viejos regímenes de la aristocracia feudal. Se mostró claramente la falsedad del principio democrático según el cual la defensa de los intereses de los individuos podía ser garantizada por un cuerpo de "representantes de todos los ciudadanos" que repartiría equitativamente justicia social y económica entre todos los miembros de la "sociedad civil"; no sería necesaria pues ninguna asociación económica de "ciudadanos", ya que la defensa de los derechos individuales estaría garantizada por el Estado, por el gobierno, por las instituciones representativas de todo el pueblo "elegidas libremente". En nombre de estos principios, bajo el estímulo de su conservación de clase, la burguesía reprime ferozmente las primeras asociaciones permanentes de obreros, acusándolas de querer resucitar las corporaciones del "ancien régime". La prohibición impuesta por la burguesía a las primeras formas de asociacionismo económico proletario, prohibición elevada expresamente a ley (recordemos la ley "Le Chapelier" en junio de 1791 en Francia, y la ley del parlamento inglés de julio de 1799), se apoyaba en las condiciones materiales del capitalismo en su primerísima fase liberal, dominada por el libre mercado y por lo tanto por la concurrencia recíproca entre capitalistas. En teoría también se dirigía contra las asociaciones de capitalistas. En la práctica sólo podía golpear la tendencia natural de los proletarios a coligarse en defensa de sus propios intereses de clase. Esta prohibición hizo que las primeras asociaciones obreras, independientemente de la conciencia que tuviesen de sí mismas, constituyesen, por el solo hecho de manifestarse abiertamente, un poderoso factor revolucionario. No sorprende pues que en los primeros movimientos proletarios no estuviese suficientemente clara la distinción entre organismos de defensa inmediata y los primeros grupos o círculos políticos.
No obstante el marxismo definió desde entonces en términos clarísimos, definitivos, esta diferencia, indispensable para extraer cualquier consideración en materia de táctica sindical. Resumámoslo con una cita de Marx en una carta a Botte con fecha 29 de noviembre de 1871, que define la relación entre luchas políticas y luchas económicas y por lo tanto entre partido y sindicato: «El movimiento político de la clase obrera tiene naturalmente como último objetivo la conquista del poder político para la clase obrera, y para este fin es necesaria naturalmente una organización previa de la clase obrera, desarrollada hasta un cierto punto y que surja de sus mismas luchas económicas».
Véase como ya en esta expresión se perfila la perspectiva de la necesidad de la organización económica inmediata como condición previa indispensable para la conquista del poder político por parte del proletariado.
«Pero por otra parte todo movimiento en el que la clase obrera se opone como clase a las clases dominantes y busca presionarlas desde fuera, es un movimiento político. Por ejemplo la tentativa de arrancar una reducción en la jornada laboral a un capitalista en una fábrica, o en una determinada industria a través de huelgas, etc, es un movimiento puramente económico; por el contrario el movimiento para imponer una ley de ocho horas y cosas por el estilo, es un movimiento político. De este modo, de los movimientos económicos obreros aislados, surge y se desarrolla el movimiento político, es decir un movimiento de la clase para plasmar sus intereses de forma general, de manera que socialmente tenga fuerza coercitiva general. Si bien es cierto que estos movimientos presuponen una cierta organización preventiva, por otra parte son otros tantos medios para desarrollar esta organización. Allí donde la clase obrera no ha avanzado en su organización tanto como para poder llevar a cabo una campaña decisiva contra el poder colectivo, o sea contra el poder político de las clases dominantes, debe ser preparada para ello a través de una agitación permanente contra la política de las clases dominantes; de lo contrario se convierte en un juguete en sus manos».
Era natural pues que movimiento económico y movimiento político formasen parte de un único proceso revolucionario señalado en el Manifiesto de 1848 con la famosa expresión "organización del proletariado en clase, y por tanto en partido político" y esto sería posible gracias a "la unión cada vez más amplia de los trabajadores". Puede decirse que las cuestiones de táctica de la organización política no valían en lo referente a la económica, en el sentido de que ambas pertenecían total y orgánicamente al proceso revolucionario que veía al proletariado en movimientos cada vez más netamente en defensa de sus exclusivos intereses de clase, o mejor esta táctica se expresaba en el concepto, ya muy claro a los comunistas de entonces, de que la conquista del poder político por parte del proletariado sería el resultado de la alianza activa del movimiento real de las asociaciones económicas proletarias con el socialismo científico, o bien la alianza entre asociaciones económicas y partido político revolucionario.
La diferencia entre uno y otro estaba clara para los comunistas de la
época y se presenta en el trabajo que desarrollaron en la I
Internacional a la que se adhirieron también asociaciones económicas.
En el llamamiento inaugural de la I Internacional está ya
claro el concepto de que se trata de una asociación mundial de partidos
políticos. En este llamamiento se indican los límites del
movimiento cooperativo y sindical que en sí "nunca estarán
en grado de parar el aumento del monopolio que se da en progresión
geométrica, de liberar a las masas y tampoco de aliviar de manera
sensible el peso de sus miserias" y ya aparece formulado el concepto
de la necesidad de superar el aspecto reivindicativo del movimiento hacia
la conquista del poder político.
Segunda fase: Tolerancia
Sucesivamente, y en particular en el período de la II Internacional, la burguesía cambia de actitud con respecto al asociacionismo sindical; se percata de que reprimirlo por la fuerza significa empujarlo hacia actitudes cada vez más radicales, y, violentando sus "sagrados principios" liberales, admite la posibilidad de su existencia: es la fase de tolerancia, que coincide con un fuerte desarrollo del movimiento sindical en todos los países en los que la burguesía está ya aferrada establemente al poder y en los que el modo de producción capitalista ya está entrando en la fase imperialista. Se asiste al mismo tiempo a un período de expansión productiva excepcional y de relativa paz social e internacional: el capitalismo conoce su fase áurea. Los grandes beneficios extraídos de la rápida y relativamente pacífica expansión productiva permiten la formación de amplios estratos de aristocracia obrera sobre los que se apoya la extensión de esa oleada de degeneración del marxismo que fue el socialreformismo. Se abandonó el concepto de la conquista violenta del poder político e incluso de conquista del poder en general, ya que, según los reformistas, los intereses del proletariado se identificaban con los de sus propias burguesías nacionales y por lo tanto la clase obrera debía hacerse cargo de la marcha productiva de su "propia nación".
A esta degeneración en el plano político le correspondió una actitud análoga en el terreno sindical. Fue el tipo de sindicalismo germano-austriaco el que representó mejor esta tendencia.
«Los sindicatos de Alemania -- afirmaban las tesis de la Internacional Sindical Roja -- fueron la cuna del reformismo, cuyo contenido ideológico consiste en el terreno político en preconizar la evolución pacífica y gradual, tendiente al socialismo a través de la democracia, en atenuar el antagonismo de clase en la cobarde renuncia a la revolución y al terror clasista, con la esperanza de que el desarrollo de las instituciones democráticas conducirá automáticamente al socialismo sin desórdenes y sin revolución, mientras que en el terreno estrictamente sindical el reformismo expresa la tendencia a mantener los sindicatos alejados de la lucha política revolucionaria, la prédica de la neutralidad hacia el socialismo revolucionario, la unión íntima con el socialismo reformista, y finalmente la sobrevaloración de los contratos colectivos y la tendencia a crear el derecho paritario, o sea a construir relaciones sociales con las que, dentro del régimen económico burgués, pueda conciliarse la igualdad de derechos entre obreros y empresarios conservando el sistema de explotación».
El movimiento sindical anglosajón o tradeunionismo no corrió mejor suerte ya que «reunía principalmente a los estratos más elevados de la clase obrera y su ideología representaba la filosofía de la aristocracia obrera. Para los teóricos y los prácticos del tradeunionismo, capital y trabajo no eran considerados como mortales enemigos de clase, sino como dos factores de la sociedad que se complementan mutuamente, y su desarrollo armónico debía conducir a la paz entre capital y trabajo y a la equitativa distribución entre ellos de los bienes sociales comunes».
Como se ve los aspectos característicos del moderno sindicalismo de la época imperialista supermadura, ese sindicalismo al que el proletariado debe ajustar las cuentas hoy y sobre todo en el futuro, nacen en esta época. Hoy como ayer son los mismos, y no podía ser de otra forma, ya que la acción sindical o bien se dirige hacia la defensa de los intereses propios de la clase obrera y por tanto tendiendo a alinear al proletariado contra todo el aparato patronal y estatal en el terreno del choque abierto sin excluir ningún tipo de golpes, o bien debe someterse a los intereses burgueses y por lo tanto defender la economía nacional por encima de las exigencias reales de la clase. Desde este punto de vista, o sea desde el punto de vista de los contenidos políticos, no existen diferencias objetivas entre el oportunismo sindical de la primera fase de expansión del capitalismo y el de la era imperialista en una fase avanzada como la actual. La "ideología" que ha permeado a ambas, la de la clase dominante, es la misma y no podía dejar de ser así. La diferencia subjetiva reside en la función institucional asumida frente a las estructuras estatales y los engranajes político-económicos de la sociedad capitalista en general, en relación a las tendencias y a la actitud de las masas proletarias.
El movimiento sindical que se desarrolló ampliamente durante la fase de expansión del capitalismo, mostró algunas características que permitieron sucesivamente a la burguesía servirse de él en función de la estabilidad de su régimen de clase: estos caracteres son esos que Lenin en el "Izquierdismo" llama los "caracteres reaccionarios", y precisamente "una cierta angustia corporativa", una "cierta tendencia al apoliticismo", una "cierta fosilización, etc", aspectos particularmente contrarrevolucionarios precisamente si se ponen en relación con el desarrollo "de la forma suprema de la unidad de clase de los proletarios, el partido revolucionario del proletariado". Estas características son las que vienen enumeradas en las tesis de la ISR como "corporativismo mezquino, aislamiento, la lucha de muchos de ellos contra el trabajo femenino, el espíritu nacionalista y patriótico que se deriva en la confusión entre los intereses de la industria nacional y los de la clase trabajadora", que encontrarán dramáticamente su máxima expresión al estallar la primera carnicería mundial y durante la misma, en la que, en la mayor parte de los países europeos los sindicatos dejan de existir como organizaciones clasistas de lucha, transformándose en organizaciones imperialistas de guerra cuya función consistía en poner a disposición de sus propias burguesías todas las fuerzas proletarias existentes, en nombre de la "defensa de la patria". En todos los países, excepto raras excepciones, los dirigentes de los sindicatos combatieron entre sí en el campo de batalla, estrechando sus alianzas con las fuerzas sociales burguesas de su propia "patria". Como afirman las tesis de la ISR: «el período de la guerra mundial es el de la disolución moral de los sindicatos en todos los países. La mayor parte de los dirigentes sindicales asumen tareas gubernamentales: asumen espontáneamente todas las funciones para sofocar las tentativas de protesta revolucionaria, consienten el empeoramiento de las condiciones de trabajo, los manejos del capitalista dentro de las fábricas, renuncian a las conquistas obtenidas a través de grandes luchas, en definitiva siguen sin rechistar todo lo que les ordenan las clases dirigentes».
La tolerancia mostrada por la burguesía había dado de este modo sus frutos: en todos los países las organizaciones temidas por los defensores oficiales del régimen burgués al ser consideradas en grado potencial de amenazar el orden constituido, se habían transformado "imprevistamente" en otros tantos pilares de la conservación de este orden. Con mucha razón las tesis de la ISR subrayan como «esta transformación de los dirigentes del movimiento sindical en perros de presa del capitalismo representa la más estrepitosa victoria moral de las clases dirigentes».
Tras la guerra esta política de estrecho colaboracionismo con
la propia burguesía, que marcó la bancarrota de la II
Internacional, continúa en todos los países capitalistas
industrializados y se expresa en la subordinación de los intereses
de las clases obreras en la reconstrucción de las economías
de los países respectivos. Sin embargo, debido a las desastrosas
condiciones a las que se ha visto reducido por la guerra el proletariado
del mundo entero, se determina un fenómeno en cierto modo antagonista
al que ya se ha descrito. Empujadas por la imperiosa y vital necesidad
de defender de cualquier modo sus propias condiciones de vida, grandes
masas proletarias son arrastradas de una manera materialista al terreno
de la lucha contra el capitalismo. Para tener éxito en esta lucha,
enormes masas obreras que hasta ese momento vivían apartadas de
la vida política y sindical de la propia clase, afluyen a los sindicatos
que, en todos los países asisten a un poderoso incremento de afiliados,
transformándose así en organizaciones que agrupan a los elementos
avanzados del proletariado, como lo eran en un cierto sentido antes de
la guerra, en sindicatos de toda la clase obrera. Entrando en los sindicatos
las grandes masas obreras intentan convertirlos en instrumentos de su lucha
de defensa, chocando en todo el mundo con los jefes oportunistas sometidos
a los intereses de las clases enemigas. Esta transformación de los
sindicatos es influenciada notablemente por la Revolución de Octubre
y, siguiendo su estela, por la formación de la III Internacional;
se forman en todos los países corrientes sindicales que, aunque
no estén influenciadas directamente por los comunistas, se oponen
a la política de colaboración con la patronal.
El movimiento comunista ante el problema sindical
Era natural que, en el segundo congreso de la III Internacional, los comunistas resaltasen este proceso y la estrategia para intervenir en él en todos los países donde se formaban los partidos comunistas, apoyando sus caracteres exquisitamente revolucionarios y dedicando a esta cuestión un cuerpo de tesis. Citemos algunas: «Los contrastes de clase que se exacerban obligan a los sindicatos a dirigir las huelgas que se suceden a través de grandes oleadas en todo el mundo capitalista e interrumpen continuamente el proceso de producción y de intercambio capitalista. En la medida en que las masas obreras, dados el creciente aumento de los precios y su propia extenuación, aumentan sus propias reivindicaciones, destruyen las bases necesarias para cualquier cálculo capitalista, premisa elemental para que cualquier economía funcione. Los sindicatos, que durante la guerra se habían convertido en instrumentos para influenciar a las masas obreras a favor de la burguesía, se convierten ahora en instrumentos de destrucción del capitalismo.
Pero la vieja burocracia sindical y las viejas formas organizativas sindicales obstaculizan de cualquier modo este proceso de transformación de los sindicatos. La vieja burocracia sindical busca por todas partes conservar los sindicatos como organizaciones de la aristocracia obrera; sigue manteniendo las normas que hacen imposible el ingreso en las organizaciones sindicales a las masas obreras peor pagadas. La vieja burocracia sindical busca la forma de sustituir la huelga combativa de los obreros, que día tras día va tomando el carácter de un choque revolucionario del proletariado con la burguesía, por una política de acuerdos con los capitalistas, una política de acuerdos a largo plazo, que ha perdido todo significado, debido a los ininterrumpidos, alocados aumentos de precios. Intenta hacer que los obreros acepten la política de las comisiones mixtas, de los Joint Industrial Councils, y con la ayuda del Estado capitalista intenta igualmente obstaculizar legalmente la dirección de las huelgas. En los momentos de mayor tensión de la lucha, esta burocracia siembra la división entre las masas obreras en lucha, impide que las distintas categorías obreras se unan en una lucha general de clase. En estas tentativas está apoyada por las viejas organizaciones de los sindicatos profesionales que dividen a los obreros de una misma rama industrial en grupos profesionales separados, aunque el proceso de explotación capitalista los una. Se apoya todavía en las ideologías tradicionales de la vieja aristocracia obrera, aunque esta última esté constantemente debilitada por la progresiva eliminación de los privilegios de grupos proletarios aislados, debido a la desintegración general del capitalismo, a la nivelación que se va instaurando en las condiciones de la clase obrera, a la generalización de su situación de necesidad e inseguridad.
De este modo, la burocracia sindical divide al gran río del movimiento obrero en débiles arroyuelos, trocan los objetivos revolucionarios generales del movimiento con reivindicaciones reformistas parciales y en conjunto impide que la lucha del proletariado se transforme en lucha revolucionaria para aniquilar al capitalismo».
Si en la época de la I Internacional, en plena fase de prohibición de los sindicatos, la táctica propuesta por los marxistas era la de conectar los sindicatos con lo que entonces era el partido político del proletariado, la socialdemocracia, para luchar contra el capitalismo, ahora la táctica, aún derivando de la precedente, se expresaba a través de la consigna de conquista de los sindicatos por los partidos comunistas contra las direcciones legalitarias, reformistas y colaboracionistas, que en la primera fase no existían. Retomemos de las tesis lo siguiente: «Teniendo presente esta afluencia de gigantescas masas obreras a los sindicatos, y teniendo presente el carácter revolucionario objetivo de la lucha económica llevada a cabo por estas masas en oposición a la burocracia sindical, los comunistas de todos los países deben entrar en los sindicatos para transformarlos en instrumentos conscientes para luchar por la caída del capitalismo, por el comunismo. Además deben tomar la iniciativa de construir los sindicatos allí donde no existen. El mantenerse alejados voluntariamente del movimiento sindical, el intento de crear artificialmente sindicatos particulares sin verse obligados a ello por actos excepcionales de violencia por parte de la burocracia sindical (como la disolución de grupos revolucionarios locales de los sindicatos por las direcciones oportunistas) o por una mezquina política aristocrática que impide el acceso a las organizaciones de las grandes masas de obreros menos cualificados, representa un peligro gravísimo para el movimiento comunista: el peligro de entregar a los obreros más avanzados y provistos de mayor conciencia de clase en manos de los jefes oportunistas aliados de la burguesía. La duda de los obreros frente a los engañosos argumentos de los jefes oportunistas solamente puede ser superada con un recrudecimiento de la lucha, en la medida en que cada vez más, amplios estratos del proletariado aprenden a través de su propia experiencia, de las victorias y de las derrotas, que sobre la base del sistema económico capitalista nunca se podrán alcanzar condiciones de vida humanas; en la medida en que los obreros comunistas avanzados aprendan en el curso de las luchas económicas no solo a difundir las ideas del comunismo sino a convertirse en los jefes más resueltos de esas mismas luchas económicas y de los sindicatos. Solamente de esta forma los comunistas podrán colocarse a la cabeza del movimiento sindical y transformarlo en órgano de la lucha revolucionaria por el comunismo. Solamente así se pondrá remedio a la fragmentación de los sindicatos siendo sustituidos por asociaciones industriales; eliminarán a la burocracia separada de las masas y la sustituirán por un aparato de representantes de fábrica, mientras las direcciones centrales conservarán solamente las funciones verdaderamente indispensables».
Las tesis respondían de esta forma también a las desviaciones de algunos sectores del movimiento comunista, especialmente alemanes y holandeses, que propugnaban la táctica del abandono de los sindicatos dirigidos por los reformistas para pasar a la formación de nuevos sindicatos económicos que agrupaban solamente a los obreros comunistas y a los proletarios próximos a ellos, con la perspectiva de crear una red sindical autónoma y ligada al partido, planteando las tesis como elemento esencial en materia táctica sindical que cualquier acción tuviese por objetivo la unión constante con las masas obreras, abandonando por consiguiente actitudes que habrían podido llevar al aislamiento de los comunistas de los demás trabajadores. En particular las tesis rechazaban la hipótesis de promover escisiones sindicales a falta de un vasto movimiento dirigido en este sentido y subrayaban la necesidad de trabajar dentro de todos los sindicatos amarillos dirigidos por los reformistas, tendiendo más bien, a nivel nacional, a la unificación de todas las centrales sindicales clasistas, en la perspectiva de la unidad de clase del proletariado, indispensable para obtener resultados concretos sobre el terreno de la lucha económica de defensa y, en una perspectiva revolucionaria, a la misma lucha insurreccional para la conquista del poder político: «Puesto que para los comunistas los objetivos y la esencia de la organización sindical son más importantes que su forma, no deben retroceder ante una escisión de las organizaciones dentro del movimiento sindical, en el caso de que la renuncia a la escisión equivaliese a renunciar a su trabajo revolucionario en los sindicatos, a renunciar a la tentativa de hacer de ellos un instrumento de lucha revolucionaria, a renunciar a organizar a la parte más explotada del proletariado. No obstante, si esta escisión fuese necesaria, solamente podría llevarse a cabo si los comunistas consiguiesen, a través de una lucha sin cuartel contra los jefes oportunistas y su táctica, con la participación más activa en la lucha económica, persuadir a amplias masas obreras de que la escisión se lleva a cabo no por lejanas e incomprensibles metas revolucionarias, sino por intereses concretos e inmediatos de la clase obrera en el curso de su lucha económica. Siempre que se presente la necesidad de una escisión, los comunistas deben examinar siempre con atención si esta escisión no les puede llevar a aislarse de la masa obrera.
Allí donde la escisión entre el movimiento sindical oportunista y el revolucionario ya se ha realizado, allí donde, como en América, junto a los sindicatos oportunistas subsisten organizaciones revolucionarias, aunque no sean de tendencia comunista, los comunistas deben apoyar a estos sindicatos revolucionarios, y ayudarles a liberarse de los prejuicios sindicalistas alineándose sobre el terreno del comunismo: esta es la única brújula segura dentro de la confusión de la lucha económica. Allí donde en el ámbito de los sindicatos o fuera de ellos, en las fábricas, se constituyan organizaciones, como los Shops Stewards y los consejos de fábrica, que se plantean como objetivo la lucha contra las tendencias contrarrevolucionarias de la burocracia sindical y el apoyo a las acciones espontáneas directas del proletariado, es evidente que los comunistas deben apoyar con todas sus energías a estas organizaciones.
Pero este apoyo a los sindicatos revolucionarios no debe llevar a los comunistas a la salida de los sindicatos oportunistas en los que haya síntomas de fermento y la voluntad de colocarse en el terreno de la lucha de clase. Por el contrario, si se pretende acelerar este desarrollo de los sindicatos de masa que se dirigen hacia la lucha revolucionaria, los comunistas pueden mantener un papel de guía, en modo de fundir en el plano espiritual y organizativo a los obreros organizados sindicalmente, con el fin de luchar conjuntamente por la destrucción del capitalismo».
La preocupación de no aislar a los comunistas de los demás trabajadores a través de una acción sindical, que es lo que aquí se remacha con insistencia en referencia a las escisiones sindicales y a la salida de los comunistas de los sindicatos oportunistas, es indudablemente el elemento de base más importante para plantear correctamente la táctica sindical, válido en cualquier ocasión y situación.
La primera parte de las tesis sindicales de la Internacional termina con una importantísima constatación, ya que constituye la clave para comprender la relación entre lucha económica y lucha política en la fase imperialista del capitalismo, que es precisamente el tema central que estamos tratando: «En una fase de declive del capitalismo, la lucha económica del proletariado se transforma en lucha política más rápidamente que cuanto podía acaecer en la era del desarrollo pacífico del capital. Cualquier choque económico importante puede colocar a los obreros directamente ante el problema de la revolución. Por esto es un deber de los comunistas recordar a los obreros siempre, en todas las fases de la lucha económica, que esta lucha puede tener éxito solamente si la clase obrera vence en choque abierto a la clase de los capitalistas y a través de la dictadura comienza la obra de construcción del socialismo. Partiendo de esto los comunistas deben tender a establecer siempre que sea posible la unidad plena entre los sindicatos y el partido comunista, subordinando los sindicatos a la guía efectiva del partido, considerado como la vanguardia de la revolución obrera. Para este fin los comunistas deben constituir por doquier en los sindicatos y en los consejos de fábrica fracciones comunistas, con la ayuda de las cuales dominar el movimiento sindical y dirigirlo».
Ya entonces los comunistas constataban este fenómeno típico
de la era imperialista del capitalismo, que hoy ha asumido aspectos más
acentuados, dada la ulterior fase de declive del capitalismo que ha seguido
a la segunda guerra mundial.
Tercera fase: Sometimiento
Es precisamente en la primera posguerra cuando la burguesía pasa a la ofensiva y su actitud hacia los sindicatos cambia de tendencia: de la tolerancia, que se demostró sumamente valiosa durante la guerra, pasa al sometimiento de los sindicatos, a su utilización como instrumentos directos de la gestión de la economía capitalista, y por tanto a su reconocimiento jurídico e institucional. Este proceso asume aspectos muy diferentes en todos los países y se enlaza con la terrible derrota de la revolución comunista rusa y la consiguiente degeneración de la III Internacional llevada a cabo por el estalinismo, y que alcanza su punto culminante al arrastrar al proletariado a los frentes bélicos en la segunda matanza imperialista mundial, en nombre de la defensa de la democracia.
Abordaremos aquí con brevedad este proceso y estos sucesos, pues el Partido les ha dedicado amplios estudios y análisis, y ha basado sobre su interpretación marxista sus tesis de la segunda posguerra. Lo que nos interesa tratar aquí en general es precisamente el aspecto de la tendencia del imperialismo a la centralización de todos los factores de la producción capitalista bajo la égida del Estado y por lo tanto también los sindicatos, que desde este momento se convierten en parte integrante del contexto social y económico del capitalismo.
Al perfilar su táctica en el terreno sindical el Partido está obligado a tener en la máxima consideración este fenómeno y a estudiar sus consecuencias y las particulares repercusiones históricas que poco a poco ha asumido en relación con la involución del movimiento sindical y a la destrucción física y programática del órgano partido a escala mundial, hasta nuestros días y en los años próximos.
Retomemos a este respecto del artículo "Movimiento obrero e internacionales sindicales", aparecido el 29 de junio de 1949 en el quincenal de entonces del Partido Battaglia Comunista, un extracto que pone de relieve la claridad con la que la Izquierda vió en su desarrollo esencial el proceso de sometimiento de los sindicatos por el Estado: «El problema del enlace entre órganos políticos y órganos sindicales de lucha proletaria, al plantearse debe tener en cuenta unos hechos históricos de la mayor importancia acaecidos tras el fin de la primera guerra mundial. Tales hechos son, por una parte la nueva actitud de los Estados capitalistas hacia el hecho sindical, y por otra el mismo desenlace del segundo conflicto mundial, la monstruosa alianza entre Rusia y los Estados capitalistas y las diferencias entre los vencedores. De la prohibición de los sindicatos económicos, consecuencia coherente de la doctrina liberal burguesa pura, y de la tolerancia de los mismos, el capitalismo pasa a su tercera fase, la de la inserción de los sindicatos en su orden social y estatal. Políticamente la dependencia ya se daba en los sindicatos oportunistas y amarillos y lo había demostrado en la primera guerra mundial. Pero la burguesía debía hacer más para defender su orden constituido. Desde un primer momento la riqueza social y el capital estaban en sus manos y los iba concentrando cada vez más al arrojar continuamente en la miseria a las clases tradicionales de los productores libres. En sus manos desde las revoluciones liberales, estaba el poder político armado del Estado, y de una forma más perfecta en las más perfectas democracias parlamentarias como demuestra Lenin, con Marx y Engels. En manos de su enemigo el proletariado, cuyo número crecía al crecer la expropiación acumuladora, estaba un tercer medio: la organización, la asociación, la superación del individualismo, divisa histórica y filosófica del régimen burgués. La burguesía mundial ha querido arrancar a su enemigo también esta única ventaja que le era propia (...). Puesto que la prohibición del sindicato económico sería un incentivo para la lucha autónoma de clase del proletariado, según este método la consigna es completamente opuesta. El sindicato debe insertarse jurídicamente en el Estado y debe convertirse en uno de sus órganos. La vía histórica para llegar a este resultado presenta muchos aspectos distintos y también muchos giros, pero estamos en presencia de un carácter constante y distintivo del moderno capitalismo. En Italia y Alemania los regímenes totalitarios lo consiguieron a través de la destrucción directa de los sindicatos rojos tradicionales e incluso de los amarillos. Los Estados que han derrotado a los regímenes fascistas en la guerra se mueven con otros medios en la misma dirección. Actualmente, en sus territorios y en los que han conquistado han permitido la actuación de sindicatos que se llaman libres y no han prohibido y no prohiben aún agitaciones y huelgas. Pero por doquier la solución propuesta por tales movimientos confluye con acuerdos a nivel oficial con los exponentes del poder político oficial que hacen de árbitros entre las partes económicamente en lucha, y obviamente es la patronal la que actúa de tal modo como juez y ejecutor. Esto seguramente es el preludio de la eliminación jurídica de la huelga y de la autonomía de organización sindical, que de hecho ya rige en todos los países, y crea naturalmente un nuevo planteamiento de los problemas de la acción proletaria. Los organismos internacionales reaparecen como emanación de los poderes estatales constituidos. Al igual que la Segunda Internacional renace con el permiso de los poderes vencedores de entonces bajo una forma domesticada, así sucede hoy con agencias socialistas en la órbita de los Estados occidentales y una así llamada agencia de información comunista en lugar de la gloriosa Tercera Internacional».
El proceso de sometimiento de los sindicatos se remonta al inicio de la fase del imperialismo y asume inicialmente la forma de la creación de sindicatos que reniegan de la lucha de clase, los así llamados sindicatos blancos, nacidos con expreso patrocinio de la Iglesia Católica, ya férrea aliada del capitalismo, y financiados directamente por ciertos sectores de la patronal; tuvieron cierto desarrollo en los primeros años del siglo XX, constituyéndose incluso en Confederación internacional en 1919.
La burguesía, al constatar que el asociacionismo obrero era algo irreversible dentro de su sistema social, intentaba crear uno para su propio uso y consumo. Pero evidentemente esto no era suficiente. Para servir al objetivo de la conservación social, un sindicato debe ante todo conseguir la credibilidad de amplios estratos obreros. Esto no podía llevarse a cabo con los sindicatos blancos que nunca obtuvieron una sólida base obrera. Mucho más proficuo se demostró el oportunismo de tipo reformista socialdemócrata, que tenía sólidas raíces entre grandes estratos de la aristocracia obrera, alimentada con las migajas de los colosales beneficios de la primera fase de expansión "pacífica" del capitalismo librecambista.
Sin embargo, en países como Alemania e Italia, en particular en este último, en los que la radicalización de las luchas proletarias conducidas sobre bases clasistas había asumido unos aspectos y una consistencia tales como para amenazar seriamente las bases del orden social capitalista, la burguesía se vió obligada a abandonar el modelo de la concurrencia entre sindicatos rojos por un lado, y blancos y amarillos por otro,para destruirlos todos, en particular, obviamente, los sindicatos rojos, para proceder a la tentativa de crear aparatos sindicales de emanación estatal directa.
La Izquierda, frente a esta nueva actitud de la burguesía y el consiguiente peligro de que, en Italia, la CGL (Confederazione Generale del Lavoro) sucumbiese bajo los golpes del fascismo, lanzó entonces la consigna del renacimiento de los sindicatos libres, indicación que no tuvo un seguimiento determinante merced al sabotaje de los reformistas que, siguiendo totalmente los deseos del fascismo, disolvieron la Confederación hasta que llegasen tiempos mejores.
La terrible oleada contrarrevolucionaria estalinista desbarató en todo el mundo el movimiento comunista revolucionario, dejando en los sindicatos vía libre a todas las formas del oportunismo imperante. Los partidos comunistas de todos los países occidentales abandonaron cualquier forma de defensa sindical clasista, vinculando los intereses proletarios, en los países donde tenían una cierta influencia, a la defensa de los intereses del Estado ruso, ya dentro del circuito de los países capitalistas, orientando a los obreros hacia la defensa de la democracia en la política de los frentes populares y de la alianza entre todas las clases, o directamente, siempre en conformidad con la defensa de los intereses contingentes del Estado ruso, enmascarado como "patria del socialismo", en connivencia con el fascismo, como sucedió en la campaña por la "alianza popular" en Italia, durante 1935-36.
Llegados a este punto parece útil retomar unas citas de un amplio trabajo aparecido en nuestro periódico mensual (Il Partito Comunista) en diversos números del año 1977 con el título: "Bases de acción del Partido en el terreno de las luchas económicas proletarias" que expone la serie de este análisis histórico con mucha claridad, no teniendo nada que añadir a trabajos del partido que ya han expresado de la mejor forma lo que se quiere decir, siendo un deber de los militantes retomarlos cada vez que se considere necesario. Una vez más la esencia de nuestros trabajos es la de precisar, mejor dicho "esculpir", las cuestiones que articulan nuestro trabajo de defensa de las correctas posiciones marxistas, y no la de aportar "posiciones personales", "enriquecimientos individuales" o elucubraciones intelectuales de quien pretende ser "más animoso" o estar "más preparado", morralla que pertenece a la ideología individualista típicamente burguesa y que pensamos haber superado para siempre, como Partido. Mejor repetir hasta la nausea lo que ya se ha dicho bien, que decir tonterías "innovadoras". «El partido comunista revolucionario ya no existe y las fuerzas que habían combatido al oportunismo estalinista o bien se mantienen sobre posiciones coherentemente marxistas intentando sacar un balance de esta terrible oleada contrarrevolucionaria, aunque desde el punto de vista organizativo sus efectivos son muy reducidos, o bien abandonan el terreno del marxismo revolucionario recayendo por un lado en el anarcosindicalismo, y por otro, como la corriente de Trotski, adoptan una praxis oportunista encaminada a remontar la corriente desfavorable con todos los medios y expedientes, y por consiguiente se autodestruyen como fuerza revolucionaria.
La traición de los partidos de la III Internacional permite al capitalismo superar fácilmente la crisis económica del período 1929-33. En los Estados Unidos, al igual que en todos los Estados europeos, todas las fuerzas políticas se alinearon urgidas por la necesidad de no debilitar la economía nacional y de esta forma no solo no actuaron en un sentido revolucionario sino que se alinearon abiertamente contra las acciones para defender el pan y el trabajo que el proletariado emprendía espontáneamente. Esto permite al Estado capitalista establecer las medidas "asistenciales" y de corrupción de la clase obrera que el New Deal americano toma del fascismo, pero que tuvieron su correspondencia en todos los países de Europa. Al proletariado gradualmente se le iba habituando a no considerarse ya una clase con intereses opuestos a los de las otras clases de la sociedad y ligado orgánicamente a escala internacional, sino como un "componente" de la nación, del pueblo a cuyos intereses "generales" debía sacrificar todas sus necesidades. Por ambas partes de los futuros frentes bélicos se agitó la misma bandera: solidaridad nacional entre las clases, defensa nacional, concepto de pueblo en vez del concepto de clase. Era la bandera enarbolada por el fascismo y por sus seudo sindicatos contra los sindicatos rojos y de clase tradicionales.
Está claro pues que mientras en los países con un régimen dictatorial (Alemania e Italia) no se llevaba a cabo ningún trabajo para contrarrestar válidamente a los sindicatos estatales haciendo resurgir a los sindicatos de clase, sino que las energías proletarias se dirigían a la lucha popular contra el fascismo con la tesis de que éste no defendía bien los intereses de toda la nación, en los países en los que permanecía la dictadura enmascarada bajo una forma democrática se asentó entre el proletariado la tradición de un sindicalismo dispuesto a sacrificarlo todo en defensa de las instituciones y del régimen, dispuesto a sabotear cualquier huelga si debilitaba la economía nacional, dispuesto a formar, como en Suiza, una paz eterna entre trabajo y capital sobre la base de los intereses comunes a todas las clases. En España, en Francia, en Inglaterra, en Suiza, y también en Italia, el proceso de formación de este sindicalismo que correctamente el Partido ha llamado "tricolor" es particularmente visible.
La diferencia entre el sindicalismo fascista y el sindicalismo tricolor no está por tanto en su política correspondiente: ambos subordinan la defensa de los intereses económicos inmediatos de los trabajadores a las exigencias de la patria y de la economía nacional. La diferencia, fundamental, está en la forma organizativa por la cual en algunos Estados capitalistas, en los más fuertes y en los que la lucha de clase no ha alcanzado límites críticos, al igual que le ha sido posible al Estado capitalista mantener sindicatos formalmente "libres", con una formal adhesión voluntaria de los trabajadores aunque sustancialmente estaban ligados al régimen capitalista y a su conservación. Esta diferencia formal no carece de significado ya que es el resultado de acontecimientos históricos a través de los cuales el Estado capitalista ha podido vencer al proletariado sin recurrir a la prueba de fuerza suprema que se da cuando el Estado se ve obligado a presentarse ante las masas abiertamente y con las armas como la expresión de los intereses de las clases dominantes, intentando acabar con las luchas proletarias con la violencia directa y encerrando necesariamente al proletariado dentro de organismos con un carácter forzado y coercitivo, es decir sindicatos obligatorios abiertamente dependientes del Estado y que forman parte de su aparato.
El hecho de que el Estado capitalista haya conseguido someter a los organismos obreros para la defensa de los intereses capitalistas, directamente o dando mil vueltas, y que haya podido hacerlo manteniendo formalmente libre y voluntaria la organización es un hecho negativo de grandísima importancia. Indica que la burguesía ha conseguido corromper al proletariado y que no ha necesitado destruir sus organismos de clase, sino que éstos "voluntariamente" se han sometido, a través de sus propios jefes oportunistas, y a través de la influencia de las categorías obreras privilegiadas, a las exigencias del Estado y del capital; indica que la clase proletaria no ha tenido la fuerza de impedir que sus mismas estructuras organizativas cayesen en manos del enemigo de clase y que el proletariado organizado "acepta" la sumisión de sus intereses económicos ante los "intereses supremos" de la nación. Este resultado, esencial para su propia conservación, ha sido logrado por el capitalismo al día siguiente de la derrota de la gran oleada revolucionaria de la primera posguerra, no porque hubiese descubierto nuevas y desconocidas recetas para su supervivencia, como consideran generaciones enteras de antimarxistas, sino porque las relaciones de fuerza a escala mundial eran más favorables tanto para la desmoralización de la clase tras las grandes derrotas, como y sobre todo para la destrucción del partido revolucionario de clase que vino tras la victoria estalinista en Rusia y por el paso, con armas y bagajes, de los partidos de la III Internacional al terreno oportunista. Estos partidos, tras haber hecho causa común con los viejos partidos socialdemócratas en todos los países, han trabajado constantemente junto a ellos con todos los medios para quitar de entre las filas obreras toda esperanza de liberación, para fijar en la mente de los proletarios la idea de una unión necesaria y para salvaguardar los intereses de la economía de "su" nación y de "su" patria. Este efecto conseguido tras estos acontecimientos negativos, es el que ha permitido al Estado capitalista hacer llover sobre la clase obrera de los distintos países sus medidas "reformistas y asistenciales", garantizando con ellas una supervivencia mínima a las masas proletarias de los países industriales concretando en ellas la ilusión, pagada dura y sangrientamente con el aplastamiento de las poblaciones coloniales y subdesarrolladas, de que se pueden someter los intereses económicos de clase sometiéndolos a los intereses generales de la nación y del Estado».
Al mismo tiempo el efecto conseguido con estos acontecimientos negativos es que las relaciones de fuerza entre las clases que en el último medio siglo han sido claramente desfavorables al proletariado, han permitido que se pase a nivel mundial de los sindicatos de clase de la primera posguerra a los sindicatos "tricolores" de la segunda y de hoy.
Introducción
Presentamos a continuación un texto sobre América Latina, publicado en "Il Programma Comunista" núms. 14-15 de 1959, que aplicando como nos es propio el análisis materialista de la historia nos lleva a comprender las causas del atraso en el subcontinente.
La primera y principal razón hay que buscarla en la existencia, desde hace varios siglos, de la gran propiedad territorial que se desarrolló sin obstáculos gracias a la política de los imperios coloniales español y portugués que evitaron desde el principio la creación de una nobleza hereditaria que les plantease los problemas que se vivían en la metrópolis.
La Encomienda primero y la Hacienda más tarde consolidaron la formación de estas grandes propiedades territoriales. Los dueños de la Haciendas jugaron un papel fundamental en las luchas de independencia; he aquí otra causa para que la gran propiedad subsistiese. Estas luchas no condujeron a ningún revolucionamiento en lo que al modo de producción se refiere. Tampoco las potencias extranjeras, que tras la independencia se fueron adueñando de las riquezas de América Latina, estaban interesadas en subvertir el orden social existente.
Llegamos así al siglo XX con una América Latina prácticamente fuera de la revolución industrial y en condiciones de colonia financiera del imperialismo.
Hasta la segunda guerra mundial, durante la cual se rompen las relaciones comerciales con estos países, no se dan las verdaderas condiciones para la creación de una industria nacional.
En algunos países la burguesía se arropa con ideologías democráticas frente a los militarismos que venían representando a la aristocracia terrateniente.
El artículo termina valorando el papel del justicialismo de Perón entre la clase trabajadora, y merece la pena profundizar en algunos aspectos del mismo, tanto por la influencia que en aquel momento ejerció entre los obreros, como por la herencia ideológica de confusión e interclasismo que se extendió a otros países y que sigue viva en nuestros días. Nada como el justicialismo, con el apoyo del imperialismo inglés, produjo tanto "quietismo" y conservadurismo en la clase obrera argentina. Nada mejor que el peronismo para mostrar las grandes similitudes de las dos caras del capitalismo, democracia y dictadura.
El lema del justicialismo era: luchemos por la justicia social para que los obreros no acudan al comunismo.
Para conseguir esa "justicia social", era necesario concienciar a todas las clases para la Defensa Nacional a ultranza, argumento facilón de independencia mientras recibía instrucciones de Inglaterra. Pero el principal enemigo para el justicialismo era el comunismo. Para la defensa del país, del orden establecido, se aumentó el presupuesto militar en cinco veces respecto a 1942. El control social se incrementó fuertemente y los sindicatos, que en muchos casos fueron las bases del justicialismo se estatalizaron y burocratizaron plenamente.
El periodo de gobierno peronista coincide con un periodo de prosperidad económica que permite conceder ciertas migajas a los trabajadores. Se empieza a hablar de justicialismo socialista porque estas migajas estan acompañadas de algunas nacionalizaciones, tales como teléfonos, gas, ferrocarriles, etc. La confusión no deja de crecer. Por un lado declara la Independencia económica de Argentina, por otro se intensifica la colaboración con el capital foráneo, alineándose en el bloque angloamericano e identificando al comunismo con el bloque imperialista sometido al capitalismo ruso.
Durante todo el gobierno peronista el proselitismo llega a todas las horas y a todos los rincones del país con las ideas principales extraídas por Perón de las Encíclicas Rerum Novarum y Quadragésimo Anno en sus discursos sobre capital y trabajo. Un ejemplo: "Esta debe ser ante todo la mira y éste debe ser el esfuerzo del Estado y de todos los ciudadanos: que superada la lucha de clases se promueva y aliente una aspiración concorde de todos los órdenes"(Quadragesimo anno, 1931). Se buscaba ante todo la conciliación entre obreros y patronos que alejase a éstos de los peligros del comunismo.
Otro aspecto del justicialismo es su carácter cristiano y su defensa intransigente de la familia: "a diferencia de los otros, el movimiento justicialista era ideológicamente cristiano, y tanto lo era, que por diez años consecutivos el clero argentino, desde su más alta jerarquía, hasta el más humilde cura de campaña, apoyó al Peronismo, tanto en sus campañas electorales como durante su gestión partidista en el gobierno" (Perón y el justicialismo). Perón mismo decía: "el justicialismo no es sino un socialismo nacional cristiano. Los que se oponen a él trabajan consciente o inconscientemente por el comunismo". Y si bien en algunos discursos decía que la lucha de clases se encontraba en trámites de superación, su temor le llevaba una y otra vez a hablar de ellas: "las luchas entre el capital y el trabajo son siempre destructivas y no hay ganancias en ellas, ni para una parte ni para la otra". Se trataba de conseguir la superación de la lucha de clases por la colaboración social y la dignificación social". Ejerció un fuerte control ideológico, pero cuando algo se les escapaba, se prohibía, como ocurrió cuando la oposición intentaba realizar actos públicos.
Necesidades económicas y políticas (el temido auge de las "ideas comunistas" en América Latina) le llevaron a relacionarse con otros países y a celebrar Conferencias Interamericanas, colaborando al mismo tiempo con EEUU. Sólo después de septiembre de 1955, cuando el movimiento civil-militar de la "Revolución libertadora" derrocó el régimen, con todas las facilidades por parte de Perón y su gobierno, éste parte para el exilio y comienza sus discursos antimperialistas, respondiendo a la pregunta de porqué no armó a los trabajadores cuando estos lo pidieron, que no pensaba que los acontecimientos tomaran ese curso.
El gobierno de Perón, como el de Vargas en Brasil y como los
gobiernos actuales, sabía perfectamente dónde estaba su enemigo,
en el comunismo. La crisis, cada vez más profunda en que se encuentra
América Latina, empeorará las condiciones de los trabajadores
hasta empujarles nuevamente al comunismo, única alternativa emancipadora
del proletariado.
LAS CAUSAS DEL ATRASO EN AMÉRICA LATINA
Desde el final de la segunda guerra mundial se viene dando una profunda transformación económica, social y política en América Latina. Las convulsiones sociales determinadas por el conflicto en todo el área sometida al régimen colonial, no podían excluir al subcontinente latino-americano, que, aunque hacía más de un siglo había quebrado los antiguos vínculos coloniales, permanecía y permanece aún en un estado de para-colonia del capital financiero imperialista.
Se escribe mucho sobre el despertar de América Latina y muy a menudo se habla de revolución, cuando no se discute directamente sobre las "estructuras feudales" que estarían todavía presentes en el ámbito social. Para determinar el peso efectivo de los acontecimientos latinoamericanos, su naturaleza y finalidad social, es necesario saber definir las grandes líneas de la evolución histórica del subcontinente. Fieles al determinismo sabemos que no sucede nada en el presente que no esté condicionado por acontecimientos de un pasado, a veces remoto. La generación espontánea, demostrada como falsa en biología, está totalmente ausente también en la evolución histórica. Tal verdad salta a la vista especialmente en el estudio de los países que han quedado atrasados en el camino del progreso. En ellos, las estructuras de la sociedad permanecen cristalizadas, y cambian con lentitud exasperante, ya que las influencias de las mutaciones del pasado perduran obstinadamente y el "nuevo" no puede generarse por puro acto de voluntad colectiva.
En la sociedad latino-americana reina un obstáculo que parece inamovible y eterno como las gigantescas ruinas de los antiguos monumentos pre-colombinos: la gran propiedad de la tierra. El último siglo de la historia de América Latina que coincide con la historia de la independencia de las veinte repúblicas del subcontinente puede resumirse, sin temor a caer en el simplismo, en una frase: la lucha obstinada contra las oligarquías terratenientes, detentadoras del monopolio de la riqueza y del poder político. La lucha ha asumido, en el curso de decenios, aspectos distintos, al mismo tiempo que en el campo enemigo de la aristocracia terrateniente afluían los diversos estratos sociales generados por la evolución histórica: la pequeña burguesía urbana e intelectual (las famosas "Clases Medias"), los empresarios industriales y comerciales, y desde finales del siglo pasado, los primeros núcleos de proletariado asalariado socialista. La lucha pro y contra la aristocracia terrateniente ha representado en la atormentada historia de las repúblicas latino-americanas, densa en ásperas competiciones políticas, en revueltas, en golpes de estado, en sangrientas guerras civiles, el choque entre el conservadurismo o el progreso, entre la rea-cción y la renovación (atribuyendo naturalmente el sentido exacto a estos términos que están todos en el análisis de una estructura tendiente al capitalismo).
Tal fenómeno no es único en la historia del capitalismo. Por el contrario, todas las revoluciones antifeudales en Europa, incluídas la inglesa y la francesa, han pasado por un período que ha visto incrementarse la rivalidad entre las dos grandes ramas de las secciones de la clase dominante burguesa: los propietarios de la tierra y los empresarios industriales. En todos los casos, la resistencia de los propietarios terratenientes era doblegada y la agricultura se convertía en el dócil vasallo de los capitales financiero e industrial. Como eco doctrinario del conflicto quedan las obras de los economistas clásicos burgueses, especialmente en la escuela ricardiana, que reconocen a la clase de los empresarios industriales el derecho a la primacía social.
Es necesario, por tanto, explicar las causas de la excepcional capacidad de resistencia de la propiedad terrateniente latino-americana. En primer lugar hay que liberarse de la fácil tentación de ver en ella un residuo feudal. Un verdadero feudalismo no ha existido jamás en el imperio colonial que crearon portugueses y españoles en América a principios del siglo XVI, aunque no fuese más que por el hecho de que el feudalismo, en el momento de los grandes descubrimientos geográficos y de la introducción del régimen colonial, estaba en declive por todas partes. Pero la razón específica de que no se trasplantasen a las colonias las estructuras feudales todavía en auge en las metrópolis hay que buscarla en la política de las monarquías absolutas que, convertidas en poseedores de vastísimos imperios coloniales, se cuidaron mucho de crear en los países de ultramar un duplicado de la nobleza terrateniente hereditaria, que tenazmente combatían en la metrópoli. Por el contrario, España y Portugal impusieron a las colonias una burocracia estatal pletórica que, desde el centro a la periferia, controlaba minuciosamente toda la actividad de los colonos instalados en las tierras de ultramar.
La "encomienda", es decir, la concesión de amplias extensiones de terreno que el soberano concedía a los colonos "criollos" no repetía mas que en apariencia el sistema del feudo. El "encomendero" era el señor absoluto, no solo de la tierra sino de la población india y de los esclavos negros que trabajaban como bestias en las plantaciones. Sin embargo, el derecho de la transmisión hereditaria de la posesión, que en el feudalismo europeo, tuvo por efecto la formación de una nobleza hereditaria, no era reconocido al "fazendeiro" o al "estanciero". De hecho, la Corona se reservaba el derecho de revocar la concesión de la "encomienda" cuando hubiese transcurrido un período preestablecido, que se daba hasta un máximo de dos generaciones.
Tal reducción del derecho de propiedad y la insoportable fiscalidad practicada por la multitud de funcionarios coloniales de la Corona que, a pesar de los vínculos de raza y de lengua, trataban con altivez a la aristocracia terrateniente criolla, la prohibición de comerciar con otros puertos que no fuesen los de la metrópoli, debían a largo plazo, echar las semillas de la revuelta incluso en los despiadados explotadores y opresores de los trabajadores indígenas y de los esclavos negros. Sucedió así que una clase que era ultra-reaccionaria en los choques contra los trabajadores locales, a quienes se les hacia pagar con fuertes represiones todo intento de revuelta, se convierte en revolucionaria frente a la potencia colonialista metropolitana. Y cuando llegó el momento no dudó en lanzarse a una verdadera guerra civil, tomando las armas contra los ejércitos imperiales que incluso hablaban su misma lengua. Tal es, a nuestro parecer, la característica esencial de la revolución nacional de América Latina. En Europa, especialmente la revolución contra el absolutismo monárquico significó la liberación de los siervos de la gleba, si bien la antigua servidumbre se sustituiría más tarde por la nueva esclavitud moderna del trabajo asalariado. En América Latina, en cambio, la clase de los plantadores, propietarios de inmensas haciendas agrícolas y de ejércitos de esclavos de color, se levantó contra el absolutismo español y portugués ante todo para liberarse del control burocrático de la Corona y para poder poseer de manera total e indiscutible sus propios bienes, para poder perpetuar a su interés exclusivo el trabajo esclavo y la dominación de raza.
El haber participado directa y activamente en la revolución anticolonial, explica la inmovilidad de las posiciones que la aristocracia terrateniente criolla mantuvo en la estructura social que vino a formarse en el cuadro de la nueva república latino-americana. La revolución nacional latino-americana, que siguió poco tiempo después a la revuelta de las trece colonias norteamericanas contra Inglaterra, fue contemporánea de la Revolución francesa y de las guerras napoleónicas, desarrollándose en el período que va, con vicisitudes alternas, del 1808 al 1823. Los rebeldes antiespañoles se entusiasmaron con los ideales libertarios y democráticos y quisieron ser paladines de los principios de Rousseau, de Voltaire y de Montesquieu. Pero, al final, fueron impotentes para remover el obstáculo de la gran propiedad territorial y esclavista. Por el contrario fue la aristocracia terrateniente criolla quien recogió todos los frutos del grandioso acontecimiento. Y esto sucedió, repetimos, porque el campo democrático y progresista, que aun teniendo jefes legendarios como Miranda, Simón Bolivar y José de San Martín, no pudo combatir eficazmente contra una clase que participaba en el movimiento de insurrección contra España y Portugal. Y esto representó una verdadera tragedia para América Latina. Si la revolución no pudo asegurar la continuación de la unidad política de los subcontinentales, esto sucedió precisamente por la tenaz y áspera oposición de la clase de los propietarios terratenientes que hicieron frustrarse los generosos proyectos de federación continental, sostenidos por Simón Bolivar, y por tanto, condenaron al despedazamiento y a la impotencia económica al inmenso territorio del decadente imperio hispano-portugués.
América Latina posee grandes recursos mineros y agrícolas, pero la explotación de los recursos naturales se ve obstaculizada fuertemente por las dificultades para las comunicaciones. Al extenderse una gran parte del territorio en el interior de la zona tórrida, el subcontinente presenta características físicas que condenan al aislamiento a inmensas regiones: el exterminado manto de bosque virgen que cubría territorios surcados por el Ecuador, los áridos desiertos tropicales, las sabanas, las estepas, el régimen hídrico de gigantescas arterias fluviales, que con frecuencia inundan vastas regiones. Y, desde un cabo al otro, la formidable barrera de los Andes y de las Montañas Rocosas, que encierran entre sus sierras amplios altiplanos elevados hasta los 3.000-4.000 metros. Es comprensible como en una región que la naturaleza ha formado de modo que las comunicaciones resulten difíciles, cuando no imposibles, el desmembramiento político puede surtir el único efecto seguro de agravar las condiciones en las cuales se desarrolla el trabajo del hombre y se hace difícil el progreso económico.
El gran proyecto de los "Estados Unidos del Sur" generosamente sostenido por Simón Bolivar, si se hubiese aceptado, ciertamente habría, sobra decirlo, encaminado a América Latina hacia un grandioso futuro. Pero el proyecto no gustó a la aristocracia terrateniente del Brasil, no gustó a los colonos norteamericanos de Virginia y encontró sobretodo la desaprobación de Inglaterra, que era la gran amiga de los insurgentes sudamericanos. Se sabe que la tradicional rivalidad con España, que la necesidad de luchar contra Napoleón desplazó momentáneamente, empujó a Inglaterra a apoyar la revuelta de las colonias españolas. Armas, voluntarios, naves y dinero, suministrados con abundancia a los insurgentes, concretaron las simpatías políticas británicas. Pero no se trataba evidentemente de una ayuda desinteresada. El capitalismo británico tendía a favorecer la destrucción del imperio español, por la misma razón que empujó a todos los Estados a ayudar a los enemigos de los propios rivales imperialistas: el deseo de crearse nuevos mercados externos. Ahora está claro que la unificación de la América ex-española en una gran confederación, como era soñada por Bolivar, habría puesto un obstáculo difícil de superar en el camino de la penetración económica inglesa.
Los mismos intereses de clase, si bien se referían a objetivos distintos, empujaban a la aristocracia terrateniente criolla a oponerse a los planes de unidad continental sostenidos por Bolivar y por las fuerzas políticas que él personificaba. A los ojos de los propietarios de esclavos, los jefes a lo Bolivar, a lo San Martín, a lo Morales, que cumplían sus épicas empresas revolucionarias guiando ejércitos mixtos que abarcaban conjuntamente a criollos, indios y mestizos, representaban un peligro. La liberación de los esclavos, la mejora de las condiciones de vida de la población india y mestiza, ¿no habrían subvertido las bases sociales sobre las cuales reposaba el régimen económico de la gran propiedad territorial y de las plantaciones? Y esto no podía ser tolerado por la oligarquía terrateniente que se había rebelado contra la burocracia colonial española, precisamente porque el régimen de monopolio y la fiscalidad imperial atacaban sus privilegios. Los propietarios de esclavos tuvieron motivos para temer que la unificación política del subcontinente llevase consigo el reforzamiento del movimiento democrático e interracial.
De este modo, los intereses esclavistas de los propietarios de la tierra de Brasil y las miras imperialistas de Gran Bretaña, se coligaron contra Bolivar. No solo los "Estados Unidos del Sur" se quedaron en un sueño inalcanzable, sino que la misma formación estatal que Bolivar había llegado a planear, se dividió en 1821 en los tres Estados independientes de Colombia, Venezuela y Ecuador. Los propietarios negreros de Brasil aprendían. En poco tiempo las actuales repúblicas centro-americanas (Honduras, Guatemala, Costa Rica, Salvador y Nicaragua) disolvieron una unión estatal que habían formado en 1823, completando el proceso de desmembramiento y de fraccionamiento del ex-imperio colonial.
Es decir, que la revolución anticolonial de América Latina se concluía con el pleno triunfo de las oligarquías terratenientes. No solamente de estas. Del desmembramiento debían aprovecharse en un primer momento, y por poco tiempo, Estados Unidos, que lograron conquistar algunas posiciones comerciales en el subcontinente; pero enseguida debieron ceder el puesto a Inglaterra. Se explica así como en la segunda mitad del siglo pasado la dirección de los negocios económicos de América Latina cayó completamente en manos de los capitalistas ingleses, seguidos a poca distancia por los franceses, belgas y alemanes. Los bancos, las minas, los ferrocarriles, los teléfonos, las centrales eléctricas, el café, el cacao, etc. escapaban prácticamente al control de los gobiernos locales. Naturalmente, los inversores de capitales extranjeros hacían todo lo posible para impedir cualquier reforma democrática con vistas a liberar al país del monopolio industrial extranjero. Para los capitalistas europeos, sobretodo ingleses, toda fábrica que surgiese en las áreas sometidas a su influencia significaba un atentado a su primacía industrial; en el mejor de los casos, sería una copia inútil. Naturalmente, los intereses de los imperialistas convergían con los de la aristocracia terrateniente que en la política de reformas, sostenida por las corrientes democráticas y radicales, percibían un peligro mortal para sus privilegios. La industrialización ¿no significaba un retroceso de la economía agraria?.
De ese modo, la clase de los propietarios de la tierra, que tenía a su servicio a la Iglesia y al ejército, aceptaba que el imperialismo extranjero, a cambio del apoyo político y militar, cobrase un pesado tributo, que en el fondo no mellaba sus beneficios, siendo extraído del sudor y de la sangre de las clases trabajadoras, oprimidas por una pobreza espantosa que todavía no ha terminado hoy.
Se entiende como la estructura social de América Latina, fundada sobre la supremacía y sobre el privilegio ilimitado de las oligarquías terratenientes y de sus instrumentos políticos, y sobre la total ausencia de derechos por parte de las clases inferiores, haya durado tanto tiempo. Una larga serie de batallas políticas, de revueltas, de golpes de Estado, a menudo de sangrientas guerras civiles, no podían, como de hecho no han podido, extirpar el odiado privilegio de los terratenientes, porque él, además de ser apoyado por sus propias fuerzas, lo era por las potencias imperialistas extranjeras. A éstas no les ha servido la intervención armada en los asuntos internos de América Latina, salvo en algunos casos. Bastaba apretar el lazo del chantaje económico en torno al cuello de los gobiernos progresistas y antiimperialistas que osaban poner en discusión el orden establecido, para provocar su caída o, como sucedía en la mayoría de los casos, para inducirlos a cambiar de chaqueta.
La alianza de hierro entre la aristocracia terrateniente, políticamente representada por el militarismo, y el capital financiero extranjero, la sujeción de la primera al segundo, no es un hecho original, exclusivo de América Latina. La dominación de clase del capitalismo se rige precisamente por la identificación de los intereses de la propiedad agraria y del capital empresarial, frente a las clases trabajadoras. Naturalmente, la economía agraria y la economía industrial tienen ritmos de desarrollo diferentes, y esto provoca discrepancias entre los propietarios de la tierra y los capitalistas industriales, pero tales roces desaparecen como por encanto, cuando se trata de coligar las fuerzas de la explotación contra la clases trabajadoras. Cuanto sucede, desde hace más de un siglo, en América Latina es, por tanto, la regla, no por cierto la excepción, del mecanismo de la explotación capitalista. Tenemos de particular que la fusión, por encima de las fronteras y de la fácil retórica nacionalista de los regímenes militares Sudamericanos, de la oligarquía territorial local y del capital financiero extranjero ha tenido a América Latina completamente fuera de la revolución industrial del siglo pasado, lanzándola a las condiciones de una colonia financiera del imperialismo.
Sobre tal argumento, como sobre los aspectos sociales y políticos del atraso latinoamericano, convendrá volver; por el momento algunas cifras bastarán.
A comienzos de la crisis de 1929, las materias primas constituían en todos los países sudamericanos al menos el 80%, generalmente más del 90%, la casi totalidad de las exportaciones, mientras los artículos manufacturados no suponían, en la venta al exterior, más que un porcentaje casi nulo.
Todavía hoy, el valor de los géneros alimenticios y materias primas alcanza el 90% del total de las exportaciones a otras partes del mundo. Emerge de esto el carácter meramente colonial de la economía latino-americana que, por ser proveedora de materias primas a la industria extranjera y compradora de los productos industriales, está situada en el mismo nivel que Africa.
Para que algo nuevo madurase en la estructura social latinoamericana, sería necesario que se determinase al menos una interrupción en el mecanismo tradicional de la explotación del subcontinente. Y esto sucedió durante la segunda guerra mundial. Ya en la época de la primera guerra mundial, la tenaza imperialista se había aflojado un poco, pero con el efecto seguro de permitir al gigantesco imperialismo norteamericano ganar importantes posiciones financieras a los capitalistas rivales de Europa. La segunda guerra mundial, en cambio, venía a romper bruscamente las relaciones comerciales entre América Latina y los emporios de Europa occidental. Mientras Inglaterra debía luchar ferozmente para salvar su propia existencia y era obligada a desatender a sus propios vasallos financieros sudamericanos, Estados Unidos, empeñado también en el enorme conflicto de los continentes, podía aprovecharse sólo de una parte de la situación. En efecto, la gran ofensiva financiera de Tio Sam tuvo lugar en los años de posguerra y no se puede decir que haya desaparecido en la actualidad.
Aprovechando las condiciones de aislamiento, provocadas por la guerra, y manejando el mismo capital norteamericano, las vanguardias de la alineación anti-oligárquica, sentaban las bases de la industria nacional en algunas repúblicas, especialmente en las más importantes como Brasil y Argentina. Nacía así la industria siderúrgica, hecho absolutamente nuevo en el reino absoluto de las "haciendas" y de las "estancias". Y, con la introducción de la gran industria, tomaban cuerpo nuevas ideologías políticas y nuevos tipos de regímenes políticos, tales como el "justicialismo" de Perón, que desplazaba las bases tradicionales de las alianzas anti-oligárquicas. Desde finales del siglo pasado, el movimiento obrero que surgía en aquellos tiempos había apoyado vigorosamente todas las batallas políticas de las clases medias contra la oligarquía terrateniente y el militarismo que, políticamente representaba sus intereses. El peronismo, expresión de los intereses de la naciente burguesía empresarial que se vio obstaculizada por el obtuso conservadurismo de la aristocracia terrateniente, intentó buscar el apoyo de la clase obrera, y no se puede negar que lo consiguió.
Hoy América Latina está en plena fermentación.
Las dictaduras militaristas han caído por todas partes, salvo en
Paraguay y en Santo Domingo. Y esto significa que la secular dominación
de la oligarquía agraria da signos evidentes de hundimiento. Pero
a la vuelta espera un grave peligro para el movimiento obrero, precisamente
el peligro justicialista que, bajo la cobertura ideológica de la
lucha contra las oligarquías agrarias universalmente odiadas, tiende
a contraponer el interclasismo, arma de envenenamiento reformista para
la clase trabajadora.
Ciertamente, España no se encontró entre los países de Europa más utilizados por Marx y Engels para el desarrollo de sus investigaciones, tanto en terreno económico como político. Naturalmente esto obedece a hechos materiales, pues en España, tanto la gran burguesía políticamente, así como el desarrollo del capitalismo, se encontraban mucho más atrasados que en países como Inglaterra y Francia, países fundamentales para el estudio marxista de las relaciones de producción económicas y políticas más avanzadas.
No obstante para Marx y Engels, algunos acontecimientos históricos y políticos en la historia de España son del máximo interés, y el marxismo no podía menospreciarlos ni tan siquiera mínimamente.
De toda la obra de Marx y Engels sobre España, destacan sobre el resto, por su profundidad en el análisis y extensión, los siguientes escritos:
- La España revolucionaria. Son una serie de artículos de Marx publicados en el New York Daily Tribune en 1854.
- La revolución en España. Son también artículos de Marx publicados en el mismo periódico en 1856.
- Informe sobre la Alianza de la Democracia Socialista presentado al Congreso de La Haya en nombre del Consejo General. Hecho por Engels.
- Fragmentos de La Alianza para la Democracia Socialista y la Asociación Internacional de los Trabajadores. Es la parte de este trabajo hecho en el seno de la Internacional por Marx y Engels, en lo que se refiere a España.
- Los bakuninistas en acción. Memoria sobre los levantamientos en España en el verano de 1873. Escrito por Engels en septiembre y octubre de 1873.
Aunque no se pueden dejar de mencionar otros artículos de Marx y Engels acerca de España, publicados sobre todo en el New York Daily Tribune, así como la correspondencia e informes de la Internacional, que Marx y Engels escribieron para los miembros de esta Asociación.
«Quizás no haya otro país, excepto Turquía,
tan poco conocido y erróneamente juzgado por Europa como España.
Los innumerables pronunciamientos locales y rebeliones militares han acostumbrado
a Europa a equipararla a la Roma imperial de la era pretoriana. Este es
un error tan superficial como el que cometían en el caso de Turquía
quienes daban por extinguida la vida de esta nación porque su historia
oficial en el pasado siglo habíase reducido a revoluciones palaciegas
y motines de los genízaros. El secreto de esta equivocación
reside sencillamente en que los historiadores, en vez de medir los recursos
y la fuerza de estos pueblos por su organización provincial y local,
bebían en las fuentes de sus anales cortesanos. Los movimientos
de lo que se ha dado en llamar el Estado afectaron tan poco al pueblo español,
que éste dejaba gustoso ese restringido dominio a las pasiones alternativas
de favoritos de la Corte, soldados, aventureros, y unos cuantos hombres
llamados estadistas, y ha tenido muy pocos motivos para arrepentirse de
su indiferencia. El carácter de la moderna historia de España
merece ser conceptuado de modo muy distinto a como ha sido hasta ahora,
por lo que aprovecharé la oportunidad para tratar este asunto en
una de mis próximas cartas. Lo más que puedo advertir aquí
es que no será una gran sorpresa si ahora, arrancando de una simple
rebelión militar, estalla en la península un movimiento general,
puesto que los últimos decretos financieros del Gobierno han convertido
al recaudador de contribuciones en un propagandista revolucionario de la
máxima eficacia» (N.Y.D.T. 21-7-1854).
1. LA ESPAÑ;A REVOLUCIONARIA
En esta serie de artículos Marx analiza la situación española de 1807 a 1820, si bien en el primer artículo da un repaso a los acontecimientos más importantes en España desde unos siglos antes.
«Las insurrecciones son tan viejas en España como el gobierno de los favoritos de Palacio contra los cuales han ido usualmente dirigidas. Así, a finales del siglo XIV, la aristocracia se rebeló contra el rey Juan II y su valido don Alvaro de Luna. En el XV se produjeron conmociones más serias aún contra el rey Enrique IV y la cabeza de su camarilla, don Juan de Pacheco, marqués de Villena. En el siglo XVII, el pueblo de Lisboa despedazó a Vasconcellos, el Sartorius del virrey español en Portugal, lo mismo que hizo el de Barcelona con Santa Coloma, privado de Felipe IV. A finales del mismo siglo, durante el reinado de Carlos II, el pueblo de Madrid se levantó contra la camarilla de la reina, compuesta de la condesa de Berlepsch y los condes de Oropesa y de Melgar, que habían impuesto un arbitrio abusivo sobre todos los comestibles que entraban en la capital y cuyo producto se repartían entre ellos. El pueblo se dirigió al Palacio Real y obligó al rey a salir al balcón y a denunciar él mismo a la camarilla de la reina. Fue después a los palacios de los condes de Oropesa y de Melgar, los saqueó, los incendió e intentó prender a sus propietarios, los cuales, sin embargo, tuvieron la buena suerte de escapar a costa de un destierro perpetuo. El acontecimiento que provocó el levantamiento insurreccional en el siglo XV fue el tratado alevoso que el favorito de Enrique IV, el marqués de Villena, había concluido con el rey de Francia, en virtud del cual Cataluña debía ser entregada a Luis XI. Tres siglos más tarde el tratado de Fontainebleau -concluido el 27 de octubre de 1807 con Bonaparte por el valido de Carlos IV y favorito de la reina, don Manuel Godoy, Príncipe de la Paz, sobre el reparto de Portugal y la entrada de los ejércitos franceses en España- produjo una insurrección popular en Madrid contra Godoy, la abdicación de Carlos IV, la subida al trono de su hijo Fernando, la entrada del ejército francés en España y la subsiguiente guerra de independencia. Así, la guerra de independencia española comenzó con una insurrección popular contra la camarilla personificada entonces en don Manuel Godoy, lo mismo que la guerra civil del siglo XV se inició con el levantamiento contra la camarilla personificada en el marqués de Villena. Así mismo la revolución de 1854 ha comenzado con el levantamiento contra la camarilla personificada en el Conde de San Luis.
A despecho de estas repetidas insurrecciones, en España no ha habido hasta el presente siglo una revolución seria, a excepción de la guerra de la Junta Santa en los tiempos de Carlos I, o Carlos V, como le llaman los alemanes.
Es necesario aquí, resaltar esta característica histórica de la burguesía española, es decir su debilidad como clase histórica con un papel revolucionario que cumplir, su falta de determinación para organizar a las masas pobres, en favor de sus propios intereses como burguesía, además de carecer de un movimiento intelectual y teórico que alentara a ello de forma decidida. Incluso en los alzamientos armados del s. XIX que Marx analiza más de cerca, como veremos, a pesar de que las masas intervienen de manera decidida en no pocas ocasiones, los políticos del liberalismo burgués, así como los generales del ejército al frente de estas sublevaciones por reformas liberales, o bien retrocedían y se acongojaban al ver a las masas en movimiento dispuestas a la lucha, o bien cuando llegaron al poder, en las ocasiones que lo hicieron, fueron incapaces de aplicar las reformas radicales liberales y se convirtieron en colaboradores de la monarquía.
Algo bien distinto fue la guerra civil, llamada también guerra de las comunidades, que las ciudades de Castilla representadas en la Junta Santa llevaron a cabo contra el absolutismo de Carlos V, el cual decidió acabar con las ventajas y favores que las ciudades tenían, subir las alcabalas (impuesto sobre todo lo que se vendía o permutaba) y conceder los cargos públicos al mejor postor, para financiar los altos costes del Imperio; mientras tanto las ciudades representadas en la Santa Junta y anteriormente en las Cortes, pretendían abandonar el Imperio y poner de reina a Doña Juana, que de hecho estaría por debajo de las decisiones de la Santa Junta, la cual se consideraba a asamblea representativa y gobierno de la nación. Detrás de este alzamiento armado revolucionario de las ciudades, se hallaban principalmente las clases medias urbanas: artesanos, mercaderes, pequeños propietarios, incluso clérigos, letrados, etc, cuyas pretensiones chocaban con los intereses del absolutismo de Carlos I y limitaban el poder de la aristocracia, ésta a su vez tenía como aliada a la gran burguesía ligada al comercio internacional, esta connivencia de la aristocracia con la burguesía supone también otra característica en el desarrollo de la historia española.
Algunos autores dan como explicación a la derrota de las ciudades de Castilla, los altos objetivos políticos burgueses que se marcaron para la época en la que tuvieron lugar los hechos. El caso es que los comuneros fueron derrotados por fuerzas reaccionarias superiores militarmente y esos objetivos tuvieron que esperar siglos.
El motivo inmediato, como de costumbre, lo dio la camarilla que, bajo los auspicios del virrey, cardenal Adriano, un flamenco, exasperó a los castellanos por su rapaz insolencia, por la venta de los cargos públicos al mejor postor y por el tráfico abierto con las sentencias judiciales. La oposición a la camarilla flamenca era solo la sobrefaz del movimiento; en el trasfondo estaba la defensa de las libertades de la España medieval frente a las ingerencias del moderno absolutismo. La base material de la monarquía española había sido establecida por la unión de Aragón, Castilla y Granada bajo el reinado de Fernando el Católico e Isabel I. Carlos I intentó transformar esa monarquía, aún feudal, en una monarquía absoluta.(...) Desde el punto de vista de la autonomía municipal, las ciudades de Italia, Provenza, Galia septentrional, Gran Bretaña y parte de Alemania ofrecen clara similitud con el estado en que entonces se hallaban las ciudades españolas; pero ni los Estados Generales franceses ni el Parlamento inglés de la Edad Media pueden ser comparados con las Cortes españolas. En la formación de la monarquía española se dieron circunstancias particularmente favorables para la limitación del poder real. De un lado, durante el largo pelear contra los árabes, la península iba siendo reconquistada por pequeñas partes, que se constituían en reinos separados. Durante ese pelear se adoptaban leyes y costumbres populares. Las conquistas sucesivas, efectuadas principalmente por los nobles, otorgaban a estos un poder excesivo, en tanto mermaban la potestad real. De otro lado, las ciudades y poblaciones del interior alcanzaron gran importancia debido a la necesidad en que las gentes se veían de residir en plazas fuertes, como medida de seguridad frente a las continuas incursiones de los moros; al mismo tiempo, la configuración peninsular del país y el constante intercambio con Provenza e Italia dieron lugar a la creación de ciudades comerciales y marítimas de primera categoría en las costas. En el siglo XIV, las ciudades constituían ya la parte más poderosa de las Cortes, las cuales estaban compuestas de representantes de aquéllas junto con los del clero y la nobleza. También merece la pena subrayar el hecho de que la lenta redención del dominio árabe mediante una lucha tenaz de cerca de ochocientos años dio a la península, una vez totalmente emancipada, un carácter muy diferente del que presentaba la Europa de aquel tiempo. España se vio, en la época de la resurrección europea, con las costumbres de los godos y de los vándalos en el norte, y de los árabes en el sur.
Cuando Carlos I volvió de Alemania, donde le había sido conferida la dignidad imperial, (...) empezó la hostilidad entre Carlos I y las ciudades. Como consecuencia de las intrigas reales, estallaron en Castilla numerosas insurrecciones, se constituyó la Junta Santa de Ávila, y las ciudades convocaron la asamblea de las Cortes en Tordesillas, las cuales, el 20 de octubre de 1520, dirigieron al rey una "protesta contra los abusos". Éste respondió privando de sus derechos personales a todos los diputados reunidos en Tordesillas. Así, la guerra civil se había hecho inevitable. Los comuneros llamaron a las armas: sus soldados mandados por Padilla, se apoderaron de la fortaleza de Torrelobatón, pero fueron derrotados finalmente el 23 de abril de 1521 por fuerzas superiores en la batalla de Villalar. Las cabezas de los principales "conspiradores" rodaron por el cadalso, y las antiguas libertades de España desaparecieron.
Diversas circunstancias se conjugaron a favor del creciente poder del absolutismo. La falta de unión entre las diferentes provincias privó a sus esfuerzos del vigor necesario; pero sobre todo, Carlos utilizó el enconado antagonismo entre la clase de los nobles y la de los ciudadanos para debilitar a ambas. Ya hemos mencionado que desde el siglo XIV la influencia de las ciudades predominaba en las Cortes, y desde el tiempo de Fernando el Católico, la Santa Hermandad (Unión de las ciudades españolas, creada a fines del siglo XV por los Reyes Católicos con el fin de utilizar a la burguesía contra los nobles en beneficio del absolutismo. Ndr) había demostrado ser un poderoso instrumento en manos de las ciudades contra los nobles de Castilla, que acusaban a éstas de intrusiones en sus antiguos privilegios y jurisdicción. Por lo tanto la nobleza estaba deseosa de ayudar a Carlos I en su proyecto de suprimir la Junta Santa. Habiendo derrotado la resistencia armada de las ciudades, Carlos se dedicó a reducir sus privilegios municipales, con lo que decayeron rápidamente su población, riqueza e importancia y pronto se vieron privadas de su influencia en las Cortes.(...) El tercer elemento que constituía antiguamente las Cortes, a saber, el clero, alistado desde los tiempos de Fernando el Católico bajo la bandera de la Inquisición, había dejado de identificar sus intereses con los de la España feudal. Por el contrario, mediante la Inquisición, la iglesia se había transformado en el más poderoso instrumento del absolutismo.
Si después del reinado de Carlos I la decadencia de España, tanto en el aspecto político como en el social, ha exhibido todos los síntomas de ignominiosa y lenta putrefacción que fueron tan repulsivos en los peores tiempos del Imperio turco, en los de dicho emperador las antiguas libertades fueron al menos enterradas en un sepulcro suntuoso. Eran los tiempos en que Vasco Nuñez de Balboa hincaba la bandera de Castilla en las costas de Darién, Cortés en México, y Pizarro en Perú; en que la influencia española tenía la supremacía en Europa, y la imaginación meridional de los iberos se encandilaba con la visión de Eldorado, de aventuras caballerescas y de una monarquía universal. Entonces desapareció la libertad española en medio del fragor de las armas, de los ríos de oro y de los tétricos resplandores de los autos de fe.
Pero, ¿cómo podemos explicar el singular fenómeno de que, pasados casi tres siglos de dinastía de los Habsburgo, seguida de una dinastía borbónica -cualquiera de las dos harto suficiente para aplastar a un pueblo-, las libertades municipales de España sobrevivan en mayor o menor grado? ¿Cómo podemos explicar que precisamente en el país donde la monarquía absoluta se desarrolló en su forma más acusada antes que en todos los demás Estados feudales, jamás haya conseguido arraigar la centralización? La respuesta no es difícil. Fue en el siglo XVI cuando se formaron las grandes monarquías, que se erigieron en todas las partes sobre la base de la decadencia de las clases feudales en conflicto: la aristocracia y las ciudades. Pero en los otros grandes Estados de Europa la monarquía absoluta se presenta como un centro civilizador, como la iniciadora de la unidad social. Allí era la monarquía absoluta el laboratorio en que se mezclaban y trataban los distintos elementos de la sociedad hasta permitir a las ciudades trocar la independencia local y la soberanía medievales por el dominio general de las clases medias y la común preponderancia de la sociedad civil. En España, por el contrario, mientras la aristocracia se hundía en la decadencia sin perder sus privilegios más nocivos, las ciudades perdían su poder medieval sin ganar en importancia moderna.
Desde el establecimiento de la monarquía absoluta, las ciudades
han vegetado en un estado de continua decadencia. No podemos examinar aquí
las circustancias, políticas o económicas, que han destruido
en España el comercio, la industria, la navegación y la agricultura.
Para nuestro actual propósito basta recordar simplemente el hecho.
A medida que declinaba la vida comercial e industrial de las ciudades,
se hacían más raros los intercambios internos y menos frecuentes
las relaciones entre los habitantes de las distintas provincias, los medios
de comunicación se fueron descuidando, y los caminos reales quedaron
gradualmente abandonados. Así, la vida local de España, la
independencia de sus provincias y de sus municipios, la diversidad de su
vida social, basada originalmente en la configuración física
del país y desarrollada históricamente en función
de las diferentes formas en que las diversas provincias se emanciparon
de la dominación mora y crearon pequeñas comunidades independientes,
se afianzaron y acentuaron finalmente a causa de la revolución económica
que secó las fuentes de la actividad nacional. Y como la monarquía
absoluta encontró en España elementos que por su misma naturaleza
repugnaban a la centralización, hizo todo lo que pudo para impedir
el crecimiento de intereses comunes derivados de la división nacional
del trabajo y de la multiplicidad de los intercambios internos, única
base sobre la cual puede crearse un sistema uniforme de administración
y de aplicación de leyes generales. Así pues, la monarquía
absoluta en España, que solo por encima se parece a las monarquías
absolutas europeas en general, debe ser clasificada más bien junto
a las formas asiáticas de gobierno. España, como Turquía,
siguió siendo una aglomeración de repúblicas mal administradas
con un soberano nominal a su cabeza. El despotismo cambiaba de carácter
en las diferentes provincias según la interpretación arbitraria
que a las leyes generales daban virreyes y gobernadores; si bien el gobierno
era despótico, no impidió que subsistiesen las provincias
con sus diferentes leyes, costumbres, monedas, banderas militares de colores
distintos y sus respectivos sistemas de contribución. El despotismo
oriental solo ataca la autonomía municipal cuando esta se opone
a sus intereses directos, pero permite de buen grado la supervivencia de
dichas instituciones en tanto que éstas le eximen del deber de hacer
algo y le evitan la molestia de ejercer la administración con regularidad.
2. LA GUERRA DE INDEPENDENCIA
En una carta del 17 de octubre de 1854, escribía Marx a Engels:
El estudio detenido de las revoluciones españolas permite aclarar el hecho de que estos mozos necesitaron unos cuarenta años para demoler la base material de la dominación de los curas y la aristocracia, pero en ese tiempo lograron hacer una revolución completa en el viejo régimen social.
El movimiento revolucionario, que se inició en 1808 mezclado con la guerra de Independencia, que dio lugar a las Cortes de Cádiz y a la Constitución de 1812, se puede decir que en 1854-56 había dado ya resultados sustanciales, para la burguesía liberal. Si bien es cierto, que en España no hubo un período relativamente corto revolucionario, en el que la sociedad se convulsionara transformándola completamente, co-mo pudo ser, salvando las diferencias, el de Francia de 1789 a 1794, la transformación española aun habiendo durado más no fue menos sangrienta.
Se pueden distinguir cuatro oleadas revolucionarias más o menos definidas: la primera 1808-1814, con la guerra de Independencia; la segunda 1820-1823, el Trienio Liberal; la tercera 1833-1843, la primera guerra carlista de 1833 a 1840 y después la regencia de Espartero de 1841 a 1843; y la cuarta 1854-1856, en ésta, las reformas económicas fueron escasas, pero las experiencias políticas fueron importantes. De estos cuatro períodos, el más decisivo y fructífero en lo que respecta a la introducción de medidas económicas burguesas, fue el de la guerra de los liberales o isabelinos contra los carlistas en la guerra civil que estalló a la muerte de Fernando VII, que duró ocho años y acabó con la derrota de los últimos.
«Así ocurrió que Napoleón, quien, como todos sus contemporáneos, creía a España un cadáver exámine, se llevó una sorpresa fatal al descubrir que, si el Estado español yacía muerto, la sociedad española estaba llena de vida y rebosaba, en todas sus partes, de fuerza de resistencia (...) Al no ver nada vivo en la monarquía española, salvo la miserable dinastía que había puesto bajo llave, se sintió completamente seguro de que había confiscado a España. Pero pocos días después de su golpe de mano recibió la noticia de una insurrección en Madrid. Cierto que Murat aplastó el levantamiento, matando a cerca de mil personas; pero cuando se supo esta matanza, estalló una insurrección en Asturias que muy pronto englobó a todo el reino. Debe subrayarse que este primer levantamiento espontáneo surgió del pueblo, mientras las clases "bien" se habían sometido mansamente al yugo extranjero.
De esta forma se vio España preparada para su reciente actuación revolucionaria y se lanzó a las luchas que han marcado su desarrollo en el presente siglo» (N.Y.D.T. 9-9-1854).
«Cuando, a consecuencia de la matanza de Madrid y de las transacciones de Bayona, estallaron insurre-cciones simultáneas en Asturias, Galicia, Andalucía y Valencia, y un ejército francés ocupaba ya Madrid (...) todas las autoridades constituidas -militares, eclesiásticas, judiciales y administrativas-, así como la aristocracia, exhortaban al pueblo a someterse al intruso extranjero. Pero había una circunstancia que compensaba todas las dificultades de la situación. Gracias a Napoleón, el país se veía libre de su rey, de su familia real y de su gobierno. Así fueron rotas las trabas que en otro caso pudieran haber impedido al pueblo español desplegar sus energías innatas. Las vergonzosas campañas de 1794 y 1795 habían probado lo poco capaz que era de resistir a los franceses bajo el mando de sus reyes y en circunstancias ordinarias (...)
De este modo, desde el mismo comienzo de la guerra de Independencia, la alta nobleza y la antigua administración perdieron toda influencia sobre las clases medias y sobre el pueblo por haber desertado en los primeros días de la lucha. A un lado estaban los afrancesados, y al otro, la nación. En Valladolid, Cartagena, Granada, Jaén, Sanlucar, La Coruña, Ciudad Rodrigo, Cádiz y Valencia, los miembros más eminentes de la antigua administración -gobernadores, generales y otros destacados personajes sospechosos de ser agentes de los franceses y un obstáculo para el movimiento nacional- cayeron víctimas del pueblo enfurecido. Las autoridades existentes fueron destituidas en todas partes. Unos meses antes del alzamiento, el 19 de marzo de 1808, las revueltas populares de Madrid perseguían la destitución del Choricero (apodo de Godoy) y sus odiosos satélites. Este objetivo fue conseguido ahora a escala nacional, y con ello la revolución interior se llevaba a cabo tal como anhelaban las masas y sin relacionarla con la resistencia al intruso. El movimiento, en su conjunto, más parecía dirigido contra la revolución que a favor de ella. Era al mismo tiempo nacional, por proclamar la independencia de España con respecto a Francia; dinástico, por oponer el "deseado" Fernando VII a José Bonaparte; reaccionario, por oponer las viejas instituciones, costumbres y leyes a las racionales innovaciones de Napoleón; supersticioso y fanático, por oponer la "santa religión" a lo que se denominaba ateísmo francés, o sea, a la destrucción de los privilegios especiales de la Iglesia romana (...)
Todas las guerras de independencia sostenidas contra Francia tienen de común la impronta de la regeneración unida a la impronta reaccionaria; pero en ninguna parte tanto como en España (...)
No obstante, si bien es verdad que los campesinos, los habitantes de los pueblos del interior y el numeroso ejército de mendigos, con hábito o sin él, todos ellos profundamente imbuidos de prejuicios religiosos y políticos, formaban la gran mayoría del partido nacional, este partido contaba, por otra parte, con una minoría activa e influyente para la que el alzamiento popular contra la invasión francesa era la señal de la regeneración política y social de España. Componían esta minoría los habitantes de los puertos de mar, de las ciudades comerciales y parte de las capitales de provincia donde, bajo el reinado de Carlos V, se habían desarrollado hasta cierto punto las condiciones materiales de la sociedad moderna. Los apoyaba la parte más culta de las clases superiores y medias -escritores, médicos, abogados e incluso clérigos-, para quienes los Pirineos no habían sido una barrera suficiente contra la invasión de la filosofía del siglo XVIII (...)
Mientras no se trataba más que de la defensa común del país, la unidad de las dos grandes banderías del partido nacional era completa. Su antagonismo no apareció hasta que se vieron frente a frente en las Cortes, en el campo de batalla por la nueva Constitución que debían redactar. La minoría revolucionaria, con objeto de estimular el espíritu patriótico del pueblo, no dudó en apelar a los prejuicios nacionales de la vieja fe popular. Por muy ventajosa que pareciera esta táctica para los fines inmediatos de la resistencia nacional, no podía menos de ser funesta para dicha minoría cuando llegó el momento propicio de parapetarse los intereses conservadores de la vieja sociedad tras esos mismos prejuicios y pasiones populares con vistas a defenderse de los planes genuinos y ulteriores de los revolucionarios.
Cuando Fernando abandonó Madrid, sometiéndose a las intimidaciones de Napoleón, dejó establecida una Junta Suprema de gobierno presidida por el infante don Antonio. Pero en mayo esta Junta había desaparecido ya. No existía ningún gobierno central, y las ciudades sublevadas formaron juntas propias, subordinadas a las de las capitales de provincia. Estas juntas provinciales constituían, en cierto modo, otros tantos gobiernos independientes, cada uno de los cuales puso en pie de guerra un ejército propio. La Junta de Representantes de Oviedo proclamó que toda la soberanía había ido a parar a sus manos, declaró la guerra a Bonaparte y envió a Inglaterra una diputación para concertar un armisticio. Lo mismo hizo más tarde la Junta de Sevilla (...)
Las juntas provinciales, que habían surgido a la vida tan de repente y con absoluta independencia unas de otras, concedían cierta ascendencia, aunque muy leve e indefinida, a la Junta Suprema de Sevilla, por considerarse esta ciudad capital de España mientras Madrid permaneciera en manos del extranjero. Así se estableció una forma muy anárquica de gobierno federal que los choques de intereses opuestos, los celos particularistas y las influencias rivales convirtieron en un instrumento bastante ineficaz para poner unidad en el mando militar y coordinar las operaciones de una campaña (...)
Hay dos circunstancias relacionadas con estas juntas: una es muestra del bajo nivel del pueblo en la época de su alzamiento, mientras que la otra iba en menoscabo del progreso de la revolución. Las juntas fueron elegidas por sufragio universal; pero "el celo de las clases bajas se manifestó en la obediencia". Generalmente elegían solo a sus superiores naturales: nobles y personas de calidad de la provincia, respaldados por el clero, y rara vez a personalidades de la clase media. El pueblo era tan consciente de su debilidad que limitaba su iniciativa a obligar a las clases altas a la resistencia al invasor sin pretender participar en la dirección de esta resistencia. En Sevilla, por ejemplo, "el pueblo se preocupó, ante todo, de que el clero parroquial y los superiores de los conventos se reunieran para la elección de la Junta". Así, las juntas se vieron llenas de gentes elegidas en virtud de la posición ocupada antes por ellas y muy distantes de ser jefes revolucionarios. Por otra parte, al detener su elección en estas autoridades, el pueblo no pensó en limitar sus atribuciones ni en fijar término a su gestión. Naturalmente, las juntas solo se preocuparon de ampliar las unas y de perpetuar la otra. Y así, estas primeras creaciones del impulso popular, surgidas en los comienzos mismos de la revolución, siguieron siendo durante todo su curso otros tantos diques de contención de la corriente revolucionaria cuando esta amenazaba desbordarse» (N.Y.D.T. 25-9-1854).
A pesar de que en general el papel de las juntas fue el que acabamos de ver, Marx más adelante, para hacer hincapié en que el elemento y el instinto revolucionario existían en España en la época de la guerra de Independencia, hace notar que algunas de estas juntas provinciales tomaron auténticas medidas revolucionarias burguesas, particularmente en Asturias y Galicia, así como hace notar también la disponibilidad de las masas a la lucha.
La independencia que en un primer momento tuvieron las juntas provinciales unas de otras, multiplicó los recursos defensivos del país ante los franceses, entre otras cosas porque les privaba a estos de un centro dirigente al que atacar o conquistar. Sin embargo, son varios los hechos que van a hacer ver la necesidad de crear una Junta Central a la que se supediten las provinciales: la rivalidad que existía entre las juntas, el temor de que Napoleón trajera a sus ejércitos que tenía por Europa ante lo cual se requería una defensa organizada, la necesidad de negociar tratados de Alianza con otras potencias, mantener el contacto con la América española y percibir sus tributos.
Esta Junta Central estaba compuesta por 35 miembros representantes de las distintas juntas provinciales, y entre los muchos actos reaccionarios que Marx nos cuenta que llevó a cabo, se encuentra la de frenar y entorpecer a esa minoría de juntas provinciales más revolucionarias a las que ya nos hemos referido. El 25 de setiembre de 1808 en Aranjuez la Junta Central comenzaba su andadura.
«Los destinos de los ejércitos reflejan en circunstancias revolucionarias más aún que en las normales la verdadera naturaleza del poder civil. La Junta Central, encargada de arrojar del suelo español a los invasores, se vio obligada, ante los triunfos de las tropas enemigas, a retirarse de Madrid a Sevilla, y de Sevilla a Cádiz, para morir allí ignominiosamente. Su reinado llevaba la impronta de una vergonzosa sucesión de derrotas, del aniquilamiento de los ejércitos españoles y, finalmente, de la atomización de la resistencia regular en hazañas de guerrillas (...)
Así pues, la situación en España en la época de la invasión francesa implicaba las mayores dificultades imaginables para crear un centro revolucionario, y la composición misma de la Junta Central la incapacitaba para estar a la altura de la terrible crisis en que se vio el país (...)
Los dos miembros más eminentes de la Junta Central, en cuyo derredor se habían agrupado sus dos grandes banderías, fueron Floridablanca y Jovellanos, víctimas ambos de la persecución de Godoy, ambos ex ministros, valetudinarios y envejecidos en los hábitos rutinarios y formalistas del dilatorio régimen español (...)
Cierto es que la Junta Central incluía a unos cuantos hombres -acaudillados por don Lorenzo Calvo de Rosas, delegado de Zaragoza-, los cuales, a la vez que adoptaban las opiniones reformadoras de Jovellanos, incitaban a la acción revolucionaria. Pero eran demasiado pocos ellos y aún menos conocidos sus nombres para que pudieran sacar del camino trillado del ceremonial español la lenta carreta estatal de la Junta.
Este poder, compuesto tan torpemente, constituido con tan poca energía, acaudillado por tales sobrevivientes decrépitos, estaba llamado a realizar una revolución y a vencer a Napoleón. Si sus proclamas eran tan enérgicas como débiles sus hechos, debíase al poeta don Manuel Quintana, al que la Junta tuvo el buen gusto de nombrar secretario y de confiarle la redacción de sus manifiestos».
Este hecho que Marx señala aquí, es decir, la diferencia entre las proclamas y escritos que la Junta Central redactaba y las acciones y voluntad para llevar a cabo lo que sobre el papel anunciaba, es lo que no perciben los que estudian de un modo academicista, y juzgan a la Junta Central y a las posteriores Cortes de 1810 que ella acaba convocando, por sus escritos y proclamas, sin reparar en lo que realmente se hizo para ponerlos en práctica. Por eso, no pocas veces se le ha dado, tanto a la Junta Central como a las Cortes de 1810, un papel revolucionario que en realidad no alcanzaron. Ya es penoso que la burguesía no tenga otras instituciones a las que reclamarse, en una época en que la burguesía todavía era revolucionaria, esto nos da una idea de la debilidad del ímpetu revolucionario burgués que España ha tenido históricamente.
«Desde el comienzo, la mayoría de la Junta Central tuvo por deber primordial suyo sofocar los primeros arrebatos revolucionarios. Por eso volvió a poner la vieja mordaza a la prensa y designó un nuevo Inquisidor General, al que por fortuna los franceses impidieron entrar en funciones. A pesar de que gran parte de los bienes inmuebles españoles estaban vinculados en "manos muertas" -en forma de mayorazgos y dominios inalienables de la Iglesia-, la Junta ordenó suspender la venta de estas fincas, que se había comenzado ya, amenazando incluso con anular los contratos privados sobre bienes eclesiásticos ya enajenados. La Junta reconoció la deuda nacional, pero no adoptó ninguna medida financiera para aliviar el presupuesto del cúmulo de cargas con que lo había agobiado una secular sucesión de gobiernos corrompidos ni hizo nada para reformar su sistema tributario proverbialmente injusto, absurdo y oneroso ni para abrir a la nación nuevas fuentes de trabajo productivo, rompiendo los grilletes del feudalismo» (N.Y.D.T. 20-10-1854)
«Para nosotros, sin embargo, lo importante es probar, basándonos en las confesiones mismas de las juntas provinciales ante la Central, el hecho frecuentemente negado de la existencia de aspiraciones revolucionarias en la época de la primera insurrección española (...)
Pero no satisfecha con actuar como un peso muerto sobre la revolución española, la Junta Central laboró realmente en sentido contrarrevolucionario, restableciendo las autoridades antiguas, volviendo a forjar las cadenas que habían sido rotas, sofocando el incendio revolucionario en los sitios en que estallaba, no haciendo nada por su parte e impidiendo que los demás hicieran algo (...)
Nos ha parecido muy necesario extendernos sobre este punto porque su importancia decisiva jamás ha sido comprendida por ningún historiador europeo. Sólo bajo el poder de la Junta Central era posible unir las realidades y las exigencias de la defensa nacional con la transformación de la sociedad española y la emancipación del espíritu nacional, sin lo cual toda constitución política tiene que desvanecerse como un fantasma al menor contacto con la vida real. Las Cortes se vieron situadas en condiciones diametralmente opuestas. Acorraladas en un punto lejano de la península y separadas durante dos años del núcleo fundamental del reino por el asedio del ejército francés, representaban una España ideal, en tanto que la España real se hallaba ya conquistada o seguía combatiendo. En la época de las Cortes, España se encontró dividida en dos partes. En la isla de León, ideas sin acción; en el resto de España, acción sin ideas. En la época de la Junta Central, por el contrario, se necesitaron una debilidad, una incapacidad y una mala voluntad singulares del Gobierno supremo por trazar una línea divisoria entre la guerra de independencia y la revolución española. Por consiguiente, la Cortes fracasaron, no como afirman los autores franceses e ingleses, porque fueran revolucionarias, sino porque sus predecesores habían sido reaccionarios y habían dejado pasar el momento oportuno para la acción revolucionaria» (N.Y.D.T. 27-10-1854).
«La Junta Central fracasó en la defensa de su país porque fracasó en su misión revolucionaria (...)
La desastrosa batalla de Ocaña del 19 de noviembre de 1809 fue la última batalla campal que los españoles dieron en orden. A partir de entonces se limitaron a la guerra de guerrillas. El mero hecho del abandono de las operaciones regulares demuestra que los organismos locales de gobierno eclipsaron a los centrales.(...) Es necesario distinguir tres períodos en la historia de la guerra de guerrillas.(...) Comparando los tres períodos de la guerra de guerrillas con la historia política de España, se ve que representan los respectivos grados de enfriamiento del ardor popular por culpa del espíritu contrarrevolucionario del Gobierno. Comenzada por el alzamiento de poblaciones enteras, la guerra irregular siguió luego a cargo de guerrillas, cuyas reservas eran comarcas enteras, llegándose más tarde a formar cuerpos de voluntarios, siempre a punto de caer en el bandidaje o degenerar en regimientos regulares» (N.Y.D.T. 30-10-1854).
«El 24 de septiembre de 1810 se reunieron en la isla de León la Cortes extraordinarias; el 20 de febrero de 1811 se trasladaron a Cádiz; el 19 de marzo de 1812 promulgaron la nueva Constitución, y el 20 de septiembre de 1813, tres años después de su apertura, terminaron sus sesiones».
Solo este hecho de que casi toda España no estuviese bajo el gobierno de las Cortes, nos impide saber hasta qué punto las Cortes estaban realmente comprometidas con llevar a la práctica e instaurar la Constitución de 1812 que elaboraron, pues legislar sin tener un territorio donde aplicar las leyes no quiere decir ni mucho menos que las Cortes estuviesen decididas y preparadas para llevarlo a la práctica con todas sus consecuencias. Es un hecho pues a tener presente siempre que se hable del momento en el que nació la Constitución de 1812.
Después de una exposición de los puntos más destacados de la Constitución de 1812, los cuales parecen ser propios de la burguesía revolucionaria, Marx los compara con distintos fueros y costumbres que ya existían o habían existido en España.
«Lo cierto es que la Constitución de 1812 es una reproducción de los fueros antiguos, pero leídos a la luz de la revolución francesa y adaptados a las demandas de la sociedad moderna (...)
Por otra parte, podemos descubrir en la Constitución de 1812 indicios inequívocos de un compromiso entre las ideas liberales del siglo XVIII y las tradiciones tenebrosas del clero. Baste citar el artículo 12, según el cual "la religión de la Nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera. La Nación la protege por leyes sabias y justas y prohíbe el ejercicio de cualquier otra" (...)
Examinando, pues, más de cerca la Constitución de 1812, llegamos a la conclusión de que, lejos de ser una copia servil de la Constitución francesa de 1791, era un producto original de la vida intelectual española que resucitaba las antiguas instituciones nacionales, introducía las reformas reclamadas abiertamente por los escritores y estadistas más eminentes del siglo XVIII y hacía inevitables concesiones a los prejuicios del pueblo» (N.Y.D.T. 24-11-1854).
«El hecho de que en Cádiz se reunieran los hombres más progresivos de España se debe a una serie de circunstancias favorables. Al celebrarse las elecciones, el movimiento no había decaído aún, y la propia impopularidad que se había ganado la Junta Central hizo que los electores se orientasen hacia los adversarios de ésta, que pertenecían en gran parte a la minoría revolucionaria de la nación (...)
Sería, sin embargo, un craso error suponer que la mayoría de las Cortes estaba formada por partidarios de las reformas. Las Cortes estaban divididas en tres partidos: los serviles, los liberales (estos epítetos salieron de España para difundirse por toda Europa) y los americanos. Estos últimos votaban alternativamente por uno u otro partido conforme a sus intereses particulares (...)
Los liberales tuvieron asimismo buen cuidado de no proponer la abolición de la Inquisición, de los diezmos, de los monasterios, etc., hasta después de promulgada la Constitución. Pero, a partir de este mismo instante, la oposición de los serviles dentro de las Cortes, y del clero fuera de ellas, se hizo implacable.
Una vez expuestas las circunstancias que explican el origen y las características de la Constitución de 1812, queda aún por dilucidar su repentina desaparición sin resistencia al retorno de Fernando VII. Rara vez ha presenciado el mundo un espectáculo más humillante. Cuando Fernando entró en Valencia el 16 de abril de 1814, "el pueblo, presa de un júbilo exaltado, se enganchó a su carroza y dio testimonio al rey por todos los medios de expresión posibles, de palabra y obra, que anhelaba verse de nuevo sometido al yugo de antaño"; resonaron gritos jubilosos de "¡Viva el rey absoluto!", "¡Abajo la Constitución!" (...)
Más importante acaso que todo eso (ya que estas vergonzosas manifestaciones de la plebe fueron pagadas en parte a la canalla de las ciudades para que las hiciera, la cual, además, prefería, como los lazzaroni napolitanos, el gobierno fastuoso de los reyes y de los frailes al régimen sobrio de las clases medias) es el hecho de que en las nuevas elecciones generales obtuvieran una victoria decisiva los serviles; Las Cortes Constituyentes se vieron reemplazadas el 20 de setiembre de 1813 por las Cortes ordinarias, que se trasladaron de Cádiz a Madrid el 15 de enero de 1814.
Ya hemos explicado en los artículos anteriores cómo el propio partido revolucionario contribuyó a despertar y fortalecer los viejos prejuicios populares con el propósito de convertirlos en otras tantas armas contra Napoleón. Hemos visto como la Junta Central, en el único período en que podían combinarse las reformas sociales con las medidas de defensa nacional, hizo cuanto estuvo en su mano por impedirlas y ahogar las aspiraciones revolucionarias de las provincias. Las Cortes de Cádiz, por el contrario, disvinculadas totalmente de España durante la mayor parte de su existencia, no pudieron siquiera dar a conocer su Constitución y sus leyes orgánicas hasta que se hubieron retirado los ejércitos franceses. Las Cortes llegaron, por así decir, post factum, encontraron a la sociedad fatigada, exhausta, dolorida (...)
Las clases más interesadas en el derrocamiento de la Constitución de 1812 y en la restauración del antiguo régimen -los grandes, el clero, los frailes y los abogados- no dejaron de fomentar hasta el más alto grado el descontento popular derivado de las desdichadas circunstancias que acompañaron a la implantación del régimen constitucional en el suelo español. De aquí la victoria de los serviles en las elecciones generales de 1813.
Sólo en el ejército podía temer el rey alguna resistencia seria; pero el general Elío y sus oficiales, faltando al juramento que habían prestado a la Constitución, proclamaron a Fernando VII en Valencia sin mencionar la Constitución. Los otros jefes militares no tardaron en seguir el ejemplo de Elío.
En el decreto de 4 de mayo de 1814, por el que Fernando VII disolvía
las Cortes de Madrid y derogaba la Constitución de 1812, expresaba
al mismo tiempo su odio al despotismo, prometía convocar las Cortes
con arreglo a las formas legales antiguas, establecer una libertad de imprenta
razonable, etc. Fernando VII cumplió su palabra de la única
manera merecida por el recibimiento que el pueblo español le había
tributado, esto es, derogando todas las leyes que promulgaran las Cortes,
volviendo a ponerlo todo como estaba antes, restableciendo la Santa Inquisición,
llamando a los jesuitas desterrados por su abuelo, mandando a galeras,
a los presidios africanos o al destierro a los miembros más destacados
de las juntas y de las Cortes, así como a los partidarios de las
mismas, y, por último, ordenando el fusilamiento de los jefes de
guerrillas más ilustres: Porlier y Lacy» (N.Y.D.T. 1-12-1854).
3. EL TRIENIO LIBERAL
Tras la llegada de nuevo al trono de Fernando VII, van ha ser continuos los intentos de alzamientos militares, proclamando, cuando pueden hacerlo, la Constitución de 1812, aun después de Fernando VII, durante buena parte del siglo, los pronunciamientos constitucionalistas que parten inicialmente del ejército marcan la historia de España.
«En 1814, Mina intentó una sublevación en Navarra, dio la primera señal para la resistencia con un llamamiento a las armas y penetró en la fortaleza de Pamplona; pero desconfiando de sus propios partidarios, huyó a Francia. En 1815, el general Porlier, uno de los más famosos guerrilleros de la guerra de la Independencia, proclamó en Coruña la Constitución. Fue ejecutado. En 1816, Richart intentó apoderarse del rey en Madrid. Fue ahorcado. En 1817, el abogado Navarro y cuatro de sus cómplices perecieron en el cadalso en Valencia por haber proclamado la Constitución de 1812. En el mismo año, el intrépido general Lacy fue fusilado en Mallorca, acusado del mismo crimen. En 1818, el coronel Vidal, el capitán Sola y otros que habían proclamado la Constitución en Valencia fueron vencidos y pasados por las armas. La conspiración de la isla de León no era, pues, sino el último eslabón de una cadena formada con las cabezas sangrantes de tantos hombres valerosos de 1808 a 1814».
Esta etapa de alzamientos culmina con el de Rafael del Riego, que junto a otros mandos militares que habían conseguido escapar de prisión, proclaman la Constitución en enero de 1820. Entre estos mandos que se encontraban en prisión figuraban Quiroga y San Miguel, y se encontraban allí por haber intentado otro alzamiento seis meses antes, en cuya ocasión se vieron traicionados por José Enrique O’Donnell, con quien habían acordado la sublevación y que estaba al mando de las tropas que se debían sublevar, concentradas en los alrededores de Cádiz con el fin de partir para reconquistar las colonias americanas sublevadas. Éste, en lugar de dar la orden del alzamiento, ordenó el desarme de las tropas que se debían sublevar y encarceló a los cabecillas del movimiento, abortando por el momento la trama.
En el momento del alzamiento, el 1 de enero de 1820, Riego se encontraba con su batallón en Cabezas de San Juan (Sevilla), mientras que Quiroga y San Miguel estaban en la isla gaditana de León, el 7 de enero llega Riego a la isla de León tras haber proclamado la Constitución en las localidades que tuvo que conquistar hasta llegar a la isla.
«Las provincias parecían sumidas en una modorra letárgica. Así trancurrió el mes de enero, a fines de cual, temeroso Riego de que se extinguiera la llama revolucionaria en la isla de León, formó, contra el parecer de Quiroga y los demás jefes, una columna volante de mil quinientos hombres y emprendió la marcha sobre una parte de Andalucía, a la vista de fuerzas diez veces superiores a las suyas, que le perseguían, y proclamando la Constitución en Algeciras, Ronda, Málaga, Córdoba, etc.; en todas partes fue recibido amistosamente por los habitantes, pero sin provocar en ningún sitio un pronunciamento serio (...)
La marcha de la columna de Riego había atraído de nuevo la atención general. Las provincias eran todo expectación y seguían con ansiedad cada movimiento. Las gentes, sorprendidas por la intrepidez de la salida de Riego, por la celeridad de su marcha y por la energía con que rechazaba al enemigo, se imaginaban victorias inexistentes y adhesiones y refuerzos jamás logrados. Cuando las noticias de la empresa de Riego llegaban a las provincias más distantes, iban agrandadas en no escasa medida, y por esto las provincias más lejanas fueron las primeras en pronunciarse por la Constitución de 1812. Hasta tal punto había madurado España para una revolución que incluso noticias falsas bastaban para producirla. También fueron noticias falsas las que originaron el huracán de 1848.
En Galicia, Valencia, Zaragoza, Barcelona y Pamplona estallaron insurrecciones sucesivas. José Enrique O’Donnell, alias conde de la Bisbal, llamado por el rey para combatir la expedición de Riego, no sólo prometió tomar las armas contra éste, sino destruir su pequeño ejército y apoderarse de su persona (...) Pero, a su llegada a Ocaña, La Bisbal se puso personalmente a la cabeza de las tropas y proclamó la Constitución de 1812. La noticia de esta defección levantó el ánimo público de Madrid, donde, nada más saberse, estalló la revolución. El Gobierno comenzó entonces a parlamentar con la revolución. En un edicto fechado el 6 de marzo, el rey prometía convocar las antiguasantiguas Cortes, reunidas en estamentos, edicto que no satisfacía a ningún partido, ni al de la vieja monarquía ni al de la revolución. A su regreso de Francia, Fernando VII había hecho la misma promesa y después no la había cumplido. En la noche del 7 de marzo hubo manifestaciones revolucionarias en Madrid, y la Gaceta del día 8 publicó un edicto en el que Fernando VII prometía jurar la Constitución de 1812. "Marchemos francamente -decía en este decreto-, y yo el primero, por la senda constitucional". Invadido el palacio por el pueblo el día 9, el rey pudo salvarse solamente restableciendo en Madrid el Ayuntamiento de 1814, ante el cual juró la Constitución. A Fernando VII, por su parte, le tenía sin cuidado jurar en falso, ya que disponía siempre de un confesor presto a concederle la plena absolución de todos los pecados posibles. Simultáneamente se constituyó una Junta consultiva, cuyo primer decreto puso en libertad a los presos políticos y autorizó el regreso de los emigrados políticos. Abiertas las cárceles, mandaron a Palacio el primer Gobierno constitucional. Castro, herreros y A. Argüelles, que formaron el primer gabinete, eran mártires de 1814 y diputados de 1812».
A mediados del siglo XIX hubo opiniones de algunos escritores ingleses que afirmaban, por una parte, que el alzamiento de 1820 no fue más que una conspiración militar, por otra, que todo se redujo a una intriga rusa. Lo cual Marx desmiente.
«Por lo que se refiere a la insurrección militar, hemos visto que la revolución triunfó pese al fracaso de aquella. Y el enigma por descifrar no está en el complot en que participaron cinco mil soldados, sino en que dicho complot fue sancionado por otro complot de un ejército de 35.000 hombres y una lealísima nación de doce millones de habitantes. El que la revolución prendiera antes en la tropa se explica fácilmente por el hecho de que el ejército era, de todos los órganos de la monarquía española, el único que había sido radicalmente transformado y revolucionado durante la guerra de la Independencia» (N.Y.D.T. 2-12-1854).
En cuanto a la intriga rusa, Marx no niega que la mano rusa estuvo detrás de los asuntos de la revolución española, pero desde 1812 Rusia reconocía o denunciaba la Constitución según favoreciera sus intereses directos con españa o con terceros Estados.
La conclusión que se puede extraer, pues, del llamado Trienio Liberal 1820-1823, una vez más, es la falta de canalización de las energías revolucionarias de la población de las ciudades, una canalización en sentido revolucionario liberal y burgués; ya que hay que hacer hincapié en que los liberales en España, recibían este nombre por reclamar las reformas burguesas que la Constitución de 1812 recogía, en contra del régimen eclesiástico y absolutista, pero las reclamaban desde lo alto, gradualmente y a través de pactos con los altos estamentos de la sociedad, renunciando en todo momento a movilizar a las masas pobres para imponer las medidas revolucionarias por la fuerza, es más, aliándose con los sectores más reaccionarios para frenar a las masas cuando se ponían en movimiento de una manera instintiva, las cuales carecían además de cabecillas bien reconocidos.
A pesar de ello, fueron las rebeliones en las ciudades (La Coruña, Madrid, Zaragoza, etc) en apoyo de Riego y la Constitución, las que consiguieron imponer el Gobierno liberal y hacer jurar la Constitución al rey. Aunque Riego fue la primera llama que encendió el fuego, el alzamiento militar de Riego se agotó por faltarle el apoyo civil armado en los territorios andaluces que conquistaba. En las Cortes, abiertas el 26 de junio de 1820, de las que Riego llego a ser diputado y presidente, los liberales se dividían en exaltados y moderados, siendo estos últimos los que predominaban. Si consideramos pues, que ni siquiera los exaltados supieron estar a la altura de una revolución con todas sus consecuencias, qué decir de los moderados.
Tanto las Cortes como el Gobierno veían con inquietud, que
el pueblo se aprovechara de las medidas revolucionarias que se tenían
que ir tomando (libertad de prensa, etc), y que por este camino las masas
acabaran reivindicando más y más. Hay que decir que las manifestaciones
y choques callejeros fueron constantes durante el Trienio, sobre todo en
Madrid. Ante este temor, las Cortes y el Gobierno tuvieron que retroceder
y volverse claramente reaccionarios, y el vacío que este retroceso
dejó permitió que los reaccionarios absolutistas ganasen
terreno. En julio de 1822 hubo una insurrección militar por parte
de la reacción, en la que se vieron implicados el rey y el Gobierno,
pero la Milicia Nacional junto a las guerrillas urbanas acabaron con la
intentona en Madrid, pues el campesinado, que era el estrato más
amplio de la población, permaneció dormido por falta de motivación
durante este trienio. Esta situación hizo salir a flote la necesidad
de una república, y ante esta situación se reclamó
la intervención de las tropas extranjeras. Así pues, la intervención
legitimista francesa con los cien mil hijos de San Luis puso fin al Trienio
Liberal, volviendo a instaurar a Fernando VII en su trono absolutista.
4. LA REVOLUCIÓN EN ESPAÑ;A
«Los resultados positivos de la revolución de 1820-1823 no se circunscriben sólo al gran proceso de efervescencia que ensanchó las miras de capas considerables del pueblo y les imprimió nuevos rasgos característicos. Fue también producto de la revolución la propia segunda restauración, en la que los elementos caducos de la sociedad adoptaron formas que eran ya insoportables e incompatibles con la existencia de España como nación. Su obra fundamental fue que exacerbó los antagonismos hasta el grado de que ya no eran posibles los compromisos y se hacía inevitable una guerra sin cuartel (...) Debido a las tradiciones españolas, es poco probable que el partido revolucionario triunfara, de haber derrocado la monarquía. Entre los españoles, para vencer, la propia revolución hubo de presentarse como pretendiente al trono. La lucha entre los dos regímenes sociales hubo de tomar la forma de pugna de intereses dinásticos opuestos. La España del siglo XIX hizo su revolución con ligereza, cuando pudo haberle dado la forma de las guerras civiles del siglo XIV. Fue precisamente Fernando VII quien proporcionó al partido revolucionario y a la revolución un lema monárquico, el nombre de Isabel, en tanto que legaba a la contrarrevolución a su hermano Don Carlos, el Don Quijote de los autos de fe» (Fragmento inédito de la serie de artículos La España revolucionaria, publicado por la editorial Progreso).
Hay que decir que durante esta primera guerra carlista el Gobierno de la nación estuvo en manos de los liberales, y fue en este período cuando se introdujeron las leyes más radicales en sentido burgués, sobre todo a manos de Mendizabal, que dentro de los liberales pertenecía a la parte de los exaltados o progresistas.
Espartero, el general que dirigió la lucha que acabó con la derrota de los carlistas, se convirtió en el ídolo nacional, en un principio fue aclamado y respetado por ambos sectores de las filas liberales. Tras una serie de gobiernos de signo moderado y de poca reputación en los dos últimos años de guerra, y con la regente María Cristina, madre de la reina niña Isabel, intentando frenar el nuevo orden que avanzaba con paso firme, Espartero, contando sobre todo con el apoyo del partido progresista, consigue finalmente que Cristina le nombre Jefe del Gobierno en 1840, ésta después de ver el programa de gobierno renunció a sus funciones y abandonó el país. En mayo de 1841 Espartero ocuparía el cargo de Regente. Con éste a la cabeza de la nación se continuó el proceso de desmantelamiento del Antiguo Régimen, en el que los intereses y las propiedades de la Iglesia, que había sido bastión importante de los carlistas, se vieron seriamente mermados, lo que provocó el enfrentamiento con el Vaticano.
Mientras tanto, las diferencias entre progresistas y moderados se exacerbaban. A eso hay que añadir además, la atmósfera de descontento que reinaba en el ejército, en cuyos cuadros, con la llegada de la paz, quedó bloqueado el juego de ascensos. Así pues, se llegó al levantamiento contra Espartero, que comenzó con el golpe de Leopoldo O’Donnell en septiembre de 1841, que pretendía restablecer como Regente a María Cristina, pero este intento fracasó. Del descontento general se acabaron contagiando también los progresistas, y Espartero, en enero de 1843 decretaba la disolución de las Cortes, siendo esto una confirmación de que el mando tomaba cada vez más un carácter personal. O’Donnell, junto a Narvaez y otros militares seguían conspirando en París, y en 1843 consiguen expulsar con las armas a Espartero, que en su destierro emigró a Inglaterra. Aquí se inicia la Década Moderada, en la que Narvaez ocupó la presidencia del consejo de ministros durante casi cuatro años, de esta manera llegamos al bienio 1854-1856 que marx trata más a fondo en sus artículos del New York Daily Tribune.
En 1854 tiene lugar en Madrid el levantamiento armado de los generales Dulce y O’Donnell, con fines puramente palaciegos, es decir, representaba los intereses de alguna facción de las clases dominantes. El mismo O’Donnell, que en 1843 contribuyó al dominio de los moderados en el Gobierno y al regreso de María Cristina a España, poniendo fin al proceso de cambios profundos abierto en 1833, se alzaba ahora proclamando la Constitución de 1837. Ahora el objetivo personificado de la rebelión era el favorito de la reina Isabel, el conde de San Luis, al cual pretendían quitar de la vida política del país.
Tras tres semanas de combates entre tropas leales y rebeldes, a la vez que el levantamiento se iba extendiendo por el resto de España, las tropas leales cedían y el panorama se iba despejando para los insurrectos, que sin embargo, se vieron obligados a utilizar al pueblo para que colaborara y presionara por el cambio de Gobierno.
«Así sucedió que las únicas manifestaciones de vida de la nación (las de 1812 y 1822) partieron del ejército, por lo que la parte dinámica de ella se ha acostumbrado a conceptuar al ejército de instrumento natural de todo alzamiento nacional. Ahora bien, durante la turbulenta época de 1830 a 1854, las ciudades de España cayeron en la cuenta de que el ejército, en lugar de seguir defendiendo la causa de la nación, se había transformado en instrumento de las rivalidades de los ambiciosos pretendientes a la tutela militar sobre la Corte. En consecuencia, vemos que el movimiento de 1854 es muy diferente incluso del de 1843. El motín del general O’Donnell no era para el pueblo sino una conspiración contra la influencia que predominaba en la Corte, tanto más cuanto que contaba con el apoyo del ex favorito Serrano. Por eso las ciudades y el campo no se apresuraban a responder al llamamiento de la caballería de Madrid, forzando al general O’Donnell a modificar totalmente el carácter de sus operaciones, para no quedar aislado y exponerse a un fracaso (...) Si la sedición militar ha obtenido el apoyo de una insurrección popular, ha sido únicamente sometiéndose a las condiciones de esta segunda. Queda por ver si se sentirá constreñida a serle fiel y a cumplir sus promesas (...)
Los militares están muy lejos de haber tomado la iniciativa en todas partes; antes al contrario, en algunos sitios han tenido que ceder al irresistible empuje de la población (...)
El conde de San Luis, que parece haber juzgado con bastante acierto la situación en Madrid, anunció a los obreros que el general O’Donnell y los anarquistas los dejarían sin trabajo, mientras que si el Gobierno triunfaba, daría empleo a todos los trabajadores en las obras públicas con un jornal diario de seis reales. Con esta estratagema esperaba el conde de San Luis alistar bajo su bandera a los madrileños que más se dejaran impresionar. Pero su éxito se pareció al del partido del National, de París, en 1848. Los aliados reclutados de tal guisa no tardaron en convertirse en sus más peligrosos enemigos, ya que los fondos destinados a su sostenimiento se agotaron al sexto día. Hasta qué punto temía el Gobierno un pronunciamiento en la capital, lo demuestra el bando del general Lara (el gobernador militar) para prohibir la circulación de toda clase de noticias referentes a la marcha de la sublevación. Parece ser, además, que la táctica del general Bláser se limitaba a eludir todo contacto con los sublevados por temor a que sus tropas se contagiaran» (N.Y.D.T 4-8-1854).
Tras el triunfo de los militares insurrectos, se forma lo que se ha dado en llamar el Gobierno de coalición Espartero-O’Donnell. Recordemos que O’Donnell fue uno de los generales que en 1843 estaba al frente del alzamiento armado contra el entonces Regente Espartero, y ahora ambos, al frente del nuevo Gobierno formado el 31 de julio de 1854, ya encaramados en el poder, procederían inmediatamente a tomar medidas de represión para acabar con una situación revolucionaria, de la cual ellos se aprovecharon para desplazar del poder a la camarilla de la reina.
«Una de las peculiaridades de las revoluciones consiste en que, justamente cuando el pueblo parece a punto de realizar un gran avance e inaugurar una nueva era, se deja llevar por las ilusiones del pasado y entrega todo el poder y toda influencia, que tan caros le han costado, a unos hombres que representan o se supone que representan el movimiento popular de una época fenecida. Espartero es uno de estos hombres tradicionales a quienes el pueblo suele subir a hombros en los momentos de crisis sociales y de los que después le es difícil desembarazarse.
A fines de 1847, una amnistía permitió el regreso de los desterrados españoles, y, por decreto de la reina Isabel, Espartero fue nombrado senador» (N.Y.D.T 19-8-1854).
«Apenas habían desaparecido las barricadas de Madrid a petición de Espartero, cuando ya la contrarrevolución ponía manos a la obra. El primer paso contrarrevolucionario fue la impunidad concedida a la reina Cristina, a Sartorius y consocios. Después vino la formación del gabinete con el moderado O’Donnell de ministro de la Guerra, quedando todo el ejército a disposición de este viejo amigo de Narváez. (...)Como recompensa por los sacrificios de sangre del pueblo en las barricadas y en la vía pública, ha llovido un sinfín de condecoraciones sobre los generales de Espartero, por un lado, y los moderados, amigos de O’Donnell, por otro. Para allanar el camino al amordazamiento definitivo de la prensa, se ha restablecido la ley de imprenta de 1837. Se afirma que Espartero se propone convocar las Cámaras conforme a la Constitución de 1837 y, al decir de algunos, hasta con las modificaciones introducidas por Narváez, en lugar de convocar Cortes Constituyentes. Para asegurar todo lo posible el éxito de estas medidas, y de otras que han de seguir, se están concentrando grandes contingentes de tropas en las inmediaciones de Madrid. Si algo hay que nos llame particularmente la atención en este asunto es la prontitud con que ha reaparecido la reacción» (N.Y.D.T. 21-8-1854).
«Hace unos días, el Charivari publicó una caricatura en la que se representa al pueblo español enzarzado en una pelea mientras los dos sables -Espartero y O’Donnell- se abrazan por encima de sus cabezas. El Charivari ha tomado por final de la revolución lo que es sólo su comienzo (...) O’Donnell quiere que las Cortes sean elegidas conforme a la ley de 1845; Espartero, con arreglo a la Constitución de 1837; y el pueblo, por sufragio universal. El pueblo se niega a deponer las armas antes de que sea publicado el programa del Gobierno, pues el programa de Manzanares (Se trata del Manifiesto lanzado desde Manzanares por el general O’Donnell, que encabezó el pronunciamiento del 28 de junio de 1854. Se le llamaba "Programa de Manzanares" y contenía algunas reivindicaciones del pueblo. Ndr) ya no satisface sus aspiraciones. El pueblo exige la anulación del concordato de 1851 (Según este documento, la Corona española se comprometía a subvencionar al clero a costa del Tesoro, a cesar la confiscación de las Tierras de la Iglesia y devolver a los conventos las tierras incautadas durante 1834-1843 que no hubieran sido vendidas, Ndr), la confiscación de los bienes de los contrarrevolucionarios, un exposé del estado de la Hacienda, la cancelación de todas las contratas de ferrocarriles y otras obras públicas fraudulentas y, por último, el procesamiento de Cristina por un tribunal especial. Dos conatos de evasión de esta última han sido frustrados por la resistencia armada del pueblo. El Tribuno publica la cuenta de las sumas que Cristina debe restituir al Erario Público...» (N.Y.D.T. 25-8-1854).
«A estas fechas se ha confirmado ya que fue el embajador inglés quien escondió a O’Donnell en su palacio e indujo al banquero Collado, actual ministro de Hacienda, a adelantar el dinero que necesitaban O’Donnell y Dulce para poner en marcha su pronunciamiento (...)
Mientras Rusia anda ahora intrigando en la península por conducto de Inglaterra, hace al mismo tiempo a Francia denuncias contra Inglaterra. Así, leemos en la Nueva Gaceta de Prusia que Inglaterra ha tramado la revolución española a espaldas de Francia.
¿Qué interés tiene Rusia en fomentar conmociones en España? Desencadenar en Occidente sucesos que distraigan la atención, provocar disensiones entre Francia e Inglaterra y, finalmente, inducir a Francia a una intervención. Los periódicos anglo-rusos nos dicen ya que las barricadas de Madrid han sido levantadas por insurrectos franceses de junio. (...)
¿Decimos nosotros que la revolución española ha sido obra de los ingleses y los rusos? En modo alguno. Rusia no hace sino apoyar los movimientos facciosos cuando sabe que hay una crisis revolucionaria próxima. Sin embargo, el verdadero movimiento popular, que empieza después, resulta siempre tan contrario a las intrigas de Rusia como a la gestión opresora de su Gobierno. Tal sucedió en Valaquia en 1848. Tal ha sucedido en España en 1854 (...)
Jamás revolución alguna ha ofrecido un espectáculo más escandaloso por la conducta de sus hombres públicos que esta revolución emprendida en pro de la "moralidad". La coalición de los viejos partidos que forman el actual Gobierno de España (el de los adictos a Espartero y el de los adeptos de Narváez) de nada se ha ocupado tanto como de repartirse el botín consistente en puestos de dirección, empleos públicos, sueldos, títulos y condecoraciones (...)
Reconforta algo el oír que, contrastando con las infamias oficiales que mancillan el movimiento español, el pueblo ha obligado a estos sujetos al menos a poner a Cristina a disposición de las Cortes y a dar la conformidad a la convocatoria de una Asamblea Nacional Constituyente sin Senado y, por tanto, sin sujeción ni a la ley electoral de 1837 ni a la de 1845. El Gobierno no se ha atrevido todavía a dictar una ley electoral propia, y el pueblo se manifiesta unánimemente a favor del sufragio universal (...)
En Barcelona, los militares tan pronto tienen colisiones entre ellos como con los obreros. Esta situación anárquica de las provincias es sumamente ventajosa para la causa de la revolución, pues impide que caigan bajo la férula de la capital» (N.Y.D.T. 1-9-1854)
«Por lo que se refiere a la situación general, el Times tiene sin duda fundados motivos para lamentar que no exista en España la centralización francesa, debido a lo cual incluso una victoria obtenida sobre la revolución en la capital no decide nada respecto a las provincias, mientras subsista en éstas ese estado de "anarquía" sin el que ninguna revolución puede triunfar (...)
El control que la presión popular ejerce sobre el Gobierno se demuestra por el hecho de que los ministros de la Guerra, Gobernación y Fomento han llevado a cabo grandes remociones y simplificaciones en sus distintos departamentos, caso jamás conocido en la historia de España (...)
La principal causa de la revolución española ha sido el estado de la Hacienda, y, en particular, el decreto de Sartorius que ordenaba el pago por adelantado de los impuestos de un semestre al comenzar el año. Cuando la revolución estalló todas las arcas públicas estaban vacías, a pesar de que no se habían hecho efectivas las pagas en ninguna rama de la administración ni se habían empleado durante meses enteros las sumas asignadas para cualquier obra» (N.Y.D.T. 4-9-1854).
«La entrada de los regimientos de Vicálvaro en Madrid ha estimulado al Gobierno a incrementar la actividad contrarrevolucionaria. El restablecimiento de la restrictiva ley de imprenta de 1837, adornada con todos los rigores de la ley complementaria de 1842, ha acabado con toda la prensa "incendiaria" que no podía depositar la fianza requerida. el día 24 se publicó el último número de El Clamor de las Barricadas con el título de Las Últimas Barricadas, pues fueron detenidos los dos periodistas que lo dirigían (...)
A la supresión de la ley de imprenta a seguido en el acto la supresión de la libertad de reunión, también por real decreto. En Madrid han sido disueltos los clubs, y en provincias, las juntas y comités de seguridad pública, a excepción de los reconocidos como "diputaciones" por el Gobierno (...)
Espartero ha logrado de los principales banqueros de Madrid 2.500.000 dólares bajo la promesa de seguir una política moderada pura. Hasta qué punto está dispuesto a cumplir su promesa lo prueban sus últimas medidas.
No vaya a suponerse que estas medidas reaccionarias han sido aceptadas sumisamente por el pueblo. Cuando se supo la marcha de Cristina, el 28 de agosto, volvieron a levantarse barricadas; pero si hemos de creer un despacho telegráfico de Bayona, publicado en el Moniteur francés, "las tropas, unidas a la Milicia Nacional, tomaron las barricadas y sofocaron el movimiento". este es el círculo vicioso en que están condenados a moverse los gobiernos revolucionarios abortivos. Reconocen las deudas contraídas por sus predecesores contrarrevolucionarios como obligaciones nacionales y, para poder pagarlas, tiene que seguir recaudando los viejos impuestos y contraer nuevas deudas. Mas, para poder hacerlo, tienen que dar garantías de "orden", es decir, adoptar a su vez medidas contrarrevolucionarias. De este modo, el nuevo Gobierno popular se convierte instantáneamente en lacayo de los grandes capitalistas y opresor del pueblo. De idéntica manera se vio obligado el Gobierno provisional de Francia en 1848 a adoptar la famosa medida de los 45 céntimos y a incautarse de los fondos de las Cajas de Ahorros para poder pagar los intereses a los capitalistas (...)
En Madrid hay muy pocas tropas y, a lo sumo, veinte mil hombres de la Milicia Nacional. Pero de estos últimos, sólo alrededor de la mitad está debidamente armada, en tanto que se sabe que el pueblo no ha hecho caso del llamamiento a entregar las armas» (N.Y.D.T. 16-9-1854).
«Del criterio sustentado por la prensa reaccionaria en general respecto de los asuntos españoles puede juzgarse por algunos extractos de la Kölnische Zeitung y de la Indépendance Belge: "El porvenir de la monarquía española -- dice la Indépendance -- corre grandes peligros. Todos los verdaderos patriotas españoles coinciden en la necesidad de poner término a las orgías revolucionarias. La furia de los libelistas y de los constructores de barricadas se descarga ahora contra Espartero y su Gobierno con la misma vehemencia que contra San Luis y el banquero Salamanca". (...)
Si las provincias siguen agitadas por movimientos que no acaban de concretarse y definirse, ¿qué otra razón puede hallarse para explicar este hecho si no es la ausencia de un centro para la acción revolucionaria? Ni un sólo decreto beneficioso para las provincias ha aparecido desde que el denominado Gobierno revolucionario ha caído en manos de Espartero» (N.Y.D.T. 30-9-1854).
La coalición Espartero-O’Donnell duro hasta el verano de 1856. La inestabilidad social, que no mitigaba, obligó al bando de O’Donnell a poner fin mediante un golpe de estado, a las diferencias con los esparteristas y a la situación caótica. teniendo preparado un equipo ministerial de antemano, en el que él figuraba a la cabeza, O’Donnell presenta la dimisión en el Gobierno de coalición, e intenta imponer por la fuerza armada el nuevo gabinete. Tras las noticia, sangrientas revuelta de resistencia estallaron en Barcelona y Madrid, donde las medidas represivas, en ambas ciudades, fueron violentísimas y encarnizadas. La facción de O’Donnell contaba, como en 1843 con el apoyo de Francia, ahora con Napoleón III en lugar de Luis Felipe.
«En 1856 vemos no sólo a la Corte y al ejército en un bando y al pueblo en otro, sino las mismas escisiones de las filas del pueblo que en el resto de la Europa Occidental. El 13 de julio, El Gobierno Espartero presentó su forzosa dimisión; en la noche del 13 al 14 se constituyó el gabinete O’Donnell; en la mañana del 14 se corrió el rumor de que O’Donnell, encargado de formar Gobierno, había invitado a participar en él a Ríos Rosas, el tristemente célebre ministro de los sangrientos días dejulio de 1854 (...) La orden de empezar a levantar barricadas la dieron a las siete de la tarde las Cortes, cuya reunión fue disuelta inmediatamente después por las tropas de O’Donnell. La batalla comenzó aquella misma noche, y sólo un batallón de la Milicia Nacional se unió a las tropas de la reina (...) En suma, no cabe duda de que la resistencia contra el golpe de Estado la iniciaron los esparteristas, la población de las ciudades y los liberales en general. Mientras ellos, con las milicias, cubrían el frente de Este a Oeste de Madrid, los obreros, bajo la dirección de Pucheta, ocuparon el Sur de la ciudad y parte de los barrios del Norte.
En la mañana del 15, O’Donnell tomó la iniciativa. Pero ni siquiera según el testimonio tendencioso del Journal des Débats obtuvo ninguna ventaja notable durante la primera mitad del día. De repente, hacia la una, sin motivo perceptible, las filas de los milicianos nacionales se rompieron; a las dos se clarearon más, y a las seis habían desaparecido por completo de la escena, dejando todo el peso de la batalla a los obreros, que siguieron luchando hasta las cuatro de la tarde del día 16. Así, en estos tres días de matanza, hubo dos batallas bien distintas: una, de la milicia liberal de las clases medias, apoyada por los obreros, contra el ejército; y la otra, del ejército contra los obreros abandonados por la milicia, que desertó (...) Espartero abandona a las Cortes; las Cortes abandonan a los jefes de la Milicia Nacional; los jefes abandonan a sus hombres, y estos últimos abandonan al pueblo (...) Otra información explica de buena tinta que la razón de este súbito acto de sometimiento a la conjura fue el parecer de que el triunfo de la Milicia Nacional acarrearía probablemente el derrocamiento del trono y la preponderancia absoluta de la democracia republicana. La Presse de París da también a entender que el mariscal Espartero, al ver el giro que los demócratas daban a las cosas en el Congreso, no quiso sacrificar el trono o arrostrar los azares de la anarquía y la guerra civil y, en consecuencia, hizo cuanto pudo para que se produjera el sometimiento a O’Donnell.
Verdad es que los diferentes autores discrepan en cuanto a los detalles de tiempo y circunstancias y a los pormenores del derrumbamiento de la resistencia al golpe de Estado; pero todos coinciden en el punto principal: que Espartero desertó, abandonando a las Cortes, las Cortes a los dirigentes, los dirigentes a la clase media, y ésta al pueblo. Esto da una nueva ilustración sobre el carácter de la mayor parte de las luchas europeas de 1848-1849 y de las que ha habido desde entonces en la parte occidental de dicho continente. Por un lado, existen la industria y el comercio modernos, cuyos jefes naturales, las clases medias, son enemigos del despotismo militar; por otro lado, cuando las clases medias emprenden la batalla contra este despotismo, entran en escena los obreros, producto de la moderna organización del trabajo, y entran dispuestos a reclamar la parte que les corresponde de los frutos de la victoria. Asustadas por las consecuencias de una alianza que se le ha venido encima de este modo contra su deseo, las clases medias retroceden para ponerse de nuevo bajo la protección de las baterías del odiado despotismo. Este es el secreto de la existencia de los ejércitos permanentes en Europa, incomprensible de otro modo para los futuros historiadores. Así, las clases medias de Europa se ven obligadas a comprender que no tienen más que dos caminos: o someterse a un poder político que detestan y renunciar a las ventajas de la industria y del comercio modernos y a las relaciones sociales basadas en ellos, o bien sacrificar los privilegios que la organización moderna de las fuerzas productivas de la sociedad, en su fase primaria, ha otorgado a una sola clase. Que esta lección se dé incluso desde España es tan impresionante como inesperado» (N.Y.D.T. 8-8-1856).
«Fue rasgo característico de la insurrección de Madrid el empleo de pocas barricadas -- sólo en las esquinas de las calles importantes, siendo, en cambio, convertidas las casas en núcleos de resistencia; y -- cosa inaudita en los combates de calle -- las columnas del ejército asaltante fueron recibidas con ataques a la bayoneta. Pero si los insurrectos aprovecharon la experiencia de las insurrecciones de París y Dresde, los soldados no habían aprendido menos que ellos: abrían brecha en las paredes de las casas, una tras otra, y llegaban hasta los insurrectos por el flanco y por la retaguardia, mientras las salidas a la calle eran barridas con fuego de artillería (...) Los insurgentes, dispersados, seguían haciendo frente bajo un soportal de iglesia, en una callejuela o en la escalera de una casa, y allí se defendían hasta la muerte.
En Barcelona, donde la lucha careció de dirección en absoluto, fue más intensa aún. Militarmente, esta insurrección, como todos los levantamientos anteriores en Barcelona, sucumbió por estar la fortaleza de Montjuich en manos del ejército. Caracteriza la violencia de la lucha la muerte de ciento cincuenta soldados entre las llamas del incendio de su cuartel de Gracia, suburbio por el que los insurrectos lucharon encarnizadamente, una vez desalojados de Barcelona. Merece señalarse que, mientras en Madrid, como hemos escrito ya en un artículo anterior, los proletarios fueron traicionados y abandonados por la burguesía, los tejedores de Barcelona declararon desde el primer instante que no tendrían arte ni parte en un movimiento iniciado por los esparteristas e insistieron en que se proclamara la República. Habiendo sido rechazada esta condición, los tejedores, exceptuando algunos que no podían resistir el olor de la pólvora, permanecieron como espectadores pasivos de la batalla, con lo que ésta se perdió, pues todas las insurrecciones de Barcelona las deciden sus veinte mil tejedores.
La revolución española de 1856 se distingue de todas las que la han precedido por la pérdida de todo carácter dinástico. Sabido es que el movimiento de 1808 a 1815 fue nacional y dinástico. Aunque las Cortes en 1812 proclamaron una Constitución casi republicana, lo hicieron en nombre de Fernando VII. El movimiento de 1820-23, tímidamente republicano, era prematuro por completo y tenía contra él a las masas cuyo apoyo recababa; y las tenía en contra porque estaban ligadas por entero a la Iglesia y a la Corona. La realeza en España estaba tan profundamente arraigada, que la lucha entre la vieja y la nueva sociedad, para tomar un carácter serio, necesitó un testamento de Fernando VII y la encarnación de los principios antagónicos en dos ramas dinásticas: la carlista y la cristina. Incluso para combatir por un principio nuevo, el español necesitaba una bandera consagrada por el tiempo. Bajo tales banderas se llevó la lucha desde 1833 hasta 1843. Luego hubo un final de revolución, y a la nueva dinastía se le permitió probar sus fuerzas desde 1843 hasta 1854. La revolución de julio de 1854 llevaba implícito necesariamente un ataque a la nueva dinastía; pero la inocente Isabel estaba a cubierto, gracias al odio concentrado contra su madre; y el pueblo festejaba no sólo su propia emancipación, sino la emancipación de Isabel, liberada de su madre y de la camarilla.
En 1856, el velo había caído, y era ya la misma Isabel quien se enfrentaba con el pueblo mediante el golpe de Estado que fomentó la revolución. Con su fría crueldad y con su cobarde hipocresía se mostró digna hija de Fernando VII (...) hasta la matanza de los madrileños por Murat en 1808 queda a la altura de una revuelta insignificante al lado de la carnicería hecha del 14 al 16 de julio bajo la sonrisa de la inocente Isabel. Esos días doblaron las campanas por la monarquía en España. Sólo los imbéciles legitimistas de Europa pueden pensar que, una vez caída Isabel, pueda levantarse Don Carlos. Esta gente piensa siempre que, al extinguirse la última manifestación de un principio, muere sólo para dar nueva forma a su manifestación primitiva.
En 1856, la revolución española ha perdido no sólo su carácter dinástico, sino también su carácter militar (...) Hasta 1854 la revolución partió siempre del ejército, y sus diferentes manifestaciones no se diferenciaban exteriormente unas de otras más que en la graduación militar de sus promotores.
En 1854, el primer impulso procedió aún del ejército, pero ahí está el manifiesto de Manzanares de O’Donnell como testimonio de lo frágil que había llegado a ser la preponderancia militar en la revolución española (...) Si la revolución de 1854 se limitó a manifestar de este modo su desconfianza del ejército, apenas transcurridos dos años se vio atacada abierta y directamente por aquel ejército, el cual ha engrosado ahora dignamente la lista donde se encuentran los croatas de Radetsky, los africanos de Bonaparte y los pomeranios de Wrangel. La rebelión de un regimiento en Madrid el 29 de julio prueba hasta qué punto valora el ejército español las glorias de su nueva posición. Este regimiento, insatisfecho del obsequio de Isabel, unos simples cigarros, se declaró en huelga, pidiendo los cinco francos y las salchichas de Bonaparte; y los consiguió.
Por lo tanto, esta vez el ejército ha estado, en su totalidad, contra el pueblo; o, más exactamente, ha luchado sólo contra el pueblo y los milicianos nacionales. En pocas palabras: la misión revolucionaria del ejército ha acabado. El hombre erigido en prototipo del carácter militar, dinástico y burgués liberal de la revolución española -- Espartero -- ha caído ahora aún más bajo de lo que el fuero del destino hubiera permitido preveer a los que más íntimamente le conocían. Si, como se rumorea, y es muy probable, los esparteristas están dispuestos a reagruparse bajo la dirección de O’Donnell, no harán más que confirmar su suicidio con un acto oficial propio. No salvarán a O’Donnell.
La próxima revolución europea encontrará a España madura para colaborar con ella, los años de 1854 a 1856 han sido fases de transición que debía atravesar para llegar a esta madurez» (N.Y.D.T. 18-8-1856).
Que la derrota militar del Eje nazi-fascista en la segunda guerra mundial no se tradujo en su derrota política, es una de las lecciones históricas extraidas por nuestra corriente tras el fin de la contienda. Esta lección, que no es un lujo teórico sino un arma más en la batalla por la próxima reanudación revolucionaria proletaria, pone de manifiesto una serie de acontecimientos con una proyección y un alcance internacionales, tales como el reforzamiento hasta unos niveles de casi saturación del aparato represivo estatal y el sometimiento total y absoluto de las actuales organizaciones de defensa económico-sindical proletarias. Todo esto se ha llevado a cabo con un único objetivo: conservar y defender el régimen de la explotación capitalista, empleando para ello y según las circunstancias, grandes dosis de terror potencial o bien su manifestación cinética: el ancestral garrote.
En el periodo actual, la burguesía mundial no encuentra prácticamente ningún obstáculo para hacer digerir a una clase obrera privada de sus más elementales medios de defensa y ataque, la melodía de moda, mejor dicho el sonsonete, por lo monótona y continua que resulta. Este sonsonete, repetido insistentemente a través de los canales de difusión más variados, ha conseguido una difusión internacional, tarareándose su infame y embustero mensaje por todos los rincones de este atormentado planeta.
El nuevo evangelio no es otro que la alabanza y la adoración a una de las más importantes deidades modernas, con un poder tal que puede rivalizar en prodigios con otras divinas creaciones humanas más añejas. La diosa democracia posee una especial virtud, la de regenerarse liberándose de los efectos perniciosos que puede producir su mal uso por parte de los mortales. Esto al menos es lo que nos cuenta la moderna mitología.
De lo que se trata realmente es de narcotizar (¡aún más, sí!) al proletariado mundial, apartándole de su única vía histórica que no es otra que la lucha de clases. Para ello se establece una distinción neta entre el buen Estado democrático, que actúa con arreglo a las verdades eternas de la ética y la moral (que siempre tienen un carácter de clase, como nos enseñan nuestros maestros), y el mal Estado, ese que utiliza medios perversos e inmorales, lo que alguien definió como las cloacas del Estado. Con esta fórmula se silencia y oculta lo esencial: todo él no es más que un gigantesco albañal donde confluyen los más apestosos detritus de la decadente sociedad burguesa.
Contra ese mal Estado se ha puesto en marcha una nueva cruzada, la cruzada anticorrupción. Cada país posee sus particulares Bouillon o Corazón de León, sus propios sarracenos infieles y ciudades santas a conquistar, pero por encima de esta diversidad nacional el espíritu que anima a los modernos cruzados es el mismo.
Imbuidos por el fervor propio de toda acción trascendente, se ven impelidos hacia el infiel con la determinación que proporciona estar al servicio del más alto ideal. Por doquier ruedan las cabezas de los malvados, canallas sin escrúpulos que con su infame proceder mancillan el buen nombre del Estado de Derecho.
En España y en cada uno de sus reinos, la cruzada avanza victoriosa, imparable según parece, habiéndose producido ya algún desembarco forzoso de infieles derrotados, pero en esta ocasión no ha sido en las plazas fuertes del norte africano, sino en las ejemplarizantes mazmorras de la burguesía. La duración y el desenlace final de esta santa cruzada no es objeto preferente de nuestra atención, como tampoco lo es bajo ningún concepto el ensañamiento contra individuos que no son otra cosa que dignos representantes de la clase social dominante.
En este contexto de cruzada moralizante y regeneracionista, hay que inscribir el caso de la guerra sucia (¿existe alguna limpia?) de los GAL (Grupos Antiterroristas de Liberación) contra ese turbio conglomerado de intereses que es ETA.
Que semejante monstruosidad aparezca dentro de un Estado de Derecho es algo que horroriza especialmente al filisteo pequeño-burgués, incapaz de comprender que esta guerra sucia estatal es inherente a la aparición histórica del Estado político y de la sociedad dividida en clases. Y por supuesto todavía más incapaz de comprender que todas las guerras, junto al Estado y las clases sociales, desaparecerán de la historia solo si el proletariado dirigido por su Partido de clase asesta al mundo burgués el golpe definitivo.
El clamor público contra las abominables actuaciones de los GAL o similares, se transforma en aprobación general a la hora de reconocer la existencia y la necesidad de los llamados Fondos Reservados (que definiremos parcamente como dinero para sufragar crímenes), que han constituido la fuente financiera de los GAL. Para justificar la existencia de esos Fondos Reservados se ha esgrimido un argumento de no poco peso: todos los Estados tienen sus fondos reservados, incluso los más democráticos. Seguramente estos últimos más que ningún otro ya que no son precisamente estos estados más democráticos (que no son otros que algunas de las grandes potencias imperialistas) los que se caracterizan por una especial limpieza en su modus operandi. A este respecto sentimos defraudar a quienes imaginan la futura revolución social como un episodio limpio y aséptico, ya que el Estado revolucionario de la dictadura proletaria no excluirá ningún golpe para consolidar su transitorio poder de clase.
Entramos pues de lleno en un terreno que viene atormentando las mentes de los moralistas de todo tiempo y lugar. ¿Puede el fin justificar los medios? y... ¿qué justifica el fin? Quien intente contestar a estas cuestiones arropándose con las argumentaciones propias del idealismo filosófico no conseguirá sino volver al punto de partida, o como mucho caer en la apología de lo existente. Solo el marxismo ha podido situar científicamente estos interrogantes y sus respuestas, ligándolos al proceso histórico que no ve sujetos individuales sometidos al ansia de poder, sino una sucesión dialéctica de fuerzas económicas y sociales, de modos de producción, que subordinan a sus finalidades los medios que requieren. Es decir, el fin y los medios están ligados dialécticamente. El fin no justifica los medios, los determina dialéctica e históricamente.
En el terreno de la teoría del Estado la dicotomía entre legalidad e ilegalidad, entre Estado bueno y Estado malo, es tan falsa como la establecida interesadamente entre democracia y fascismo, caras ambas de la misma moneda: el sistema capitalista. Para el marxismo el Estado no es un ente neutral, es un medio, sí, un instrumento que se presenta en la historia como órgano ejecutor del poder dictatorial de una clase social sobre todas las demás. No existe por tanto, por más que los alquimistas sociales se afanen en demostrar lo contrario, una electrolisis de la historia que disocie al Estado en sus dos componentes, excelsa y perversa.
La creación de los GAL, y esto puede ser válido para todas sus versiones pasadas y futuras, hay que inscribirla en un periodo y en unas circunstancias en las que los canales habituales no eran suficientes para atraer o debilitar a ciertos sectores de ETA. La mediocridad (cuando no garrafales errores) de los resultados en función del dinero invertido, hizo que este montaje underground fuese desmantelado a través de un proceso-farsa que aún hoy continúa.
Aunque a simple vista parezca que todo este asunto no afecta en lo más mínimo a la clase obrera, la realidad, la experiencia histórica pasada, demuestra precisamente lo contrario. Que el Estado burgués (el verdadero Señor X que tanto inquieta a algunos) haya enfocado parte de sus actuaciones subterráneas contra miembros o afines de un movimiento reaccionario y antiproletario, no ofrece lugar a dudas acerca de los medios que utilizará (y no es una novedad que descubramos aquí) cuando la clase obrera, a través de sus organizaciones específicas reanude su marcha por el escabroso camino de la lucha de clase.
Evidentemente, subyacen alrededor de toda la parafernalia organizada ahora sobre los GAL rivalidades interburguesas, que pueden incluso tener una proyección internacional.
Sin adentrarnos más en este terreno, por falta de elementos de
juicio precisos que quizás nunca se obtengan, nos limitaremos a
concluir repitiendo una vez más lo esencial: con GAL o sin GAL,
contra ETA o junto a ETA, sucio o limpio, el Estado burgués no está
para ser reformado ni depurado. Debe ser destruido por el fuego desinfectante
de la revolución comunista internacional.
Es tarea del partido, precisamente cuando pensar en el comunismo resulta todavía más imposible, mantener la ciencia de la revolución y alimentarla con las confirmaciones que manan de los acontecimientos nuevos de la lucha entre las clases. A las vulgares bacanales de la contrarrevolución y a la grave desbandada de una clase obrera que se ha dejado traicionar tan gravemente y durante tanto tiempo, oponemos la presencia y la voz incorrupta del partido vivo. Partido pequeño, en cuanto a extensión aunque no porque así lo queramos, es el reflejo de las desfavorables relaciones de fuerza sociales, pero en el surco de la única doctrina marxista, emancipadora del proletariado, aquella de ayer y del mañana. Por encima de decenios y decenios de colosales desilusiones, que han quebrado las piernas a tres generaciones de engañadizos pero a la vez combativos trabajadores, continuamos presentando los coherentes resultados de nuestra no insignificante tradición, expresados por la prensa periódica y por las regulares y frecuentes reuniones internacionales de trabajo.
Éstas no son congresos democráticos, no se enfrentan tesis o tácticas innovadoras, no se vota ni se elige y destituye a nadie. Son simplemente lugares de trabajo revolucionario, donde las contribuciones de los individuos y de los grupos no se oponen ante la platea, sino que se entrelazan, se complementan y son asimilados por el conjunto del partido. No hay nada que descubrir, todo que confirmar, hoy en la teoría y en la vida fraterna de la milicia comunista, mañana en la acción destructora del proletariado mundial insurrecto.
Como de costumbre la reunión, organizada en Florencia en la sala
de una biblioteca, se ha dividido en dos sesiones organizativas, el viernes
por la tarde y el sábado por la mañana, y otras dos para
la exposición de los informes temáticos. Se anunciaba con
satisfacción la salida, y se distribuyeron copias, de nuestras revistas
de prensa en lengua italiana, inglesa y francesa, a las que se ha venido
a unir el primer número de la semestral "La Izquierda Comunista",
en lengua española, resultado muy apreciable del empeño de
una sección nueva de jovenes compañeros. Hemos examinado
los resultados de todos los grupos de trabajo -hoy prevalecientemente,
pero no exclusivamente, de estudio- intercambiado indicaciones, consejos,
fuentes documentales y repartido entre ellos las fuerzas, tendiendo a la
colaboración entre militantes que pertenecen a secciones territoriales
distintas. Se ha ilustrado y decidido la reproducción para uso interno
de un detallado Indice por materias de las publicaciones del partido desde
hace 45 años.
El curso de la economía
Se abría el informe con la actualización de las tablas y gráficos estadísticos de la economía capitalista, examinando la reanudación de la acumulación en este ciclo coyuntural, insertado en otro curso deprimido más general en el que el capitalismo debió hundirse inexorablemente hace una veintena de años.
Prosigue sostenida la acumulación ampliada del capital en los Estados Unidos, flanqueada por las de los imperialismos alemán y japonés, que han comenzado con mucho retraso, pero con empuje inicial más vigoroso. La producción se desarrolla en algunos países de Asia y de América Latina con ritmos acelerados, que los capitalismos más viejos ya no alcanzan, y se reanuda con vigor en algunos países de Europa centro-oriental, que han escapado del imperialismo ruso que está todavía hoy en crisis.
Examinando los recientes desarrollos de la economía se recogían algunos aspectos que se prestaban para remachar algunos puntos firmes del marxismo.
La acumulación del capital significa, confirmado por los datos del pretendido ejemplo de bienestar en los tres años de reanudación americana, que con el crecimiento del capital, de la masa de productos, de la plusvalía capitalizada, crece la masa de miseria, es decir, disminuye la fracción del producto del trabajo vivo que va para los obreros, aun en el caso de que aumente su número y su salario. Cuando el capitalismo trata de evitar sus contradicciones, como ahora en los Estados Unidos con el mayor crédito al consumo, hace aún más esclavo al proletario, pero agrava la crisis en el futuro.
El desarrollo capitalista en Asia y América Latina tiene un empuje con la afluencia imperialista de capitales, y ésta ha incrementado ahora el largo ciclo deprimido y la recesión reciente de los países de industrialismo más viejo. Pero los ritmos juveniles de estos países no han podido y no podrán revigorizar el decrépito capitalismo mundial. Algunos de estos capitalismos ya experimentan los efectos de la dependencia en su crecimiento de los capitales financieros extranjeros. El capital, que por huir de la disminución de las cuotas de ganancia y del porcentaje de crecimiento de la producción se ha transferido a las áreas de capitalismo joven, les ha levantado el porcentaje de acumulación. Crecen en las manos del capital financiero internacional, los títulos de deuda pública que los Estados de aquellas áreas contraen para la ampliación de los aparatos de control de la creciente masa de miseria, provocada por el desarrollo acelerado del capitalismo. Crece en estos países la producción industrial, crece por tanto la plusvalía producida, pero la fracción de ésta que puede ser realizada en el mercado mundial, como indican los intercambios comerciales en déficit, no garantiza la estabilidad de la moneda de papel convencional local. Al capital financiero internacional le puede entrar el pánico, ve los fantasmas de la crisis monetaria y financiera y no puede sustraerse a estos riesgos que la fase imperialista le prescribe.
Después de las variaciones fundamentales de los incrementos de la producción industrial se consideraban los otros índices; de precios, desempleo, comercio exterior y tipos de interés en conexión con el ciclo del capital industrial.
Se examinaba el fuerte aumento de los precios de las materias primas determinado por la expansión de la producción industrial, que se refleja, por la parte de valor que corresponde, en los valores y en los precios de las distintas mercancias producidas con ellas. Este aumento tiene su fundamento en los cambios de valor de estas mercancías necesarias en cantidades mayores en el proceso productivo, según la teoría de la cuestión agraria y de la renta agraria. El reclamo de ésta se prestaba a recordar ver "ricondarne" su función en la condena proletaria al mecanismo mercantil, según los escritos de partido sobre la cuestión agraria de los años 50.
Siguiendo las páginas del Capital se consideraba la tendencia que lleva de un aumento de los precios de las materias primas a la disminución de la cuota de ganancia y a la ralentización de la acumulación. El capitalismo está afrontando esta congénita dificultad en un periodo propicio, por la débil lucha económica en defensa de los salarios, pero no podrá escapar a la contradicción que le conduce al desequilibrio entre producción y consumo, y regularmente a la crisis.
Sobre la crisis se comentaba un pasaje del Capital, ya encuadrado en un escrito nuestro de 1960, donde se consideraba la importancia de demostrar la necesidad de la crisis precisamente a nivel de la reproducción simple, que a fin de cuentas es a lo que se reduce la reproducción del capital cuando llega la crisis.
Examinando el movimiento de los tipos de interés se confirmaba
su vínculo con el del ciclo del capital industrial, cómo
el efecto está ligado a la causa. Se señalaba que el negar
o ignorar este vínculo estaría en conformidad con la teoría
económica burguesa moderna, en sustancia fundada en la teoría
de la economía vulgar ya examinada por Marx. Sobre este argumento
se leían algunos pasajes del Capital sobre el carácter fetichista
por excelencia del capital que se presta, cómo se concibe por esa
teoría burguesa, como autómata que genera valor de modo autónomo
del proceso de producción.
Cuestión campesina y revolución en Méjico
Se trataba luego, acerca de un estudio emprendido sobre Méjico, por la importante posición de este país en el interior del continente americano, en sentido económico y social, y también en cuanto a su posición geográfica, metido entre sus límites con el gigante capitalista, los USA, de un lado, y el subdesarrollo de Centro y Sur América de otro.
El trabajo procede, después de haber visto el periodo que va desde los orígenes precolombinos, a la conquista, a la colonización, a la independencia y el largo periodo de guerras civiles que siguió, hasta los albores de la revolución de 1910. Sin embargo, de todo esto ha sido presentado en la reunión sólo un bosquejo, posponiendo para la próxima el tratarlo más extensamente.
En cambio, han sido leídas y comentadas algunas citas del artículo "Las causas del atraso de América Latina", aparecido en nuestra prensa en 1959, con el objetivo de encuadrar algunos elementos fundamentales. Así pues, se resalta de las características de la colonización española, el enorme poder que luego las clases terratenientes adquieren y consolidan con la independencia, obstruyendo el libre desarrollo en sentido capitalista de estos países y primera causa del drama que atenaza el continente latinoamericano.
Se puede decir que Méjico todavía forma parte de este
mundo, aunque habiendo adquirido, al precio de sanguinarias revoluciones,
las bases de un moderno Estado capitalista, con todos sus elementos de
crisis. Con sus 90 millones de habitantes, puede ser considerada una área
crucial para el futuro desarrollo de la crisis revolucionaria en el continente
americano.
Marx-Engels sobre España
Ha sido expuesta la última parte del examen, que considera el desarrollo de la primera Internacional en España, según los escritos de Marx y Engels. La Internacional (AIT) se introduce en España simultáneamente con la organización anarquista "Alianza de la Democracia Socialista", de Bakunin, por lo que los dirigentes de la Internacional en España pertenecían, en un primer momento, al mismo tiempo a la Alianza. El centro, con sede en Suiza, de esta organización, había mentido al Consejo General de la AIT, la cual había autorizado su adhesión a la Internacional con la condición de que se disolviera como organización internacional y que sus diferentes secciones pasaran a integrar la AIT individualmente en pro de un centralismo real. Así que, la Alianza funcionaba secretamente dentro de la AIT, con el objetivo de hacerse con la dirección, o si esto no le era posible, desorganizarla.
Algunos miembros españoles acabaron por denunciar y abandonar la Alianza y se constituyeron en 1872, en "Nueva Federación de Madrid", reconocida directamente por el Consejo General, mientras los dirigentes españoles, agentes de la Alianza, se negaron a reconocerla.
Después del Congreso de la AIT celebrado en La Haya, en el que tiene lugar la expulsión de los bakuninistas, se produce la ruptura en España, donde las federaciones locales eran numerosas. Prácticamente sólo la "Nueva Federación de Madrid", siguió sin dudarlo al lado del Consejo General, mientras los "aliancistas" consiguieron mantener a su lado a gran número de federaciones. Sobre todo en España la confusión provocada por el modo de actuar de los anarquistas logró impedir la difusión de las ideas del socialismo científico y arruinó la organización internacional del proletariado español.
La posterior participación de los anarquistas en 1873 en las
sublevaciones cantonalistas en España, demostró en la práctica
que, en nombre de la autonomía del individuo y del antiautoritarismo,
habían despojado al proletariado de su política autónoma
de clase, beneficiando y apoyando claramente a los republicanos burgueses
llamados "intransigentes". Paradójicamente se repetirá después,
durante la Guerra Civil, con la participación de los anarquistas
en puestos de Gobierno, a pesar de sus proclamaciones antiautoritarias,
que parecen dedicadas especialmente a impedir que el proletariado llegue
al poder.
Cuestión de las nacionalidades en Rusia
Movidos por la intervención militar "gran rusa" en Chechenia, en la última relación del sábado, volvimos a tocar la compleja cuestión del diversísimo desarrollo de los cientos de pueblos del que fue imperio zarista, en el que bajo el poder centralizado estatal convivían: algunas burguesías más o menos próximas a una dignidad nacional (Finlandia, Báltico y Polonia); poblaciones seminómadas en Asia y en los territorios polares; los montañeses del Caúcaso refractarios a la reciente colonización; un antiguo mercantilismo y un capitalismo nuevo que desde abajo penetraba abundantemente por todas las rendijas de la vieja sociedad; unas finanzas mundiales que se apoyaban en el zarismo para rapiñar las esferas de economía capitalista y precapitalista.
Factores estos que de cierto contribuyeron a la destrucción de la "prisión de los pueblos" y considerados por los marxistas revolucionarios desde siempre; pero es un hecho que las puertas de esa prisión fueron abiertas "desde fuera", por el proletariado internacionalista y por los campesinos prenacionales, y no por movimiento y determinación propia de las burguesías sometidas, que excepto en Polonia eran extremamente débiles allí donde existían.
La fórmula marxista de Lenin del derecho de las nacionalidades a la separación estatal se contempla como instrumento de demolición de un orden reaccionario, no como un principio positivo o nuestro modelo constitucional.
Aquí el relator se refería brevemente sobre cómo acaecieron las vicisitudes sociales revolucionarias y militares de la Primera Guerra Mundial y después civil, en teatros todos muy atormentados pero muy lejanos, como los de Finlandia, los tres bálticos, Bielorrusia, Ucrania, Kazajstán y el abigarrado Caúcaso. De este último se volvía a recorrer la historia tras la conquista rusa, hasta la formación de gobiernos mencheviques en Transcaucasia, la sublevación obrera y la victoriosa Comuna de Bakú.
El grado de desarrollo de estos pueblos meridionales era tan bajo que debimos excluir la posibilidad de una rápida superación de las problemáticas que se denominan con el calificativo de nacionales, entendiendo por ellas la llegada necesariamente gradual de medios materiales que consientan la implantación de un mercado único en el territorio, y sociales, es decir, la formación de las clases modernas y su oposición. No pensemos simétricamente que, el poder del proletariado conceda también el derecho de separación estatal a cualquier nacionalidad. La solución política, que consideramos responde mejor históricamente para indicar el camino de aquellos grupos humanos hacia el comunismo, es una suerte de tutela proletaria sobre tales formas de trabajo atrasado: los proletarios del Estado comunista que, como hermanos mayores de artesanos y campesinos, secunden el progreso material de ellos. No excluimos que tal colaboración pueda ser impuesta a las clases dominantes locales como resultado de un enfrentamiento armado. Pero es evidente que, ni la autodecisión ni la ocupación militar resuelven el problema, que requiere desarrollarse históricamente. Cuando las condiciones sociales o políticas de partida sean particularmente negativas la solución de fuerza, que imponga una dictadura desde fuera, puede resultar contraproducente respecto a aquel camino la separación de las clases, y preferible reconocer los gobiernos burgueses que se han afirmado localmente. Se ha recordado la disensión de Lenin en la solución impuesta a Georgia cuando deseaba en Tiflis un gobierno de coalición con los mencheviques.
Hoy es posible un balance de 70 años de capitalismo ruso y nos ha llevado a reconocer que no se ha llegado a una formación nacional extendida a todo el territorio de la Unión sino que alguna de sus regiones más desventajadas como la caucásica y centro asiáticas han conocido un régimen al que la continuidad territorial con el centro no cambia el carácter colonial. La previsión de Lenin, aunque aplicada a un Estado capitalista y no socialista, era por lo tanto justa. Entre esos pueblos el odio por los "rusos" ha quedado por lo tanto inmutable así como sus costumbres y supersticiones religiosas, por hechos muy materiales. La desmembración del imperio capitalista "soviético" se califica por lo tanto, en las confrontaciones de estos meridionales, como la última de las así llamadas "descolonizaciones", conclusión tardía, aunque impuesta a las metrópolis, de las revoluciones liberales nacionales, la sustitición de una forma ahora ya demasiado costosa e insostenible de sumisión por otra, la financiera, todavía más despiadada. Esto está pasando, no obstante, en las confrontaciones de todos los estaduchos nacidos de la CEI, sean ellos más ricos o más pobres que el centro ruso: economías y Estados hacia el encanto del mercado mundial.
Chechenia, con una extensión de poco más de un valle con poca llanura, está habitada por un grupo étnico que se puede individuar muy bien, con tradiciones belicosas y de feroz resistencia antirusa. La petición de "independencia" es adelantada por las mafias locales sólo para apropiarse de la renta petrolífera, pero los sentimientos contra los ocupantes están tan alimentados por la historia incluso reciente, que la resistencia armada es tal, que ha puesto ya en seria dificultad durante dos meses al que se decía ser uno de los superpotentes ejércitos imperialistas. No nos esperamos la independencia chechena, ni consideramos realista el proyecto del "Kuwait del Caúcaso", pero cualquier revés armado contra los bastiones del capitalismo esta bien dado y, si se tiene que escoger, no tendremos dudas de qué lado ponernos.
En cambio, la criminal conducción de la operación por
parte de Moscú es una prueba ulterior de la crisis degenerativa
de ese Estado, privado ya de toda estrategia y necesitado sólo de
su propia derrota.
Órganos de los sindicatos
Reemprendíamos el domingo por la mañana con el estudio, continuación de lo expuesto en precedentes reuniones, que trata primero de la actitud del Partido Socialista en las confrontaciones de los trabajadores de la tierra, proletarios y no, desde el Congreso de Bolonia en 1897. Se desmintieron las interpretaciones históricas que consideran "incompleta" la revolución burguesa en Italia y consideran "impolítico" por parte de los órdenes del día de Bolonia la explícita previsión de la tendencia histórica de la superación de la pequeña propiedad campesina. El relator se refería después a los movimientos de 1898, provocados por un aumento del precio del pan, extendidos a toda Italia y que culminaron en la represión cruenta de los manifestantes en Milán. No respondió bien entonces el futuro exponente del reformismo italiano Turati. Por primera vez habían participado en las huelgas los proletarios de la industria y con función efectiva de dirección.
Pero ahora ya es incontrastado el dominio del reformismo, con la proclamación de la autonomía de las secciones locales en el congreso de Roma en 1900, en el sentido de poder establecer alianzas electorales locales con los partidos de la izquierda burguesa, y del grupo parlamentario, en el congreso de Ímola en 1902.
Nace en 1901 la Federación nacional de los trabajadores de la
tierra que unía las varias Ligas de jornaleros y de campesinos:
ya en 1902 llegará a organizar 227.000 inscritos. Aquel año
fue fundado también el Secretariado central de la Resistencia para
unir la Federación de las Cámaras del Trabajo y las 25 Ligas
de profesionales: el objetivo era el de oponerse mejor a la patronal pero
en realidad no consiguió más que una función de coordinación
entre las formas territoriales y de categoría de la organización
obrera.
El sueño-necesidad del comunismo
El tema fundamental se unía a lo ya expuesto: ninguna corriente teórica burguesa dispone ya de un programa ni de un plan de especie. Para el comunismo finalidades programáticas y forma combatiente del partido aparecen juntas en el Manifiesto de 1848. En el Comunismo no se realiza una verdad filosófica, aun cuando en el camino para alcanzarlo no se excluye la lucha de las ideas. La revolución no es fruto de la voluntad individual sino el parto de una nueva sociedad humana.
Comunismo es destrucción de los Ídolos, del dinero, de la valorización del capital, para despertar al nuevo hombre, que ya no tiene necesidad de vender nada de sí mismo. Tampoco ninguna Razón universal que idolatrar, aunque nunca que destruir.
Restauración-Revolución: según ideólogos y politiqueros, empeñados en resistematizar sus tótemes, no tienen ya sentido; nosotros, no desde la "caída del comunismo" sino al menos desde la llegada del Fascismo, dijimos que, contra progresistas neoresurgimentales hemos sostenido la necesidad de la Restauración del partido y de la doctrina.
Esta actitud nos ha valido nuestro no buscado pero necesario aislamiento histórico: los Planes de especie maduran según grandes ritmos y no por decisión del individuo, otro ídolo suyo que contribuyen a aplastar y dejar cada vez más risible y solo.
Nuestro módulo organizativo de partido postula y practica el
centralismo
órganico no sólo como método "científico"
sino para disfrutar de una comunidad que prefigura el comunismo.
La cuestión militar
El tercer relator de la sesión del domingo retomaba la cuestión militar, no por cierto secundaria en la doctrina marxista. Su encuadramiento en la época imperialista no puede hacerse más que retomando los estudios de toda nuestra escuela desde Marx, Engels, Trotski y el trabajo de partido.
Del estudio del Antidühring se sacaba a la luz cómo la táctica militar es hija del progreso técnico social: si el Wermacht pudo prever una guerra hecha de divisiones de tanques mientras el estado mayor francés se atestó en la Maginot, esto se lo debió a la industria alemana que sacaba de los hornos el triple de acero que la francesa.
Otros ejemplos que justificaban nuestra tesis eran aportados.
Con la Comuna de París se cierra en Europa Occidental la era
de las guerras nacionales progresivas; la burguesía se despliega
de manera unitaria contra el proletariado. Para esta área geopolítica
la táctica y la estrategia burguesa, con mayor razón en tiempo
de guerra, deberán tener en cuenta siempre el peligro rojo.
El misterio de la liberación y el materialismo histórico
La cuarta exposición del domingo tenía como objetivo sólo sintetizar las líneas fundamentales del trabajo, un recorrido histórico a través de la historia del cristianismo, desde sus orígenes hasta la contemporánea Teología de la Liberación.
Aplicando el método materialista de la historia se puede precisar un movimiento de trascendencia histórica universal como el cristianismo, surgido sobre la base del tejido imperial romano, del judaismo y de las corrientes ideológicas entonces predominantes.
El contenido subversivo de la primitiva congregación cristiana y el comunismo como principio básico en las relaciones entre los adeptos, constituyen elementos que, progresivamente, irán desapareciendo mediante un proceso degenerativo bien definido y no falto de rea-cciones, de diversa índole, tendentes a retornar a aquella fraternidad comunista originaria. En el trabajo se mostrarán los principales intentos de retornar a los principios originarios, y cómo han fallado sucesivamente. Habiendo sido producto de determinadas condiciones históricas, desaparecieron junto a ellas, haciendo estériles los esfuerzos de quienes, aun generosamente, lo intentaron.
De este modo se afrontan algunas de las primeras escisiones acaecidas en el seno de la iglesia y del fenómeno monástico pasando por las herejías medievales, llegando a la gran escisión de la Reforma luterana y calvinista, demostrando, a la luz de nuestros textos clásicos su verdadero carácter y significado.
El trabajo comprende también un parágrafo dedicado a la llamada "doctrina social de la iglesia", ligándola a la aparición y desarrollo de las organizaciones políticas y sindicales de la clase obrera, con especial referencia a las tres fases del movimiento sindical, tal y como han sido definidas por nuestra corriente: prohibición, tolerancia y sumisión.
El trabajo concluye con la "Teología de la Liberación"
que se demuestra como otra variedad del oportunismo y que no resulta como
un movimiento de oposición abierta a Roma, sino, como sucedió
con los franciscanos, un movimiento de reforma. Esto precisamente porque
la Teología de la Liberación utiliza sólo "elementos
del marxismo" en su elaboración doctrinal de la "opción preferencial
para los pobres".
Historia de la Izquierda
La guerra imperialista italiana con los perjuicios para Etiopía, vista en sus varios aspectos, ha sido el tema de la relación sobre la Historia de la Izquierda. El informe se ha desarrollado en tres partes distintas.
En la primera se esbozaba brevemente la situación económica y social creada en Italia como consecuencia del estado de guerra. Por encima de la retórica del régimen sobre la voluntad unitaria de todo el pueblo cerrando filas al lado del duce, era evidente que el peso de la guerra recaía exclusivamente sobre las espaldas del proletariado, tanto cuando se le mandaba a morir en uniforme militar por la gloria de la patria, como cuando veía reducido prácticamente a nada el poder adquisitivo de su salario. Los decretos sobre la restricción del consumo adoptados por el gobierno, fueron prácticamente inútiles, ya que bastaban los vertiginosos aumentos de precios de los productos de primera necesidad (como ha sido demostrado al auditorio con la exposición de una lista) para reducir al hambre a los trabajadores. El capitalismo, por el contrario, gracias al conflicto armado y sus nuevas necesidades unidas a él, veía aumentar los beneficios día tras día y las industrias bélica, mecánica, química, textil y alimentaria navegaban de nuevo a toda vela.
Entretanto, la guerra en África, que había comenzado como un paseo militar, se hacía cada vez más difícil. Italia, en comparación con Etiopía, poseía un ejército modernísimo con vehículos blindados y carros armados, una potente artillería, camiones para el transporte de tropas y de avituallamiento, una aviación con la que podía bombardear, envenenar e incendiar. Pero la falta de carreteras y ferrocarriles, la configuración accidentada del terreno, las estaciones de la lluvia que duran meses, todos estos elementos habrían permitido a los combatientes abisinios resistir durante años a los invasores adoptando la táctica de la infiltración y del sabotaje por los flancos y la retaguardia. Táctica que, sin tener que recurrir a enfrentamientos campales, había dado ya buenos resultados.
Paralelamente a las acciones militares, no obstante, la política diplomática más o menos secreta trabajaba a favor del imperialismo italiano, tanto a través de encuentros y acuerdos directos entre emisarios de Roma y de Addis Abeba, como a través de intereses interimperialistas (Italia, Francia, Inglaterra) por encima y a costa de Etiopía, o bien a través del empleo de aventureros de bajo calibre pero de inmensa voracidad. Tanto que, es cierto, fue este entramado de intereses y de acuerdos secretos y no tanto la iperita, las balas dum-dum y las bombas incendiarias lo que permite el 9 de mayo de 1936, la proclamación del "Imperio".
La segunda parte del informe volvía a recorrer brevemente (partiendo de las solicitudes del Cardenal Massaia al gobierno sardo) la historia de la política colonial italiana.
Se pasaba después a la valoración de los intereses imperialistas de Francia e Inglaterra que, además de Italia, estaban preparados para lanzarse al cuello de Etiopía. Inglaterra, especialmente, se sentía con derecho de tomar bajo su "protección" los descendientes de la Reina de Saba. Esto era comprensible relacionándolo con una realidad geográfica que liga los destinos de Etiopia a los de Sudán y Egipto: el curso del Nilo.
Inglaterra siempre se había atribuído el privilegio de determinar y de ser el único árbitro de la "política del Nilo" y, en 1898, llegó a amenazar con la guerra contra Francia cuando ésta había intentado una tímida infiltración en Etiopía. Entonces, ¿jamás puede ser posible que, aun protestando violentamente, Inglaterra haya dejado vía libre a Italia cuando habría sido suficiente cerrar el paso de Suez? Evidentemente el problema era bien distinto. "Todo esto -explicaba Bilan- depende del grado de madurez de la conflagración mundial que regulará el nuevo reparto de las colonias hasta prescindir de la conquista aislada por parte de un imperialismo. E Italia podrá perfectamente perder, en el caso de la guerra mundial, el botín precedentemente aferrado". La Fracción, en la campaña de Etiopía, individuó en efecto, el primer acto de un conflicto (o de una serie de conflictos) que sin interrupción habría llevado hasta el estallido de la segunda guerra mundial.
En la tercera parte el informe examinaba las diversas actitudes tenidas por las organizaciones y por los partidos "proletarios" sobre la cuestión abisinia. En Rusia, la patria del "socialismo en un solo país", no se convocó ningún tipo de manifestación, probablemente porque no se sabía todavía en cual de los dos campos contrapuestos se encontraría en el futuro. Análogamente también la Tercera Internacional tuvo el coraje de... callar. En cambio, una decisión muy precisa fue tomada por la Internacional Socialista que llamó al proletariado internacional a apremiarse en defensa de la democracia contra el fascismo, es decir, al lado de los grandes imperialismos, inglés y francés.
Después el informe se detenía en la posición netamente clasista y revolucionaria adoptada por la Fracción, llamando al proletariado internacional a sus finalidades históricas y a su unidad de acción con las masas explotadas de los países coloniales y atrasados para desembarazarse, al mismo tiempo, tanto de los regímenes democráticos y fascistas, como de los restos del pasado que podía ser el imperio etíope. Pero la Fracción tuvo una actitud revolucionaria también en la acción práctica como lo testimonia, entre otras, su posición e intervenciones entre las masas proletarias para sabotear el congreso interclasista de Bruselas tendente a desarmar (para ventaja tanto del fascismo como del antifascismo) al proletariado italiano, primer experimento del proyecto global que se consumó después en todo el mundo.
El informe se cerraba con la lectura de algunas citas sacadas de la
revista teórica del PCI, "Lo Stato Operaio" en las que se alababa
el coraje demostrado por los camisas negras en Etiopía y se planteaba
una pacificación nacional ya que fascistas y "comunistas" tenían
el deseo común de "hacer fuerte, libre y feliz, nuestra bella Italia".
Argelia
El último comunicado consideraba la verdaderamente trágica situación en la que está actualmente el proletariado argelino, a treinta años de la consecución de la independencia política de Francia.
En presencia de una situación económica desastrosa que obliga a un alto porcentaje de la fuerza de trabajo, millones de trabajadores, a la inactividad y a una escualida supervivencia en las bidonvilles que circundan las mayores ciudades del país, parece que el monopolio de la oposición al régimen esté en las manos del movimiento islámico radical, empeñado en una lucha sin exclusión de golpes contra el aparato represivo del Estado. Ninguna perspectiva política parece existir para el proletariado, aplastado entre el régimen de terror instaurado por el Estado y el terrorismo del GIA y de los otros grupos islámicos, con los que no tiene nada que compartir.
Las causas que actualmente hacen de Argelia el eslabón débil de los Estados de África septentrional son múltiples. Argelia, donde se verificó una guerra de liberación nacional particularmente larga, con un altísimo precio para la población, más de un millón de muertos en diez millones de habitantes, se encuentra hoy en condiciones económicas y sociales peores que Tunez o Marruecos, donde la consecución de la independencia ha sido mucho menos traumática. La Argelia independiente, no obstante la maná petrolífera, se encuentra hoy con una agricultura en condiciones desastrosas y con una estructura industrial en gran parte inutilizable y estrangulada por una gigantesca deuda exterior. El pensamiento nos lleva en seguida a Méjico, un gigante al que le ha alcanzado también la bendición petrolífera, también hambriento y económicamente en ruina, en las manos de los acreedores internacionales.
La causa en Argelia está, al menos en parte, en la no terminación de la revolución nacional, en los estrechos compromisos, de los partidos que dirigieron la lucha, con Francia; en la imposibilidad para un país tan pequeño y de tan poca población, de alcanzar en plena fase imperialista, una independencia más que formal sobre todo a nivel económico.
Los peligros que los movimientos revolucionarios antiimperialistas iban a encontrarse ya habían sido puestos en evidencia, en años menos merdosos, por la Internacional Comunista en las tesis sobre la cuestión internacional y colonial y en las tesis sobre la cuestión agraria en el II congreso (junio de 1920) y después en las tesis redactadas para el Congreso de los Pueblos de Oriente, en Bakú (septiembre). En la degringolade del movimiento comunista internacional tras la victoria del estalinismo en Rusia y la teoría del socialismo en un solo país, que transformó los partidos comunistas nacionales en instrumento de la política imperial del Estado ruso, estos principios fueron completamente subvertidos; para la Internacional de Lenin punto fundamental de la acción de los Partidos Comunistas en las colonias era el de que ellos debían defender los intereses del proletariado colonial y por lo tanto que, también durante la revolución antiimperialista, aun participando en la lucha junto con los partidos nacionalistas revolucionarios, ellos debían mantener su independencia, también organizativa, de modo que pudieran empujar hasta el final la revolución burguesa y al mismo tiempo salvaguardar los instrumentos indispensables para continuar la lucha por la revolución comunista. El estalinismo impuso el completo sometimiento de los Partidos comunistas a los Partidos nacionalistas burgueses aniquilando así no sólo cualquier perspectiva de revolución proletaria, sino también la posibilidad de prevalecer de los sectores más radicales dentro del movimiento nacionalista.
El ejemplo quizá más trágico de esta estrategia suicida se tuvo en China, pero se repitió en todas las revoluciones nacionales sucesivas, desde Vietnam a Argelia precisamente. Nuestro partido fue el único, aunque en un completo aislamiento, en volver a proponer el planteamiento de Lenin mientras el proletariado argelino, que se estaba desangrando en largos años de guerra, era traicionado y malvendido en interés de la burguesía francesa y de la joven parvenue argelina.
En este trabajo se tratará de volver a recorrer las etapas principales
de la historia de Argelia para así sacar las lecciones de la contrarrevolución
que sirven al Partido para quedar fuera del pantano.
KURDISTÁN
Nuevo ejemplo de entente interimperialista.
Turquía, país miembro de la OTAN y fiel aliado del gendarme
mundial, el amigo americano, ha obtenido el placet para invadir
Irak y masacrar a los kurdos, verdadero ejemplo de cuestión nacional
real sin solución dentro del marco de la sociedad capitalista.
El cinismo de EEUU, que por boca de Clinton autorizó al ejército
turco para llevar a cabo operaciones militares (incluidas masacres y terrorismo
indiscriminado contra la población kurda no combatiente), ajustadas
a lo "estrictamente necesario", es la demostración palpable de cómo
los salvadores de antaño se convierten en cómplices
de los verdugos de siempre por obra y gracia de los intereses estratégico-comerciales.
LOS TRABAJADORES POSTALES INGLESES EN LUCHA
En el ambiente de superproductividad y represión laboral existente en la Royal Mail, destaca la huelga llevada a cabo por el Servicio Central de Movilización. La determinación de los trabajadores perseverando en la lucha, frente a las amenazas de la dirección y las maniobras de los bonzos sindicales de la UCW (Union of Communication Workers) para liquidar la huelga, consiguió evitar el despido de uno de sus compañeros, cuyo tremendo crimen había consistido en tomar una taza de te de una de las máquinas expendedoras.
EMPLEADOS PÚBLICOS EN ESPAÑ;A
Los sindicatos del régimen CCOO-UGT presentan como un gran triunfo la aplicación del 3’5% como incremento salarial para 1995. Los trabajadores, como es norma habitual, han recibido este jugoso acuerdo ya firmado y masticado. ¡Todo un paso adelante para recuperar el poder adquisitivo perdido en todos estos años de concertación social y traiciones continuas.
CONFLICTOS PESQUEROS
Por encima de las dosis de razón que esgrimen siempre las partes en litigio (en este caso Canadá y España), la llamada guerra del fletán saca nuevamente a la luz lo evidente: la incapacidad del capitalismo para gestionar racionalmente los recursos naturales, y entre ellos la pesca. La acusación de piratería, en vez de servir como arma arrojadiza entre los trabajadores de distintas nacionalidades, debe ser dirigida contra el sistema capitalista y sus servidores: los armadores, los negreros capitalistas del mar. Si la desaparición de la pesca envía a los marinos al paro, la lucha inmediata debe encaminarse a conseguir que las empresas carguen con el mantenimiento de estos trabajadores mientras no puedan faenar.
COREA DEL NORTE
Después del escándalo orquestado principalmente por Estados Unidos, sobre la peligrosidad que entraña el uso de energía atómica por parte de Corea del Norte, después de poner en tensión a toda la zona por la posibilidad de una guerra, leemos en el The Economist de 14-1-1995 que funcionarios de Estados Unidos, Japón y Corea del Sur han seguido manteniendo conversaciones para la financiación de dos nuevos reactores nucleares en Corea del Norte, cuyo coste es de unos 4.000 millones de dólares. Recordemos que el principal socio comercial de Corea del Norte es China, un país siempre preparado para vender tecnología nuclear y que debería ser el más lógico candidato para venderla en Corea del Norte. Así pues parece ser que detrás de las tensiones belicistas en la zona se escondía, entre otras cosas, la guerra comercial, ya que los países occidentales, a la caza de todo mercado que se pueda abrir nuevo, están también muy interasados en hacer que China no se desmande en su imparable avance.